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El señor y lo demás son cuentos es una colección de cuentos breves de Leopoldo Alas, Clarín. Contiene los siguientes cuentos: ¡ Adios, Cordera ! ; Cambio de luz ; El centauro ; Rivales ; Protesto ; Un viejo verde ; Cuento futuro ; Un jornalero ; Benedictino ; La Ronca ; La rosa de oro.-
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Seitenzahl: 254
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Leopoldo Alas Clarín
Saga
El señor y los demás son cuentos
Copyright © 1890, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726550368
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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No tenía más consuelo temporal la viuda del capitán Jiménez que la hermosura de alma y de cuerpo que resplandecía en su hijo. No podía lucirlo en paseos y romerías, teatros y tertulias, porque respetaba ella sus tocas; su tristeza la inclinaba a la iglesia y a la soledad, y sus pocos recursos la impedían, con tanta fuerza como su deber, malgastar en galas, aunque fueran del niño. Pero no importaba: en la calle, al entrar en la iglesia, y aun dentro, la hermosura de Juan de Dios, de tez sonrosada, cabellera rubia, ojos claros, llenos de precocidad amorosa, húmedos, ideales, encantaba a cuantos le veían. Hasta el señor Obispo, varón austero que andaba por el templo como temblando de santo miedo a Dios, más de una vez se detuvo al pasar junto al niño, cuya cabeza dorada brillaba sobre el humilde trajecillo negro como un vaso sagrado entre los paños de enlutado altar; y sin poder resistir la tentación, el buen mística, que tantas vencía, se inclinaba a besar la frente de aquella dulce imagen de los ángeles, que cual mi genio familiar frecuentaba el templo.
Los muchos besos que le daban los fieles al entrar y al salir de la iglesia, transeúntes de todas clases en la calle, no le consumían ni marchitaban las rosas de la frente y de las mejillas; sacábanles como un nuevo esplendor, y Juan, humilde hasta el fondo del alma, con la gratitud al general cariño, se enardecía en sus instintos de amor a todos, y se dejaba acariciar y admirar como una santa reliquia que empezara a tener conciencia.
Su sonrisa, al agradecer, centuplicaba su belleza, y sus ojos acababan de ser vivo símbolo de la felicidad inocente y piadosa al mirar en los de su madre la misma inefable dicha. La pobre viuda, que por dignidad no podía mendigar el pan del cuerpo, recogía con noble ansia aquella cotidiana limosna de admiración y agasajo para el alma de su hijo, que entre estas flores, y otras que el jardín de la piedad le ofrecía en casa, iba creciendo lozana, sin mancha, purísima, lejos de todo mal contacto, como si fuera materia sacramental de un culto que consistiese en cuidar una azucena.
Con el hábito de levantar la cabeza a cada paso para dejarse acariciar la barba, y ayudar, empinándose, a las personas mayores que se inclinaban a besarle, Juan había adquirido la costumbre de caminar con la frente erguida; pero la humildad de los ojos, quitaba a tal gesto cualquier asomo de expresión orgullosa.
Cual una abeja sale al campo a hacer acopio de dulzuras para sus mieles, Juan recogía en la calle, en estas muestras generales de lo que él creía universal cariño, cosecha de buenas intenciones, de ánimo piadoso y dulce, para el secreto labrar de místicas puerilidades, a que se consagraba en su casa, bien lejos de toda idea vana, de toda presunción por su hermosura; ajeno de sí propio, como no fuera en el sentir los goces inefables que a su imaginación de santo y a su corazón de ángel ofrecía su único juguete de niño pobre, más hecho de fantasías y de combinaciones ingeniosas que de oro y oropeles. Su juguete único era su altar, que era su orgullo.
O yo observo mal, o los niños de ahora no suelen tener altares. Compadezco principalmente a los que hayan de ser poetas.
