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La cenicienta desvelaría su secreto… en Navidad. Hollie Walker sabía que el empresario español Máximo Díaz era increíblemente guapo, pero terreno prohibido para una tímida camarera. Sin embargo, como él le había dedicado toda su atención en la fiesta de Navidad donde ella estaba trabajando, no pudo negarse a sí misma la noche de placer indescriptible que siguió. Máximo, un lobo solitario, sabía que su aventura sería inolvidable… e irrepetible. Pero Hollie fue a su castillo a decirle que estaba embarazada. Y una nevada navideña los obligó a enfrentarse a la peligrosa pasión de la que ya no podían escapar.
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Seitenzahl: 183
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Sharon Kendrick
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El secreto de la cenicienta, n.º 2889 - noviembre 2021
Título original: Cinderella’s Christmas Secret
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-209-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
NO PUEDO –gimió Hollie mientras sostenía el vestido.
Era muy navideño: corto y de un verde vivo que brillaba a la luz del hotel donde se celebraba la fiesta. Se lo volvió a probar por encima.
–No puedo ponérmelo, Janette.
Su jefa enarcó las cejas.
–¿Por qué?
–Porque es… –Hollie titubeó.
Normalmente era una empleada servicial y complaciente. Trabajaba duro y hacía lo que le pedían, pero para todo había un límite.
–Es un poco pequeño.
Pero a su jefa no le interesaban sus objeciones. De hecho, estaba más ensimismada de lo habitual y de especial mal humor desde que, esa mañana, se había partido una uña y se le había enganchado en la media.
–A tu edad, puedes llevar perfectamente un vestido tan atrevido como ese –afirmó Janette mientras colocaba bien un puñado de muérdago–. Seguro que te está bien, Hollie, y, desde luego, supondrá un cambio en la ropa que llevas.
–Pero…
–No hay peros que valgan. Patrocinamos esta fiesta, por si lo has olvidado. Y puesto que una de las camareras no se ha presentado y vienen tantas personalidades, no podemos andar faltos de personal. Lo único que tienes que hacer es disfrazarte de elfo durante un par de horas y servir canapés.
Janette se encogió de hombros.
–Yo misma me pondría el disfraz si fuera unos años más joven, sobre todo porque Máximo Díaz ha confirmado su asistencia. Es, en potencia, nuestro cliente más valioso. Y si la compra de su hotel se produce antes de Navidad, recibirás una buena bonificación. Seguro que no lo has olvidado, ¿verdad?
Hollie negó con la cabeza. ¿Cómo iba a haberse olvidado de Máximo Díaz y del revuelo que se organizaba cada vez que aparecía en el pueblo del condado de Devon, al que ella se había trasladado, después de que sus ahorros pasaran a manos ajenas? ¿Cómo iba a olvidarse de un hombre que parecía un ángel negro y vengador, caído a la tierra vestido con un traje hecho a medida?
El corazón se le aceleraba siempre que la miraba con sus negros ojos, y se sentía como una mariposa sujeta con un alfiler a un papel.
Seguro que cualquier mujer se sentía así en su presencia. Había notado cómo lo miraban las mujeres cuando entraba en la agencia inmobiliaria en que ella trabajaba; cómo atraían las miradas sus poderosos músculos y el color oscuro de su piel. Era un hombre que simbolizaba una sexualidad y virilidad que la asustaban y excitaban por igual y, por mucho que lo intentara, era incapaz de permanecer indiferente ante él.
Claro que él no se había fijado en ella. Un multimillonario español no solía fijarse en una mujer anodina que trabajaba sin descanso al fondo de una oficina. A veces, ella le preparaba una taza de café, acompañada de una galleta de las que hacía en casa. Se la comía mirándola sorprendido, como si no estuviera acostumbrado al sabor dulce. Y probablemente no lo estuviera, porque «dulce» no era una palabra que se asociara fácilmente con el magnate, sino otras como «duro» y «oscuro».
Janette la seguía mirando y Hollie sonrió.
–Claro que recuerdo al señor Díaz, un cliente muy importante.
–Así es. Por eso, los peces gordos locales están ansiosos de conocerlo. Va a tener un enorme impacto en esta zona, sobre todo si convierte el viejo castillo en un hotel como era antes, lo cual implicaría que no tendríamos que utilizar este sitio horrible para nuestras fiestas oficiales.
