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El reino de Dios está en vosotros es una profunda exploración de la no violencia, la conciencia personal y las implicaciones morales de las enseñanzas cristianas. León Tolstói critica la religión institucionalizada y la autoridad del Estado, argumentando que el verdadero cristianismo reside en la transformación espiritual individual más que en los dogmas externos. A través de un examen riguroso de la historia, la filosofía y la teología, el libro desafía a los lectores a reconsiderar su complicidad en los sistemas de opresión y a adoptar una ética radical de amor y resistencia a la violencia. Desde su publicación, El reino de Dios está en vosotros ha sido reconocido como una de las obras filosóficas más influyentes de Tolstói. Su defensa de la resistencia no violenta inspiró a figuras clave como Mahatma Gandhi y Martin Luther King Jr., consolidando su legado como un pilar del pensamiento pacifista. La obra sigue resonando por su análisis de la tensión entre la convicción personal y las exigencias sociales, ofreciendo una crítica contundente a la coerción y la renuncia moral. La relevancia duradera del libro radica en su capacidad para desafiar a los lectores a enfrentar dilemas éticos en sus propias vidas. Al examinar la intersección entre fe, justicia y responsabilidad individual, El reino de Dios está en vosotros invita a reflexionar sobre el poder transformador del coraje moral y el potencial del cambio espiritual y social.
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Seitenzahl: 401
Veröffentlichungsjahr: 2025
Ford Madox Ford
EL BUEN SOLDADO
Título original:
“The Good Soldier”
PRESENTACIÓN
CARTA DEDICATORIA A STELLA FORD
EL BUEN SOLDADO
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
TERCERA PARTE
CUARTA PARTE
Ford Madox Ford
1873 – 1939
Ford Madox Ford fue un escritor, editor y crítico literario inglés, ampliamente reconocido por sus contribuciones a la literatura modernista de principios del siglo XX. Nacido en Merton, Inglaterra, Ford es conocido principalmente por su novela El buen soldado (1915) y la tetralogía El final del desfile, en las que explora temas como el amor, la traición, la guerra y las complejidades de la psicología humana. Sus innovadoras técnicas narrativas y su profunda percepción psicológica lo consolidaron como una figura clave de la ficción moderna.
Primeros años y educación
Ford Hermann Hueffer, más tarde conocido como Ford Madox Ford, nació en una familia de artistas e intelectuales. Su abuelo fue el pintor prerrafaelita Ford Madox Brown, y su padre, un respetado crítico musical. Recibió una educación amplia y desde joven desarrolló un gran aprecio por la literatura y el arte. Aunque no asistió a la universidad, inició su carrera literaria a una edad temprana, publicando su primera novela, The Shifting of the Fire, en 1892.
Carrera y contribuciones
Ford fue una figura central en la literatura modernista y colaboró con escritores como Joseph Conrad, Henry James y Ezra Pound. Trabajó junto a Conrad en las novelas The Inheritors (1901) y Romance (1903), mostrando un profundo interés por la experimentación narrativa. Su obra más famosa, El buen soldado, es considerada una obra maestra de la narración no confiable, con una historia trágica de traición conyugal y autoengaño presentada a través de una estructura fragmentada y no lineal.
Durante la Primera Guerra Mundial, Ford sirvió en el ejército británico, experiencia que influyó profundamente en sus obras posteriores, especialmente en El final del desfile (1924-1928), una serie de cuatro novelas que retratan el impacto psicológico y social de la guerra. Además de su producción literaria, Ford desempeñó un papel clave en el ámbito editorial: como fundador de las revistas The English Review y The Transatlantic Review, promovió la obra de escritores como D. H. Lawrence, Ernest Hemingway y James Joyce, contribuyendo a la evolución del modernismo literario.
Impacto y legado
La obra de Ford fue innovadora por su profundidad psicológica, su experimentación formal y su exploración de la memoria y la percepción. Su influencia es evidente en escritores modernistas y posmodernistas posteriores. Defendía una escritura impresionista, en la que la experiencia subjetiva de los personajes moldeaba la estructura narrativa.
A pesar de haber enfrentado dificultades económicas y la falta de reconocimiento en parte de su vida, su reputación creció después de su muerte. Hoy en día, es considerado una figura fundamental del modernismo literario, y El buen soldado suele figurar entre las mejores novelas en lengua inglesa. Su exploración de la verdad fragmentada y la memoria sigue resonando entre lectores y estudiosos contemporáneos.
Ford Madox Ford falleció en 1939 en Deauville, Francia, tras años de salud debilitada. Aunque no fue ampliamente celebrado en sus últimos años, su impacto en la literatura moderna es indiscutible. Sus innovaciones narrativas, su aguda percepción psicológica y sus contribuciones editoriales dejaron una huella duradera en la ficción del siglo XX.
El legado de Ford sigue vivo a través de sus novelas, ensayos críticos y trabajo editorial, asegurando su lugar entre los escritores más importantes de su época. Su exploración de la mente humana y las complejidades de las relaciones sociales continúa siendo relevante, consolidando su influencia en los estudios literarios.
Sobre la obra
El buen soldado es una fascinante exploración de la ilusión, la ambigüedad moral y la fragilidad de las relaciones humanas. Ford Madox Ford analiza con precisión las complejidades del amor, la traición y las ficciones que las personas construyen para mantener una apariencia de estabilidad. Ambientada en la aristocracia europea de principios del siglo XX, la novela sigue las vidas entrelazadas de dos parejas aparentemente respetables, revelando las tensiones ocultas y los conflictos emocionales detrás de sus impecables fachadas. La historia es narrada por el poco fiable John Dowell, cuya perspectiva fragmentada y no lineal refuerza los temas de memoria, verdad y autoengaño.
Desde su publicación, El buen soldado ha sido celebrada por su profundidad psicológica y su innovadora estructura narrativa. El uso de un narrador poco confiable y una cronología fragmentada desafía las convenciones literarias, invitando al lector a cuestionar la naturaleza de la verdad y la percepción. La exploración de las pasiones reprimidas, el deber y la desesperación silenciosa de sus personajes ha consolidado la obra como un referente del modernismo.
