El precio de un deseo - Miranda Lee - E-Book
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El precio de un deseo E-Book

Miranda Lee

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Beschreibung

Él podía darle todo lo que siempre había deseado… Scarlet King era una novia radiante, pero la vida iba a darle un duro golpe... Poco menos de un año después, estaba sola, y deseaba tener un bebé desesperadamente, aunque tampoco necesitaba tener a un hombre a su lado para ello. John Mitchell, el soltero de oro del vecindario, aprovecharía la oportunidad para llevarse a la mujer que siempre había deseado. Pero su proposición tenía un precio muy alto… Para conseguir ese bebé, tendría que hacerlo a su manera, a la vieja usanza. John le recordó todos esos placeres que se había perdido durante tanto tiempo. Le enseñó un mundo hasta entonces desconocido para ella.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Miranda Lee. Todos los derechos reservados.

EL PRECIO DE UN DESEO, N.º 2198 - diciembre 2012

Título original: Contract with Consequences

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1218-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

NO CREES que deberías vestirte?

Scarlet levantó la vista del periódico que llevaba más de una hora fingiendo leer. No tenía ganas de hablar, sobre todo porque la conversación siempre volvía al mismo tema; la decisión tan radical que había tomado ese año. Al principio su madre la había apoyado con la idea de tener un hijo por inseminación artificial, pero parecía estar cambiando de opinión. Y lo último que necesitaba Scarlet era que la desanimaran… Era cierto que el proceso no había funcionado las dos primeras veces, pero eso era normal, según le habían dicho en la clínica. Solo tenía que seguir intentándolo y más tarde o más temprano saldría bien. No tenía ningún problema físico, así que no había ningún impedimento que le imposibilitara quedarse embarazada.

–¿Qué hora es?

–Casi las doce de la mañana –le dijo su madre–. Deberíamos estar en casa de los Mitchell a la una menos cuarto. Sé que Carolyn va a servir la comida a eso de la una y media.

Carolyn y Martin Mitchell llevaban más de treinta años siendo sus vecinos y eran buenos amigos. Tenían dos hijos, John, de la misma edad que Scarlet, y una chica, Melissa, cuatro años más pequeña. A lo largo de los años, Scarlet había llegado a conocer muy bien a la familia, aunque algunos miembros de la misma le caían mejor que otros. El señor Mitchell se había retirado recientemente y ese día cumplía cuarenta años de casado con su esposa… Una de esas parejas que ya no se veían…

El corazón de Janet King se encogió al oír suspirar a su hija. Se había llevado una desilusión tan grande esa semana cuando le había venido el periodo… No era de extrañar que no tuviera ganas de ir a una fiesta.

–No tienes que ir si no quieres –le dijo con suavidad–. Puedo darles cualquier excusa. Les digo que no te sientes bien.

–No, no, mamá –dijo Scarlet con firmeza. Se puso en pie–. Estoy bien. Quiero ir. Me vendrá bien –se fue a su habitación, intentando convencerse de que sí le vendría bien.

Podría tomarse unas cuantas copas de vino… teniendo en cuenta que no estaba embarazada… Además, así no tendría que pasarse el resto del día defendiendo la decisión de tener un hijo sola, sobre todo porque nadie, aparte de su madre, sabía de su pequeño «proyecto bebé». Y estaba tan cansada de oírla decir lo difícil que era criar a un hijo sola…

No podía negar que tenía razón. Su padre había muerto en un accidente de coche cuando tenía tan solo nueve años de edad, y nadie sabía mejor que ella lo difíciles que habían sido las cosas para su madre en todos los sentidos. Sin duda criar a un hijo sin la ayuda y el apoyo de un padre iba a ser complicado, pero tenía tantas ganas de tener un bebé… Siempre lo había deseado y solía soñar con conocer a un hombre maravilloso, un hombre tan cariñoso como su padre, alguien con quien pudiera casarse y formar una familia.

Siempre había creído que solo era cuestión de tiempo encontrar a esa persona tan especial, y querría haberse casado pronto para poder de disfrutar de sus hijos durante más tiempo… Jamás hubiera imaginado llegar a la edad de treinta y cuatro años sin ver cumplido su sueño. Era una romántica empedernida… No lo podía evitar. Pero su Príncipe Azul seguía sin aparecer. Así le había salido la vida.

Algunas veces casi ni se lo podía creer.