–Sí, lo sé.
–Entonces, ¿lo harás?
–Lo haré.
–Excelente. Date prisa en cambiarte. Te he traído unos zapatos míos. Creo que tenemos el mismo número. Y suéltate el cabello por una vez. No sé por qué te empeñas en disimular lo más bonito que tienes.
Hollie agarró la prenda y salió. Aunque faltaban dos meses para Navidad, el hotel estaba adornado como si ya hubiera llegado. Pero ella no se quejaba de que la fiesta se celebrara antes cada año, porque la Navidad suponía una agradable alteración de la rutina habitual. Y aunque no tuviera familia con quien celebrarla, no le importaba. Era una época en que los desconocidos entablaban conversación y que conllevaba la esperanza de que las cosas mejorarían, y a Hollie le encantaba esa sensación.
En el oscuro vestuario subterráneo, Hollie sacudió el vestido verde y las medias de rayas rojas y blancas. Los zapatos de tacón de Janette eran peligrosamente altos. Se quitó el vestido, las medias y los mocasines y se puso el disfraz de elfo con dificultad. Cuando se subió la cremallera comprobó que sus reservas estaban fundadas porque la persona que le devolvía el reflejo del espejo era…
Irreconocible.
Y no solo porque estuviera disfrazada.
La camarera que no se había presentado debía de ser más baja, porque el vestido apenas le llegaba a medio muslo. También debía de ser más delgada, porque la tela se le ajustaba al cuerpo de forma exagerada resaltándole los senos y la cintura de un modo que distaba mucho de su estilo habitual de vestir.
Parecía…
Se puso muy nerviosa. Parecía una desconocida. Se asemejaba a su madre cuando esperaba la visita de su padre, como si la ropa ajustada pudiera ocultar la incompatibilidad esencial que había entre ambos, como si los adornos fueran lo único que una mujer necesitaba para que un hombre la quisiera.
Y no había servido de nada. Recordó la amargura que distorsionaba los rasgos de su madre después de que su padre se marchara dando un portazo.
«No puedes hacer que un hombre te ame, Hollie, porque los hombres son incapaces de amar».
Era una lección que no había olvidado.
Quería quitarse aquella ropa e irse a casa a estudiar una nueva receta de tarta que pensaba preparar el fin de semana y a soñar con el día en que, por fin, abriría su propio negocio y sería independiente.
Un año más ahorrando y tendría el dinero que necesitaba. Pero esa vez lo haría sola, en Trescombe, un pequeño pueblo de Devon, no en una gran ciudad como Londres, donde era muy fácil que una persona como ella se volviera invisible.
¿Había sido esa pérdida de confianza en sí misma lo que hizo que no prestara atención a su alrededor hasta que un día descubrió que todo su dinero había desaparecido porque su supuesta mejor amiga se lo había robado? Había aprendido la dolorosa lección. No volvería a dejarse engañar por alguien a quien considerara un amigo. Su confianza en la naturaleza humana había disminuido.
¿Y no era esa una razón para conseguir que la fiesta fuera un éxito? La compra del viejo castillo por parte de Máximo Díaz anunciaba una edad de oro para el turismo local y Hollie quería formar parte de ella. Y aunque el enigmático español no fuera el candidato ideal para desempeñar el papel de salvador del pueblo, a veces la vida te sorprendía. El hecho de que alguien fuera increíblemente rico no implicaba que no fuera buena persona.
Recordó lo que le había dicho Janette y se soltó el cabello. Era abundante, de color castaño claro, y le caía sobre los hombros y lo senos, ocultando el excesivo escote.
El toque final era un gorro rojo y verde con una campanita en la punta que sonó como una caja registradora cuando Hollie se lo puso, lo que la hizo sonreír. Pronto abriría su tetería y, aunque no pensaba disfrazarse de aquella manera, la fiesta de esa noche sería una buena práctica para su futura profesión de servir al público. Se dirigió a la puerta tambaleándose un poco, a causa de los altos tacones.
¿Un elfo navideño?
No sería tan difícil serlo.
Máximo Díaz no quería estar allí.
A pesar de que estaba apunto de llevar a cabo un proyecto empresarial que le reportaría aún más millones, se sentía más distante que de costumbre.