La relevancia duradera de El buen soldado radica en su capacidad para exponer las contradicciones de la naturaleza humana y las trágicas consecuencias de los deseos no expresados.
Mi querida Stella:
Siempre he considerado esta obra como mi mejor libro…, al menos como mi mejor libro del periodo de la preguerra; y desde que la escribí hasta la aparición de mi novela siguiente debieron transcurrir casi diez años, de manera que todo lo que haya podido hacer desde entonces hay que considerarlo obra de un hombre diferente… obra de tu hombre. Porque no cabe duda de que sin el incentivo para vivir que tú me ofreciste, difícilmente habría sobrevivido los años de la guerra, y aún cabe menos duda de que sin tu acicate para que volviera a escribir, nunca lo habría hecho. Y sucede que por una extraña casualidad El buen soldado es casi el único de mis libros que no está dedicado a nadie: el destino debió elegir que tuviera que esperar los diez años que ha esperado…, para esta dedicatoria.
Lo que ahora soy te lo debo a ti: lo que era cuando escribí El buen soldado se lo debía a determinada concatenación de circunstancias en una vida bastante desprovista de objetivos y bastante caprichosa. Hasta que me puse a escribir este libro — el 17 de diciembre de 1913 — nunca había tratado de ir a galope tendido, por usar una frase relacionada con la preparación de los caballos de carreras. En parte porque siempre había mantenido la idea de que — fuera cual fuese el caso de otros escritores — yo por lo menos no sería capaz de escribir, antes de llegar a los 40, una novela que estuviera en condiciones de defender; en parte porque de manera muy precisa no deseaba competir con otros autores cuyos derechos o cuya necesidad de prestigio y de lo que ese prestigio lleva consigo eran superiores a los míos. Nunca había tratado realmente de poner en ninguna de mis novelas todo lo que sabía acerca del arte de escribir. Había dado a luz de manera bastante inconexa cierto número de libros — muchos — , pero o pertenecían al género de los pastiches, y eran por tanto composiciones bastante preciosistas, o se trataba de tours de force. Pero siempre me ha obsesionado escribir…, la manera en que debe escribirse; ya incluso por entonces, en parte solo, y en parte en compañía de Conrad, había hecho estudios exhaustivos sobre cómo manejar las palabras y sobre cómo construir novelas.
De manera que el día que cumplí los cuarenta me dispuse a demostrar lo que era capaz de hacer…, y el resultado fue El buen soldado. Yo estaba totalmente decidido a que fuese mi último libro. Pensaba entonces — y no estoy seguro de que ahora no piense lo mismo — que a un hombre le bastaba con escribir un libro, y cuando terminé El buen soldado, al menos Londres y posiblemente el mundo entero parecían dominados por nuevos escritores mucho más llamativos. Eran los apasionados días del cubismo literario, del futurismo y de imaginismo y de todo el resto de los alborotadores bulliciosos jeunes de aquella década tan joven. De manera que yo me consideraba como la anguila que, después de llegar a alta mar, da a luz a sus crías y muere…, o creía, como el alca de gran tamaño, que después de haber llegado al sitio asignado y de poner mi único huevo, más me valía morirme. Me despedí oficialmente de la literatura en las columnas de una publicación titulada The Thrush, que también, no siendo más que un alca pobre y pequeña, murió del esfuerzo. Después me dispuse a echarme a un lado en favor de nuestros buenos amigos — tuyos y míos — Ezra, Eliot, Wyndham Lewis, H. D., y el resto de los jóvenes y vociferantes escritores que llamaban a la puerta.
Pero otros clamores más intensos asaltaron Londres y el mundo que hasta ese momento parecía yacer ante los orgullosos pies de aquellos conquistadores; el cubismo, el futurismo, el imaginismo y los demás movimientos nunca tuvieron su oportunidad entre las voces de los cañones, así que yo he salido otra vez del agujero y junto a tus obras, fuertes, delicadas y hermosas, me he animado a colocar algunas obras mías.
El buen soldado, sin embargo, me sigue pareciendo mi huevo de alca por pertenecer a una raza que no tendrá sucesores y, como se trata de un libro escrito hace ya mucho tiempo, quizá no suponga un exceso de vanidad reflexionar sobre él durante unos instantes. Ningún autor, creo yo, es merecedor de que se le censure por vanidoso si, al bajar de la estantería uno de sus libros de hace diez años, exclama: "Cielo santo, ¿es posible que yo escribiera tan bien por entonces?", porque la verdad implícita es siempre que uno ya no escribe tan bien, y pocos son tan envidiosos como para censurar los autoelogios de un volcán extinguido.
Sea como fuere, recientemente me he visto forzado a hacer un examen bastante minucioso de este libro para traducirlo al francés, lo que me ha obligado a estudiarlo con mucha mayor profundidad de la que hubiese requerido una simple lectura, por minuciosa que fuese. Y voy a atreverme a decir que me dejó asombrado el trabajo que tuve que poner en su construcción, en su intrincada maraña de alusiones y referencias recíprocas. Aunque tampoco hay que asombrarse por ello, ya que si bien escribí el libro con relativa rapidez, llevaba otra década completa incubándolo en mi interior. Fue así porque se trataba de una historia verdadera y porque me la contó el mismo Edward Ashburnam y no podía escribirla hasta que todos los demás hubiesen muerto. De manera que la fui llevando conmigo durante todos esos años, pensando en ella de vez en cuando.
Por entonces yo tenía una ambición: hacer por la novela inglesa lo que Maupassant había hecho por la francesa con Fort comme la Mort. Un día tuve mi recompensa cuando, hallándome en un grupo, un joven y ferviente admirador mío exclamó: "¡No hay duda de que El buen soldado es la mejor novela en lengua inglesa!", ante lo que mi amigo el señor John Rodker, que siempre ha sentido una admiración por mi obra adecuadamente matizada, replicó con su clara y lenta pronunciación: "Cierto. Pero se ha olvidado usted de una palabra. ¡Es la mejor novela francesa en lengua inglesa!".
