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Era una sospechosa en su investigación... Kate Crawford era la mujer más cautivadora que el experto en seguridad Rand Singleton había visto en su vida. A pesar de sentir el impulso de protegerla, Rand no podía revelarle su verdadera identidad. Le habían encargado realizar un trabajo, y enamorarse de aquella belleza tan delicada y vulnerable no figuraba entre sus obligaciones. Sólo podía haber un motivo por el que alguien tan enigmático y seductor como Rand estuviera en la ciudad: algún asunto turbio e inquietante. Kate se jugaba demasiado, profesional y sentimentalmente, y no podía permitirse caer presa de los encantos de un desconocido. ¿Conseguiría descubrir los secretos de Rand antes de que él descubriera los suyos?
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Seitenzahl: 231
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Janice Davis Smith
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En brazos de lo desconocido, n.º 215 - agosto 2018
Título original: In His Sights
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-888-8
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Si te ha gustado este libro…
Te encantará. Es el hombre más simpático del mundo, absolutamente encantador.
Kate Crawford miró a su abuela sorprendida.
—¿Has alquilado una habitación? ¿Cuál? ¿A qué hombre? ¿Por qué?
—¿No puedes hacer más preguntas a la vez?
Kate se sentó, segura de haber entendido mal.
—Abuela —dijo despacio—. ¿Qué habéis hecho?
—Ya te lo he dicho —repuso Dorothy Crawfod con paciencia—. Hemos alquilado nuestra habitación.
—¿Vuestro dormitorio?
—Es la única que tiene baño privado y zona de estar. Estamos pensando gastar parte del dinero en una escalera exterior hasta el porche de arriba y así tendrá también su propia entrada.
—Pero…
—No la usamos. Las escaleras son demasiado para las rodillas de tu abuelo.
—Ya lo sé.
Y era cierto. Kate los había ayudado a trasladarse al dormitorio de la planta baja. No le había gustado la idea, ya que la habitación era pequeña y el cuarto de baño estaba en el pasillo, pero les había parecido la mejor solución hasta que pudieran pagar una remodelación de la casa o convencer a su abuelo de que se operara de la rodilla, ya que Kate presentía que la negativa de él tenía también que ver con la economía.
—Si necesitabais dinero… —dijo, pero guardó silencio al ver la mirada de su abuela.
—No aceptaremos dinero de ti —dijo la mujer—. Ya has hecho demasiado por nosotros.
—Nunca sería demasiado.
—Por eso tenemos que ponernos firmes a veces o gastarías todo tu tiempo y dinero en nosotros en lugar de tener una vida propia.
—Pero…
—Nada de peros. Además, ya está hecho. Tenemos un inquilino y ahora no podemos echarnos atrás.
—¿Pero quién es esa persona? No conozco a nadie en el pueblo que busque casa.
Y en un lugar como Summer Harbor, era normal asegurar que, si alguien buscaba casa, todos lo sabrían. Después de todo, sólo había unos dos mil habitantes en el pueblo.
—Oh, no es de aquí.
—¿Y de dónde es y qué hace aquí? —preguntó Kate con voz afilada.
—Creo que es fotógrafo —dijo su abuela—. Y te puedes ahorrar ese tono, señorita.
La joven tendió el brazo y cubrió una mano de la anciana con la suya.
—Perdona. Tú sabes que es sólo preocupación.
—Te preocupas demasiado —declaró Dorothy con gentileza—. Aquí no pasa nada malo.
Kate pensó que Joshua Redstone no podía decir lo mismo.
El robo en Redstone Northwest había llegado ya a oídos del empresario multimillonario propietario de la empresa y, aunque dudaba de que le hubiera importado a otro jefe de su talla, sabía que Josh Redstone era distinto. Muy distinto. Y ése era uno de los motivos de que le gustara su trabajo allí.
—¡Ah, bien! —dijo su abuela al oír una llamada en la puerta—. Aquí está ya; así podrás conocerlo y ver que no hay problema.
