El señor de Balantry - Robert Louis Stevenson - E-Book

El señor de Balantry E-Book

Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

El señor de Ballantrae es una novela escrita por Robert Louis Stevenson y publicada en 1888. Es un libro de su última etapa, seis años antes de su muerte. La historia del libro gira en torno al conflicto entre dos hermanos, dos nobles escoceses, cuya familia está enfrentada por la rebelión jacobita de 1745.

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Robert Louis Stevenson

Robert Louis Stevenson

EL SEÑOR DE BALANTRY

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-261-2

Greenbooks editore

Edición digital

Abril 2019

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-261-2
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

PRIMERA PARTE

CAPITULO I

CAPITULO II

CAPITULO III

CAPITULO IV

CAPITULO V

CAPITULO VI

CAPITULO VII

CAPITULO VIII

CAPITULO IX

CAPITULO X

CAPITULO XI

CAPITULO XII

CAPITULO XIII

CAPITULO XIV

CAPITULO XV

CAPITULO XVI

CAPITULO XVII

CAPITULO XVIII

CAPITULO XIX

CAPITULO XX

CAPITULO XXI

CAPITULO XXII

CAPITULO XXIII

CAPITULO XXIV

NOTA DE MACKELLAR

CAPITULO XXV

CAPITULO XXVI

CAPITULO XXVII

CAPITULO XXVIII

CAPITULO XXIX

CAPITULO XXX

CAPITULO XXXI

CAPITULO XXXII

CAPITULO XXXIII

CAPITULO XXXIV

CAPITULO XXXV

CAPITULO XXXVI

SEGUNDA PARTE

CAPITULO I

CAPITULO II

CAPITULO III

CAPITULO IV

CAPITULO V

CAPITULO VI

CAPITULO VII

CAPITULO VIII

CAPITULO IX

CAPITULO X

CAPITULO XI

CAPITULO XII

CAPITULO XIII

CAPITULO XIV

CAPITULO XV

CAPITULO XVI

CAPITULO XVII

PRIMERA PARTE

CAPITULO I

Hace tanto tiempo que se desea conocer lo que haya de cierto en los singulares acontecimientos ocurridos al señor de Balantry, que la curiosidad pública dará una magnífica acogida a este relato. Yo, que estuve íntimamente ligado a la historia de esta distinguida casa durante los últimos años, soy quizá quien se halla en más ventajosa situación para relatar con fidelidad de historiador cuanto sucedió. También soy quien, con más imparcialidad, puede juzgar los diferentes y complejos aspectos de cuantos personajes intervinieron en dichos sucesos.

Traté al señor de Balantry y conocí muchos aspectos secretos de su vida, poseo además algunos fragmentos de sus memorias; fui casi su único acompañante en su último viaje, formando parte de aquella angustiosa invernal de la que tanto se habló, y, finalmente, presencié su muerte. En cuanto al difunto Lord Durrisdeer, a quien serví fielmente durante treinta años, a medida que le fui conociendo íntimamente, más creció mi afecto por él. En resumen: no quiero que desaparezcan tantos testimonios y considero que es mi deber contar la historia acerca de milord. De este modo, pagada mi deuda, confío que mis últimos años transcurrirán más tranquilos y mi canosa cabeza podrá descansar con mayor sosiego sobre la almohada.

Los Duries de Durrisdeer y de Balantry pertenecían desde los viejos tiempos del monarca David a una digna familia del sudoeste. De la antigüedad de su estirpe son testigos los versos que aún circulan por la comarca:

Los Durrisdeer son gentes puntillosas, con muchas lanzas a caballo montan.

Igualmente, el nombre que se cita en la segunda estrofa ha sido referido por algunos a los acontecimientos de este relato.

Dos Duries en Durrisdeer, uno para enjaezar y otro para cabalgar. Dos Duries en Durrisdeer, mal día para el novio, y peor día para la novia.

La auténtica historia de su vida está llena de sus hazañas, que, desde nuestro punto de vista, pueden ser consideradas como muy poco recomendables. La familia sufrió considerablemente a causa de esas altas y bajas, que han sufrido desde hace tiempo las buenas casas escocesas. Pero dejemos todo esto para remitirnos al año memorable de 1745, en el que se inició esta tragedia.