El altar de Juan, su fiesta, como se llamaba en el pueblo en que vivía, era el poema místico de su niñez, poema hecho, si no de piedra, como una catedral, de madera, plomo, talco, y sobre todo, luces de cera. Teníalo en un extremo de su propia alcoba, y en cuanto podía, en cuanto le dejaban a solas, libre, cerraba los postigos de la ventana, cerraba la puerta, y se quedaba en las tinieblas amables, que iba así como taladrando con estrellitas, que eran los puntos de luz amarillenta, suave, de las velas de su santuario, delgadas como juncos, que pronto consumía, cual débiles cuerpos virginales que derrite un amor, el fuego. Hincado de rodillas delante de su altar, sentado sobre los talones, Juan, artista y místico a la vez, amaba su obra, el tabernáculo minúsculo con todos sus santos de plomo, sus resplandores de talco, sus misterios de muselina y crespón, restos de antiguas glorias de su madre cuando brillaba en el mundo, digna esposa de un bizarro militar; y amaba a Dios, el Padre de sus padres, del mundo entero, y en este amor de su misticismo infantil también adoraba, sin saberlo, su propia obra, las imágenes de inenarrable inocencia, frescas, lozanas, de la religiosidad naciente, confiada, feliz, soñadora. El universo para Juan venía a ser como un gran nido que flotaba en infinitos espacios; las criaturas piaban entre las blandas plumas pidiendo a Dios lo que querían, y Dios, con alas, iba y venía por los cielos, trayendo a sus hijos el sustento, el calor, el cariño, la alegría.
Horas y más horas consagraba Juan a su altar, y hasta el tiempo destinado a sus estudios le servía para su fiesta, como todos los regalos y obsequios en metálico, que de vez en cuando recibía, los aprovechaba para la corbona o el gazofilacio de su iglesia. De sus estudios de catecismo, de las fábulas, de la historia sagrada y aun de la profana, sacaba partido, aunque no tanto como de su imaginación, para los sermones que se predicaba a sí mismo en la soledad de su alcoba, hecha templo, figurándose ante una multitud de pecadores cristianos. Era su púlpito un antiguo sillón, mueble tradicional en la familia; que había sido como un regazo para algunos abuelos caducos y último lecho del padre de Juan. El niño se ponía de rodillas sobre el asiento, apoyaba las manos en el respaldo, y desde allí predicaba al silencio y a las luces que chisporroteaban, lleno de unción, arrebatado a veces por una elocuencia interior que en la expresión material se traducía en frases incoherentes, en gritos de entusiasmo, algo parecido a la glosolalia de las primitivas iglesias. A veces, fatigado de tanto sentir, de tanto perorar, de tanto imaginar, Juan de Dios apoyaba la cabeza sobre las manos, haciendo almohada del antepecho de su púlpito; y, con lágrimas en los ojos, se quedaba como en éxtasis, vencido por la elocuencia de sus propios pensares, enamorado de aquel mundo de pecadores, de ovejas descarriadas que él se figuraba delante de su cátedra apostólica, y a las que no sabía cómo persuadir para que, cual él, se derritiesen en caridad, en fe, en esperanza, habiendo en el cielo y en la tierra tantas razones para amar infinitamente, ser bueno, creer y esperar.— De esta precocidad sentimental y mística apenas sabía nadie; de aquel llanto de entusiasmo piadoso, que tantas veces fue rocío de la dulce infancia de Juan, nadie supo en el mundo jamás: ni su madre.
Pero sí de sus consecuencias; porque, como los ríos van a la mar, toda aquella piedad corrió naturalmente a la Iglesia. La pasión mística del niño hermoso de alma y cuerpo fue convirtiéndose en cosa seria; todos la respetaron; su madre cifró en ella, más que su orgullo, su dicha futura: y sin obstáculo alguno, sin dudas propias ni vacilaciones de nadie, Juan de Dios entró en la carrera eclesiástica; del altar de su alcoba pasó al servicio del altar de veras, del altar grande con que tantas veces había soñado.
Su vida en el seminario fue una guirnalda de triunfos de la virtud, que él apreciaba en lo que valían, y de triunfos académicos que, con mal fingido disimulo, despreciaba. Sí; fingía estimar aquellas coronas que hasta en las cosas santas se tejen para la vanidad; y fingía por no herir el amor propio de sus maestros y de sus émulos. Pero, en realidad, su corazón era ciego, sordo y mudo para tal casta de placeres; para él, ser más que otros, valer más que otros, era una apariencia, una diabólica invención; nadie valía más que nadie; toda dignidad exterior, todo grado, todo premio eran fuegos fatuos, inútiles, sin sentido. Emular glorias era tan vano, tan soso, tan inútil como disentir; la fe defendida con argumentos, le parecía semejante a la fe defendida con la cimitarra o con el fusil. Atravesó por la filosofía escolástica y por la teología dogmática sin la sombra de una duda; supo mucho, pero a él todo aquello no le servía para nada. Había pedido a Dios, allá cuando niño, que la fe se la diera de granito, como una fortaleza que tuviese por cimientos las entrañas de la tierra, y Dios se lo había prometido con voces interiores, y Dios no faltaba a su palabra.