Sacudiendo la cabeza, se quitó la bata de estar en casa y miró el vestido que había escogido para la ocasión. Lo había extendido sobre la cama esa mañana. Era un vestido tipo túnica color morado, de lana, con un polo de seda negro debajo, medias negras y botas negras hasta el tobillo. No le llevó mucho arreglarse. Ya se había duchado antes y se había secado el pelo… Fue hacia el cuarto de baño para peinarse y maquillarse. Nada más terminar, se miró en el espejo y frunció el ceño. ¿Por qué le habían salido tan mal las cosas? No era que fuera fea. En realidad era una chica bastante atractiva; una cara bonita, una nariz respingona, labios carnosos, pelo rubio, buena figura… Tenía los pechos más bien pequeños, pero la ropa solía sentarle bien, al ser alta y esbelta… Además, siempre había tenido una personalidad animada y extrovertida. Caía bien. Les gustaba a los hombres…

A pesar de eso, no obstante, había tenido muchos problemas para encontrar un novio estable a lo largo de los años. Retrospectivamente, podía ver que su profesión tampoco había ayudado mucho, pero eso no se le había ocurrido antes. Como no quería irse lejos de casa, ni de Central Coast, había entrado como aprendiz en un salón de belleza en el que su madre había trabajado, una decisión que había desconcertado a mucha gente. Después de todo, había sacado muy buenas notas en los exámenes y habría podido ir a la universidad si hubiera querido.

Pero hacerse periodista o abogado no era lo que ella quería en la vida. Tenía otras prioridades que no incluían años de estudio, trepando por la pirámide profesional hasta conseguir aquello que otros llamaban éxito. Además, le gustaba tener un trabajo interesante del que podía disfrutar.

A pesar de todas las advertencias de sus profesores, siempre le había encantado ser peluquera, disfrutaba de la amistad que surgía con sus compañeras, las clientas… Le encantaba esa sensación de felicidad que llegaba al terminar de dar un tinte o de hacer un corte de pelo original. No había tardado mucho en labrarse una buena reputación como estilista y cuando tenía veinticinco años de edad, su madre y ella habían abierto su propio salón de belleza en un pequeño centro comercial cerca de Erina Fair. Hubieran querido tener el local en Erina Fair, la zona comercial de Central Coast, pero los alquileres eran demasiado altos. Sin embargo, gracias a esa clientela fiel, el negocio había resultado todo un éxito de todos modos.

Pero todo tenía sus desventajas… Y tener un salón de belleza con una clientela primordialmente femenina no la ayudaba mucho a conocer miembros del sexo opuesto. Además, ser hija única también la condicionaba bastante. A lo mejor si hubiera tenido un hermano mayor…

Intentaba conocer a hombres de otras formas, no obstante. Tenía un grupo de amigas a las que conocía desde el colegio y con ellas solía ir a fiestas, discotecas, pubs… pero por alguna razón, siempre se le acercaban esos guaperas que solo estaban interesados en una cosa… No se había dado cuenta de ello, no obstante, hasta después de quemarse unas cuantas veces.

Una a una, sus amigas habían ido encontrado a chicos guapos y agradables con los que se iban a casar. Solían conocerlos a través del trabajo, o de la familia… Había hecho de dama de honor tantas veces que ya empezaba a aborrecer las bodas, por no hablar de la fiesta de después, cuando sus amigas recién casadas intentaban emparejarla con algún borracho que solo buscaba acostarse con alguna de ellas.

Cuando su última amiga soltera encontró pareja a través de un portal de citas de Internet, Scarlet decidió intentarlo por esa vía también, pero la cosa resultó un desastre absoluto. Por alguna razón, seguía atrayendo a los tipos inadecuados, esos que solo buscaban lo que buscaban.

Ella nunca había sido de las que querían tener sexo por tenerlo. Cuando era más joven, sí que lo había hecho, algunas veces, pero la experiencia nunca le había resultado muy placentera, y así, a la edad de veintiún años había decidido reservarse para un hombre que realmente le gustara. Desafortunadamente, no obstante, algunos de esos guaperas con la cabeza hueca con los que había ligado sí que le habían gustado mucho, pero en la cama las campanas no habían sonado… Después de tantos encuentros fallidos solo podía sacar una conclusión: o bien necesitaba estar realmente enamorada para disfrutar del sexo, o llevaba toda la vida siendo una frígida.