Miró a su alrededor. La sala estaba adornada como si fuera Navidad, aunque estaban en octubre. Había un abeto gigante junto a una pared y lucecitas doradas y plateadas brillaban en cada rincón. Parecía que la Navidad había llegado antes de tiempo a aquel pueblo.
Apretó los dientes.
La verdad era que, en aquel momento, no deseaba estar en ningún sitio; ni en su casa de Madrid ni en la de Nueva York ni, desde luego, en Devon. A todas partes iba consigo mismo y lo acompañaban pensamientos que no dejaban de acosarlo. Por primera vez en su vida le resultaba difícil desconectar, lo cual lo inquietaba.
A lo largo de su vida había tenido problemas, por supuesto. Todo el mundo los tenía, pero a veces creía que a él le habían tocado más de la cuenta. Hechos deprimentes y sombríos que había superado gracias a su fuerza de voluntad. Había aprendido a mantener un férreo autocontrol y se vanagloriaba de su capacidad de superar la adversidad, de salir del caos indemne y más fuerte, como el ave fénix renaciendo de las cenizas.
Pero, por aquel entonces, la juventud y la ambición estaban de su parte y lo protegían del dolor y el sufrimiento. Había llegado a la conclusión de que era uno de esos escasos afortunados que eran inmunes al dolor. Y si eso implicaba que los demás, generalmente las mujeres, lo considerara frío e insensible, le daba igual.
Pero ¿quién se habría imaginado que la muerte de alguien a quien despreciaba le partiría el corazón?
Hacía años que no la veía. Tenía buenos motivos para no hacerlo. Debería haber sentido ira y resentimiento al despedirse de la mujer que lo había dado a luz, cuando acudió a su lecho de muerte al pedírselo las monjas que la habían cuidado en sus últimos días. Sin embargo, no fue así. Su reacción lo sorprendió y lo encolerizó, porque no deseaba sentirse de ese modo. Al sostener la mano de su madre en las suyas, sintió un profundo pesar, una sensación de que perdía algo para siempre.
Y esos sentimientos eran ajenos a él.
Pero debía seguir adelante. Superar aquel dolor sin sentido y hacer como si no lo hubiera experimentado. Lo superaría. Siempre lo hacía. Y se perdonaría a sí mismo por aquella incursión en el sentimentalismo.
Seguiría escalando inexorablemente hacia la cima. Continuaría incrementando su fortuna construyendo carreteras y líneas férreas en distintos países y conseguiría un volumen de negocios que causaría la frustración y admiración de sus competidores. Sin embargo, la fortuna acumulada no le había deparado la satisfacción que buscaba, aunque, ciertamente, hacía que las mujeres miraran a su alrededor con los ojos como platos cuando entraban en una de sus casas o se montaban en su jet privado.
Le gustaba el éxito, no por su aspecto material, sino por la sensación de haber logrado algo que le producía. Era como si tuviera que demostrar su valía, si no a sus padres, que lo habían rechazado, a sí mismo.
–¿Desea algo de comer, señor Díaz?
Una voz suave interrumpió sus pensamientos. Se volvió y vio a una mujer con una bandeja en la mano. Lo que le llamó la atención fue su aspecto.
¿Le resultaba tentadora? Podría muy bien ser así.
Entrecerró los ojos ante semejante idea, ya que la mujer estaba un poco ridícula con aquel disfraz. Ridícula, en efecto, pero también sexy. Muy sexy.
De pronto, se le secó la boca y tuvo dificultades para respirar. Tragó saliva y siguió examinándola. Le resultaba familiar. El terciopelo verde hacía que resaltara su piel de porcelana. Sus largas piernas parecían llegarle a las axilas, una ilusión a la que contribuían, indudablemente, los zapatos rojos de altísimo tacón.
No llevaba maquillaje en su pálido rostro y la ondulación de su brillante cabello hizo que experimentara algo que llevaba mucho tiempo sin sentir: un insistente deseo que le recorrió las venas como dulce miel.
Hizo una mueca. Era imposible que la libido, que últimamente lo había abandonado, se le hubiera despertado por algo tan disparatado como una mujer disfrazada.
–Puedo ofrecerle una selección de deliciosos canapés –dijo ella atropelladamente y la dulzura de su voz volvió a resultarle familiar.
–Tenemos canapés de piña y queso, vol-au-vents y miniquiches, si prefiere.