En aquella época una familia de cuatro personas vivía en el castillo de Durrisdeer, cerca de San Bride, a orillas del río Soiway, que, desde la reforma, fue la casa solariega de los de su linaje. El viejo Lord, octavo de los de su nombre, si bien no era un anciano, aparecía prematuramente envejecido. Su sitio favorito estaba junto a la lumbre, donde permanecía, sentado en su sillón, envuelto en un grueso batín, dedicado a la lectura y sin apenas cruzar la palabra con nadie. Era el prototipo del antiguo jefe de familia: apoltronado y apacible. Gracias a sus continuos estudios su inteligencia se había desarrollado notablemente y en la comarca gozaba de justa fama en cuanto a su astucia. Su hijo, el señor de Balantry, cuyo nombre era Jamie, había heredado de él la afición a las lecturas serias y también algo de su tacto, aunque con marcada tendencia al disimulo. Le complacía aparecer como grosero y huraño a un tiempo; pasaba muchas horas bebiendo y bastantes más dedicadas a los juegos de naipes. En la comarca se decía que era un excelente galanteador y también muy camorrista.

Acostumbraba a salir muy bien librado de todas cuantas peleas se mezclaba, no obstante haber sido él el primero en provocarlas, por lo que eran sus compañeros quienes tenían que pagar las consecuencias. Fuera suerte o casualidad, el hecho le granjeaba bastantes enemigos, pero como a los ojos de la mayoría se consideraban éxitos, llegó a augurársele un porvenir lisonjero.

El se jactaba continuamente de ser implacable y exigía que todos creyesen en su palabra. Además, entre sus vecinos, gozaba fama de ser un "hombre muy peligroso como enemigo".

En conclusión: este joven aristócrata, que en 1745 contaba veinticuatro años, era muy conocido en toda la comarca, a pesar de su juventud, si bien hay que tener en cuenta que todos se ocupaban muy poco del segundo hijo, Henry, mi difunto Lord Durrisdeer, quien no era ni muy malo ni muy bueno, y sí solamente uno de tantos de asentada y noble condición.

He dicho, y con razón, que se ocupaban poco de él, pues apenas daba que hablar. Era conocido de los pescadores de salmón, pues se entregaba con fruición a esta especie de deporte; era un excelente veterinario y, además, desde que era un joven, prestó inmejorable ayuda a la administración de los bienes. Esto último, dada la situación de la familia, entrañaba no pocas dificultades, ya que en el desempeño de dichas funciones resultaba harto difícil no aparecer como tirano y tacaño.

El cuarto personaje era miss Alison Graeme, parienta próxima, huérfana y heredera de una cuantiosa fortuna, adquirida por su padre en sus empresas comerciales. Milord precisaba mucho de aquel dinero a causa de las numerosas y considerables hipotecas que pesaban sobre sus dominios. La boda del heredero con miss Alison era precisamente una buena solución para sus problemas económicos, y a ella no parecía desagradar tal proyecto. Pero que a él le pareciese lo mismo era otra cuestión. Alison era una joven atractiva y gentil, aunque excesivamente voluntariosa y vehemente, debido a haberse criado con excesiva libertad, ya que el anciano lord, viudo desde hacía bastante tiempo, y sin tener ninguna hija, no supo educarla debidamente.

CAPITULO II

La noticia del desembarco del príncipe Carlos —el joven pretendiente al trono de Escocia, hijo de Jacobo Eduardo y nieto de Jacobo II— dividió los pareceres de aquella familia. Milord, como hombre enemigo de cualquier cambio, parecía dispuesto a contemporizar. La señorita Alison manifestó la opinión que le parecía más romántica. Y lo curioso del caso es que el heredero, que nunca era de su opinión, en aquella ocasión se manifestó acorde con sus ideas. Seguramente lo hizo así porque le tentaba la aventura; se le ofrecía una gran ocasión de levantar su casa y, a la vez, saldar sus cuantiosas deudas particulares. En cuanto a Henry no dijo nada; su intervención fue posterior.

Pasó un día entero antes de que aquellas personas llegaran a un acuerdo: uno de los hijos se batiría por el rey Jacobo y el otro permanecería con milord en la casa y así se conservaría el favor del rey Jorge. Según parece, esta resolución fue adoptada por milord y ella no tiene nada de particular, pues es bien sabido que muchas familias escocesas actuaron de igual modo. Pero, una vez se hubo llegado a aquel acuerdo, se inició una nueva discusión más importante y decisiva. Milord y la señorita Alison opinaban que era Henry quien debía partir; a lo que se oponía el heredero, que, por vanidad, no quería permanecer en el castillo. Milord argumentó, Alison lloró, Henry fue persuasivo. Todo resultó inútil.