A pesar de su carrera brillante, excepcional, Juan de Dios, con humilde entereza, hizo comprender a su madre y a sus maestros y padrinos que con él no había que contar para convertirle en una lumbrera, para hacerle famoso y elevarle a las altas dignidades de la Iglesia. Nada de púlpito; bastante se había predicado a sí mismo desde el sillón de sus abuelos. La altura de la cátedra era como un despeñadero sobre una sima de tentación: el orgullo, la vanidad, la falsa ciencia estaban allí, con la boca abierta, monstruos terribles, en las obscuridades del abismo. No condenaba a nadie; respetaba la vocación de obispos y de Crisóstomos que tenían otros, pero él no quería ni medrar ni subir al púlpito.— No quiso pasar de coadjutor de San Pedro, su parroquia. «¡Predicar! ¡ah! sí —pensaba—. Pero no a los creyentes. Predicar... allá... muy lejos, a los infieles, a los salvajes; no a las Hijas de María que pueden enseñarme a mí a creer y que me contestan con suspiros de piedad y cánticos cristianos: predicar ante una multitud que me contesta con flechas, con tiros, que me cuelga de un árbol, qué me descuartiza».
La madre, los padrinos, los maestros, que habían visto claramente cuán natural era que el niño de aquella fiesta, de aquel altar, fuera sacerdote, no veían la última consecuencia, también muy natural, necesaria, de semejante vocación, de semejante vida... el martirio: la sangre vertida por la fe de Cristo. Sí, ese era su destino, esa su elocuencia viril. El niño había predicado, jugando, con la boca; ahora el hombre debía predicar de una manera más seria, por las bocas de cien heridas...
Había que abandonar la patria, dejar a la madre; le esperaban las misiones de Asia; ¿cómo no lo habían visto tan claramente como él su madre, sus amigos?
La viuda, ya anciana, que se había resignado a que su Juan no fuera más que santo, no fuera una columna muy visible de la Iglesia; ni un gran sacerdote, al llegar este nuevo desengaño, se resistió con todas sus fuerzas de madre.
«¡El martirio no! ¡La ausencia no! ¡Dejarla sola, imposible!».
La lucha fue terrible; tanto más, cuanto que era lucha sin odios, sin ira, de amor contra amor: no había gritos, no había malas voluntades; pero sangraban las almas. Juan de Dios siguió adelante con sus preparativos; fue procurándose la situación propia del que puede entrar en el servicio de esas avanzadas de la fe, que tienen casi seguro el martirio... Pero al llegar el momento de la separación, al arrancarle las entrañas a la madre viva... Juan sintió el primer estremecimiento de la religiosidad humana, fue caritativo con la sangre propia, y no pudo menos de ceder, de sucumbir, como él se dijo.
Renunció a las misiones de Oriente, al martirio probable, a la poesía de sus ensueños, y se redujo a buscar las grandezas de la vida buena ahondando en el alma, prescindiendo del espacio. Por fuera ya no sería nunca nada más que el coadjutor de San Pedro. Pero en adelante le faltaba un resorte moral a su vida interna; faltaba el imán que le atraía; sentía la nostalgia enervante de un porvenir desvanecido. «No siendo un mártir de la fe, ¿qué era él? Nada».— Supo lo que era melancolía, desequilibrio del alma, por la primera vez. Su estado espiritual era muy parecido al del amante verdadero que padece el desengaño de un único amor. Le rodeaba una especie de vacío que le espantaba; en aquella nada que veía en el porvenir cabían todos los misterios peligrosos que el miedo podía imaginar.
Puesto que no le dejaban ser mártir, verter la sangre, tenía terror al enemigo que llevaría dentro de sí, a lo que querría hacer la sangre que aprisionaba dentro de su cuerpo. ¿En qué emplear tanta vida?— «Yo no puedo ser, pensaba, un ángel sin alas; las virtudes que yo podría tener necesitaban espacio; otros horizontes, otro ambiente: no sé portarme como los demás sacerdotes, mis compañeros. Ellos valen más que yo, pues saben ser buenos en una jaula».
