El sabor del pecado - Maggie Cox - E-Book
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El sabor del pecado E-Book

Maggie Cox

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Beschreibung

¡Seducir a aquella belleza distante iba a ser el mayor reto de su vida! La reputación del seductor e implacable empresario Gene Bonnaire lo precedía. Pero Rose ya había conocido a tipos como él y estaba decidida a no dejarse embaucar de ninguna manera. Sin embargo, el carismático Gene siempre conseguía lo que quería y, en ese momento, su propósito era comprar la tienda de Rose para poner uno de sus restaurantes de lujo… y llevársela a la cama. Rose no podía negarse a su generosa oferta de compra…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Maggie Cox

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El sabor del pecado, n.º 2418 - octubre 2015

Título original: A Taste of Sin

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7244-8

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Rose estaba parada ante la ventana, hipnotizada por la lluvia que no había parado en toda la mañana, cuando un reluciente Mercedes negro se detuvo delante de la tienda de antigüedades.

Parecía una escena de una película, se dijo con el corazón acelerado, mientras esperaba que bajara del vehículo el visitante que había estado esperando… Eugene Bonnaire.

Hasta su nombre le daba escalofríos. Era uno de los empresarios más ricos del país y le precedía su fama de hombre sin escrúpulos. Cuando el jefe de Rose, Philip, había sacado a la venta la preciosa tienda de antigüedades situada enfrente del Támesis, el señor Bonnaire había demostrado su interés al instante.

De nuevo, Rose deseó que su jefe estuviera allí, pero, por desgracia, Philip estaba ingresado en el hospital. En su ausencia, le había pedido a ella que se ocupara de la venta en su nombre.

Era un momento agridulce para Rose. Después de haberse pasado años trabajando para Philip, había llegado a albergar la esperanza de poder dirigir su negocio algún día. Además, estaba enamorada de aquel lugar. Por eso, su predisposición hacia el potencial comprador no era demasiado positiva.

Por la ventana, vio cómo el chófer abría la puerta del pasajero y bajaba del coche un hombre con un impecable traje de corte italiano. En cuanto posó la vista en su fuerte mandíbula y sus ojos de color azul cristalino, contuvo el aliento. De forma inexplicable, tuvo la sensación de que estaba a punto de enfrentarse a su mayor miedo y, al mismo tiempo, su mayor deseo.

Obligándose a salir del trance en que había caído contemplando al recién llegado a través del cristal, se alisó el vestido y se acercó a la puerta. Cuando abrió, se dio cuenta de que la altura de su visitante la hacía parecer casi diminuta.

–¿Eugene Bonnaire? – dijo ella, levantando la vista hacia él– . Adelante. Soy la ayudante del señor Houghton, Rose Heathcote. Me ha pedido que lo reciba en su nombre.

El atractivo francés entró. Estrechó la mano de Rose con una elegante inclinación de cabeza.

–Encantado de conocerla, señorita Heathcote. Aunque siento que su jefe esté enfermo. ¿Puedo preguntar cómo se encuentra? – inquirió el recién llegado con cortesía.

Antes de responder, Rose cerró la puerta y colocó el cartel de Cerrado fuera para que no los molestaran. Mientras, aprovechó para intentar recuperar la calma. El contacto de su mano y el sonido grave y aterciopelado de su voz le habían puesto la piel de gallina. Esperaba no haberse sonrojado demasiado o, al menos, que él no se hubiera dado cuenta.

–Me gustaría poder decir que está mejor, pero el médico me ha comunicado que todavía se encuentra en estado crítico.

–C´est la vie. Así son las cosas. Pero deseo que se mejore.

–Gracias. Se lo diré de su parte. Bueno, ¿ahora quiere acompañarme a la oficina para comenzar la reunión?

–Antes de hablar de nada, me gustaría que me mostrara el edificio, señorita Heathcote. Después de todo, he venido por eso.

Aunque había acompañado sus palabras con una encantadora sonrisa, era obvio que estaba ante un hombre que no se dejaba distraer de su objetivo, por muy educado que fuera, se dijo ella. Y su objetivo en ese momento era decidir si quería comprar la tienda de antigüedades o no.