Kate se volvió, esperando que entrara el hombre, pero él esperó educadamente a que lo autorizara su abuela.
—Adelante, Rand.
La joven miró la puerta con curiosidad.
No sabía lo que esperaba, pero no era aquello. El hombre que entró era hermoso. Joven y hermoso. Más de un metro ochenta, con un pelo rubio platino que hasta entonces sólo había visto en niños. Un pelo espeso y algo revuelto que le caía sobre la frente.
Aunque era joven, no tenía nada de niño. Se movía con una gracia muy masculina que indicaba que debía de ser un atleta o, por lo menos, que estaba en buena forma.
—No tiene sentido que llames a la puerta si vas a vivir aquí —dijo su abuela—. Entra sin más.
El hombre miró a Kate antes de responder y ella se estremeció un poco al ver sus ojos azul cobalto. Aquello no era justo, nada justo.
Entonces él sonrió a su abuela y Kate se puso en guardia de inmediato.
—He pasado por la tienda de comestibles y traigo el azúcar que ha dicho que había olvidado.
—Eres muy amable —repuso Dorothy.
—Abuela… —dijo la joven, con un tono de cautela.
—Ah, tú debes de ser Kate —intervino él—. Debería haberlo adivinado.
—¿Y por qué, señor…? —preguntó ella, inmediatamente a la defensiva.
—Singleton —repuso él—. Rand Singleton, señorita Crawford.
Con lo cual consiguió que ella se sintiera como una maestra de escuela, pero Kate no se dejó distraer.
—¿Por qué tenía que adivinar que soy Kate? —insistió.
—Porque la belleza es cosa de familia —dijo él, con una sonrisa a Dorothy.
Kate vio la cara de su abuela, las manchas de color en sus mejillas, y suspiró sorprendida. Su abuela se tragaba todas aquellas tonterías.
Achicó los ojos y miró al recién llegado, quien le devolvió la mirada con firmeza y con una ceja enarcada, como si supiera exactamente lo que ella pensaba.
—Si lo duda —dijo él con suavidad—, es que necesita cambiar de espejo.
—Y usted de tácticas —repuso la joven, aunque su abuela sonreía de placer.
Tenía espejo y sabía muy bien cómo era su aspecto. Corriente. Ojos bonitos, aunque últimamente estaban a menudo cansados e inyectados en sangre. El pelo no estaba mal, castaño oscuro pero sano y brillante, aunque sus cuidados con él se limitaran a recortar las puntas de vez en cuando.
No, no había nada deslumbrante en ella. En otro tiempo, en el mundo de las altas finanzas, con la ayuda del maquillaje, cortes de pelo modernos y ropa de estilo, había llamado algo la atención, pero ya no. No estaba mal para una mujer de cuarenta y un años, pero era del montón.
Y lo bastante mayor para ser su… tía.
Casi se echó a reír del absurdo. Y él debió de notar el cambio en su expresión, porque la miró sorprendido.
Kate sintió ganas de decirle que no había cambiado de idea respecto a él, que simplemente se sentía como una mujer de cierta edad delante de un hombre atractivo y demasiado joven que parecía empeñado en flirtear.
Aunque, por supuesto, aquello era su imaginación. Fuera lo que fuera lo que hacía, seguramente tenía muy poco que ver con ella. Y mucho con encantar a su abuela, que parloteaba como si lo conociera de toda la vida.
Estudió al intruso con más atención y notó que, a pesar de la rebeldía aparente de su pelo, el corte tenía estilo. Se fijó en que el reloj que llevaba en la muñeca izquierda, aunque no era un Rolex, era caro. Notó que, aunque los vaqueros y el suéter de punto no eran muy caros, el cinturón sí. Y los zapatos, aunque desgastados por el uso, eran de marca.
¿Por qué?
¿Por qué un hombre atractivo de unos veintitantos años que obviamente no tenía problemas económicos alquilaba una habitación a una pareja de ancianos en un lugar tan pequeño como Summer Harbor y se mostraba tan encantador con ellos?