–¿Miniquiches? –repitió él en tono sardónico observando aquella masa, que le resultó irreconocible.
Ella lo miró. Se había puesto colorada.
–Sé que no le gustan a todo el mundo.
–Y que lo diga.
–Pero el Patronato de Turismo sugirió que optáramos por un tema retro.
A él le pareció encantador su sonrojo.
–¿Por qué?
–Porque la Navidad es una época nostálgica.
–Pero no estamos en Navidad. Faltan semanas.
–Lo sé, pero son fiestas que ponen a la gente de buen humor. Y todo tiene mejor aspecto con los adornos y el árbol.
–Lamento estar en desacuerdo –dijo él mirando despreciativamente el abeto y los falsos regalos apilados alrededor–. Es monstruoso.
–Parece que no le gusta la Navidad.
–Si quiere que le diga la verdad, la odio.
–Pues es una pena –dijo ella mordiéndose el labio inferior–. ¿Desea una copa de champán? Puedo traerle una del bar.
Máximo ya se imaginaba la calidad del champán, pero la expresión preocupada de ella le impidió pronunciar la ácida respuesta que pensaba darle. De repente, se dio cuenta de que era injusto pagarlo con ella. Para él, aquella fiesta solo era una necesidad social que facilitaría sus ambiciosos planes. Y ella únicamente hacía su trabajo.
Y esa primera impresión de que la conocía cristalizó en algo más sólido. Le examinó el rostro con más atención, porque la belleza de sus ojos grises había despertado en él algo más que un vago recuerdo.
–¿No nos conocemos?
–No se puede decir que me conozca, señor Díaz. Nos hemos visto algunas veces, cuando ha ido a la oficina. Trabajo en la agencia inmobiliaria que ha contratado para comprar el castillo. Suelo estar…
–Sentada a un escritorio. Sí, claro, ahora me acuerdo.
Era un remanso de paz durante las negociaciones, a diferencia de su jefa, brusca y depredadora como pocas. Le preparaba un café, acompañado de un dulce delicioso. Pero su ropa era discreta y llevaba el abundante cabello recogido en un moño. Recordó que había pensado que sería la secretaria ideal.
No se imaginaba que aquella ropa escondía un cuerpo sensacional, por lo que le resultaba difícil conciliar dos imágenes tan distintas de la misma mujer.
–¿A qué se debe el repentino cambio de puesto y de ropa?
–Es horrible, ¿verdad? –susurró ella.
–No sé si elegiría esa palabra. Si quiere que le diga la verdad, creo que le queda bien.
–¿En serio? –pareció sorprendida y encantada.
Su evidente timidez estaba haciendo estragos en los sentidos de Máximo. Su forma de morderse el labio inferior atraía su atención a su boca, que se curvaba en una sonrisa tímida. Le pareció que lo invitaba a besarla. Negó con la cabeza al tiempo que se decía que había muchas mujeres más adecuadas para saciar sus deseos que una joven administrativa disfrazada.
–¿Está pluriempleada?
Ella volvió a bajar la voz, por lo que él tuvo que inclinar la cabeza para oírla. Aspiró su delicado aroma, que le resultó increíblemente provocativo.
–La camarera que habían contratado les ha fallado en el último momento. Y me han pedido que…
–¡Ah, estás ahí, Máximo! Oculto en las sombras como un apuesto conquistador.
Una voz chillona interrumpió la conversación. Janette James se les había acercado. Tenía la misma expresión de siempre que lo veía, una que él había observado muchas veces, sobre todo en mujeres divorciadas de mediana edad.
–Espero que Hollie te esté cuidando bien. Seguro que sí, a juzgar por el tiempo que lleva aquí –dirigió a Máximo una sonrisa depredadora, antes de volverse hacia Hollie–. Hay otras personas en la sala, bonita, aunque sea tentador monopolizar al señor Díaz. Y están hambrientas, así que acércate a ellas. El alcalde no deja de mirar en tu dirección.
Hollie asintió y se alejó, consciente de que Máximo Díaz la miraba. Los zapatos le hacían mover las caderas de un modo que esperaba que no llamara la atención hacia sus nalgas. Llegó donde estaba el alcalde y siguió sonriendo mientras él se metía un canapé de salchicha en la boca.
