El señor del viento - Isabel del Río - E-Book

El señor del viento E-Book

Isabel del Río

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Beschreibung

Una preciosa fábula sobre el duelo y la capacidad de la fantasía para superarlo. Nico viaja a un santuario junto con su padre para superar la muerte de su madre. De camino, cuando se internan en el bosque de sus inmediaciones, una serie de extrañas criaturas empieza a acecharlos. Una aventura insospechada se presentará pronto ante Nico...-

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Isabel del Río

El señor del viento

LAS BOCAS DE LA MONTAÑA

Ilustrado por Jenni Conde

Saga

El señor del viento

 

Copyright © 0, 2022 Isabel del Río and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726983586

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

«Si no sabes a dónde vas, cualquier camino te llevará hasta allí».

Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll

«Yo no soy lo que me sucedió. Yo soy lo que elegí ser».

Carl Gustav Jung

«Me gusta la expresión “posibilidades perdidas”. Nacer significa estar obligado a elegir una época, un lugar y una vida. Existir aquí, ahora, significa perder la posibilidad de ser una infinidad de otros potenciales seres (…) Y creo que es precisamente por eso que los mundos de fantasía (…) representan tan fuertemente nuestras esperanzas y anhelos. Ilustran un mundo de posibilidades perdidas para nosotros».

Hayao Miyazaki

«“Simplemente vivir no es suficiente“, dijo la mariposa, “uno debe tener sol, libertad y una pequeña flor“»

Hans Christian Andersen

«—Fantasía no tiene límites...

—Eso no es cierto, ¡mientes!

—Niñotonto, no sabes nada de la historia de Fantasía. Es el mundo de las Fantasías humanas. Cada parte, cada criatura, pertenecen al mundo de los sueños y esperanzas de la humanidad. Por consiguiente, no existen límites para Fantasía.

—¿Y por qué está muriendo entonces...?»

La historia interminable, Michael Ende

«El camino para atravesar el bosque es largo, pero no es peligroso de día, no es peligroso si te mantienes junto a mí en el sendero».

En compañía de lobos, Ángela Carter

Porque no hay imposibles, solo improbables.

LA VISIÓN

El coche atravesaba veloz las montañas, giraba con violencia en las curvas, mientras yo contemplaba desde la ventanilla el espeso follaje que pasaba ante mí. Todo había sido idea de mi padre; desaparecer unos días en un hostal perdido junto a un monasterio. Allí tendríamos calma, él podría pintar y yo descansar. Aunque lo último que me apetecía era alejarme de nada y, menos aún, de mis amigos. Solo deseaba que todo fuera igual que antes.

El vehículo aminoró la velocidad. Entrábamos en un pequeño pueblo donde apenas había tiendas, tan solo una carnicería y un colmado.

—Cuando crucemos ese letrero se habrá terminado la civilización —dijo mi padre sin separar la vista de la carretera.

Iba a quejarme por tener que ir a un lugar tan alejado cuando vi de refilón, asomándose por la ventanilla del piloto, la enorme cabeza de un león blanco. Solo fui capaz de hacer un extraño ruido al contener el aliento, mi padre lo tomó como un gesto de alegría. Todo el pelo de los brazos se me había puesto de punta, como si hubiera caído un rayo demasiado cerca, y me sentía extremadamente nerviosa.

—Ya verás qué bien lo vamos a pasar. Todas las mañanas haremos excursiones, y, por las tardes, podrás leer, montar a caballo... incluso tienen conexión wifi.

Miré hacia atrás, pero no encontré rastro alguno del gran animal blanco que me había asustado, ni nada que se le pareciera. Cuando me volví, en la ladera de la montaña había montones y montones de bocas de piedra; eran como puertas cerradas cubiertas de musgo.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—No lo sé. Cerca de aquí hay una mina, quizá tenga que ver con eso.

El coche giró en una ladera y entramos en un camino de tierra. En la última casa, entre la maleza, un zorro de piedra vigilaba la entrada. Me pregunté si la gran cabeza del león también había sido una figura de piedra, como el perro del restaurante en el que habíamos comido. La dueña del lugar nos había explicado la curiosa historia de la figurilla que representaba a un bulldog. Nos contó que el animal de mármol ya estaba ahí cuando había comprado la casa y había aguantado como un campeón todas las obras de reconstrucción; para ella era como un talismán, un guardián.