Sólo se le ocurría una razón. Se proponía algo. Y lo más probable era que intentara timar a sus generosos abuelos. Las noticias hablaban todos los días de ancianos engañados por un timador listo. Y eso era algo que ella jamás permitiría que ocurriera. En su opinión, la gente que engañaba a los ancianos no merecía compasión. Cualquiera que intentara robar a la pareja que la había criado, que había cambiado su vida por ella, tendría que vérselas con ella.
—¿Qué hace usted en Summer Harbor? —preguntó en la primera pausa que pudo aprovechar en la animada conversación de su abuela.
—Trabajar —él seguía sonriendo, pero respondía con un monosílabo. Y curiosamente, aquello la alivió. Si hubiera reaccionado como si la pregunta de ella fuera normal, se habría convencido aún más de que sus intenciones no eran buenas.
—¿Es usted fotógrafo? —contuvo un poco el tono, consciente de que su abuela no parecía complacida con ella.
—Ésta es una parte del mundo muy hermosa, que merece ser fotografiada, ¿no cree?
Kate notó que no respondía a la pregunta, pero se guardó de indicarlo así.
—Autónomo, supongo —murmuró, aunque sabía ya la respuesta. Si él decía que trabajaba para alguna revista o editorial establecidos, sería fácil comprobarlo. Sus sospechas se acentuaron.
—Hago algún trabajo por mi cuenta, sí —contestó él—. Me gusta poder elegir lo que fotografío.
—Y seguro que lo ha hecho por todo el mundo —comentó Dorothy.
—He recorrido muchos kilómetros, sí —asintió él.
—Kate y usted deberían hablar. Ella antes viajaba mucho. Fue una gran ejecutiva en una empresa de inversiones del este.
—No creo que Denver se pueda llamar «el este» abuela.
—Está al este de aquí —dijo el hombre, que dedicó a Dorothy una sonrisa que habría podido derretir el corazón de cualquier mujer.
A menos que fuera una mujer preocupada por las personas a las que más quería en el mundo.
—Exacto —repuso Dorothy encantada—. Venga a tomar una taza de café ahora que ya tenemos azúcar.
Él la siguió a la cocina y Kate suspiró para sí. Si era lo que sospechaba, lo mejor sería no enfrentarse a él, dejarle que pensara que estaba teniendo éxito y luego pillarlo con las manos en la masa. Sólo tenía que observarlo con atención.
Pero ella no tenía tiempo para eso. Ya tenía que lidiar con los robos en el trabajo y además, su mejor mecánico, que había perdido a su esposa el año pasado, estaba muy preocupado por el comportamiento rebelde de su hijo. Y sus abuelos necesitaban un coche más fiable que la furgoneta vieja y ninguno de los tres podía pagarlo en ese momento…
Y por eso habían decidido alquilar la habitación, claro. De pronto se sintió culpable. Habían hecho mucho por ella. La habían acogido y criado en una época en la que esperaban ya con ganas la jubilación y después habían vuelto a acogerla cuando su mundo se había derrumbado. Se lo debía todo y les había devuelto muy poco. Ellos no estarían de acuerdo, por supuesto. Dirían que lo habían hecho todo por amor; pero eso no disminuía su miedo de no estar cuidando bien de ellos.
—Supongo que usted no lo sabía.
La voz tranquila a sus espaldas la sobresaltó. Se volvió hacia el inquilino, que la miraba con una taza de café en la mano.
Intentó controlar su antagonismo, pero éste se veía alimentado por la preocupación y no tuvo mucho éxito.
—¿Que pensaban alquilar una habitación aquí? No, no lo sabía.
—Y no le gusta.
—No.
—Entonces tengo suerte de que la decisión no sea suya.
Se volvió y regresó a la cocina. Kate lo miró sorprendida.