Al cumplir treinta años, empezó a sentir cierta desesperación por enamorarse y ser correspondida, y entonces decidió dar un giro a su vida. Empezó a ir a la universidad por las tardes, se sacó la licencia de agente inmobiliario y consiguió un trabajo en una de las agencias más grandes y prestigiosas de Central Coast.

En aquel momento, parecía una buena decisión. De repente se había visto rodeada de hombres jóvenes que la veían con muy buenos ojos; la última novedad. Tenía admiradores por todos sitios, pero uno de ellos destacaba entre los demás. Jason trabajaba para una inmobiliaria rival y era un chico del pueblo, como ella. Era un tipo encantador y muy guapo que provenía de una familia de la zona, y no había tratado de llevársela a la cama en la primera cita. Cuando finalmente se habían acostado, el sexo no había estado nada mal y Scarlet había creído que por fin estaba enamorada, un sentimiento que había creído mutuo…

Jason le propuso matrimonio en su treinta y dos cumpleaños, pero entonces llegó el desastre… Había pasado un año y medio desde aquella fiesta de Navidad del barrio. Jason le había dicho que no podía acompañarla porque tenía una cena de trabajo en el hotel Terrigal a la que no podía faltar. Ella le estaba enseñando el anillo de compromiso a todo el mundo, pasándoselo bien… Y entonces John Mitchell se la había llevado a un rincón… Ese año la fiesta era en casa de los Mitchell… Y le había contado algo horrible.

Al principio su primera reacción había sido negarlo rotundamente. No podía ser cierto. Su prometido no era gay. No podía serlo… Pero al oír la dulzura en la voz de John, y la compasión que había en su mirada, se había dado cuenta de que le estaba diciendo la verdad, sobre todo porque John Mitchell no solía tratarla así. Terriblemente afectada, se había ido de la fiesta al momento y le había enviado un mensaje urgente a Jason.

Habían quedado en verse en el parque que estaba enfrente del hotel Terrigal, y allí mismo le había dicho lo que John le había contado. Él se lo había negado todo, pero ella no estaba dispuesta a dejarse engañar más, así que le había presionado hasta hacerle confesar. Él le había rogado que no le dijera nada a nadie y así, sin más, se había roto el compromiso…

La Navidad de ese año no fue precisamente un tiempo feliz, ni tampoco el día de Año Nuevo. Destrozada, Scarlet dejó su trabajo, pues no soportaba seguir viendo a Jason, y regresó a su puesto en la peluquería. De eso ya hacía más de un año, pero su estado de ánimo no había mejorado mucho. Nunca le había contado a nadie la verdad sobre Jason, ni siquiera a su madre. A ella solo le había dicho que se había enterado de que la engañaba.

Sus amigas se portaron muy bien con ella y la animaron a seguir saliendo con chicos, pero ella no estaba de humor para ponerse en el mercado de nuevo. Se sentía como una tonta, un completo fracaso… Por suerte, no obstante, John Mitchell no había vuelto a casa en las últimas Navidades. No quería verle de nuevo, y sentir su mirada de pena…

«Ya te lo dije…», casi podía oírle diciendo las palabras.

Al parecer, se había roto una pierna escalando una montaña en América del Sur y no podía viajar, así que tampoco estaría en la fiesta de ese día. Un gran alivio… Tenía pensado asistir, pero su vuelo, proveniente de Río de Janeiro, había sufrido un retraso a causa de una nube de ceniza volcánica. Los elementos se habían puesto de su parte, por una vez.

En el fondo era una estupidez sentir vergüenza delante de John Mitchell, pero no podía evitarlo. Además, no era un tipo fácil de tratar. Era bastante guapo, pero sus habilidades sociales dejaban mucho que desear. Tenía un cerebro privilegiado, no obstante. Ella lo sabía muy bien… Habían ido a las mismas clases en el colegio, desde párvulos hasta los exámenes finales… Pero ser vecinos y compañeros de clase no había forjado una amistad entre ellos. John nunca jugaba con los otros chicos del vecindario, aunque ella se lo pidiera… A él solo le importaba estudiar e ir a hacer surf; la playa estaba relativamente cerca.