Con eso — que es mi tributo a mis maestros y a otros franceses cuya superioridad reconozco — dejo ya el libro en manos del lector. Pero antes me gustaría decir una palabra acerca del título. Originalmente yo llamé a este libro La historia más triste, pero como no apareció hasta que se nos vinieron encima los más oscuros días de la guerra, el señor Lañe me perseguía con cartas y telegramas — ¡yo me dedicaba por entonces a otros quehaceres! — para que cambiara el título que, según decía, haría el libro invendible por aquellas fechas. Un día, cuando estaba en una revista de tropas, recibí un último telegrama suplicante del señor Lañe, y como era con respuesta pagada, me apoderé del impreso para la contestación y escribí con precipitada ironía: "Querido Lañe, ¿por qué no El buen soldado?…". Para consternación mía, el libro apareció seis meses más tarde con ese título.
Nunca he dejado de lamentarlo, pero a partir del final de la guerra he recibido tantas pruebas de que el libro se ha leído con ese nombre que no me atrevo a cambiarlo por temor a causar confusión. Si durante la guerra se hubiera presentado la oportunidad no habría dudado en hacer el cambio, porque sólo contaba con dos testimonios directos de que alguien hubiese oído hablar de mi novela. En una ocasión me encontré con que el asistente que tenía en mi regimiento acababa de volver de permiso y parecía estar muy enfermo. "Cielo santo, chico, ¿qué demonios te pasa?", le dije. Y él me contestó: "Bueno; anteayer le pedí a mi novia que se casara conmigo y hoy he estado leyendo El buen soldado".
En otra ocasión, también en una revista de tropas que incluía unos ejercicios de instrucción en la Guards’ Square de Chelsea, yo estaba muy nervioso porque tenía que hacer los ejercicios delante de media docena de ancianos caballeros, jefes de muy alta graduación, y conseguí aturdir a mis hombres todo lo que es posible hacerlo con los miembros de la Coldstream Guard de Su Majestad. Mientras permanecía rígidamente en posición de firmes, uno de los ancianos caballeros de muy alta graduación se me acercó por la espalda y me dijo al oído con toda claridad: "¿Ha dicho usted, El buen soldado?". Por lo que no cabe duda de que el señor Lañe consiguió vengarse. En cualquier caso, ya he aprendido que la ironía puede ser un arma de dos filos.
Tú, mi querida Stella, me habrás oído contar estas historias muchísimas veces. Pero ahora los mares nos separan y las incluyo en esta carta que leerás antes de volver a verme, con la esperanza de que te alegren un poco con la ilusión de escuchar una voz familiar y llena de afecto. Y así la firmo con toda sinceridad y con la esperanza de que aceptes inmediatamente la dedicatoria particular de este libro y la general de la edición.
Tu
F. M. F.
Nueva York. 9 de enero de 1927
Esta es la historia más triste que jamás he oído. Habíamos tratado a los Ashburnham durante nueve temporadas en la ciudad de Nauheim[39] con gran intimidad…, O, más bien, habíamos mantenido con ellos unas relaciones tan flexibles y tan cómodas y sin embargo tan íntimas como las de un guante de buena calidad con la mano que protege. Mi mujer y yo conocíamos al capitán Ashburnham y a su señora todo lo bien que es posible conocer a alguien, pero, por otra parte, no sabíamos nada en absoluto acerca de ellos. Se trata, creo yo, de una situación que sólo es posible con ingleses sobre quienes, incluso en el día de hoy, cuando me paro a dilucidar lo que sé de esta triste historia, descubro que vivía en la más completa ignorancia. Hasta hace seis meses no había pisado nunca Inglaterra y, ciertamente, nunca había sondeado las profundidades de un corazón inglés. No había pasado de sus aspectos más superficiales.
No quiero decir con eso que no conociéramos a muchos ingleses. Viviendo, como nos veíamos obligados a hacerlo, en Europa, y siendo, como nos veíamos obligados a serlo, americanos ociosos, lo cual equivale a decir que éramos muy poco americanos, no nos quedaba otro remedio que frecuentar la compañía de los ingleses de clase alta. Porque París era nuestro hogar, algún sitio comprendido entre los límites de Niza y Bordighera nos proporcionaba cuarteles de invierno todos los años, y Nauheim siempre nos recibía desde julio hasta septiembre. Deducirá usted de estas afirmaciones que uno de los dos estaba, como suele decirse, "delicado del corazón", y, cuando le diga que mi esposa ha muerto, comprenderá que era ella la enferma.
El capitán Ashburnham también estaba delicado del corazón. Pero, mientras pasar un mes al año aproximadamente en Nauheim le dejaba en perfectas condiciones para los otros once, nuestros dos meses apenas bastaban para mantener viva a la pobre Florence de un año para otro. La razón de que el capitán estuviera delicado del corazón era al parecer el polo, o un exceso de deportes violentos durante su juventud. La razón de la destrozada vida de la pobre Florence fue una tormenta en el mar durante nuestra primera travesía hacia Europa, y el motivo básico de nuestra reclusión en el viejo continente era la prescripción de los médicos. Decían que incluso la breve travesía del canal de la Mancha podía muy bien acabar con mi pobre esposa.
Cuando los conocimos, el capitán Ashburnham, de vuelta a casa, por razones de enfermedad, de una India a la que nunca regresaría, tenía treinta y tres años; la señora Ashburnham — Leonora — , treinta y uno. Yo treinta y seis y la pobre Florence treinta. De manera que ahora mi mujer tendría treinta y nueve y el capitán Ashburnham cuarenta y dos; mientras que yo tengo cuarenta y cinco y Leonora cuarenta. Ya ve usted, por tanto, que nuestra amistad ha sido un asunto de los primeros años de la edad madura; todos éramos muy tranquilos por temperamento, y los Ashburnham, de manera especial, eso que en Inglaterra se denomina de ordinario "gente muy bien".