—No sé lo que te propones, pero no lo conseguirás —murmuró para sí—. Te lo aseguro.
Rand Singleton pensó que Kate Crawford estaba nerviosa.
También era hermosa. No como en las fotos que había visto en su ficha de trabajo, donde parecía una ejecutiva importante, sino de un modo mucho más natural. Más real y asequible. Más…
Movió la cabeza. No importaba el aspecto que tuviera ni su pelo brillante y del color del café, ni sus ojos color topacio y bastante hermosos. Ni que fuera alta y esbelta, con la proporción justa de curvas. Lo que importaba era que no le gustaba su presencia allí.
Su misión acababa de empezar y no sabía todavía dónde encajaba ella. Pero sabía que ocupaba una posición ideal en Redstone Northwest para estar mezclada en los robos o incluso ser la inductora. Sobre todo porque habían empezado poco después de que ella trabajara allí.
Por eso se había mostrado tan complacido con su buena suerte. Pensaba hospedarse en un motel, hasta que descubrió que en el pueblo no había ninguno en esa época del año. Los sitios de huéspedes que abrían en los meses de verano estaban cerrados y muchos de los dueños se habían ido ya al sur anticipándose al invierno.
—Eso para que no des nada por sentado —se dijo, mientras terminaba de deshacer la maleta en la habitación de arriba, con muebles viejos pero de calidad, que le daban la impresión de haber vuelto a casa de sus abuelos en las afueras de San Diego.
Sintió el dolor que lo embargaba siempre que pensaba en las dos personas que tanto lo habían querido. Todavía los echaba de menos, y lo único que aliviaba el dolor era saber que habían muerto como habían vivido tantos años: juntos. Dorothy y Walt Crawford le recordaban a ellos y enseguida se había sentido cómodo con la pareja. Y, como siempre ocurría, ellos con él. A veces su rostro infantil e inocente servía para algo.
Había decidido guardar en el armario el equipo de fotografía, que manejaba con la familiaridad que daba un uso prolongado. De hecho, en otro tiempo había pensado hacerse fotógrafo, pero la atracción de trabajar para Redstone, Inc. había sido demasiado fuerte y, en cuanto aterrizó en el equipo de seguridad de Redstone, supo que había encontrado su verdadera vocación.
A su madre no le había gustado, ya que sabía que a veces tendría misiones de riesgo, pero había acabado por conformarse con la idea de que, si iba a tener una profesión tan lunática, lo mejor que podía hacer era trabajar para Joshua Redstone, quien tenía fama de cuidar de su gente.
Josh procuraba además que tuviera ocasión de hacer fotografías de vez en cuando, algunas de las cuales las había usado la firma Redstone en literatura o publicidad, y Rand tenía así la impresión de haberse quedado con lo mejor de ambos mundos.
Cuando terminó con el equipo de fotografía, guardó los vaqueros en un cajón de la cómoda, junto con un par de jerséis y varias camisas. Tenía la impresión de que se alegraría de haber aceptado el consejo de Josh y metido calcetines gruesos. Los días eran cálidos todavía, pero el invierno estaba ya en el aire, aunque todavía faltaban un par de semanas para el cambio de estación.
Oyó cantar abajo y volvió a pensar en la suerte que había tenido. ¿Cómo imaginar que acabaría alquilando una habitación a la familia de la jefa del departamento de Redstone que tenía que investigar?
Cuando el hombre de la tienda de comestibles le mencionó que los Crawford buscaban un inquilino, al principio le pareció sospechoso, hasta que se dio cuenta de que, en un pueblo con una población inferior a los dos mil habitantes, era normal que todos conocieran los asuntos de los demás.
Sin embargo, no parecía haber muchos comentarios sobre Redstone. Él había abordado el tema con cautela, mencionando sólo que había visto el lugar cuando exploraba los alrededores. La única reacción que había visto era de entusiasmo por la presencia de la empresa, que, al parecer, había hecho maravillas por los ingresos del pueblo.