–Claro. Será un placer.

Rose lo guio a la planta alta, hacia tres grandes salas que estaban abarrotadas de obras de arte y antigüedades. Hacía un poco más de frío allí arriba. Frotándose los brazos que el vestido sin mangas dejaba al descubierto, se arrepintió de no haber tomado su chaqueta de la oficina.

–Son habitaciones muy espaciosas, teniendo en cuenta lo viejo que es el edificio – señaló ella– . Espero que le guste lo que ve, señor Bonnaire.

Con una ligera sonrisa, su interlocutor levantó la vista hacia ella.

Entonces, cuando sus miradas se encontraron, Rose pasó los segundos más excitantes de su vida. Deseó haber hecho una elección más afortunada de palabras. Por nada del mundo había querido invitar a un hombre como aquel a mirarla. ¿Acaso él pensaba que lo había dicho con segundas intenciones? Según la prensa del corazón, Eugene Bonnaire tenía debilidad por las mujeres extremadamente bellas y ella sabía que no se encontraba, ni de lejos, dentro de esa categoría.

–Por ahora, me gusta mucho lo que veo, señorita Heathcote – contestó él, sin apartar la vista.

–Me alegro – repuso ella, mientras su temperatura subía al instante– . Puede tomarse el tiempo que quiera para observarlo todo.

–Eso haré, se lo aseguro.

–Bien.

Bajando la mirada, Rose se cruzó de brazos, tratando de pasar lo más inadvertida posible. Minutos después, se sorprendió a sí misma contemplándolo de reojo mientras él examinaba la sala con detenimiento. De vez en cuando, él se ponía en cuclillas para comprobar en qué estado estaban las paredes o tocaba las vigas de madera de la habitación. Era fascinante ver cómo pasaba sus fuertes y grandes manos por la madera y daba golpecitos ocasionales en la pared con los nudillos.

Por una parte, ella comprendía que quisiera comprobar en qué estado se encontraba el edificio en el que quería invertir. Sin embargo, le resultaba preocupante que no mostrara interés alguno por el contenido de la sala. Philip le había dicho que tenía urgencia por vender su empresa, pues su débil salud le iba a obligar a retirarse y pagar interminables facturas médicas. Aunque su jefe también contaba con traspasar el negocio de las antigüedades al mismo comprador.

Sumida en aquellas reflexiones, el peso de la responsabilidad que había asumido al aceptar ocuparse de la venta le resultó todavía mayor.

–Discúlpeme, pero la he visto tiritar un par de veces – comentó de pronto el visitante– . ¿Tiene frío? Quizá quiera ir abajo a por su chaqueta, Rose…

Cuando la recorrió otro escalofrío, no fue por la temperatura de la sala, sino por lo íntimo que había sonado su nombre en los labios de Eugene Bonnaire.

La noche anterior, para prepararse para la entrevista, había buscado información sobre él en Internet. Al parecer, era un hombre implacable y con un insaciable apetito de éxito. Se decía que iba siempre tras lo mejor de lo mejor, sin importarle cuánto costara. Además, tenía fama de mujeriego y era conocido por salir con las mujeres más impresionantes.

No podía bajar la guardia ni un momento, se dijo Rose. De ninguna manera iba a dejar que el encanto de aquel hombre la influyera a la hora de cerrar ningún trato de negocios.

–Creo que eso voy a hacer – contestó ella sin titubear– . Si quiere ver las otras salas que hay en esta planta, puede hacerlo Volveré enseguida.

Con una cortés inclinación de cabeza, Eugene Bonnaire asintió y, luego, volvió su atención al edificio.

Poco después, cuando Rose regresó, él estaba en la habitación más alejada, donde se guardaban los artículos de más valor. Le sorprendió encontrarlo admirando una de las vitrinas de cristal donde se guardaban las joyas y se preguntó si lo habría juzgado mal. Quizá, además de en el edificio, él estuviera interesado en continuar con el negocio de antigüedades.

Sin poder evitar sonreír, ella se acercó con curiosidad por saber qué era lo que había despertado su interés. Se trataba de un exquisito anillo de perlas y diamantes del siglo XIX, la pieza más valiosa de la colección.