Descendían, como probablemente ya habrá usted adivinado, de los Ashburnham que acompañaron al cadalso a Carlos I, y, como también cabe esperar en este tipo de ingleses, no hacían la menor ostentación de ello. La señora Ashburnham era una Powys; Florence, una Hurlbird de Stamford, en Connecticut, donde, como usted sabe, la gente está más chapada a la antigua que los mismos habitantes de Cranford[40], en Inglaterra. Yo, por mi parte, soy un Dowell de Filadelfia, en Pennsylvania, donde, es un hecho históricamente cierto, hay más antiguas familias inglesas de las que podrían encontrarse en seis condados británicos tomados conjuntamente. Siempre llevo conmigo a todas partes — como si se tratara de la única cosa que me liga de manera invisible con algún lugar sobre la superficie de la tierra — la escritura de propiedad de mi granja, que en otro tiempo ocupaba varias manzanas de casas entre Chestnut y Walnut Street. Estas escrituras de propiedad están compuestas por cuentas cilíndricas hechas de conchas, y son la donación de un jefe indio al primer Dowell, que salió de Famham en Surrey, acompañando a William Penn[41]. La familia de Florence, como sucede con frecuencia en el caso de los habitantes de Connecticut, procedían de los alrededores de Fordingbridge[42], donde se encuentra la casa solariega de los Ashburnham. Es allí donde escribo en estos momentos.
Quizá pregunte usted, y con toda razón, por qué escribo. Y, sin embargo, tengo muchos motivos. Porque es frecuente entre los seres humanos que han presenciado el saqueo de una ciudad o la desintegración de una raza el deseo de poner por escrito lo que han visto para beneficio de desconocidos herederos o de generaciones infinitamente remotas; o, si usted lo prefiere, para sacarse esas imágenes de la cabeza.
Alguien ha dicho que la muerte de un ratón a causa del cáncer es lo mismo que el saco de Roma por los godos, y yo le juro a usted que la desintegración de nuestro pequeño círculo con cuatro esquinas fue otro de esos acontecimientos impensables. Supongamos que se hubiera tropezado usted con nosotros, cuando estábamos sentados alrededor de una de las mesitas frente al club, en Homburg[43], pongamos por ejemplo, tomando el té una tarde cualquiera y contemplando el minigolf; sin duda hubiera usted dicho que, tal como está la vida, constituíamos un castillo inexpugnable. Éramos, si usted lo prefiere, uno de esos barcos esbeltos de velas blancas sobre un mar azul, una de esas cosas que parecen las más gloriosas y seguras entre todas las cosas hermosas y seguras que Dios ha permitido concebir a la mente humana. ¿En qué mejor sitio podría uno refugiarse? ¿Dónde mejor?
¿Seguridad? ¿Estabilidad? No puedo creer que hayan desaparecido. No puedo creer que aquella vida lenta y tranquila, que era exactamente como los pasos de un minué, se desvaneciera en cuatro días catastróficos al final de nueve años y seis semanas. Se lo aseguro, créame, nuestra intimidad era como un minué, simplemente porque en cada posible ocasión y en cada posible circunstancia sabíamos dónde ir, dónde sentarnos, qué mesa escoger unánimemente; y podíamos levantamos y marchamos los cuatro juntos sin que ninguno diera la señal, siempre al ritmo de la orquesta del balneario, siempre tomando un sol no demasiado fuerte, o, si llovía, refugiándonos en sitios discretos. No, desde luego, no puede haber desaparecido. No se puede matar un minué de la cour[44]. Cabe cerrar el libro con las partituras, bajar la tapa del clavicordio; en la alacena y en el armario quizá las ratas destruyan las cintas de satén blanco; tal vez el populacho saquee Versalles; quizá se derrumbe el Trianón[45]; pero sin duda alguna el minué…, el minué en persona se alejará danzando hasta las más remotas estrellas, incluso mientras el nuestro, el de los establecimientos balnearios de Hesse, lleva camino de pararse por completo. ¿Es que no hay ningún cielo donde las antiguas y hermosas danzas, donde las antiguas y hermosas intimidades se prolonguen indefinidamente? ¿No hay algún Nirvana penetrado por la suave vibración de instrumentos que ya se han transformado en el polvo de la amargura, pero que poseen sin embargo frágiles, trémulas e imperecederas almas?
¡No, Dios mío, es falso! No era un minué lo que bailábamos; estábamos en una cárcel…, una cárcel llena de vociferantes ataques de histeria, reprimidos para que no hicieran más ruido que las ruedas de nuestro carruaje mientras recorríamos las sombreadas avenidas del Taunus Wald.
Y sin embargo, juro por el sagrado nombre de mi creador que era verdad. Era la verdadera luz del sol; la verdadera música; el verdadero murmullo de las fuentes desde las bocas de los delfines de piedra. Porque, si para mí éramos cuatro personas con los mismos gustos, con los mismos deseos, actuando — o, no, sin actuar — , sentándonos aquí y allá unánimemente, ¿no es eso la verdad? Si durante nueve años he sido dueño de una hermosa manzana que tiene el corazón podrido y sólo descubro su podredumbre al cabo de nueve años y seis semanas menos cuatro días, ¿acaso miento al decir que durante nueve años he poseído una hermosa manzana? Y lo mismo puede suceder con Edward Ashburnham, con Leonora, su esposa, y con mi pobre y querida Florence. Y, si se pone usted a pensarlo, ¿no es un poco extraño que la mala salud de por lo menos dos de los pilares de nuestra casa con cuatro esquinas nunca se me apareciera como una amenaza para su solidez? Ni siquiera me pasa ahora, aunque los dos están ya muertos. No sé…
No sé nada — absolutamente nada — del corazón de los seres humanos. Sé únicamente que estoy solo…, horriblemente solo. Para mí, ningún fuego de chimenea presenciará ya unas relaciones amistosas. Cualquier salón de fumar estará poblado únicamente por insondables efigies entre espirales de humo. Y sin embargo, por el amor de Dios, ¿qué es lo que sé yo, si no estoy al tanto de la vida junto al hogar de la chimenea y en el salón de fumar, cuando toda mi vida ha transcurrido en esos sitios? ¡La tibia atmósfera junto a la chimenea…! Ahí estaba Florence, por ejemplo: creo que durante los doce años que sobrevivió a la tempestad que, al parecer, debilitó irreparablemente su corazón…, juraría que no la perdí de vista ni un solo minuto, excepto cuando la dejaba convenientemente arropada en la cama y me iba al piso bajo para hablar un rato con alguien en uno de los salones, o salía a darme la última vuelta fumando un cigarro antes de acostarme. Comprenda que yo no le echo la culpa a Florence. Pero, ¿cómo pudo enterarse de todo lo que sabía? ¿Cómo llegó a saberlo? A saberlo tan exhaustivamente. ¡Cielo santo! No parece que hubiera tiempo suficiente. Tuvo que ser cuando yo tomaba los baños, o hacía gimnasia sueca, o iba a la manicura. Llevando la vida que llevaba, de enfermero cuidadoso y esforzado, tenía que hacer algo para mantenerme en forma. ¡Tiene que haber sido en esos momentos! Aunque ni siquiera entonces dispuso del tiempo suficiente para mantener las interminables conversaciones llenas de sabiduría mundana que Leonora me ha relatado a raíz de su muerte. Y ¿es posible imaginar que durante nuestros reglamentados paseos por Nauheim y sus alrededores encontrara tiempo para llevar adelante las prolijas negociaciones que de hecho llevaba entre Edward Ashburnham y su mujer? ¿Y no es increíble que durante todo aquel tiempo Edward y Leonora no intercambiaran nunca una sola palabra en privado? ¿Qué debe pensar uno sobre la raza humana?
