El retorno de su pasado - Lindsay Armstrong - E-Book
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El retorno de su pasado E-Book

LINDSAY ARMSTRONG

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Beschreibung

Una vez es un error, dos se convierte en hábito La hija de la doncella, Mia Gardiner, sabía que lo que sentía por el multimillonario Carlos O'Connor era una locura… hasta el día que llamó la atención del implacable playboy. Mia era ahora mayor y más sabia, pero no había olvidado la sensación de sus caricias. Y, entonces, como un huracán, Carlos volvió a aparecer… La niña que él conoció era ahora una mujer elegante y sofisticada. Carlos estaba decidido a reavivar su apasionado pasado, pero la resistencia de Mia provocó que le hirviera la sangre. No estaba dispuesto a aceptar una negativa por respuesta, así que utilizó la última carta que le quedaba en la manga: salvar la empresa de Mia a cambio de pasar noches interminables en su cama.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Lindsay Armstrong

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El retorno de su pasado, n.º 2297 - marzo 2014

Título original: The Return of Her Past

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4144-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

Mia Gardiner estaba sola en casa preparando la cena para su madre cuando la tormenta cayó sin previo aviso.

Un instante antes estaba preparando la masa, y un segundo después corría por la vieja casona, conocida como West Windward y hogar de la acomodada familia O’Connor, cerrando ventanas y puertas mientras las gotas de lluvia azotaban el tejado como si fueran balas.

Cuando se acercó a la puerta de entrada para cerrarla vio una figura oscura y mojada que avanzaba hacia ella en la oscuridad.

El corazón se le subió a la boca un instante por el miedo, pero luego reconoció quién era.

–¡Carlos, eres tú! ¿Qué estás haciendo? ¿Te encuentras bien? –se lo quedó mirando y se fijó en que tenía sangre en la sien por un corte que presentaba mal aspecto–. ¿Qué ha pasado? –contuvo el aliento y le sostuvo cuando él se tambaleó.

–Cayó una rama cuando estaba cruzando del garaje a la casa y me dio en la cabeza –murmuró él–. Menuda tormenta.

–Ven conmigo –Mia le puso la mano en el brazo–. Te curaré la herida de la cabeza.

–¡Lo que necesito es una copa! –replicó Carlos, pero se tambaleó al decirlo.

–Ven –Mia le guió por la casa hacia el salón del servicio. Daba a una cocina pequeña pero confortable.

Quitó la labor de su madre del sofá y Carlos O’Connor se dejó caer agradecido en él. Se tumbó y cerró los ojos.

Mia se puso manos a la obra. Media hora más tarde le había limpiado y vendado el corte de la cabeza mientras fuera llovía y granizaba.

Entonces las luces se apagaron y ella chasqueó la lengua, sobre todo porque tendría que haberlo previsto. Cuando había tormenta solían quedarse sin luz en aquella zona. Afortunadamente, su madre tenía a mano lámparas de queroseno, así que anduvo a tientas en la oscuridad hasta que dio con ellas. Encendió un par de ellas y llevó una al salón.

Carlos estaba tumbado inmóvil con los ojos cerrados y tenía el rostro muy pálido.

Se lo quedó mirando y sintió una oleada de ternura, porque la verdad era que Carlos O’Connor era guapísimo. Medía un metro ochenta y dos, tenía el cabello oscuro, herencia de su linaje español, y unos ojos grises y traviesos.

Mia estaba enamorada de Carlos desde los quince años. ¿Cómo no iba a estarlo?, se preguntaba en ocasiones. ¿Cómo podría alguien ser inmune a aquella aura tan devastadoramente sexy? Aunque ella tuviera dieciocho años y Carlos diez más, seguramente podría ponerse al día.

Lo cierto era que no le había visto mucho en los últimos cinco años. No vivía en aquella casa, aunque Mia creía que había crecido allí. Vivía en Sídney e iba de vez en cuando. Normalmente solo pasaba allí un par de días, y no solo montaba a caballo, sino también en quad. Mia tenía permiso para alojar su caballo en la propiedad, y además les echaba un ojo a los caballos de Carlos, así que tenían muchas cosas en común.

Había salido a montar con él y lo había disfrutado mucho. Si Carlos se dio cuenta de que a veces a ella se le aceleraba el pulso, no lo había demostrado.