Poco después de dejar atrás la última casa, el ruido nos alerto y mi padre pudo sortear una extraña máquina que limpiaba los bordes del camino, cortaba las ramas y desbrozaba los arbustos.

La subida estaba llena de curvas y era realmente empinada. La luz se colaba entre las hojas de los árboles haciéndome confundir rocas con gatos y hojas con pájaros. Me parecía ver rostros por todo el bosque.

—No me gusta este sitio, ¿por qué no podemos ir al hotel del otro pueblo?

—Esto es mucho mejor, ya lo verás. Dale una oportunidad.

En uno de los giros, los árboles cambiaron de pinos a tilos y el viento empezó a soplar, todos se movieron al unísono y algo cruzó el cielo.

—¡Un águila! —gritó mi padre.

—Yo solo he visto una luz.

—Era un pájaro enorme, tenía que ser un águila.

Cuando llegamos al hostal me quedé sin palabras ante el gran monasterio de piedra que parecía engullido por las montañas. La ventana de mi habitación daba directamente a un lago rodeado por escarpados acantilados.

—Dúchate y descansa un rato, a las nueve te recojo y cenamos —dijo mi padre guiñándome un ojo.

Pero por mucho que sonriera, yo sabía que algo le rondaba por la cabeza. Desde que había visto el águila estaba extraño, no había vuelto a hablar hasta ese momento y normalmente querría visitar el lugar antes de la cena. Aún así, preferí no molestarlo, al fin y al cabo, estábamos allí para dejar atrás la rutina y ver el mundo con otra perspectiva; o eso nos había sugerido la psicóloga del instituto.

 

Tras darme una ducha, cambiarme de ropa y descansar un rato tirada en la cama, con el techo como única distracción, caí en la cuenta de que pasaban de las nueve y nadie había llamado a la puerta. Observé el pasillo iluminado por lamparillas de vidrio coloreado, e intrigada porque mi padre no me hubiera pasado a recoger, pegué la oreja a la puerta de su habitación y escuché atentamente. No se oía nada. Pensé que quizás habría bajado sin mí, pero nunca había actuado de ese modo, así que golpeé la puerta un par de veces.

—¡¿Quién es?! —respondió mi padre molesto.

—Soy yo. Ya son las nueve, no has pasado a buscarme y…

—No tengo hambre, mejor baja tú. Buenas noches, hija.

Me quedé helada. Sí, habíamos ido allí a cambiar la rutina, a hacer un poco lo que nos apeteciera, pero nunca me había hablado así y, aún menos, me había mandado sola a un lugar desconocido para mí.

Turbada, bajé las escaleras pensando en el extraño comportamiento de mi padre, cuando el anfitrión me ofreció amablemente que me sentara en una de las mesas acondicionadas del exterior. Acepté, pero se me había pasado el apetito. Jugaba con la comida que tenía en el plato y miraba en derredor sintiendo como si miles de ojos me observaran. En cuanto me sirvieron el postre me excusé, decidí dar un paseo y explorar por mi cuenta el hostal.

Se trataba de una casa sencilla de piedra, con tres plantas de altura. Pero lo que llamaba la atención era el santuario; una pequeña ermita que nacía de la roca de la montaña con un campanario que resurgía entre los árboles de la cima. La sensación de que alguien me observaba continuaba oprimiéndome el pecho. Escuché un ruido entre la maleza y me giré, pero allí no vi nada más que flores y hojas.

Empezaba a refrescar y me abracé a mí misma en busca de calor. Subí unas escaleras de madera que llevaban a través de la montaña hasta una caseta donde debían hacer actividades de invierno, pues en aquel momento permanecía cerrada. Desde allí podía disfrutar de una vista espectacular del lago y de los bosques de los alrededores.

En el hostal había tres ventanas iluminadas y, en una de ellas, pude ver durante unos segundos el perfil de mi padre, parecía nervioso y se movía rápido por la habitación. Furiosa, di una patada a una piedra. ¿Por qué me había dejado sola? ¿No se suponía que aquel viaje tenía que arreglarlo todo? Yo no quería dejar a Laura y a mis amigos, lo había hecho por él, y ahora… Entonces sentí la calidez del pañuelo de mi madre en mi mano y aspiré su perfume.

—Cuidaré de él, no te preocupes —susurré.