–Es bonito, ¿verdad?

–Sí, lo es. Se parece mucho al anillo que mi padre le regaló a mi madre cuando su negocio comenzó a despegar – comentó él con aire ausente, y suspiró– . Pero las perlas y los diamantes no eran auténticos, no podría habérselo permitido en aquellos tiempos.

Rose se sintió enternecida por su tono nostálgico. De pronto, le pareció un hombre triste y vulnerable.

–Estoy segura de que a su madre le gustó el anillo tanto como si hubiera sido este mismo. Lo importante era lo que representaba, no lo que costaba – señaló ella y, ante el silencio de él, que seguía absorto contemplando la joya, añadió– : Puede que le interese saber que este anillo se lo regaló la familia de un soldado a una enfermera que asistió a los heridos de la guerra de Crimea.

Eugene posó los ojos en ella, lleno de interés. A Rose se le quedó la boca seca y se estremeció sin poder evitarlo.

–Dicen que cada foto tiene su historia – comentó él– . Sin duda, pasa lo mismo con las joyas. Pero deje que le pregunte algo. ¿Cree que la enfermera en cuestión era muy hermosa y que el soldado herido era un apuesto oficial?

Su pregunta, acompañada por un pícaro brillo en los ojos, tomó a Rose por sorpresa. Inundada de calor, respiró hondo para recuperar la calma y no sonrojarse, mientras le sostenía la mirada.

–Fuera atractivo o no, poco después de que se hubieran conocido, el soldado murió a causa de las heridas. Es una historia muy triste, ¿no le parece? No sabemos si llegaron a quererse, pero la entrega del anillo a la enfermera está documentada en los archivos históricos de la familia.

–Adivino que a usted le gusta pensar que el soldado y la enfermera se amaban, Rose – indicó él, recorriéndola con su intensa mirada.

Sintiéndose en tela de juicio, ella se encogió de hombros.

–¿Por qué no? ¿Quién podría negarles los pequeños momentos de felicidad que podían haber compartido en medio de su terrible situación? Pero la verdad es que nunca sabremos lo que pasó en realidad.

Lo que Rose sí sabía era que tenía que apartarse un poco más de Eugene. Le había subido tanto la temperatura que estaba empezando a sudar.

–Si ya ha terminado de echar un vistazo, podemos ir al despacho para hablar, ¿le parece bien?

–Por supuesto. ¿Puede preparar café?

–Claro. ¿Cómo lo toma?

–¿Cómo cree que me gusta, Rose? A ver si lo adivina.

Si Eugene se había propuesto desarmarla con su tono juguetón, era una buena táctica para hacerla sucumbir, caviló Rose. Después de todo, ¿qué mujer no se sentiría halagada por sus atenciones? Sin embargo, ella no estaba de humor para dejarse seducir con tanta facilidad. Tenía que llevar a cabo una tarea importante. Debía vender la tienda de antigüedades en nombre de su jefe y lograr el mejor trato posible. Nada podía distraerla de su objetivo.

Sin dedicarle ni una mirada más, se giró y se dirigió a las escaleras.

–De acuerdo. Lo más probable es que le guste solo y bien cargado, pero tal vez también quiera un par de cucharaditas de azúcar para endulzarlo. ¿He acertado?

–Estoy impresionado. Pero no vayas a pensar que sabes lo que me gusta en otros aspectos, Rose.

Aunque lo había dicho con tono festivo, a ella no le pasó desapercibido que había empezado a hablarle de tú. Además, intuyó que era una especie de advertencia. Para haber llegado a la cima, Eugene Bonnaire debía de ser experto en conocer las debilidades de las personas que podían suponerle posibles obstáculos para lograr sus objetivos.

 

 

Cuando Rose volvió al despacho con el café, Eugene estaba sentado de espaldas a ella. Aprovechó para fijarse en su ancha espalda. También se dio cuenta de que tenía el pelo castaño oscuro con reflejos dorados.