Pero ahora alguien le robaba al benefactor. Y aunque para algunos los delitos podían parecer mezquinos comparados con la vastedad del imperio Redstone, Josh no dejaba pasar cosas como aquélla, sobre todo cuando lo que robaban era uno de los últimos inventos de Ian Gamble, la bomba de insulina automática y autorreguladora que percibía cuándo la necesitaba el cuerpo y la administraba de modo automático. Que podía salvar miles de vidas y ayudar a muchas miles más.
Y por eso resultaba tan valiosa para los ladrones.
Terminó de guardar la ropa y comprobó que su pequeña pistola de calibre 38 estaba en su funda. Sacó el móvil del bolsillo lateral de la bolsa donde estaba también su ordenador portátil y apretó el botón que marcaba el número del cuartel central de Seguridad Redstone en California.
—Draven.
—Soy Rand —dijo a su jefe—. Estoy aquí.
—Bien.
Su jefe era hombre de pocas palabras.
—Nunca adivinarías dónde.
—No.
Rand suspiró. John Draven parecía más cortante que nunca.
—En casa de los abuelos de Crawford.
Hubo una pausa.
—Alquilaban una habitación —explicó.
—Muy conveniente —dijo Draven.
—Sí.
—¿Crees que funcionará tu tapadera?
A Rand le habían ofrecido una tapadera dentro de la empresa Redstone de Summer Harbor, pero había decidido que funcionaría mejor si estaba fuera. Además, en esa planta había un nuevo hombre de seguridad, Brian Fisher, al que había contratado Josh personalmente. Era joven, investigaba los robos por su cuenta y Josh no quería destrozar su confianza en sí mismo, por lo que Rand había optado por la tapadera de fotógrafo.
—Creo que sí —dijo—. Josh tiene razón, esto es hermoso. Es el tipo de lugar que atrae a los fotógrafos como moscas.
—La carne también —repuso Draven con sequedad.
—Sí, sí —replicó Rand, más que habituado a su retorcido sentido del humor—. Más vale que empiece a trabajar si quiero descubrir qué es lo que hace que esas bombas de insulina desaparezcan como por arte de magia entre el momento en que se cargan los camiones y se realiza la entrega y sin que haya entradas forzadas.
—Yo no creo en la magia.
—No, supongo que no.
Rand sabía en qué creía John Draven porque se lo había preguntado una vez. Y la respuesta había sido que creía en el azar de la vida y el poder de detención de una bala del 45.
—Infórmame cuando tengas algo —le dijo ahora.
—Como siempre —Rand reprimió una sonrisa. Draven era un maestro de la brevedad.
Pero resultaba comprensible. Redstone llevaba un par de años malos en lo referente a empleados y el tema era lo bastante raro como para que Josh se mostrara susceptible, ya que procuraba elegir con cuidado a su gente.
La mala racha había empezado con Bill Talbert, el empleado al que Draven había pillado haciéndose un plan de jubilaciones personal a costa de los huéspedes de Redstone Vail, uno de los complejos turísticos de Redstone. Luego llegó lo de Phil Cooper, a cuya muerte descubrieron que había maltratado a su esposa y su hijo. Y unos meses atrás, alguien de dentro había vendido secretos de las investigaciones de Ian Gamble a un competidor. Teniendo en cuenta el tamaño de Redstone, no era mucho, pero Josh se tomaba aquellas traiciones como algo personal.
Y él no era el único. En Redstone todos cerraban filas cuando alguien intentaba perjudicar el lugar que todos querían tanto. Josh era un hombre que inspiraba una lealtad de las que no se pueden comprar y en el equipo de seguridad todos estaban dedicados a que todo fuera como a él le gustaba: honrado, limpio y con beneficios.
Josh había logrado demostrar que las tres cosas podían darse juntas en el mundo de los negocios. Y Rand no estaba dispuesto a permitir que aquello cambiara ni siquiera en un lugar tan pequeño como aquél. Descubriría quién era el ladrón y lo llevaría a la justicia.