Scarlet todavía recordaba lo mal que le había sentado que su madre le pidiera que estuviera pendiente de ella en el autobús del colegio, cuando los ataques de gamberros estaban a la orden del día. Había cuidado de ella; eso no podía negarlo. Incluso había llegado a pelearse con un chico que la había insultado y eso le había costado un día de expulsión, por no hablar de la nariz rota… Después de aquello, parecía haberla odiado más aún, no obstante…

No le había dicho nada directamente, pero al darle las gracias, él le había puesto una cara horrible. Scarlet recordaba también haberle pedido ayuda con un problema de matemáticas cuando estaban en el instituto. Él le había dicho que dejara de ser tan vaga y que lo resolviera ella misma. Evidentemente ella se había defendido y le había gritado que era el chico más idiota y egoísta que había conocido en toda su vida, y que nunca volvería a pedirle ayuda, aunque le fuera la vida en ello; una declaración de lo más dramática, pero en aquel momento lo decía de verdad.

Al terminar el instituto, se había ido a la universidad de Sídney a estudiar Geología, y después de eso le había visto más bien poco. Se había ido al extranjero a trabajar al acabar la carrera y solo aparecía por la casa de sus padres en Navidades, para quedarse una semana o dos solamente. Y cuando estaba en la casa, pasaba casi todo el tiempo solo, haciendo surf. Por lo menos, no obstante, sí que se dignaba a aparecer en la fiesta de Navidad del vecindario, que celebraban todos los años, y ahí sí que se encontraban siempre. John era bastante desagradable y hosco con ella, y las conversaciones que mantenían apenas eran comunicativas o afectuosas. Lo poco que sabía de su vida lo sabía a través de su madre, que estaba en el mismo grupo de costura que la suya. Según Carolyn Mitchell, su hijo había ganado mucho dinero con el petróleo que había encontrado en Argentina, y el gas natural que había hallado en otro país de América del Sur. También se había comprado una casa en Río, así que era poco probable que volviera a Australia a vivir.

Además, tampoco parecía que fuera a casarse pronto. Scarlet no tenía duda de eso. Los solitarios como John no pasaban por el altar.

Sin embargo, Scarlet estaba segura de que había una mujer… o varias, en su vida. Los tipos guapos con mucho dinero no pasaban sin el sexo, aunque fueran unos bastardos antisociales con tanto encanto personal como serpientes de cascabel.

Scarlet frunció el ceño. No era propio de ella pensar y criticar de esa forma, pero John Mitchell sacaba lo peor de ella. Además, no soportaba verle tan autosuficiente, sin necesitar a nadie, tan soberbio y comedido. No podía imaginarse a John Mitchell con el corazón roto. Debía de ser un trozo de piedra igual que esas preciadas rocas que estudiaba.

–Será mejor que nos vayamos, Scarlet –le dijo su madre desde el cuarto de baño–. Son las doce y veinticinco.

Después de ahuyentar todos esos pensamientos perniciosos, Scarlet volvió rápidamente a su dormitorio. Se puso unos pendientes de plata y circonitas y regresó al salón, donde la esperaba su madre. Ya se había vestido antes. Se había puesto un traje color crema con una blusa en un tono caramelo debajo.

–¿Sabes, mamá? –dijo, mirando a su madre de arriba abajo–. No parece que tengas más de cincuenta años –añadió. Su madre había cumplido sesenta y dos en su último cumpleaños.

–Gracias, cariño. Y yo te echaría unos veinte.

–Eso es porque tengo unos buenos genes.

–Cierto –dijo Janet. Sin embargo, hubo algo que sí se le pasó por la cabeza en ese momento. A lo mejor su hija había heredado otro gen que no era precisamente deseable. Ella misma había tenido muchos problemas para quedarse embarazada, y por eso había tenido solo una hija–. Vamos –le dijo. No era el momento para sacar el tema.

La señora tomó el regalo que había dejado encima de la encimera de la cocina. Dentro había una jarra de agua fina con vasos a juego en color rojo. Lo había encontrado en una tienda de antigüedades y estaba segura de que a Carolyn le encantaría. A Martin no le gustaría tanto, no obstante. Era de esos hombres que rara vez mostraban entusiasmo por algo. Lo único que realmente le gustaba era estar con su nieto. El pequeño de Melissa, Oliver, era el niño de sus ojos.

–No llevo chaqueta, ¿verdad?

–No te hace falta –dijo Scarlet–. Y creo que yo tampoco llevo el bolso. Dame. Te sujeto el regalo mientras cierras.