Pensó en lo que su jefa le acababa de decir. ¿Había monopolizado al español? Tal vez. Desde luego que la había dejado paralizada. Acunada por el timbre de su voz, con aquel acento, había sido incapaz de apartar la vista de su hermoso rostro. Pero se dio cuenta de que ella había captado toda su atención: la había mirado todo el tiempo, había hablado con ella y la había escuchado como si su opinión le importara.
Volvió la cabeza y vio que otras personas se acercaban a él, como si su descarada masculinidad las atrajera como un imán.
–Es guapo, ¿verdad? –dijo el alcalde con ironía–. He notado que las mujeres se lo comen con los ojos.
Hollie se estremeció. Y ella había hecho lo mismo que las demás: babear como si fuera una adolescente en un concierto.
–Supongo que le interesa a todo el mundo porque está a punto de convertirse en un terrateniente local.
–¿Eso cree? ¿No le parece más bien que lo hacen por el tamaño de su cartera y porque parece una estrella del rock?
–Claro que no –contestó ella al tiempo que se disculpó para proseguir con su tareas élficas con renovado empeño, para redimirse a ojos de su jefa. Sin embargo, no dejaba de pensar en el hombre de ojos negros, a quien ahora monopolizaba un miembro del Parlamento. Máximo Díaz la había inquietado y desconcertado porque, al mirarla como lo había hecho, se sintió…
Distinta, como si no fuera Hollie Walker, como si otra mujer se hubiera apoderado de su cuerpo. Durante la breve conversación que habían mantenido, la vista se le había desviado a sus sensuales labios, que invitaban a pecar, mientras se preguntaba cómo sería que la besara. Y también experimentó curiosidad por saber qué sentiría si la abrazara alguien que parecía tan fuerte.
Era una locura.
Un hombre como él estaba fuera de su alcance. Era un playboy internacional que salía con mujeres que ocupaban las portadas de las revistas del corazón, en tanto que ella era una virgen de veintiséis años.
A veces pensaba que podrían definirla las cosas que no había hecho.
Era cierto que se había ido a vivir a Londres, y había acabado como había acabado, pero nunca había intimado con un hombre. No había estado desnuda en brazos de ninguno ni desayunado con ninguno a la mañana siguiente ni se había ido de vacaciones ni le habían regalado una joya por amor.
Tal vez fuera culpa suya. La gente consideraba que vestía de forma muy conservadora para su edad, pero esas personas no sabían lo que era criarse con una mujer que se servía del atractivo sexual como un arma, que se pintaba como una prostituta y se embutía en una ropa ajustadísima con el único propósito de hacer alarde de su fabuloso físico.
Su madre se había pasado años intentando atraer la atención de alguien que no la deseaba y Hollie había visto repetidamente el humillante espectáculo. Y se había jurado que no se comportaría así. Una mujer ya no necesitaba que un hombre la definiera, y ella iba a vivir como quisiera.
Recogió platos y copas vacíos y, cuando volvió a mirar, Máximo había desaparecido y los invitados comenzaban a marcharse. Se le cayó el alma a los pies.
¡Ni siquiera lo había visto irse!
Acabó de recoger y bajó al sótano a cambiarse. Al volver a subir, ya no quedaba casi nadie.
Alguien había apagado las luces del árbol. El hotel parecía desierto, cuando salió por la puerta de servicio. No se esperaba que estuviera diluviando. No llevaba paraguas, así que se empapó mientras se dirigía a la marquesina del autobús, que tampoco le proporcionó mucha protección. Miró hacia arriba. ¿Por qué no había reparado el ayuntamiento el agujero del techo?
Escudriñó, en vano, el horizonte con la esperanza de ver las luces del autobús. Y ya pensaba en llamar a un taxi, daba igual lo que costara, o en desafiar los elementos y volver andando, cuando un gran coche oscuro apareció en la calle y se detuvo ante ella.
Era un coche elegante y caro, que parecía completamente fuera de lugar en una pueblo como aquel, sobre todo porque iba conducido por un chófer. A Hollie, el corazón le dejó de latir al reconocer a la persona que iba en el asiento trasero.
El escalofrío que la recorrió de arriba abajo no fue a causa del agua que la empapaba, sino de la mirada de ébano de Máximo Díaz, que la traspasó como una espada. Vio que hacía una mueca de resignación.
–Suba –fue lo único que dijo.