De nuevo, aquel ruido entre los arbustos me alertó, y cuando me giré, unos ojos enormes y brillantes me contemplaban entre las ramas. Salí corriendo y no miré atrás, ni siquiera me detuve cuando me encontré con la mujer del hostelero. Llegué a mi habitación y cerré la puerta con pestillo.

DESAPARICIÓN

Desperté con un molesto repiqueteo en la cabecera de la cama. Cuando abrí los ojos vi un pajarillo que picoteaba enérgicamente la madera y que, al reparar en mi presencia, paró en seco y emprendió el vuelo, golpeándose contra todas las paredes antes de salir por la ventana.

Me incorporé y estiré haciendo memoria de dónde me encontraba. Entonces recordé un pequeño detalle: no había dejado la ventana abierta. Más bien, estaba segura de haber puesto el cerrojo durante la noche. Mientras buscaba el fallo en la manivela, me asusté al encontrar una leve huella en el cristal. Parecía la pata de un animal y estaba hecha desde fuera.

Me vestí y salí en busca de mi padre, quería marcharme de allí de inmediato. Golpeé la puerta, pero no obtuve respuesta, así que bajé al restaurante imaginando que, si no había cenado, debía de estar muerto de hambre. Pero allí tampoco lo habían visto. El dueño del lugar me notó tan preocupada que decidió acompañarme a la habitación con una copia de la llave. Una vez allí, llamamos de nuevo a la puerta, pero al no recibir respuesta procedimos a abrirla.

Lo que encontré en el dormitorio me llenó de pavor. La maleta estaba tal cual la había dejado al llegar, lo único que había tocado eran sus láminas y carboncillos. La habitación estaba literalmente empapelada por reproducciones de lo que asemejaba un águila, pero no era un ave normal, pues algunas veces tenía cabeza de hombre, otras de lobo, otras garras, otras… ¡¿Qué había estado haciendo toda la noche?! En un rincón de la habitación se distinguían signos de forcejeo, las mismas huellas que había encontrado en mi ventana, pero esta vez junto a unas humanas y, entre todos los bocetos, un hueco: faltaba uno.

El dueño del hostal palideció.

—¿Dónde está mi padre? —pregunté temblando.

—Yo no sé nada —respondió él retrocediendo.

—¿Dónde se lo han llevado? —rogué a punto de romper a llorar.

El hombre me miró fijamente y torció el gesto antes de responder:

—Dejaré que te quedes aquí hasta que vengan a recogerte. Gratis.

Después abandonó la habitación lo más rápido que pudo.

SIN AYUDA

Durante el día nadie insistió. Escribí una carta a Laura para que no se preocupara por mi silencio durante aquellos dos días, donde le explicaba los extraños sucesos que me acongojaban. Después, busqué enloquecida a mi padre por los alrededores, quise revisar de nuevo la habitación, pero la encontré cerrada con llave y, cuando pedí que la abrieran, averigüé que la habían limpiado por completo.

—¿Y las cosas de mi padre? —pregunté escandalizada.

—Hemos bajado su maleta, a la espera de tus familiares —respondió el dueño.

—Quiero verlas.

Tenía tanto miedo que mi tono de voz resultó más asustado que autoritario, aún así, el hombre me acompañó hasta un cuartito junto a la recepción donde encontré la maleta y su bolsa de trabajo. Pero allí no había ningún boceto. No pregunté, solo necesité mirarle a los ojos para saber que era responsable de la ausencia de los dibujos. Me escondían demasiadas cosas como para marcharme, tenía que averiguar más detalles antes de llamar a mis tíos, o no me tomarían en serio cuando les explicara lo que había ocurrido.

Cuando salimos del cuarto, el dueño del hostal me miró con seriedad y dijo:

—¿Has llamado ya a alguien?

—Mis tíos vendrán a recogerme de aquí a dos días, pero antes me gustaría bajar al pueblo para preguntar si alguien ha visto a mi padre.

El hombre sonrió con fingida benevolencia.

—No deberías ir dando tumbos después de lo que ha ocurrido. Mejor descansa, yo mismo bajaré al pueblo y preguntaré por él. ¿Tienes alguna foto?

Rebusqué en mi cartera y encontré una en la que salía con mi madre. Ya hacía tres años de aquello, cuando ella todavía seguía viva y nosotros no teníamos que hacer estúpidos viajes para ser felices.