Como casi todas las mañanas que iba a trabajar, Kate se detuvo después de dejar la carretera para entrar en el camino que llevaba a Redstone Northwest. Aquel lugar parecía un pequeño milagro. Joshua Redstone había insistido en que se podía construir una fábrica sin destruir el campo y allí lo había demostrado.
Redstone Northwest parecía más un albergue de caza de lujo que una fábrica. Todos los edificios estaban cubiertos por la madera de los árboles que habían tenido que talar. El camino de entrada se abría paso entre árboles enormes que se habían dejado en pie adrede con la intención de enmascarar el tamaño real de la construcción. Dificultaban el paso de los grandes camiones de suministros, pero merecía la pena.
Cuando el propio Josh Redstone en persona la había entrevistado para aquel trabajo, antes de terminar le había preguntado si tenía alguna pregunta.
—¿Por qué aquí? —fue la pregunta de ella—. ¿Por qué en Summer Harbor?
—¿No le gusta estar aquí? —preguntó el hombre delgado de ojos grises, llenos de interés sincero.
—Sí. Me alegra que haya construido esto aquí. Sólo siento curiosidad. Estamos lejos de todas partes y es difícil desplazarse desde aquí.
Josh se echó a reír y Kate sonrió sin darse cuenta. Había hecho sus deberes antes de la entrevista y había leído que aquel hombre ya no reía a menudo. Se rumoreaba que la muerte de su esposa unos años atrás le había matado la alegría.
—Quizá por esa razón —contestó él.
—Sea cual sea su motivo, me alegro —dijo ella—. Y me encantaría formar parte de esto.
Él señaló entonces el currículum de ella.
—Tiene usted exceso de méritos —comentó.
—Pero me ocurre lo mismo con cualquier otro trabajo del pueblo —repuso ella—. Y pienso quedarme aquí a toda costa, así que me gustaría el trabajo más interesante que pueda encontrar.
Josh la observó tanto rato en silencio que ella se preguntó si no habría sido demasiado brusca. Al fin él se puso en pie y le tendió la mano.
—Bienvenida a Redstone, señorita Crawford.
Y así se convirtió en la directora de distribución de Redstone Northwest. Y aunque no era un empleo poderoso desde el que moviera millones de dólares al día, bastaba para mantener su mente alerta. Y lo más importante, le permitía vivir en Summer Harbor y cuidar de sus abuelos. Y en ese momento eso era para ella lo más importante del mundo.
Aparcó en su espacio de siempre, el que había elegido en el extremo más alejado del aparcamiento, aunque podía haber tenido uno con su nombre más cerca de las puertas. Lo hacía para añadir un poco más de ejercicio a sus días atareados. El paseo extra, combinado con la hora de la comida, que pasaba en el pequeño gimnasio que Redstone había instalado en el sótano, la ayudaban a mantenerse delgada y en forma.
—Demasiadas cosas —murmuró para sí, no por primera vez, al tomar su bolso y la bolsa pesada de lona que llevaba su carpeta y la agenda electrónica y no se parecía nada al maletín elegante de piel que usaba en otro tiempo, aunque resultaba más práctica y pasaba más desapercibida allí.
Echó a andar hacia su despacho con paso animoso. Su trabajo allí había sido muy satisfactorio y, cuanto más se prolongaba, más le gustaba. La idea de que alguien pudiera robarle a la empresa, la ponía furiosa.
Y la idea de que lo que robaban era un objeto que algunas personas necesitaban desesperadamente le producía aún más furia, combinada con aprensión; tenía sus sospechas sobre quién podía estar mezclado en aquello y era una posibilidad que no le gustaba nada.