Como una expansión, como un ejercicio, buscó en la clase de trabajo profesional que más se parecía a su vocación abandonada una especie de consuelo: se dedicó principalmente a visitar enfermos de dudosa fe, a evitar que las almas se despidieran del mundo sin apoyar la frente el que moría en el hombro de Jesús, como San Juan en la sublime noche eucarística.— Por dificultades materiales, por incuria de los fieles, a veces por escaso celo de los clérigos, ello era que muchos morían sin todos los Sacramentos. Infelices heterodoxos de superficial incredulidad, en el fondo cristianos; cristianos tibios, buenos creyentes descuidados, pasaban a otra vida sin los consuelos del oleum infirmorum, sin el aceite santo de la Iglesia... y como Juan creía firmemente en la espiritual eficacia de los Sacramentos, su caridad fervorosa se empleaba en suplir faltas ajenas, multiplicándose en el servicio del Viático, vigilando a los enfermos de peligro y a los moribundos. Corría a las aldeas próximas, a donde alcanzaba la parroquia de San Pedro; aún iba más lejos, a procurar que se avivara el celo de otros sacerdotes en misión tan delicada e importante. Para muchos esta especialidad del celo religioso de Juan de Dios no ofrecía el aspecto de grande obra caritativa; para él no había mejor modo de reemplazar aquella otra gran empresa a que había renunciado por amor a su madre. Dar limosna, consolar al triste, aconsejar bien, todo eso lo hacía él con entusiasmo... pero lo principal era lo otro. Llevar el Señor a quien lo necesitaba. Conducir las almas hasta la puerta de la salvación, darles para la noche obscura del viaje eterno la antorcha de la fe, el Guía Divino... ¡el mismo Dios! ¿Qué mayor caridad que esta?
Mas no bastaba. Juan presentía que su corazón y su pensamiento buscaban vida más fuerte, más llena, más poética, más ideal. Las lejanas aventuras apostólicas con una catástrofe santa por desenlace le hubieran satisfecho, la conciencia se lo decía: aquella poesía bastaba. Pero esto de acá no. Su cuerpo robusto, de hierro, que parecía predestinado a las fatigas de los largos viajes, a la lucha con los climas enemigos, le daba gritos extraños con mil punzadas en los sentidos. Comenzó a observar lo que nunca había notado antes, que sus compañeros luchaban con las tentaciones de la carne. Una especie de remordimiento y de humildad mal entendida le llevó a la aprensión de empeñarse en sentir en sí mismo aquellas tentaciones que veía en otros a quien debía reputar más perfectos que él. Tales aprensiones, fueron como una sugestión, y por fin sintió la carne y triunfó de ella, como los más de sus compañeros, por los mismos sabios remedios dictados por una santa y tradicional experiencia. Pero sus propios triunfos le daban tristeza, le humillaban. Él hubiera querido vencer sin luchar; no saber en la vida de semejante guerra. Al pisotear a los sentidos rebeldes, al encadenarlos con crueldad refinada, les guardaba rencor inextinguible por la traición que le hacían; la venganza del castigo no le apagaba la ira contra la carne. «Allá lejos —pensaba— no hubiera habido esto; mi cuerpo y mi alma hubieran sido una armonía».
Así vivía, cuando una tarde, paseando, ya cerca del obscurecer, por la plaza, muy concurrida, de San Pedro, sintió el choque de una mirada que parecía ocupar todo el espacio con una infinita dulzura. Por sitios de las entrañas que él jamás había sentido, se le paseó un escalofrío sublime, como si fuera precursor de una muerte de delicias: o todo iba a desvanecerse en un suspiro de placer universal, o el mando iba a transformarse en un paraíso de ternuras inefables. Se detuvo; se llevó las manos a la garganta y al pecho. La misma conciencia, una muy honda, que le había dicho que allá lejos se habría satisfecho brindando con la propia sangre al amor divino, ahora le decía, no más clara: «O aquello o esto».— Otra voz, más profunda, menos clara, añadió: «Todo es uno». Pero «no» —gritó el alma del buen sacerdote—: «Son dos cosas; esta más fuerte, aquella más santa. Aquella para mí, esta para otros». Y la voz de antes, la más honda, replicó: «No se sabe».