—Pues ya está todo arreglado, yo me encargo.

El todoterreno salió por el camino de gravilla de la entrada, levantando polvo y haciendo relinchar a la yegua de la casa. Esperé a que la cocinera y el hombre que guardaba el lugar volvieran a la normalidad, después, con una mochila con agua y un bollo, me escabullí por la carretera en dirección al pueblo. Yo misma me encargaría de las preguntas.

EL PUEBLO

Mientras me secaba con la manga el sudor de la frente, me di cuenta de que el camino parecía mucho más corto y sencillo en coche, y quizá debería haber pensado un poco más en cómo llegar hasta el pueblo, pero, ¿cómo podía fiarme de alguien que había ocultado todas las pruebas de la desaparición de mi padre?

Estaba confundida y agotada. Todo lo ocurrido me había dejado sin energía, como si me hubieran absorbido la vida. Mi padre era todo lo que me quedaba. Sí, tenía a mis tíos, a mis primos y mi abuelo seguía vivo. Tenía familia. Pero mi padre era el único que me entendía y con quién podía hablar de verdad, los demás vivían lejos y nos veíamos para las fiestas de Navidad y los cumpleaños. Eran mis familiares, pero en realidad no eran más que unos desconocidos con mi misma sangre.

El sol empezó a ocultarse y me pregunté cuánto tiempo debía llevar caminando. Me detenía a beber agua cuando escuché un coche y me oculté entre la maleza. Escondida tras las ramas de los arbustos pude ver pasar el todoterreno del hostal. Cuando desapareció, continué mi camino, pero sabía que sin un golpe de suerte no llegaría al pueblo.

Un ruido repiqueteante y profundo se extendía por la carretera, no debía de estar muy lejos. Lo reconocí. El día anterior, durante la subida, habíamos visto una máquina que cortaba la maleza del camino con una extraña sierra. Pensé que quizá el hombre de la máquina podría bajarme hasta el pueblo. Así que hice un último esfuerzo y empecé a correr carretera abajo hasta llegar a lo que, efectivamente, era aquel enorme artefacto escandaloso.

Hice señas al conductor hasta que me vio y detuvo el estruendo.

—Buenas tardes —dije.

El hombre parecía confundido al ver a una chica por allí, pero me saludó con la cabeza.

—He salido esta mañana a pasear, pero no he calculado bien el tiempo y está oscureciendo mucho. Me preguntaba si me podría bajar hasta el pueblo más cercano.

—¿Vas sola?

—Mis amigos se me han adelantado, pero aquí no tengo cobertura —dije enseñándole el móvil y rezando porque él no tuviera uno con mejor señal.

—Pues menudos amigos… Está bien, lo dejaré por hoy y te bajaré al pueblo. Sube.

Era un hombre callado, con barba oscura y las arrugas propias de alguien que sonríe mucho. Le pregunté por su trabajo y contestó que no era apasionante pero sí necesario, evitaba incendios y ayudaba a la gente y al bosque; se sentía orgulloso de él. Preferí no preguntarle por mi padre, temía que eso produjera un cambio inesperado y me llevara directa de regreso al hostal.

BUZONES

Enseguida advertí que llegábamos al pueblo porque aquellas extrañas bocas en la roca seguían indicándolo, pero cuando busqué la cabeza del león que me había asustado no la encontré por ninguna parte.

—¿Aquí no hay una figura o una fuente con la cabeza de un león? —pregunté.

Como única respuesta recibí su mirada extrañada. Entonces, ¡¿qué había visto desde el coche?! Debía concentrarme en mi padre y dejar el resto de preguntas para más adelante, para cuando estuviera de nuevo con él.

Al bajar de la cabina, por algún extraño motivo, me sentí desprotegida. Me hubiera gustado pedir al conductor de la máquina que se quedara conmigo, pero sabía que no era buena idea.

Después de agradecerle todo lo que había hecho, me despedí y empecé mi búsqueda.

En el pueblo, todo el mundo parecía esquivarme. Cuando trataba de acercarme a alguien, aceleraban el paso y se alejaba, incluso unos niños regresaron a sus casas en cuanto me avistaron. No podía entender su comportamiento, hasta que escuché tras de mí una bocina. Era el todoterreno del hostal. Recordé la fotografía que le había entregado al hombre. Todos debían reconocerme por la imagen y sabían que conmigo no debían hablar.