Al principio sus ensoñaciones eran simples e infantiles, pero durante los dos últimos años había pasado de decirse que tenía que olvidarse de él, que era multimillonario y ella la hija de la doncella, a fantasías más sofisticadas.

Pero Carlos estaba fuera de su alcance. ¿Qué podía ofrecerle al lado de las hermosas mujeres que a veces le acompañaban cuando iba de visita?

–¿Mia?

Ella salió de su ensoñación con un respingo y vio que tenía los ojos abiertos.

–¿Cómo te sientes? –se agachó a su lado y bajó la lámpara–. ¿Te duele la cabeza? ¿Ves doble? ¿Tienes algún síntoma extraño?

–Sí –Carlos guardó silencio.

Mia esperó y luego le preguntó:

–¿De qué se trata? Dímelo. No creo que pueda traer a un médico con esta tormenta, pero...

–No necesito un médico –murmuró Carlos extendiendo la mano hacia ella–. Has crecido, Mia, has crecido y estás preciosa...

Ella contuvo el aliento cuando sus brazos la rodearon, y sin saber cómo, terminó tumbada a su lado en el sofá.

–¡Carlos! –trató de incorporarse–. ¿Qué estás haciendo?

–Relájate –murmuró él.

–Pero... bueno, aparte de todo lo demás, podrías tener una fractura de cráneo.

–En ese caso me recomendarían calor y comodidad, ¿no te parece? –sugirió él.

–Yo... tal vez, pero... –Mia no sabía qué decir.

–Eso es precisamente lo que tú podrías ofrecerme, señorita Gardiner. Así que ¿por qué no dejas de retorcerte como una sardina recién pescada?

–¿Una sardina? –repitió ella ofendida–. ¿Cómo te atreves, Carlos?

–Lo siento. No es una analogía muy cortés. ¿Qué te parece como una sirena atrapada? Sí, eso es mejor, ¿no crees? –le deslizó la mano por el cuerpo y luego la estrechó contra sí–. Una sardina, ¡debo de estar loco! –murmuró.

Mia abrió la boca para decirle que estaba loco, pero de pronto se echó a reír. Entonces se rieron los dos y fue el momento más maravilloso de su vida.

Tanto que se quedó inmóvil entre sus brazos, y cuando Carlos empezó a besarla no se resistió. No fue capaz de contener la sensación de felicidad que se apoderó de ella mientras la besaba y la sostenía entre sus brazos, mientras le decía que tenía la boca más deliciosa del mundo, la piel de seda y el cabello como la medianoche.

Mia fue consciente de su cuerpo como nunca antes mientras unas deliciosas oleadas de deseo la recorrían. De hecho, empezó a besarle a su vez, y cuando acabó se quedó apoyada contra su cuerpo, rodeándole con los brazos, profundamente afectada por lo sucedido, consciente de que no era imposible que Carlos se sintiera atraído por una joven de dieciocho años. ¿Por qué si no iba a estar haciendo algo así? ¿Por qué si no le habría dicho que había crecido y que estaba muy guapa?

No se debería a la conmoción, ¿verdad?

Dos días más tarde, Mia salió de la hacienda O’Connor rumbo a Queensland, donde le habían ofrecido una plaza en la universidad.

Se despidió de sus padres, que estaban muy orgullosos aunque un poco tristes, pero Mia se iba contenta porque sabía que amaban su trabajo. Su padre sentía un gran respeto por Frank O’Connor, que había convertido su empresa de construcción en un negocio multimillonario, aunque había sufrido recientemente un ataque que le dejó confinado a una silla de ruedas, por lo que puso a su hijo, Carlos, al mando.

La madre de Carlos, Arancha, era una dama española que fue una belleza en su día y que ahora seguía siendo la personificación del estilo. Ella era quien le había puesto a su hijo un nombre español y de todos los O’Connor, ella era la que más amaba la propiedad de West Windward.

Pero era la madre de Mia la que se ocupaba de la casa, con todos sus objetos de arte, valiosísimas alfombras y exquisitas sedas. Y era su padre quien se encargaba de los inmensos jardines.

En cierto modo, Mia compartía el talento de sus padres. Le encantaba la jardinería, y según su padre, tenía facilidad para ella. También había heredado de su madre el buen gusto por los detalles decorativos y la buena comida.

Era consciente de lo mucho que les debía a sus padres. Habían ahorrado hasta el último céntimo para poder darle la mejor educación en un internado privado. Por eso les ayudaba todo lo que podía cuando estaba en casa con ellos, y sabía que al ir a la universidad, estaba cumpliendo el sueño de sus padres.