Como si no hubiera sido bastante para captar su atención, un aroma a elegante colonia masculina impregnaba el ambiente. Tras humedecerse los labios con la lengua, Rose dejó la bandeja sobre el escritorio victoriano de madera. Luego, se sentó en una bonita silla tallada que solía ocupar Philip.

Estar cara a cara delante de Eugene Bonnaire no era algo que el pulso de una mujer pudiera resistir. Su rostro era bello y fuerte como el de una escultura de Miguel Ángel. Sin embargo, sus ojos azules no parecían tan cálidos como cuando, en la planta de arriba, le había contado la enternecedora historia del anillo que su padre le había regalado a su madre.

De hecho, mientras la recorría con la mirada, a Rose le recordaron al océano helado de los polos. Un poco alarmada, se sonrojó, preguntándose por qué la observaba así.

Ella nunca se había considerado a sí misma hermosa, por eso, le desconcertaba e inquietaba la penetrante mirada de aquel hombre.

Entonces, Eugene le dedicó otra irresistible sonrisa.

–¿Te importa servir el café? Así podremos comenzar. Tengo una agenda muy ocupada hoy y me gustaría cerrar nuestro trato lo antes posible.

–Lo dice como si hubiera tomado una decisión.

–Así es. Después de haber visto el edificio por dentro, estoy preparado para hacer una oferta.

De inmediato, Rose se percató alarmada de que, de nuevo, él se había referido al edificio, no al negocio de antigüedades. Sintió un nudo en el estómago.

–Me gustaría llegar a un acuerdo hoy – continuó él con tono suave.

Al parecer, Eugene daba por hecho que ella estaría de acuerdo con la venta. ¿No la creía capaz de negarse? ¿Quizá pensaba que podía intimidarla con su riqueza y su estatus?

Mordiéndose la lengua, Rose decidió que era mejor dejar su respuesta para el final. Era mejor escuchar y ordenar sus pensamientos primero.

–Con dos cucharaditas de azúcar, ¿verdad? – preguntó ella, mientras servía el café, consciente de que él observaba todos sus movimientos con atención.

–Eso es.

Evitando su mirada, ella le tendió la taza y se sirvió la suya.

–¿Puede aclararme algo? Se ha referido a la venta del edificio, si no he entendido mal.

–Exacto.

–Discúlpeme, pero creo que mi jefe le ha dejado claro que lo que vende es su negocio de antigüedades, junto con el edificio. Ambas cosas no pueden separarse. ¿Usted no está interesado en la tienda?

–Eso es, Rose. Pero, por favor, puedes llamarme Gene. No sé si lo sabes, pero dirijo una importante cadena de restaurantes y me gustaría instalar aquí uno de ellos. Es una localización perfecta. Además, debo confesar que las antigüedades no me interesan en absoluto. Hoy en día, no dan muchos beneficios. ¿No es esa la razón por la que tu jefe quiere venderla?

Rose se quedó petrificada un momento. Estaba furiosa y avergonzada al mismo tiempo.

–No es necesario ser tan brutal.

–Los negocios son brutales, ma chère… no te equivoques.

–Bueno, pues Philip quiere vender porque está enfermo y ya no tiene energías para dirigir su negocio. La tienda de antigüedades siempre ha sido su mayor orgullo y le aseguro que, si se encontrara bien, no la vendería por nada del mundo.

Eugene suspiró.

–Ya. Pero supongo que, como resulta que está enfermo, quiere aprovechar la oportunidad para conseguir todo el dinero que pueda con la venta, mientras sea posible. ¿No es así?

Rose volvió a sonrojarse. Le temblaban las manos. No podía tomar ninguna decisión importante en ese estado. Sin embargo, Eugene había acertado. Philip necesitaba vender. Aunque también esperaba que el negocio perviviera y, si ella no lograba conseguirlo, le habría fallado a su jefe y mentor, al mejor amigo de su padre. Solo podía hacer una cosa.

Recuperando la calma, miró al francés a los ojos.

–Es verdad que el señor Houghton necesita vender, pero como me ha confesado que no le interesa lo más mínimo el negocio de antigüedades y solo quiere el edificio, me temo que no puedo vendérselo a usted. No sería correcto. Siento que no sea lo que tenía planeado y espero que lo entienda.