Porque le juro que formaban la pareja modelo. Edward tenía con Leonora todas las atenciones que es posible tener sin parecer fatuo. ¡Tan apuesto, con unos ojos azules tan sinceros, el adecuado toque de estupidez, y una bondad tan manifiesta! Y ella…, tan alta, tan maravillosa montando a caballo, tan rubia. Sí, Leonora era extraordinariamente rubia y tan exactamente lo que tenía que ser que todo ello parecía demasiado bueno para ser cierto. Quiero decir que, en general, uno no se encuentra de ordinario con tantas perfecciones reunidas. Pertenecer a la aristocracia rural, tener todo el aire de la aristocracia rural, ser rica de una manera tan perfecta y adecuada; tener unos modales tan exquisitos…, con el atenuante incluso de ese toque de insolencia que parece imprescindible. ¡Tenerlo todo y ser todo eso! No; era demasiado bueno para ser verdad. Y sin embargo, esta misma tarde, hablando sobre todo ello, me ha dicho: "Una vez traté de tener un amante, pero me sentí tan enferma, tan destrozada que tuve que rechazarle". Me ha parecido la cosa más asombrosa que he oído nunca. "Me tenía ya entre sus brazos", ha dicho. "¡Un hombre tan apuesto! ¡Tan excelente persona! Y yo me decía, con furia, susurrando entre dientes como dicen en las novelas…, y de verdad apretándolos mucho: me decía a mí misma: “Ahora estoy completamente decidida y voy a pasarlo bien por una vez en la vida…, ¡por una vez en la vida!”. Estábamos a oscuras en un coche de caballos, regresando del baile con que se celebra el final de una cacería. ¡Teníamos que recorrer dieciocho kilómetros! Y luego, de repente, la amargura de la interminable pobreza, de los interminables fingimientos…, todo ello se me cayó encima como una maldición, y lo echó todo a perder. Sí, tuve que darme cuenta de que estaba incapacitada para pasarlo bien cuando incluso se presentaba la oportunidad. Así que me eché a llorar, y estuve llorando y llorando los dieciocho kilómetros. ¿Se lo imagina? ¡Llorando! Y poniendo en ridículo de aquella manera a un chico tan estupendo. Porque aquello no era jugar
limpio, ¿no es cierto?".
No lo sé; no lo sé; esa última observación, ¿era el comentario de una ramera, o es eso lo que toda mujer decente, tanto si es de la aristocracia rural como si no, piensa en lo más hondo de su corazón? ¿O lo piensa todo el tiempo si vamos a ello? ¿Quién sabe?
Sin embargo, si ignoramos eso hoy y ahora, a la altura de la civilización que hemos alcanzado, después de todos los sermones y de todos los moralistas, y de todas las enseñanzas de todas las madres a sus hijas in saecula saeculorum… [46], aunque quizá sea eso lo que las madres enseñan a sus hijas, no con los labios sino con los ojos, o con un corazón susurrándole a otro corazón. Y, si no sabemos siquiera eso sobre la primera cosa del mundo, ¿qué es lo que sabemos y para qué estamos aquí?
Le pregunté a la señora Ashburnham si le había contado aquel episodio a Florence y qué había dicho mi mujer y me contestó: "Florence no hizo ningún comentario. ¿Qué podía haber dicho? No había nada que decir. Con la pobreza agobiante que tuvimos que soportar para cubrir las apariencias, y la manera en que se presentó la pobreza…, ya sabe usted lo que quiero decir…, cualquier mujer tendría derecho a echarse un amante y aceptar regalos por añadidura. Florence dijo una vez acerca de una situación muy parecida (estaba un poco demasiado bien educada, era demasiado americana para personalizar) que se trataba de un caso perfecto de viaje sin destino decidido, y que la mujer podía comportarse siguiendo la inspiración del momento. Lo dijo en americano, por supuesto, pero ése era el sentido. Creo que sus palabras fueron exactamente éstas: “Era la mujer quien tenía que decidir si tomarlo o dejarlo…”".