Mientras recorría el pasillo en dirección a su despacho, saludando a los empleados que se cruzaba por su camino, renovó su determinación de poner fin a todo aquello. Josh había abierto la fábrica allí porque le gustaba la zona y quería ayudar a la economía local, y ella no deseaba que tuviera que arrepentirse de ello. Sentía que estaba en juego la reputación de Summer Harbor y no estaba dispuesta a permitir que lo que hasta el momento había sido un pequeño problema se convirtiera en uno más grande para Redstone.
Para su sorpresa, cuando llegó a su despacho, la puerta ya estaba abierta. Dio un paso al frente. Alguien estaba sentado ante su ordenador.
El ordenador donde se guardaba la agenda con los pedidos de las bombas de insulina.
Kate entró despacio en su despacho. No era posible confundir a la persona que miraba el ordenador. Las mechas color púrpura en su pelo castaño claro no daban lugar a error.
Kate la observó un momento antes de hablar. En el monitor había una hoja de trabajo, pero no podía ver de qué producto.
—¿Mel?
—¡Oh! —Melissa Morris se volvió sobresaltada—. No la he oído, señorita Crawford.
—¿Buscas algo? —preguntó Kate mientras dejaba el bolso y la bolsa de lona. No era raro que la chica estuviera allí, pero Kate estaba muy susceptible últimamente.
—Sí, los números de envío para terminar el análisis práctico que quería —la chica parecía avergonzada—. He perdido mi copia.
Kate se relajó. En el fondo, aunque sabía que sus datos importantes estaban protegidos por contraseña, la aliviaba que hubiera una explicación tan inocente a la presencia de Mel. Por fuera frunció el ceño.
—¿No tienes que terminar un trabajo trimestral?
La chica, de dieciséis años, asintió.
—Pero estoy confundida. En el trabajo, pienso en el informe de análisis y si me siento a trabajar en el informe, sólo puedo pensar en el trabajo.
Kate, que recordaba que a ella le había ocurrido lo mismo más de una vez a su edad, sonrió.
—A veces el cerebro nos sabotea, ¿verdad? Por mucho que una intente concentrarse en algo, se cuelan otras cosas.
—Sí, exacto —contestó Mel con alivio.
—¿Y qué vas a hacer?
La chica vaciló.
—¿No me lo va a decir usted?
Kate sonrió.
—El programa mentor está diseñado para darte ocasión de aprender. A veces el mejor modo de hacerlo es encontrar sola las respuestas. Y aprender cómo hacerlo —se encogió de hombros—. Yo sólo estoy aquí para avisarte si te metes por el camino equivocado.
La chica pareció un momento desconcertada.
—Cuando intentaba hacer el trabajo trimestral, se me han ocurrido algunas ideas sobre un modo distinto de hacer el análisis de distribución y creo que son buenas. Por eso he venido aquí a hacer eso antes de que se me olvidaran.
—Está bien —repuso Kate—, pero tienes que equilibrar eso. No queremos que el coordinador revoque tu privilegio de pasar aquí las mañanas. Esta noche trabaja sólo en lo otro.
La chica se animó.
—Bien. Creo que hoy puedo terminar la mayor parte de las cifras y con eso conseguiré quitármelo de la cabeza y concentrarme en el trabajo.
—Es posible.
—¿Y dónde puedo encontrar esas cifras de pedidos?
—En los archivos de distribución. Aún no se ha cerrado este trimestre, por lo que están en los archivos abiertos.
—De acuerdo. Me trasladaré a otro ordenador.
—Tengo que trabajar en unos papeles, así que, si quieres usar el mío, te lo puedo prestar media hora.
—¡Estupendo! Ahí fuera es difícil concentrarse —señaló la oficina exterior, donde la secretaria de Kate tenía su mesa y mantenía a raya a vendedores y buscadores de empleo hasta la hora de su cita.
Unos minutos después, la cabeza de Mel se inclinaba de nuevo sobre el teclado. Era una chica inteligente, que protestaba a veces de las limitaciones de la vida en un pueblo donde no había ni cine. Kate había reconocido las señales y por eso se había ofrecido como mentora cuando la chica se apuntó al programa en su escuela.