La mirada había desaparecido. Juan de Dios se repuso un tanto y siguió conversando con sus amigos, mientras de repente le asaltaba un recuerdo mezclado con la reminiscencia de una sensación lejana. Olió, con la imaginación; a agua de colonia, y vio sus manos blancas y pulidas extendiéndose sobre un grupo de fieles para que se las besaran.— Él era un misacantano, y entre los que le besaban las manos perfumadas, las puntas de los dedos, estaba una niña rubia, de abundante cabellera de seda rizada en ondas, de ojos negros, pálida, de expresión de inocente picardía mezclada con gesto de melancólico y como vergonzante pudor.— Aquellos ojos eran los que acababan de mirarle.— La niña era ya una joven esbelta, no muy alta, delgada, de una elegancia como enfermiza, como una diosa de la fiebre. El amor por aquella mujer tenía que ir mezclado con dulcísima caridad. Se la debía querer también para cuidarla. Tenía un novio que no sabía de estas cosas. Era un joven muy rico, muy fatuo, mimado por la fortuna y por sus padres. Tenía la mejor jaca de la ciudad, el mejor tílburi, la mejor ropa; quería tener la novia más bonita. Los diez y seis años de aquella niña fueron como una salida del sol, en que se fijó todo el mundo, que deslumbró a todos. De los diez y seis a los diez y ocho la enfermedad que de años atrás ayudaba tanto a la hermosura de la rubia, que tanto había sufrido, desapareció para dejar paso a la juventud. Durante estos dos años Rosario, así se llamaba, hubiera sido en absoluto feliz... si su novio hubiese sido otro; pero el de la mejor jaca, el del mejor coche la quiso por vanidad, para que le tuvieran envidia; y aunque para entrar en su casa (de una viuda pobre también, como la madre de Juan, también de costumbres cristianas) tuvo que prometer seriedad, y muy pronto se vio obligado a prometer próxima y segura coyunda, lo hizo aturdido, con la vaga conciencia de que no faltaría quien le ayudara a faltar a su palabra. Fueron sus padres, que querían algo mejor (más dinero) para su hijo.
El pollo se fue a viajar, al principio de mala gana; volvió, y al emprender el segundo viaje ya iba contento. Y así siguieron aquellas relaciones, con grandes intermitencias de viajes, cada vez más largos. Rosario estaba enamorada, padecía... pero tenía que perdonar. Su madre, la viuda, disimulaba también, porque si el caprichoso galán dejaba a su hija el desengaño podía hacerla mucho mal; la enfermedad, acaso oculta, podía reaparecer, tal vez incurable. A los diez y ocho años Rosario era la rubia más espiritual, más hermosa de su pueblo; sus ojos negros, grandes y apasionados dolorosamente, los más bellos, los más poéticos ojos... pero ya no era el sol que salía. Estaba acaso más interesante que nunca, pero al vulgo ya no se lo parecía. «Se seca» —decían brutalmente los muchachos que la habían admirado, y pasaban ahora de tarde en tarde por la solitaria plazoleta en que Rosario vivía.
Entonces fue cuando Juan de Dios tropezó con su mirada en la plaza de San Pedro. La historia de aquella joven llegó a sus oídos, a poco que quiso escuchar, por boca de los mismos amigos suyos, sacerdotes y todo. Estaba el novio ausente; era la quinta o sexta ausencia, la más larga. La enfermedad volvía. Rosario luchaba; salía con su madre porque no dijeran; pero la rendía el mal, y pasaba temporadas de ocho y quince días en el lecho.
Las tristezas de la niñez enfermiza volvían, mas ahora con la nueva amargura del amor burlado, escarnecido. Sí, escarnecido; ella lo iba comprendiendo; su madre también, pero se engañaban mutuamente. Fingían creer en la palabra y en el amor del que no volvía. Las cartas del ricacho escaseaban, y como era él poco escritor, dejaban ver la frialdad, la distracción con que se redactaban. Cada carta era una alegría al llegar, un dolor al leerla. Todo el bien que las recetas y los consejos higiénicos del médico podían cansar en aquel organismo débil, que se consumía entre ardores y melancolías, quedaba deshecho cada pocos días por uno de aquellos infames papeles.
Y ni la madre ni la hija procuraban un rompimiento que aconsejaba la dignidad, porque cada una a su modo, temían una catástrofe. Había, lo decía el doctor, que evitar una emoción fuerte. Era menos malo dejarse matar poco a poco.
La dignidad se defendía a fuerza de engañan al público, a los maliciosos que acechaban.
Rosario, cuando la salud lo consentía, trabajaba junto a su balcón, con rostro risueño, desdeñando las miradas de algunos adoradores que pasaban por allí; pero no el trato del mundo como en los mejores días de sus amores y de su dicha. A veces la verdad podía más que ella y se quedaba triste y sus miradas pedían socorro para el alma...