No quiero que piense que estoy describiendo a Teddy Ashburnham como un desalmado. No creo que lo fuera. Quién sabe, quizá todos los hombres sean así. Porque como ya he dicho, ¿qué sé yo, incluso del salón de fumar? Va llegando la gente y cuenta las historias más increíblemente groseras…, tan groseras que le hacen a uno daño. Y sin embargo, esos hombres se ofenderían si alguien sugiriera que no son el tipo de persona a quien uno dejaría a solas con su mujer. Y es muy probable que tuvieran toda la razón al ofenderse…, es decir, si es que se puede dejar solos a un hombre y a una mujer. Pero ese tipo de individuo disfruta evidentemente más escuchando o contando historias groseras…, más que con ninguna otra cosa en el mundo. Cazarán lánguidamente, se vestirán lánguidamente, cenarán lánguidamente, trabajarán sin entusiasmo y les parecerá muy aburrido mantener una conversación de tres minutos sobre cualquier cosa, y sin embargo, cuando empieza ese otro tipo de conversación, reirán y se despertarán y se revolcarán regocijados en sus asientos. Por ello, si tanto se divierten con esas narraciones, ¿cómo es posible que se ofendan, y que se ofendan con razón, ante la sugerencia de que quizá intenten poner a prueba el honor de nuestra esposa? Edward Ashburnham, en cambio, era la persona de aspecto más honesto que quepa imaginar; excelente magistrado, soldado de primera categoría, uno de los mejores terratenientes, según decían, de Hampshire, en Inglaterra. Con los pobres y con los borrachos impenitentes yo mismo soy testigo, se comportaba como concienzudo guardián. Y en los nueve años que lo traté, excepto en una o dos ocasiones, jamás contó una historia que no se hubiera podido publicar en las columnas de The Field. Ni siquiera le gustaba oírlas; se ponía nervioso, se levantaba y salía a comprar un puro u otra cosa por el estilo. Cualquiera hubiera dicho que era exactamente el tipo de persona a quien se le podía confiar la propia esposa. Y yo confiaba en la mía y aquello fue la locura.
Y sin embargo, vuelvo a verme atrapado una vez más. Si el pobre Edward era peligroso en razón de la castidad de sus expresiones (y se dice que ése es siempre el distintivo del libertino), ¿dónde hay que colocarme a mí? Porque afirmo solemnemente que no sólo nunca he permitido que se deslizara en mi conversación ni la sombra de algo indecoroso, sino que salgo incluso garante de la limpieza de mis pensamientos y de la absoluta castidad de mi vida. Entonces, ¿a qué queda todo reducido? ¿Se trata de una locura o de una burla? ¿Es que yo no soy mejor que un eunuco y el hombre auténtico — el hombre con derecho a la existencia — es un semental, sin freno siempre relinchando ante las mujeres de la familia de su vecino?
No lo sé. Y no hay nada que nos sirva de guía. Y si todo es tan nebuloso sobre una cuestión tan elemental como la ética del sexo, ¿qué nos servirá de guía en la moralidad más sutil de los demás contactos personales, asociaciones y actividades? ¿O es que estamos hechos para actuar siguiendo únicamente nuestros impulsos? Es todo muy oscuro.
NO sé cuál es la mejor manera de escribir esto…, no sé si sería más conveniente tratar de empezar por el principio, como si fuera un cuento; o narrarlo desde la lejanía en el tiempo, tal como yo lo recibí de los labios de Leonora o del mismo Edward.
De manera que durante un espacio de dos semanas aproximadamente me imaginaré en una casa de campo, a un lado de la chimenea, con un oyente favorablemente dispuesto frente a mí. Y me dedicaré a hablar en voz baja mientras se percibe a lo lejos el ruido del mar, y, por encima de nuestras cabezas, la gran marea negra del viento saca brillo a las estrellas. De cuando en cuando nos levantaremos, llegaremos hasta la puerta, contemplaremos la enorme luna y diremos: "¡Caramba, brilla casi tanto como en Provenza!". Y a continuación volveremos junto a la chimenea, con algo así como la sombra de un suspiro porque no estamos en esa Provenza donde incluso las historias más tristes se vuelven alegres. Considérese si no la lamentable historia de Peire Vidal[47]. Hace dos años Florence y yo fuimos en coche desde Biarritz a Las Tours, que está en los Montes Negros. En medio de un valle tortuoso se alza un inmenso pináculo y sobre él hay cuatro castillos: Las Tours, las Torres. Y el mistral soplaba con tanta fuerza en el interior de ese valle que comunica Francia con Provenza que las hojas gris plateadas de los olivos parecían cabellos flotando al viento, y las matas de romero se introducían furtivamente entre las rocas de color hierro para evitar que el viento las arrancase de raíz.
Fue, por supuesto, la pobre Florence quien quiso ir a Las Tours. Deben ustedes darse cuenta de que, si bien su brillante personalidad procedía de Stamford, en Connecticut, era una graduada de Poughkeepsie. Nunca conseguí imaginarme cómo lo hacía…, cómo lograba ser tan peculiar y tan parlanchina. Con su mirada distante…, que no tenía nada de romántica, sin embargo…, quiero decir que no daba la impresión de estar teniendo sueños poéticos, ni de que le mirase a uno sin verle, ¡porque la verdad es que casi nunca te miraba…!, con una mano en alto, como si quisiera silenciar cualquier objeción… o cualquier comentario si vamos a ello…, lo cierto es que Florence hablaba. Hablaba sobre Guillermo el Silencioso[48], sobre Gustavo el Locuaz[49], sobre los trajes de París, sobre cómo vestían los pobres en 1337, sobre Fantin-Latour[50], sobre el tren de lujo París-Lyon-Mediterráneo, y sobre si merecería la pena apearse en Tarascón y cruzar el puente colgante barrido por el viento para atravesar el Ródano y ver una vez más Beaucaire.
Nunca visitamos de nuevo Beaucaire, por supuesto…, la hermosa Beaucaire, con la alta torre blanca triangular, que parecía tan delgada como una aguja y tan alta como el Flatiron[51], entre la Quinta Avenida y Broadway…, Beaucaire con sus murallas grises en lo más alto de la cima rodeando acre y medio de lirios azules, bajo los altos troncos de los pinos piñoneros. ¡Qué cosa tan hermosa es un pino piñonero…!
No; nunca volvimos a ningún sitio. Ni a Heidelberg, ni a Hamelin, ni a Verona, ni al Mont Majour…, ni siquiera a la misma Carcasona. Hablamos de ello, por supuesto, pero imagino que Florence con una sola mirada, sacaba de un sitio todo lo que quería. Tenía un don especial para ver.
Yo no lo tengo, desgraciadamente, de manera que el mundo esta lleno de sitios a los que quiero volver…, ciudades con un sol cegador cayéndoles encima; pinos piñoneros recortados contra el azul del cielo; ángulos de gabletes tallados en su totalidad, con pinturas de ciervos y flores escarlata; y gabletes con salientes escalonados y un pequeño santo en lo alto; y palazzi[52] de color gris y rosado y ciudades amuralladas a kilómetro y medio del mar poco más o menos, junto al Mediterráneo, entre Livorno y Nápoles. No vimos ni una sola cosa más de una vez, de manera que para mí el mundo entero es como manchas de color en un lienzo inmenso. Si no fuera así, quizá ahora tendría algo a que agarrarme.