Pero mientras se alejaba de allí dos días después de la tormenta, tenía la cabeza hecha un lío. No quiso mirar atrás.

Capítulo 1

Carlos O’Connor asistirá –anunció Gail, la asistente de Mia, en tono susurrado y maravillado.

Las ocupadas manos de Mia se detuvieron un instante. Estaba trabajando en un arreglo floral. Luego puso un ramo de rosas de tallo largo en un jarrón.

–Es el hermano de la novia –comentó con naturalidad.

Gail miró la lista de invitados y luego clavó los ojos en su jefa.

–¿Cómo lo sabes? No tienen el mismo apellido.

–Hermanastro –se corrigió Mia–. Misma madre, padres distintos. Ella es dos años mayor. Creo que tenía unos dos años cuando su padre murió y su madre volvió a casarse y tuvo a Carlos.

–¿Cómo sabes todo eso? –quiso saber Gail.

Mia dio un paso atrás y admiró su obra, aunque por dentro torció el gesto.

–Eh... yo diría que se saben muchas cosas de la vida de los O’Connor.

Gail apretó los labios, pero no le llevó la contraria. Se limitó a observar la lista de invitados.

–Solo dice: «Carlos O’Connor y acompañante». No dice quién es su pareja. Creo que leí algo sobre Nina French y él –Gail se encogió de hombros–. Es guapísima. ¿No sería estupendo tener tanto dinero? Porque él tiene una fortuna, ¿verdad? Y también es guapísimo, ¿no te parece?

–Desde luego –respondió Mia frunciendo el ceño al mirar las hortensias que tenía a los pies–. ¿Dónde voy a ponerlas? Ya sé, en la sopera antigua... suena extraño pero quedarán bien. ¿Tú qué tal vas, Gail? –le preguntó con cierta sequedad.

Gail despertó de su ensoñación y suspiró.

–Estoy a punto de vestir las mesas, Mia –dijo alejándose y tirando del carrito de los cubiertos.

Mia torció el gesto y fue a buscar la sopera antigua.

Varias horas más tarde, el sol empezó a descender sobre Mount Wilson, pero Mia seguía trabajando. No arreglando flores, estaba en el pequeño despacho que constituía el cuartel general de la hacienda Bellbird.

Desde aquel despacho situado en la casa principal de la hacienda dirigía Bellbird, un negocio de organización de eventos que cada vez era más reconocido.

Organizaba bodas, fiestas de cumpleaños especiales, cualquier tipo de evento. El catering que proporcionaba era espectacular, la casa y los jardines de ensueño, pero tal vez la estrella del espectáculo era el propio Mount Wilson.

Situado al norte de Blue Mountains, al oeste de Sídney, se había fundado a mediados del siglo XIX como una colonia de casas con jardines de estilo inglés y magníficas chimeneas de piedra.

Aunque Mia se guardara aquel pensamiento para sí misma, para ella Mount Wilson era sinónimo de dinero. Al día siguiente, Juanita Lombard, la hermanastra de Carlos O’Connor, iba a casarse con Damien Miller en Mount Wilson. En Bellbird, para ser exactos. Damien Miller, cuya madre había reservado el espacio sin mencionar quién era la novia hasta que fue demasiado tarde para que Mia se negara a encargarse de la celebración sin arriesgarse a dañar la reputación de su negocio.

Mia se levantó, estiró la espalda y decidió que ya había sido suficiente por aquel día.

No vivía en la casa principal de la hacienda, vivía en la casita del jardinero, que era mucho más moderna y original. Se había construido como el estudio de un artista. Las paredes eran de ladrillo visto, las vigas de madera de la zona y los suelos de adoquín. Tenía un horno de combustión para cocinar y un altillo en el que estaba la cama.

El interior servía bien al hobby de Mia, la fotografía. Imágenes suyas de la vida salvaje y de paisajes agrestes colgaban de las paredes. También tenía enormes macetas de terracota con plantas.

Además, la cabaña estaba cerca de los establos, y allí fue donde se dirigió en primer lugar, para dar de comer a su caballo, John Silver, y para sacarle un rato a pasear.