Todo esto, y más, acabó por notarlo Juan de Dios, que para ir a muchas partes pasaba desde entonces por la plazoleta en que vivía Rosario. Era una rinconada cerca de la iglesia de un convento que tenía una torre esbelta, que en las noches de luna, en las de cielo estrellado y en las de vaga niebla, se destacaba romántica, tiñendo de poesía mística todo lo que tenía a su sombra, y sobre todo el rincón de casas humildes que tenía al pie como a su amparo.
Juan de Dios no dio nombre a lo que sentía, ni aun al llegar a verlo en forma de remordimiento. Al principio aturdido, subyugado con el egoísmo invencible del placer, no hizo más que gozar de su estado. Nada pedía, nada deseaba; sólo veía que ya había para qué vivir, sin morir en Asia.
Pero a la segunda vez que por casualidad su mirada volvió a encontrarse con la de Rosario, apoyada con tristeza en el antepecho de su balcón, Juan tuvo miedo a la intensidad de sus emociones, de aquella sensación dulcísima, y aplicó groseramente nombres vulgares a su sentimiento. En cuanto la palabra interior pronunció tales nombres, la conciencia, se puso a dar terribles gritos, y también dictó sentencia con palabras terminantes, tan groseras e inexactas como los nombres aquellos. «Amor sacrílego, tentación de la carne». «¡De la carne!». Y Juan estaba seguro de no haber deseado jamás ni un beso de aquella criatura: nada de aquella carne, que más le enamoraba cuanto más se desvanecía. «¡Sofisma, sofisma!» gritaba el moralista oficial, el teólogo... y Juan se horrorizaba a sí mismo. No había más remedio. Había que confesarlo. ¡Esto era peor!
Si la plasticidad tosca, grosera, injusta con que se representaba a sí propio su sentir era ya cosa tan diferente de la verdad inefable, incalificable de su pasión, o lo que fuera, ¿cuánto más impropio, injusto, grosero, desacertado, incongruente había de ser el juicio que otros pudieran formar al oírle confesar que sentía, pero sin oírle sentir? Juan, confusamente, comprendía estas dificultades: que iba a ser injusto consigo mismo, que iba a alarmar excesivamente al padre espiritual... ¡No cabía explicarle la cosa bien! Buscó un compañero discreto, de experiencia. El compañero no le comprendió. Vio el pecado mayor, por lo mismo que era romántico, platónico. «Era que el diablo se disfrazaba bien; pero allí andaba el diablo».
Al oír de labios ajenos aquellas imposturas que antes se decía él a sí mismo, Juan sintió voces interiores que salían a la defensa de su idealidad herida, profanada. Ni la clase de penitencia que se le imponía, ni los consejos de higiene moral que le daban, tenían nada que ver con su nueva vida: era otra cosa. Cambió de confesor y no cambió de sentencia ni de pronósticos. Más irritada cada vez la conciencia de la justicia en él, se revolvía contra aquella torpeza para entenderla. Y, sin darse cuenta de lo que hacía, cambió el rumbo de su confesión; presentaba el caso con nuevo aspecto, y los nuevos confesores llegaron a convencerse de que se trataba de una tontería sentimental, de una ociosidad pseudomística, de una cosa tan insulsa como inocente.
Llegó día en que al abordar este capítulo el confesor le mandaba pasar a otra materia, sin oírle aquellos platonismos. Hubo más. Lo mismo Juan que sus sagrados confidentes, llegaron a notar que aquel ensueño difuso, inexplicable, coincidía, si no era causa, con una disposición más refinada en la moralidad del penitente: si antes Juan no caía en las tentaciones groseras de la carne, las sentía a lo menos; ahora no... jamás. Su alma estaba más pura de esta mancha que en los mejores tiempos de su esperanza de martirio en Oriente. Hubo un confesor, tal vez indiscreto, que se detuvo a considerar el caso, aunque se guardó de convertir la observación en receta. Al fin Juan acabó por callar en el confesonario todo lo referente a esta situación de su alma; y pues él solo en rigor podía comprender lo que le pasaba, porque lo sentía, él solo vino a ser juez y espía y director de sí mismo en tal aventura. Pasó tiempo, y ya nadie supo de la tentación, si lo era, en que Juan de Dios vivía. Llegó a abandonarse a su adoración como a una delicia lícita, edificante.