–No. No lo entiendo. Me interesa el edificio, sí, y estoy dispuesto a pagar por él. ¿Cuántos posibles compradores han llamado desde que tu jefe sacó la tienda a la venta? – preguntó él con mirada heladora– . Adivino que, dada la situación de crisis que vivimos, no muchos. ¿Tal vez yo sea el único? Si fuera tú, Rose, aceptaría mi oferta por el bien de tu jefe. Créeme, él solo te echará en cara haberte atrevido a rechazarla. ¿De verdad quieres perder la fe y confianza que el pobre hombre ha puesto en ti?

Inundada por una oleada de rabia, Rose clavó los ojos en aquel tipo, que ya no le parecía encantador. Al parecer, estaba decidido a hacerse con aquel local situado junto al Támesis a toda costa.

–Creo que ya es suficiente. Le he dado mi última palabra y va a tener que aceptarla – le espetó ella.

–¿De verdad? ¿Y crees que puedes decirle a un hombre de negocios que se rinda tan fácilmente solo porque tú lo digas? – replicó él con tono burlón.

Intentando controlar lo furiosa que le ponía su insolencia, ella se cruzó de brazos.

–No soy quien para decirle a nadie lo que tiene que hacer. Pero conozco a mi jefe y sé lo mucho que la tienda de antigüedades significa para él. Muchas veces me ha dejado claro que quiere traspasarla junto con el edificio y le fallaría si no cumpliera sus deseos. En su nombre, le agradezco su interés, pero nuestra reunión ha terminado. Lo acompañaré a la puerta.

–No tan rápido.

Cuando Eugene se levantó, Rose adivinó que su negativa a vender le había tomado del todo por sorpresa y estaba haciendo un esfuerzo para controlar su enfado. Él no había esperado tener que enfrentarse a una discusión. De todas maneras, ella no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.

–Mira, no he venido a perder el tiempo – continuó él– . He venido por una única razón, para comprar un edificio que está en venta. ¿Es posible que reconsideres tu decisión si acepto comprar las antigüedades también? No dudo que algunas de ellas puedan ser de interés para algún que otro coleccionista.

Su comentario no sirvió para arreglar las cosas. Eugene no quería las antigüedades por su belleza o significado histórico, ni siquiera para continuar con el negocio, sino solo porque estaba pensando en su valor económico, comprendió Rose.

–Algunas son muy valiosas – confirmó ella– . Pero, por desgracia, su propuesta no hace más que demostrar que no tiene interés en las antigüedades. Por eso, no pienso considerar su oferta, señor Bonnaire.

El hombre de negocios se sacó una cartera de cuero de un bolsillo interior de su impecable chaqueta, extrajo una tarjeta de visita y la lanzó al escritorio.

–Cuando hayas tenido tiempo de pensar las cosas sin dejar que tus emociones interfieran, Rose, seguro que quieres llamarme para cerrar un trato. Adiós – dijo él con una gélida mirada.

Ella dio las gracias al Cielo al ver que se iba. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse si había tomado la decisión correcta.

 

 

De regreso en su oficina, después de un montón de tediosas reuniones, Gene le pidió café a su secretaria y se sentó en su sillón de cuero para reflexionar sobre lo que había pasado. Nunca se había sentido tan irritado y fuera de sí. Y todo porque su maldita oferta de compra había sido rechazada.

Durante años, había admirado la estructura de aquel viejo edificio situado junto al Támesis y había pensado que sería perfecto para un restaurante exclusivo, dirigido a la élite de la sociedad, igual que los dos que poseía en Nueva York y en París.

Recordando su reunión con Rose Heathcote, le pareció sorprendente que aquella mujer no hubiera querido aprovechar la oportunidad de oro que le había brindado. Era obvio que, como ella misma le había dicho, no era una mujer de negocios. Su actitud le había resultado irritante. Sobre todo, cuando había comprendido que había sido imposible convencerla con sus encantos. Por otra parte, admiraba a la tozuda mujer por su determinación y por haberse mantenido firme, a pesar de que sabía que se equivocaba.