Aunque era verano, el aire estaba todavía lo suficientemente frío como para enrojecer la nariz. Pero el atardecer resultaba mágico, era como una sinfonía de rosa y dorado. Mia se detuvo un instante abrazada al cuello de John Silver y se maravilló de las cosas de la vida. ¿Quién iba a imaginarse que su camino volvería a cruzarse con el de Carlos O’Connor?

Sacudió la cabeza y llevó a John Silver otra vez a la cuadra. Le sirvió un poco de pienso en un recipiente, le cambió el agua y luego, tras darle una palmadita cariñosa, lo cerró en el establo.

Fue entonces cuando le entró la tristeza. Había recogido algo de leña para el horno y estaba echando un último vistazo al atardecer cuando de pronto le asaltó lo que llevaba horas conteniendo: los recuerdos que se había negado a dejar salir a la superficie desde que supo quién estaría al día siguiente en la boda.

–Seguro que puedo hacerlo –susurró–. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Seguro que puedo.

Cerró los ojos, pero nada podía detener aquellos recuerdos mientras se permitía el lujo de dibujar a Carlos O’Connor con la mente. ¿Lujo? ¿O era un tormento?

En cualquier caso, ¿cómo iba a olvidar aquel cabello oscuro como la noche que a veces le caía en los ojos? ¿Aquella piel aceitunada, herencia de su madre española, y aquellos ojos grises que podían ser fríos como el Mar del Norte y tan penetrantes que te hacían perder completamente la cabeza?

¿Cómo iba a olvidar sus facciones, tan irresistibles e intrigantes y al mismo tiempo peligrosas como el fuego?

¿Cómo no recordar el modo en que a veces se reía con aquel perverso sentido del humor suyo?

¿O las ocasiones en las que nadie habría sospechado que era el líder de una empresa multimillonaria? Momentos en los que cambiaba el traje por vaqueros y camiseta y hacía lo que más le gustaba: navegar, montar, volar. Pero por encima de todo, ¿cómo iba a olvidar que había estado en brazos de Carlos O’Connor?

Se quedó completamente quieta un largo instante, luego sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se sonó, decidida a recuperar el equilibrio antes del día siguiente.

Por suerte, cuando se despertó temprano al día siguiente vio que al menos el tiempo era bueno. El sol había empezado a abrirse paso a través de un cielo sin nubes.

Mia se levantó, se puso unos vaqueros y una camiseta vieja y se preparó una taza de té que sacó al jardín. Le encantaba el jardín, que tenía cinco acres, y aunque Bellbird tenía contratado un jardinero era ella la que supervisaba lo que se plantaba y lo que se retiraba, lo que a veces la llevaba a discutir con el jardinero, Bill James, un hombre de más de sesenta años que había vivido toda su vida en la montaña. Bill y su mujer, Lucy, vivían en otra cabaña que había en la propiedad.

Lucy James no estaba allí en aquellos momentos. Hacía un viaje anual a Cairns para pasar un mes con su hija y sus seis nietos. Para disgusto de Mia, Bill llevaba a Lucy en coche a Cairns, pero solo se quedaba un par de días con ellos.

Aquello dejaba a Mia en la posición de tener que aguantar a Bill, que no paraba de protestar por verse solo hasta que Lucy regresaba. Cuando su mujer estaba presente se mostraba gruñón, pero cuando se iba lo era diez veces más. Sin embargo, había sido un gran golpe de suerte haber podido empezar su negocio de eventos en Bellbird. Había conocido a las dueñas de Bellbird, dos damas ancianas y solteras que ahora tenían más de ochenta años, en Echo Point.

Había sido su primera visita a la principal atracción de Blue Mountains, desde la que se podía ver el valle de Jamison.

Desde la plataforma de observación observó el paisaje, y se quedó maravillada.

Las hermanas estaban sentadas en el banco a su lado y se pusieron a charlar con ella. Pronto supo de la existencia de la hacienda de Mount Wilson y que las hermanas vivían en aquel momento en una residencia para mayores en Katoomba, algo que no les gustaba. Y que estaban buscando darle una utilidad a la propiedad.

Mia les contó que ella había ido a Blue Mountains con la idea de abrir un negocio de organización de eventos, y a partir de ahí las cosas siguieron adelante. Por supuesto, las hermanas la investigaron, pero lo que había comenzado como una aventura empresarial se transformó en una amistad, y Mia las visitaba con frecuencia en la residencia que tanto criticaban y que en realidad era un lugar lujoso y bien atendido.