—El llamado a partir con su rey, es el heredero de los Durrisdeer —dijo el primogénito.

—Si jugásemos limpio estarías en lo cierto — contestó Henry—, pero ¿qué es lo que hacemos en realidad?

—¡Salvar la casa de los Durrisdeer, Henry! —repuso su padre.

Como si no le hubiera escuchado, el segundón prosiguió diciendo:

—Además, ten en cuenta, Jamie, que si soy yo quien parte y el príncipe lleva la ventaja, te será fácil reconciliarte con el rey Jacobo. En cambio, si eres tú quien parte y fracasa el pretendiente, separamos el derecho del título. ¿Qué seré yo, entonces?

—Lord Durrisdeer —replicó Jamie—- Me apuesto cuanto tengo.

—Yo no apuesto nada en este juego. Me hallaría en una situación que ningún caballero podría soportar.

A continuación, quizá con más agresividad de la que habría deseado, añadió:

—Tu deber es permanecer aquí, junto a nuestro padre. Ya sabes que eres su preferido.

—¿De veras? —repuso Jamie—. ¿No será la envidia lo que te hace hablar así? ¿Pretendes echarme la zancadilla... Jacob? —Y al pronunciar este nombre lo subrayó maliciosamente.

CAPITULO III

Henry se mordió los labios para no responder intempestivamente. El sabía callar. Empezó a pasear por la sala, pero luego insistió:

—Soy el menor y debo partir. Nuestro padre, que es quien manda, ha decidido que sea yo el que se una al rey Jacobo. ¿Tienes algo que oponer a ese mandato, hermano?

—Sí, Henry —contestó rápidamente el aludido—. Las personas obstinadas que sostienen una pugna sólo disponen de dos medios para zanjarla: pegarse, y dudo que uno de nosotros quiera llegar a ese extremo, o someterse a la suerte. He aquí una moneda. ¿Aceptarás lo que ella decida?

—Acepto, Jamie. Si es cruz me quedaré en el castillo; si sale cara me marcharé a unirme al rey Jacobo.

La moneda dio la respuesta: cruz.

—Una lección para Jacob —comentó Jamie. —No creo que tarde mucho en llegar el día en que tengamos que arrepentimos de esto de hoy —repuso Henry.

E inmediatamente abandonó aquella estancia.

La señorita Alison recogió la moneda que había decidido la marcha de su prometido y, arrojándola a través del blasón familiar que lucía en la vidriera de colores de la ventana, exclamó:

—Si me amaras como yo te amo, no habrías insistido en irte.

Jamie contestó fríamente:

—Si no amara aún más el honor, no podría amarte tanto, querida.

—¡No tienes sentimientos! —gritó ella excitada—. ¡Quisiera que te matasen!

Y, deshecha en lágrimas, corrió a su habitación.

Jamie, volviéndose hacia milord, comentó con aire malicioso:

—¡Vaya una esposa endiablada!

—Tú sí que estás endiablado —replicó su padre—; tú que, como dice muy bien Henry, has sido mi predilecto, para mi mayor vergüenza. Desde que naciste, jamás me proporcionpste una hora agradable, ni una sola hora —repitió melancólicamente el anciano.

¿Qué era lo que de tal modo había turbado al viejo milord? ¿Las palabras de Henry relativas a su preferencia por Jamie, o la desobediencia de éste? Lo ignoro, aunque me inclino a creer en lo primero, ya que, a partir de entonces, milord se mostró mucho más solícito con su segundo hijo.

CAPITULO IV

La cierto es que el heredero partió hacia el Norte.

El recuerdo de su marcha se hizo más penoso por las circunstancias en que se realizó. Con promesas y amenazas, logró reunir una docena de hombres, casi todos ellos hijos de colonos. Bebieron abundantemente antes de ponerse en marcha y luego el grupo ascendió por la cuesta, dejando atrás la vieja abadía, gritando y cantando, luciendo en sus sombreros la escarapela blanca.