Salieron por la puerta principal. Scarlet se alegró al ver que el cielo se había despejado. El sol de junio ya empezaba a calentar el aire. El invierno acababa de llegar, pero ya estaba siendo uno de los más fríos de la década. Y uno de los más húmedos. Afortunadamente, no había llovido ese día, lo cual significaba que no tendrían que quedarse dentro de casa para la fiesta. A juzgar por el número de coches aparcados delante de la casa, la reunión estaría muy concurrida.

Para Scarlet, no obstante, no había nada peor que un montón de gente, abarrotando dos salones. La casa de los Mitchell, de dos plantas, era muy espaciosa, con salones abiertos… Pero aun así…

–Ha tenido mucha suerte con el tiempo –le dijo a su madre mientras cruzaban la calle.

–Ya lo creo.

Su madre iba a decir algo, pero en ese momento llegaron a la puerta de los Mitchell y alguien abrió de golpe. Carolyn salió a toda prisa. Parecía muy sofocada, pero feliz.

–No os vais a creer lo que ha pasado –dijo con emoción–. Acabo de recibir una llamada de John. Al final el avión sí que pudo despegar anoche. Salieron con mucho retraso, pero gracias al viento favorable, llegaron a buena hora y aterrizaron en Mascot hace un par de horas. Me llamó hace un rato, pero yo tenía la línea ocupada, así que se subió al primer tren. Bueno, llega a la estación de Gosford en unos veinte minutos. El tren acaba de pasar por la estación de Woy Woy. Me dijo que tomaría un taxi, pero ya sabéis que suele haber muy pocos los domingos, así que le dije que esperara fuera, en Mann Street, y que alguien iría a buscarle. Él me dijo que no me molestara, claro, pero eso es una tontería. Si pudo volar hasta aquí desde Brasil, nosotros podemos recogerle en la estación. Cuando colgué, no obstante, me puse a pensar en quién podría ir a recogerle. No quiero dejar a mis invitados solos y no quería pedírselo a Martin. Y entonces te vi por la ventana y pensé… ¿Quién mejor que Scarlet? No te importa, ¿verdad, cariño?

Scarlet forzó una sonrisa.

–Claro que no. Será un placer.

Capítulo 2

EL VIAJE en tren desde Sídney a Gosford fue muy agradable. Nada más salir de la ciudad, el tren se había vaciado y había conseguido un asiento en la parte superior, del lado derecho. Después de pasar por el río Hawkesbury, las vías seguían el trazado del agua, zigzagueando a capricho y ofreciendo al viajero las vistas más turísticas y relajantes. Pero John tampoco estaba cansado. Esa era la ventaja de viajar en primera clase. Podía subirse a un avión y llegar a su destino totalmente renovado y listo para cualquier cosa.

Cualquier cosa…

Eso debía de ser lo que esperaba ese día. Las fiestas no eran precisamente su pasatiempo favorito. No le gustaba beber alcohol y esas conversaciones vacías le ponían de mal humor. Sin embargo, esa vez no había podido negarse a asistir al cuarenta aniversario de bodas de sus padres. Quería mucho a su madre y no quería hacerle daño por nada del mundo. Su padre, en cambio, estaba hecho de otra pasta. Era difícil querer a un padre que le había rechazado cuando solo era un niño… Pero John lo había intentando con todas sus fuerzas y recientemente se había dado cuenta de que lo había logrado. Unas semanas antes su madre le había llamado para decirle que su padre había tenido un amago de infarto y en ese momento había comprendido por fin lo mucho que le quería. Por primera vez había entendido que su padre podía morir… Y se había llevado un gran alivio al saber que no había sido nada serio.

No obstante, no era capaz de superar lo que su padre había hecho tantos años antes. Afortunadamente, por aquel entonces tenía a su abuelo. Si no hubiera sido por él, las cosas podrían haberle salido muy mal. Probablemente se hubiera ido de casa y habría terminado viviendo en la calle. A lo mejor hubiera acabado en la cárcel… Se había sentido tan mal después de la muerte de su hermano. Mal, confuso, furioso…

Sí. Se había puesto furioso. A veces, cuando recordaba los años de instituto, se sentía culpable… Se había comportado tan mal, con mucha gente, con Scarlet… Con ella había sido despreciable… Pero eso era por lo mucho que le gustaba. Había sido cruel con ella, pero por aquel entonces, sentir algo por alguien le daba mucho miedo. No quería sentir nada por nadie, no quería quererla, ni necesitarla. Y la había apartado de su vida, desde el primer momento, desde aquel día en que había llamado a la puerta de su casa y le había invitado a jugar con ella…