¿Todo esto es una digresión o no lo es? Confieso una vez más que no lo sé. Usted, la persona que escucha, está sentado frente a mí. Pero su silencio es absoluto. No me dice usted nada. Yo, de todos modos, estoy tratando de hacerle ver el tipo de vida que llevaba con mi mujer y cómo era ella. Bueno, Florence era brillante; y bailaba. Parecía bailar sobre los suelos de los castillos y sobre los mares y todavía más sobre los salones de las modistas y sobre las plages[53] de la Riviera… como un rayo alegre y trémulo, reflejado en un techo desde el agua. Y mi cometido en la vida era hacer que aquella cosa brillante siguiera existiendo. Era casi tan difícil como tratar de coger con la mano un reflejo danzante. Y esa tarea duró años.
Las tías de Florence solían decir que yo debía ser el hombre más perezoso de Filadelfia. No habían estado nunca en Filadelfia y tenían la típica conciencia de Nueva Inglaterra. Dese usted cuenta, la primera cosa que me dijeron cuando fui a visitar a Florence a la vieja casa de madera de estilo colonial, bajo los altos olmos con muy escasas hojas…, la primera pregunta que me hicieron no fue cómo estaba sino qué hacía. Y yo no hacía nada. Supongo que debería haber hecho algo, pero no me sentía en absoluto llamado a hacerlo. ¿Por qué hace uno cosas? Yo me limitaba a dejarme ir y a querer casarme con Florence. Primero me tropecé con ella en un té donde se leía a Browning[54] o algo por el estilo, en la calle Catorce, que por entonces era todavía residencial. No sé por qué había ido yo a Nueva York; ni por qué fui a aquel té. Ni se me alcanza tampoco por qué Florence fue a aquel tipo de manifestación cultural. No era el sitio en el que, ni siquiera entonces, se esperaba encontrar a una graduada de Poughkeepsie. Imagino que Florence quería elevar el nivel cultural de la gente de Stuyvesant[55] y hacía aquello como podría haber ido a visitar los barrios bajos. Era el mismo tipo de actividad, pero a nivel intelectual. Florence siempre quería dejar el mundo un poco mejor de como lo había encontrado. Pobrecilla, la he oído adoctrinar a Teddy Ashburnham durante horas sobre las diferencias entre un Franz Hals[56] y un Wouvermans[57] y acerca de por qué las estatuas premicénicas eran cúbicas con protuberancias en lo alto. Me pregunto cuál era la reacción de Edward. Quizá le estaba agradecido.
Por lo menos ése era mi caso. Porque no sé si se da usted cuenta de que toda mi atención, todos mis esfuerzos, iban dirigidos a lograr que la pobrecita Florence no se apartara de temas como los descubrimientos en Cnossos[58] o la espiritualidad de Walter Pater[59]. Tenía que mantenerla en eso, dese cuenta, ya que de lo contrario podía morirse. Porque se me informó solemnemente de que si se excitaba por algo o si sus emociones se desbocaban su corazoncito podía dejar de latir. Durante doce años tuve que estar atento a todo lo que se decía en cualquier conversación y a impedir cualquier referencia a lo que los ingleses llaman "cosas"; nada de amor, ni de pobreza, ni de delincuencia, ni de religión, ni de todo lo demás. Sí; el primer médico que nos atendió cuando la sacamos del barco en Le Havre me aseguro que era así como había que hacerlo. Santo cielo, ¿es que esos individuos son todos unos imbéciles monstruosos, o existe una masonería entre ellos de un extremo a otro de la tierra? Eso es lo que me hace pensar en Peire Vidal.
Porque, naturalmente, la historia de Peire Vidal es cultura y yo tenía que orientar a mi mujer hacia la cultura, y al mismo tiempo la historia es muy divertida y ella no tenía que reírse, y está repleta de amor, y Florence no tenía que pensar en el amor. ¿Conoce usted la historia? Las Tours de los Cuatro Castillos tenían por castellana a Blanche de Tal o de Cual, a quien se denominaba admirativamente La Loba. Peire Vidal, el trovador, le hacía la corte Y ella no quería saber nada de él. De modo que para rendirle pleitesía — ¡las cosas que hace la gente cuando esta enamorada! — se vistió con pieles de lobo y subió a lo mas alto de los Montes Negros. Y los pastores de la zona y sus perros le confundieron con un lobo y fue mordido y apaleado. De manera que lo llevaron de nuevo a Las Tours, pero La Loba no se dejó impresionar. Los cortesanos le adecentaron lo más posible y el marido de la castellana la reprendió severamente. Vidal, dese usted cuenta, era un gran poeta y no estaba bien tratar a un gran poeta con indiferencia. /
Así que Peire Vidal se proclamó Emperador de Jerusalén o algo parecido y el marido tuvo que arrodillarse y besarle los pies, aunque La Loba se negó a hacerlo. Y Peire zarpo en una barca de remos con cuatro compañeros para rescatar el Santo Sepulcro. Y se estrellaron contra una roca en algún sitio, y el marido tuvo que preparar una expedición muy costosa para llevarlo de nuevo a Provenza. Y Peire Vidal tomó posesión del lecho de la Señora, mientras el marido, que era un guerrero ferocísimo, insistía un poco más sobre la cortesía que se debe a los grandes poetas. Pero yo supongo que La Loba era la más feroz de los dos. De todas formas, así fue como acabó el asunto. ¿No es toda una historia?