Atravesar aisladamente gran parte de Escocia era empresa arriesgada para tan escasa tropa, y mucho más cuando, al par que la exigua cabalgata de jinetes cruzaba la colina, se veía en la bahía un barco de la Marina real con la enseña desplegada. Aquella misma tarde, Henry partió a caballo, completamente solo, para entregar una carta de su padre al gobierno del rey Jorge y ofrecerle su espada. Antes de que los dos hermanos abandonaran el castillo, Alison cosió la escarapela en el sombrero de Jamie y cuando Juan Pablo se la llevó a su dueño, ésta aparecía completamente empapada de lágrimas.

Henry y el viejo se atuvieron fielmente a lo convenido. Ignoro si permanecieron completamente fieles al rey, aunque, desde luego, observaron la más estricta lealtad y estuvieron en correspondencia con el Lord Presidente, permaneciendo tranquilos en Durrisdeer sin casi entrar en contacto, mientras duró la contienda, con Jamie.

Este tampoco fue más comunicativo, a pesar de que Alison le escribía constantemente. Macconochie, a ruegos de ella, le sirvió una vez de correo, y a su regreso contó que había hallado a los Highlanders ante Carlisle y a Jamie cabalgando al lado del príncipe, departiendo amablemente con éste. Según dijo Macconochie, cogió la carta, la abrió, mirándola por encima, y después de hacer un gesto con los labios, como si fuera a silbar, la colocó en el cinto. Entonces el caballo hizo un movimiento brusco y la carta cayó al suelo, sin que él lo advirtiera. Macconochie la recogió del suelo, y desde entonces la ha conservado siempre en su poder. En sus manos la he visto alguna vez.

Mientras tanto, en Durrisdeer, gracias a los rumores populares, se tenían noticias de cuanto sucedía. Así se enteró la familia del trato de favor que el príncipe dispensaba a Jamie, y de las consideraciones que se le tenían. Por extrañas circunstancias, parece ser que se estaba granjeando las simpatías de los irlandeses, a la vez que sir Tomás Sullivan, el coronel Burke y otros muchos iban convirtiéndose en sus amigos. Intervenía siempre en las complicadas intrigas y se mostraba acorde con los propósitos del príncipe, aun cuando sus opiniones fueran manifiestamente erróneas. En resumen: jugador, como lo fue siempre, lo que más le interesaba eran los favores que pudiera conseguir, aun cuando ello fuera en detrimento del resultado de la campaña. Lo que, sin embargo, no puede discutirse es que era un valiente y que se comportaba bien en el campo de batalla.

CAPITULO V

Más tarde llegaron otras noticias, a través del hijo de un colono que decía ser el único superviviente de los que un día abandonaron cantando la comarca. Por una sorprendente coincidencia, Juan Pablo y Macconochie habían hallado aquella misma mañana la moneda que sirvió para decidir la marcha de Jamie. Con ella se encaminaron a la taberna, donde no sólo perdieron la guinea, sino también la cabeza. Por eso, Juan Pablo, sin reflexionar, se precipitó en el comedor, donde la familia se disponía a comer, gritando:

—Tam Macmorland acaba de llegar sin que le siga nadie. Dice que todos los que se fueron de aquí han muerto.

Aquellas palabras fueron seguidas por un silencio sepulcral. Henry se cubrió el rostro con las manos, Alison escondió el suyo entre los brazos extendidos sobre la mesa y, por su parte, milord quedó completamente lívido.

—Aún me queda un hijo —dijo el anciano, después de transcurridos unos instantes—. Y el que me queda es el mejor. Sí, Henry, quiero hacerte justicia.

Decir aquello en semejante ocasión era insólito, pero, por lo visto, milord no había podido olvidar las palabras que Henry dijera a su hermano, y el anciano debía sentir remordimientos por sus pasadas injusticias. No obstante, la situación era tan tirante, que miss Alison no pudo soportarla.

—Sois despiadado —gritó a milord, y luego, vuelta hacia Henry, añadió—: Y tú, parece mentira que puedas permanecer tan tranquilo, sabiendo que ha muerto tu hermano.

Luego, empezó a retorcerse las manos, reprochándose a sí misma la dureza con que había tratado a su prometido cuando partió; hacía protestas de amor a Jamie, al que llamaba espejo de caballeros, y gritaba de tal modo que acudieron los servidores a ver qué pasaba, quedando estupefactos ante tamañas muestras de desesperación.