Lo que le preocupaba era que el alquiler de la propiedad se renovaba cada año, y pronto tocaba hacerlo. Las hermanas estarían encantadas de hacerlo, pero habían dejado caer que sufrían cierta presión por parte de su sobrino, su único heredero, que insistía en que debían vender Bellbird e invertir el dinero en algo que les proporcionara mayor rendimiento.

En la mañana de la boda Lombard-Miller, las cosas en Mount Wilson tenían un aspecto grandioso. Los jardines estaban espectaculares y la casa también, pensó Mia cuando entró a echar un vistazo.

La ceremonia iba a tener lugar en la elegante rotonda del jardín, mientras que la comida se serviría en el comedor principal en el que cabían fácilmente setenta y cinco invitados. Era una estancia espectacular con techos altos y grandes puertas acristaladas que daban a la terraza y al jardín de rosas principal.

El baile sería en el atrio, que tenía el suelo de baldosas, y donde había sillas y mesas repartidas a la vera del camino.

–Bueno, esto tiene muy buena pinta –le dijo Mia a Gail, que acababa de llegar–. Y ya han llegado los del catering. De acuerdo, vamos a empezar –Gail y ella se dieron una palmada en la mano, como solían hacer.

En el tiempo que tenía antes de que llegaran los invitados, Mia echó un último vistazo a la suite nupcial, donde los miembros de la comitiva de boda se vestirían y donde podrían retirarse si lo necesitaban. Y satisfecha al ver que todo estaba como debía estar, se dirigió a sus propios aposentos, donde se dio una ducha y se vistió para el evento.

Se observó detenidamente en el espejo cuando estuvo preparada. Siempre había tratado de estar elegante pero discreta en las bodas, y ese día llevaba un vestido de seda tailandesa de color verde jade con zapatos a la moda pero de tacón mediano y collar de oro con cuentas de vidrio. También llevaba un tocado hecho con la misma seda tailandesa y plumas y un pequeño velo de encaje a un lado.

«Seguramente no me reconocerá», se dijo para tranquilizarse mientras observaba su reflejo en el espejo de cuerpo entero. El tocado le proporcionaba un aire de sofisticación superior al que solía lucir.

Pero aun sin el tocado estaba muy lejos de ser la niña que era en aquella época. Siempre con vaqueros, siempre al aire libre, siempre montando cuando podía. Su ropa, su pelo, debían ser diferentes a como solía llevarlos antes. Torció el gesto.

El pelo era un problema para ella. Casi negro, salvaje y rizado, nunca conseguía domarlo ni aunque se lo cortara. Así que lo llevaba atado muy tirante cuando tenía una ocasión formal, algo que no hacía cuando era más joven.

Sin embargo, tenía que reconocer que sus ojos seguían siendo los mismos. Eran verdes, y Gail le había dicho una vez que tenía unas pestañas increíbles, igual que la boca. También tenía dos hoyuelos que no terminaban de convencerla porque no parecían casar con la mujer sofisticada que quería parecer.

Se apartó del espejo con un encogimiento de hombros y descubrió para su horror que temblaba ligeramente porque de pronto estaba aterrorizada.

No, no era de pronto, se corrigió. Desde que supo quién era la novia había estado fingiendo que era capaz de enfrentarse a la familia O’Connor cuando en realidad lo que quería era salir corriendo.

Pero ya era demasiado tarde. Iba a tener que pasar por ello. Tendría que ser civilizada con Arancha O’Connor y su hija, Juanita. Y tendría que ser normal con Carlos.

A menos que no la reconociera.

Aspiró con fuerza el aire y echó los hombros hacia atrás. Podía hacerlo.

Pero todas sus inseguridades resurgieron poco después cuando colocó la sopera con las hortensias en lo que le parecía un mejor lugar, el último acto de preparación para la boda... y se le cayó.

Se estrelló contra el suelo de baldosas y le mojó los pies. Mia se quedó mirando el desastre sintiéndose impotente.

–¿Mia? –alertada por el estruendo, Gail entró corriendo y vio el desastre.

–Lo... lo siento –balbuceó Mia con la mano en la boca–. ¿Por qué he hecho esto? Era una sopera preciosa.

Gail alzó la vista y miró a su jefa con el ceño fruncido. Entonces cayó en la cuenta de que Mia llevaba varios días rara, como si estuviera menos segura de sí misma, pero no entendía la razón.

–Solo ha sido un accidente –aseguró.