No se hace usted idea de lo increíblemente chapadas a la antigua que eran las tías de Florence, las señoritas Hurlbird; también lo era su tío John, un hombre extraordinariamente simpático, por otra parte. Delgado, amable, y con un corazón "delicado" que hizo de su vida algo muy parecido a lo que más adelante sería la de Florence. El tío John no residía en Stamford; su hogar estaba en Waterbury, que es de donde vienen los relojes. Tenía una fábrica que, de la extraña forma característica de América, cambiaba de funciones casi de un año para otro. Durante nueve meses fabricaba botones de hueso. Luego pasaba de repente a botones de latón para las libreas de los cocheros. A continuación producía tapas de estaño decoradas para cajas de dulces. Lo cierto es que aquel pobre anciano, con su delicado y palpitante corazón, no quería que su fábrica produjera nada en absoluto. Quería retirarse. Cuando tenía setenta años no le quedó más remedio. Pero le preocupaba tanto encontrarse con que todos los arrapiezos de la ciudad le señalaran con el dedo y exclamaran: "¡Ahí va el hombre más vago de Waterbury!", que trató de dar la vuelta al mundo. Y Florence y un joven llamado Jimmy le acompañaron. Por lo que Florence me contó parece que la misión de Jimmy era evitar los temas de conversación que pudieran excitar al señor Hurlbird. Tenía que mantenerle, por ejemplo, al margen de cualquier discusión sobre política. Porque el pobre anciano era un demócrata entusiasta en los días en que se podía recorrer todo el mundo sin encontrar otra cosa que republicanos. En cualquier caso, lo cierto es que dieron la vuelta al mundo.
Creo que quizá una anécdota, mejor que cualquier otra cosa, le permitirá hacerse una idea de cómo era aquel viejo caballero. Porque tal vez tenga importancia que sepa usted cómo era ya que el señor Hurlbird influyo mucho en la formación del carácter de mi pobre y querida esposa.
Muy poco antes de que salieran de San Francisco camino de los Mares del Sur, el anciano señor Hurlbird dijo que tenía que llevar algo para hacer pequeños regalos a las personas que se encontrara durante el viaje. Y descubrió que lo mejor que podía llevarse con tal fin eran naranjas — porque California es el país de las naranjas — y cómodas sillas plegables. De manera que compró no sé cuantos cajones de naranjas, las grandes naranjas refrescantes de California, y media docena de sillas plegables con una funda especial, que guardaba siempre en su camarote. Debió de llevar consigo medio cargamento de fruta por lo menos.
Porque a todas las personas a bordo de los diferentes vapores que utilizaron…, a todas las personas a las que saludaba, aunque sólo fuera con una inclinación de cabeza, les obsequiaba con una naranja todas las mañanas. Y le duraron hasta que terminó de dar la vuelta a este enorme globo nuestro Cuando estaban en el cabo Norte, incluso, vio en el horizonte, tan cariñoso y tan poca cosa como era, un faro "Vaya — se dijo a sí mismo — , esas personas deben de estar muy solas. Llevémosles unas cuantas naranjas". De manera que llenó un bote y él mismo fue remando hasta el faro en el horizonte. Las sillas plegables se las prestaba a cualquier señora que se le cruzaba en el barco y con la que simpatizaba o que le parecía cansada y enfermiza. Y así, protegido contra su corazón y acompañado por su sobrina, dio la vuelta al mundo…
No importunaba a los demás con su corazón. Usted no se hubiera enterado de que tenía una dolencia cardiaca. Se limitó a donárselo al laboratorio médico de Waterbury para beneficio de la ciencia, ya que consideraba que era un tipo muy poco corriente de corazón. Y lo divertido del asunto fue que, cuando murió de bronquitis a la edad de ochenta y cuatro años, tan sólo cinco días antes que la pobre Florence, se descubrió que aquel órgano suyo era completamente normal. Sin duda había dado saltos o chirriado lo suficiente para engañar a los médicos, pero parece que todo ello obedecía a una extraña formación de los pulmones. No entiendo mucho de estas cosas.
Heredé su dinero porque Florence murió cinco días después que él. Quisiera que no hubiese sido así. Me trajo muchas complicaciones. Tuve que ir a Waterbury nada más morir porque aquel pobre anciano tan bondadoso había dejado muchos legados caritativos y tuve que nombrar a los fideicomisarios. Quería que todo aquello se hiciera con las mejores garantías.
Sí; me causó un gran trastorno. Y cuando apenas había logrado poner cierto orden en sus asuntos, recibí el extraordinario telegrama de Ashburnham rogándome que fuera a hablar con él. E inmediatamente después llegó otro de Leonora diciendo: "Sí, venga, haga el favor. Podría usted sernos de mucha ayuda". Era como si Edward hubiera enviado el telegrama sin consultarla y luego se lo hubiese contado. De hecho lo que ocurrió fue algo muy parecido, con la excepción de que él se lo dijo a la chica y la chica se lo dijo a su mujer. Yo llegué, sin embargo, demasiado tarde para ser de utilidad si es que mi presencia podría haber servido de algo. Y fue entonces cuando tuve mi primera experiencia de la vida inglesa. Fue asombroso, abrumador. Nunca olvidaré la lustrosa jaca que Edward, sentado a mi lado, conducía; los movimientos del animal, su manera de andar levantando las patas, su piel que era como satén. ¡Y la paz! ¡Y las mejillas sonrosadas! Y la hermosa, la espléndida mansión.
Estaba muy cerca de Branshaw Teleragh, y descendimos hasta ella desde el yermo del New Forest[60], alto, de aire transparente, barrido por el viento. Le aseguro que era asombroso llegar allí desde Waterbury. Y me pareció imposible — porque Teddy Ashburnham, como recuerda, me había telegrafiado para que "fuera a hablar con él" — que nada especialmente calamitoso pudiera sucederles a aquellas gentes en aquel sitio. Le aseguro que era como la encarnación de la paz. Y Leonora, hermosa y sonriente, con sus bucles dorados, en el más alto de los escalones que llevaban hasta la puerta; con un mayordomo y un lacayo y una doncella o algo parecido tras ella. Y se limitó a decir: "Qué contenta estoy de que haya venido", como si hubiera acudido a almorzar desde una ciudad a quince kilómetros, en lugar de recorrer medio mundo reclamado por dos telegramas.
Creo que la chica había salido de caza con la jauría.
Y el pobre diablo que tenía al lado lo estaba pasando horriblemente mal. Era la suya una angustia tan absoluta, tan sin esperanza, tan muda, que la mente de un hombre es incapaz de imaginársela.