—¿Qué haces tan tarde por aquí? —preguntó al tiempo que abría la puerta del copiloto—. Vamos.

—Tengo que enviar una carta —dije mientras introducía en la ranura amarilla la carta que había escrito aquella misma mañana a mi amiga Laura.

Subí al asiento del copiloto y supe de inmediato que no conseguiría nada en el pueblo, como tampoco de aquel hombre, pero, ¿quién me ayudaría? El dueño del hostal me vigilaba en tensión.

El todoterreno giró e iluminó toda una pared forrada de buzones de colores. Cuando la luz dejó de iluminarlos, por un segundo, me pareció ver una mano fantasmagórica que introducía un sobre en uno de ellos, pero el vehículo aceleró y los perdí de vista, sin poder continuar observándolos.

LA SENTENCIA DEL HOMBRE

La carretera no era la misma durante el día que al atardecer. El zorro de la última casa había desaparecido y todo se había sumido en un silencio que supe precedía algo.

—No deberías haber bajado. Los que hurgan no acaban bien —dijo el hombre entre dientes.

—¡Mi padre está en algún lugar de estas montañas y lo encontraré! —grité con todas mis fuerzas.

El hombre frenó en seco y las campanas cantaron las nueve de la noche.

—Mientras estés aquí vigila qué dices y qué miras. Mantén tu boca y tus ojos cerrados. Es lo más seguro.

Quise preguntar a qué se refería, pero el hombre no me lo permitió.

—¿Para quién era esa carta? —preguntó.

—Mi amiga Laura la está esperando —respondí molesta por el interrogatorio.

—Las personas como tú y tu padre son los que traen problemas a la gente sencilla… —dijo el hombre moviendo la cabeza como si fuera un péndulo—. No tienes idea de dónde metes la mano, ni las narices, así que mantente al margen.

El todoterreno arrancó con nosotros dos en silencio, solo se oía el motor y el arrullo de la vida en el exterior.

Cuando llegamos al hostal me condujo directamente a mi habitación y me encerró en ella. Al cabo de media hora subieron la cena y un vaso de leche caliente.

—Mañana yo mismo me encargaré de llamar a tus familiares —declaró el hombre.

LOS VISITANTES

No podía dormir. La bandeja de la cena continuaba intacta sobre la mesita junto a la ventana, excepto por el vaso de leche. No dejaba de pensar en mi padre, en la extraña advertencia, en los bocetos y en todo lo que había vislumbrado desde que había llegado a aquel lugar.

Abrazada a la almohada, entre sollozos, pensaba que al día siguiente regresaría y no podría hacer nada por mi padre, que todo estaría perdido. Entonces unos arañazos en la ventana me sorprendieron.

El miedo trepó desde mi estómago hasta mi garganta y me giré aterrada tapándome con la cubierta. ¿Y si era lo mismo que había arrastrado a mi padre fuera de la habitación? Los arañazos continuaban e incluso me pareció escuchar unos golpecitos que llamaban a la ventana. Aparté lentamente la colcha y miré hacia allí, tenía que ser valiente si quería ayudar a mi padre. Me levanté de la cama y, entre temblores, corrí las cortinas. No podía creer lo que me mostraban mis ojos al otro lado del cristal. Me pellizqué con fuerza el brazo y lo único que logré fue hacerme un cardenal. Allí, golpeando la ventana con insistencia, estaban las caras de un zorro y un perro blancos.

Me quedé literalmente petrificada, observando a las dos figuras que me contemplaban con miradas encendidas desde la oscuridad. No era un sueño y a ambos los recordaba, los había visto con anterioridad. El perro alzó la pata y llamó con cuidado a la ventana.

En cuanto comprendí que realmente estaban allí, corrí el cerrojo y las visitas entraron de un salto. El perro se sentó en la alfombra y se lamió las patas, mientras el zorro olfateaba el plato de pollo frío.

—¿No vas a comértelo? —preguntó el zorro, mirándome con sus ojos de color hoja.

Retrocedí olvidando que la puerta estaba cerrada y empecé a girar frenéticamente el picaporte.

—Es una lástima, tiene muy buena pinta —continuó.

—Quieres callarte —dijo entonces el perro con seriedad—. ¿No ves que la estás asustando?