Henry, lívido, se puso en pie, apoyando una mano en la silla.

—¡Oh! —exclamó—. Ya sé cuánto le amabas.

—Todo el mundo lo sabe —replicó ella, y, encarándose con Henry agregó—: Lo que todo el mundo ignora, pero yo sé muy bien, es que tú le traicionabas desde lo mas profundo de tu corazón.

Henry hizo un gesto de desaliento.

—Dios es testigo de que ambos hemos gastado nuestro amor para no conseguir nada.

Un gran silencio siguió a estas palabras.

CAPITULO VI

El tiempo fue pasando sin que en el castillo se produjeran grandes cambios, a no ser que eran tres personas en vez de cuatro y que cada uno de ellos recordaba, en silencio, la pérdida sufrida.

Como la fortuna de Alison continuaba siendo imprescindible para salvar los dominios de los Durrisdeer, milord decidió que, habiendo muerto el mayor de sus hijos, la joven se casara con Henry. Esa idea la iba infiltrando continuamente en la imaginación de la muchacha, aprovechando los momentos en que estaban solos, sentados junto al fuego. Si Alison lloraba, el anciano la consolaba dulcemente; si se mostraba irritada, volvía pacientemente a su libro de latín, excusándose siempre con la más exquisita finura. A menudo ella le ofrecía sus bienes, pero milord rehusaba, por ser contrario a su honor.

—Un hombre como yo —le decía— no puede aceptar eso, y creo que Henry rehusaría, aun cuando yo hubiera aceptado.

Sin duda, esta insistencia paternal influyó mucho en la resolución de la joven, dado el gran ascendiente que sobre ella ejercía milord y porque siempre se había portado con ella como si fuera su propio padre. Debo añadir también que Alison tenía el espíritu de los Duries y que hubiera hecho lo indecible por la gloria del linaje, aunque, creo yo, no habría llegado hasta el punto de casarse con él a no ser —cosa bien extraña por cierto— por la extraordinaria impopularidad de que gozaba nuestro joven señor.

Todo fue obra de Tam Macmorland, que, si bien era un buen hombre, tenía el defecto de ser demasiado parlanchín, y por ser el único hombre que volvió de la aventura nunca le faltaba auditorio.

He observado que cuantos han sido derrotados en una guerra, tienen la manía de haber sido traicionados. Así, pues, según Tam, los rebeldes habían sido traicionados continuamente por los oficiales, traicionados en Derby y en Falkirk; el avance nocturno había sido una traición de milord Jorge; el desastre de Culloden, una traición de los Macdonald. Y esta manía de traición llegó a desarrollarse de tal modo en la imaginación de aquel necio, que llegó incluso a acusar de traición al propio Henry. Este, según él, habría traicionado a los mozos de Durrisdeer, ya que, en lugar de seguirles con refuerzos como había prometido, se fue en busca del rey Jorge.

—Al día siguiente de haberse marchado los mozos con nuestro querido señor —gemía Tam—, el Judas ya había emprendido la marcha. ¡ Ah! Y ahora puede decirse que ha conseguido lo que se proponía. ¡Será milord!... Aunque para ello los brezales del Highland estén cubiertos de cadáveres helados.

Después de estas o parecidas disquisiciones, Tam, que corrientemente estaba embriagado, se entregaba a un lloriqueo balbuciente.

Esta forma de considerar la conducta de Henry se extendió con rapidez por toda la comarca. Gentes a quienes les constaba lo contrario, lo daban por cierto, aunque sólo fuera por el simple placer de hablar por hablar. Los ignorantes, y por ello peor intencionados, daban fe a lo que escuchaban y luego lo repetían con el mismo aplomo que si se tratara de verdades sacadas del Evangelio. Todo ello condujo a crear el vacío en torno a Henry y de murmurar cuando él pasaba. Las mujeres, siempre más atrevidas, le dirigían sus injurias en pleno rostro. Así fue cómo el heredero muerto se convirtió para aquellas gentes en un santo. Se recordaba que él no explotaba a los colonos; cosa cierta, pues, en realidad, únicamente se preocupaba de gastar el dinero.

—Tal vez era un poco salvaje —decían algunos—, pero eso se podía enmendar con los años.