De tarde en tarde, por casualidad siempre, pensaba él, los ojos de la niña enferma, asomada a su balcón de la rinconada, se encontraban con la mirada furtiva, de relámpago, del joven místico, mirada en que había la misma expresión tierna, amorosa de los ojos del niño que algún día todos acariciaban en la calle, en el templo.
Sin remordimiento ya, saboreaba Juan aquella dicha sin porvenir, sin esperanza y sin deseos de mayor contento. No pedía más, no quería más, no podía haber más.
No ambicionaba correspondencia que sería absurda, que le repugnaría a él mismo, y que rebajaría a sus ojos la pureza de aquella mujer a quien adoraba idealmente como si ya estuviera allá en el cielo, en lo inasequible. Con amarla, con saborear aquellos rápidos choques de miradas tenía bastante para ver el mundo iluminado de una luz purísima, bañándose en una armonía celeste llena de sentido, de vigor, de promesas ultraterrenas. Todos sus deberes los cumplía con más ahínco, con más ansia; era un refresco espiritual sublime, de una virtud mágica, aquella adoración muda, inocente adoración que no era idolátrica, que no era un fetichismo, porque Juan sabía supeditarla al orden universal, al amor divino. Sí; afinaba y veneraba las cosas por su orden y jerarquía, sólo que al llegar a la niña de la rinconada de las Recoletas, el amor que se debía a todo se impregnaba de una dulzura infinita que transcendía a los demás amores, al de Dios inclusive.
Para mayor prueba de la pureza de su idealidad, tenía el dolor que le acompañaba. ¡Ah, sí! Padecía ella, bien lo observaba Juan, y padecía él. Era, en lo profano (¡qué palabra! —pensaba Juan)— como el amor a la Virgen de las Espadas, a la Dolorosa. En rigor, todo el amor cristiano era así: amor doloroso, amor de luto, amor de lágrimas.
«Bien lo veía él; Rosario iba marchitándose. Luchaba en vano, fingía en vano». Juan la compadecía tanto como la amaba. ¡Cuántas noches, al mismo tiempo, estarían ella y él pidiendo a Dios lo mismo: que volviera aquel hombre por quien se moría Rosario!— «¡Sí, se decía Juan, que vuelva; yo no sé lo que será para mí verle junto a ella, pero de todo corazón le pido a Dios que vuelva. ¿Por qué no? Yo no aspiro a nada; yo no puedo tener celos; yo no quiero su cuerpo, ni aun de su alma más que lo que ella da sin querer en cada mirada que por azar llega a la mía. Mi cariño sería infame si, no fuera así». Juan no maldecía sus manteos; no encontraba una cadena en su estado; no, cada vez era mejor sacerdote, estaba más contento de su destino. Mucho menos envidiaba al clero protestante. Un discípulo de Jesús casado... ¡Ca! Imposible. Absurdo. El protestantismo acabaría por comprender que el matrimonio de los clérigos es una torpeza, una fealdad, una falsedad que desnaturaliza y empequeñece la idea cristiana y la misión eclesiástica. Nada; todo estaba bien. Él no pedía nada para sí; todo para ella.
Rosario debía de estar muy sola en su dolor. No tenía amigas. Su madre no hablaba con ella de la pena en que pensaban siempre las dos. El mundo, la gente, no compadecía, espiaba con frialdad maliciosa. Algunas voces de lástima humillante con que los vecinos apuntaban la idea de que Rosario se quedaba sin novio, enferma y pobre, más valía, según Juan, que no llegasen a oídos de la joven.
Sólo él compartía su dolor, sólo él sufría tanto como ella misma. Pero la ley era que esto no lo supiera ella nunca. El mundo era así. Juan no se sublevaba, pero le dolía mucho.
Días y más días contemplaba los postigos del balcón de Rosario, entornados. El corazón se le subía a la garganta: «era que guardaba cama; la debilidad la había vencido hasta el punto de postrarla». Solía durar semanas aquella tristeza de los postigos entornados; entornados, sin duda, para que la claridad1 del día no hiciese daño a la enferma. Detrás de los vidrios de otro balcón, Juan divisaba a la madre de Rosario, a la viuda enlutada, que cosía por las dos, triste, meditabunda, sin levantar cabeza. ¡Qué solas estaban! No podían adivinar que él, un transeúnte, las acompañaba en su tristeza, en su soledad, desde lejos... Hasta sería una ofensa para todos que lo supieran.