—Y de todas maneras —agregaban los demás—, siempre es preferible a un sórdido usurero y opresor, como su hermano, con los ojos continuamente fijos en los libros de cuentas, dispuesto a perseguir a los pobres colonos.

CAPITULO VII

Había en la comarca una mujer de poca cabeza que siempre fue despreciada por el heredero. Pues bien, precisamente esa mujer se convirtió en su más ardiente defensora. Un día, al pasar Henry, le arrojó una piedra mientras le gritaba:

—¿Qué ha sido del valiente que confió en ti?

Henry detuvo su caballo, y en tanto corría la sangre por su labio partido, dijo:

—¿También tú, Jes? Sin embargo, deberías conocerme mejor.

Hablaba de ese modo porque la socorría con solicitud desde hacía ya mucho tiempo. Pero la mujer, sin querer oir sus razones, se apoderó de otra piedra, disponiéndose a tirársela. Entonces Henry, para librarse del golpe, alzó la fusta.

—¿Cómo? —rugió ella—. ¿Te atreverías a pegar a una mujer?

Y echó a correr como si efectivamente la hubiese golpeado.

La noticia corrió como reguero de pólvora. Henry había herido a Jessie Brown y ésta, a consecuencia de la agresión, estaba muriéndose.

De ese modo, una calumnia tras otra, iban engrosando la bola de nieve hasta el punto de que milord y su hijo se vieron obligados a no salir del castillo.

A pesar de todo, Henry no se quejó; seguramente porque el fondo de aquel asunto era demasiado absurdo para que desde su altivez condescendiera a tratarlo. Se obstinó en un cerrado silencio y si milord se enteró de algo debió ser porque alguno de los servidores se lo contaría. En cuanto a Alison, que casi nunca se enteraba de nada, tampoco pareció interesarse por tales noticias.

En lo más intenso de esta tensión ocurrió que empezaron a circular rumores de que en Saint Bride, la ciudad más cercana a Durrisdeer, se preparaba una reunión para protestar contra ciertos abusos. Por el pueblo corrían voces de que antes de anochecer ocurrirían grandes sucesos y que, a instancias del jefe de la policía local, habían llegado tropas desde la lejana ciudad de Dumfries. Milord opinó que Henry debía acudir a dicha reunión.

—Lo exige el honor de nuestra casa —dijo—. Y si no vas, acabarán por decir que no tenemos iníiuencia sobre nuestros vecinos.

—¡Menguada influencia es la mía! —repuso Henry. Y al ver que su padre insistía, añadió:

—Debo confesaros la verdad: no me atrevo a mostrarme en público.

Alison le miró con aire despreciativo.

—Eres el primero de nuestra familia que dice algo así.

Milord también se mostró disgustado, pero para no desautorizar a su hijo y creyendo que su presencia le pondría a salvo de los ataques de la plebe, dijo:

—Iremos los tres.

Y, efectivamente, por primera vez desde hacía cuatro años, se calzó las botas para salir a la calle, lo que, desde luego, no resultó tarea fácil para Juan Pablo, su criado. Miss Alison se vistió de amazona y los tres salieron del castillo a caballo dirigiéndose a Saint Bride.

En cuanto la gentuza que deambulaba por las calles vio a Henry, empezó a silbarle y gritar:

—¡Judas! ¿Qué ha sido del primogénito?

—'¿Qué ha sido de los mozos que partieron con el señor?

Hubo algunos que incluso quisieron arrojarle piedras, pero los más sensatos se opusieron, en atención a milord y a la señorita Alison.

Aquella escena persuadió a milord de que Henry tenía razón al no querer presentarse en público, y volvió grupas, triste y cabizbajo, regresando al castillo sin pronunciar una sola palabra. Alison tampoco dijo nada, pero no por eso dejó de pensar en lo ocurrido. Su orgullo de Durie se resintió en lo más íntimo, al ver cuan indignamente era tratado su primo, y pensando en ello, aquella noche no se acostó.

Muchas veces he censurado a milady, pero, recordando aquella noche, estoy dispuesto a perdonárselo todo.

Apenas amanecía, cuando Alison fue en busca de milord, que estaba sentado junto al fuego, y le dijo:

—Si Henry continúa queriéndome, ahora estoy dispuesta a casarme con él.

El anciano se mostró satisfecho.

Pero cuando ella habló con Henry, lo hizo de este modo: