Seducción a medianoche - Justine Davis - E-Book

Seducción a medianoche E-Book

Justine Davis

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Beschreibung

Él podía ser la solución a todos sus problemas La última aventura del millonario Harlan McClaren había estado a punto de costarle la vida. Ahora sólo deseaba estar solo y aquel puerto lejano donde nadie conocía su identidad parecía el lugar perfecto. Pero entonces apareció una joven inocente y seductora y le pidió ayuda para resolver aquel terrible misterio... Desde el primer momento, Emma Purcell se quedó atrapada en los ojos angustiados de aquel hombre de oscuro pasado. Pero no podía dejar que eso la distrajera de su misión.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Janice Davis Smith. Todos los derechos reservados.

SEDUCCIÓN A MEDIANOCHE, Nº 1312 - septiembre 2012

Título original: Midnight Seduction

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0840-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Emma Purcell intentó olvidar el ruido del motor de la avioneta y concentrarse. De todos modos, su negocio estaba con el agua al cuello y, de seguir así, con Frank Kean exigiéndole más dinero por el alquiler, Safe Haven pronto se iría a pique.

Cortó con sus pensamientos y suspiró. Aunque no le gustaba el mar, no había dejado de pensar en metáforas marinas desde que había salido del despacho del abogado. Había querido algo que la distrajera del inaguantable dolor que le había supuesto la muerte de su primo Wayne y las deudas de su adorado refugio para animales, Safe Haven, y ahora lo tenía. Algo muy grande. Y todo envolvía una gran pregunta: ¿por qué diablos le dejaría Wayne un barco a una prima que odiaba el mar?

Estaba pensando en venderlo cuando el piloto anunció el Monte St. Helens a la derecha del avión.

–Podría sacar suficiente para mantenernos unos meses más –pensaba–. O algo más con un poco de suerte. Incluso hasta podría cortarme el pelo.

Pero antes tenía que cumplir lo que Wayne había estipulado, así que vería el Pretty Lady antes de decidir nada, tal y como su primo le había pedido en la críptica carta que había recibido de manera inquietante tres días después de su muerte. Se lo debía.

Para enfrentarse a la tristeza que la invadía, se obligó a mirar por la ventana cuando se aproximaban al aeropuerto SeaTac. Tuvo que admitir que aquella zona del Pacífico noroccidental era de lo más hermoso. Nunca había estado en aquella parte del país y ahora se preguntaba por qué, pues, a pesar de no ser aficionada al mar, aquello era diferente. Desde el aire Puget Sound parecía un enorme lago en calma salpicado por islas y delimitado por penínsulas grandes y pequeñas. Desde niña le había asustado el océano, pero aquél le parecía más seguro, pues no tenía olas y además nunca se perdía la tierra de vista, lo cual reconfortaba a su alma de marinera de agua dulce.

–No será para tanto –se dijo mientras rellenaba los papeles para alquilar un coche–. Quizá hasta podrían ser unas vacaciones.

El joven sonriente tras el mostrador le informó de que su destino estaba muy cerca. Sólo tendría que tomar la I-55, salir por la salida 177 y dirigirse al ferry que la llevaría a la otra orilla a tan sólo unos kilómetros del puerto deportivo que buscaba.

Su cabeza se llenó de imágenes de Charon y su barco navegando en el río Styx. Apartó la idea y examinó el mapa en el que el joven le indicaba el camino. Una vez fuera de la terminal sacó el teléfono móvil del bolso para llamar a su infatigable asistente Sheila.

–Ya estoy aquí, sana y salva.

–Fantástico. Ya he encerrado a todos los animales y el hijo de la señora Santini ha venido por Corky.

–¿Vuelve a casa?

–Sí, mañana. Quería que Corky estuviera allí para recibirla.

Emma se emocionó al imaginar el reencuentro entre la adorable anciana y su terrier. Aquello era lo que hacía que merecieran la pena las largas horas de trabajo o la tensión de abordar extraños para pedir dinero o provisiones. Para ello había creado Safe Haven, para cuidar de las mascotas cuando sus dueños enfermos o heridos no podían hacerse cargo de ellas.

–Revisaré todo contigo esta noche –dijo.

–Ni se te ocurra. Éstas son tus primeras vacaciones en dos años.

–Pero...

–No me estarás insultando, ¿verdad? No insinuarás que no puedo llevar este lugar sin ti.

El enfado de Sheila era fingido, pero Emma sabía que no lo era lo que sentía. También sabía que su asistente era muy competente y no era más que su propia ambivalencia lo que la ponía nerviosa. Dejó que la mujer le asegurara que todo iría bien y colgó tras la promesa de no volver a llamar salvo en caso de emergencia.

Intentó distraerse mientras conducía, concentrándose en los alrededores y pensando que le debía a Wayne al menos abrirse a lo que fuera que hubiera encontrado en aquel lugar que lo había hecho quedarse, tan lejos de su hogar.

Aunque por otro lado pensó que Wayne tampoco tenía ningún motivo por el que regresar y le costó no sentir más resentimiento que nunca en aquel momento. La crueldad de la familia de su primo lo había alejado de ellos hacía ya mucho tiempo, y ahora estaba muerto sin haber podido arreglarlo. Ella lo había intentado muchas veces; había intentado innumerables ocasiones actuar de mediador, pero no lo había logrado, y sus padres tampoco habían servido de gran ayuda. Entonces se dijo que ya no importaba; Wayne estaba muerto así que ya no podía avergonzar a su remilgada familia.

Emma se mordió el labio inferior para detener las lágrimas e intentó no pensar en ello. Como no funcionó pensó en el hecho de que pronto estaría a bordo de un barco. Aquello pareció funcionar y la mantuvo ocupada hasta que llegó al ferry. Le parecía tonto tener miedo, sobre todo al ver a tantos pasajeros charlando tranquilamente mientras subían por algo de comer o beber.

–Entiendo lo de beber –murmuró Emma para sí, pensando de forma poco habitual en ella en bebidas alcohólicas.

Lo último que necesitaba era comer, pues quería perder los nueve kilos que había ganado sin saber cómo, pero cuando el barco zarpó se vio con una magdalena y se sorprendió al darse cuenta de que le apetecía de verdad y no tenía ningún deseo de ahogar sus penas en nada líquido. Entonces pensó que quizá aquel barco no estaría tan mal.

Le habían dicho que llevaría tiempo, pero no cuánto. Harlan McClaren frotó la barandilla cromada del Seahawk, a pesar de que resplandecía desde hacía tiempo. La frotaba de forma concienzuda, como si fuera una tarea compleja en lugar de una rutina, la frotaba como si su vida dependiera de ello. Sabía que lo hacía para no volverse loco.

También sabía que lo iba a agotar. Era lo que más le hacía vacilar, la facilidad con que se agotaba con las tareas más sencillas. Acababa de cumplir los treinta y nueve, pero se sentía como un septuagenario. Se sentía como si se estuviera moviendo bajo el agua, como si el aire se hubiera empeñado en resistirse a sus movimientos. Pero recibía bien el cansancio, pues le evitaba pensar demasiado y a veces se agotaba hasta dormir sin soñar.

Le empezó a doler el hombro, un recuerdo de lo que lo había llevado hasta aquel lugar. Lo estiró en lugar de dejar lo que lo estaba agravando y ponerse hielo como le habían dicho sus terapeutas. Sabía que aquello no sorprendería a nadie que lo conociera. Excepto a Josh, el dueño del Seahawk, que había mandado a Harlan a recuperarse en su barco con instrucciones estrictas de comportarse durante la forzada recuperación.

–Por una vez en tu vida, Mac, haz lo que es sano –le había dicho Joshua Redstone, que lo conocía tan bien como los demás.

De repente oyó un crujido en el pantalán por el que alguien se acercaba al muelle. Pensó en meterse en la cabina, pues aquel día no le apetecía charlar con ninguno de los habituales del puerto. Pero el sonido de los pasos, la duda que había en ellos, le hicieron mirar, y frunció el ceño.

La mujer que se aproximaba por el pantalán de madera se agarraba a la barandilla como si le fuera la vida en ello. No llevaba sandalias de tacón como alguna de las que había visto aquel verano visitando el puerto, pero caminaba como si lo hiciera, a pasos muy cortos, como si esperara que los tablones se fueran a desplomar bajo sus pies y fuera a caer al frío fondo.

Volvió a su labor cuando la mujer hubo descendido al muelle, esperando que se detuviera mucho antes del final donde estaba atracado el Seahawk, pero los pasos continuaron acercándose cada vez más, hasta que Harlan se detuvo y se quedó helado junto a la barandilla perfectamente abrillantada, en la que vio el reflejo de una mujer con pelo rubio y corto.

Mantuvo la respiración. No esperaba a nadie y de hecho se hallaba en aquel lugar para evitar a la gente. No había tenido ninguna visita desde su llegada y le gustaba que así fuera. Se quedó muy extrañado cuando la mujer continuó andando por el muelle y pasó los dos espacios vacíos entre su barco y el último atracado, el peor para la intemperie, el Pretty Lady, el barco de un hombre muerto.

Harlan se sentó sobre sus talones a observar. Si por un momento había esperado que ella no lo hubiera visto, la rápida mirada que ésta le lanzó por encima del hombro le hizo desechar la idea, y el repentino acelerón de sus pasos le hizo pensar que ella pensaba que la estaba mirando. Frunció el ceño, pues ninguna mujer que fuera al Pretty Lady podía ser quisquillosa. Pero también era cierto que aquélla no era como las que había visto en las pocas ocasiones en que la nave había tenido visitas femeninas. Aquella mujer tenía demasiada clase.

Pensó que quizá se trataba de una abogada que había ido a tasar el barco, cuyo valor menguaba día a día. Entonces se obligó a girarse pensando que no era asunto suyo, y siguió abrillantando la pasarela que no lo necesitaba. No le importaba, y no quería que le importara, por qué por fin alguien se había presentado en la vieja chalana.

De repente, con la imagen de la mujer aún en la cabeza, trazó la conexión que debía haber hecho nada más verla. El parecido con el hombre del Pretty Lady era inequívoco; así pues, debía de ser la prima de la que Wayne Purcell le había hablado, el único miembro de la familia del que había hablado con cariño y no con rabia y odio absoluto. Entonces se le ocurrió que debía ir a expresarle sus condolencias. Aunque no había sido muy amigo de Wayne, habían compartido alguna cerveza en alguna ocasión, hasta que se había dado cuenta de que una vez que empezaba a beber, a Wayne le costaba parar. Pero no pudo moverse; la idea de acercarse a un extraño, especialmente a una mujer tan atractiva, y ser amable le parecía tan imposible como escalar el Everest. Observó de reojo cómo se subía al barco, agarrándose con extremo cuidado a la barandilla como había hecho antes. Cuando por fin llegó a bordo se movió con cuidado hasta la cabina y se quedó de pie en la escotilla. Era obvio que no sabía mucho de barcos. De hecho parecían darle miedo. Harlan se dijo que no era su problema y se volvió una vez más a su trabajo, hasta que oyó un golpe y después un grito.

A Emma le pareció un milagro no haberse roto una pierna o algo peor. Aunque aquello no le aliviaba el dolor en la cadera y el codo. Se sentó con cuidado tocándose el brazo que le había hecho gritar de dolor. Se le estaba empezando a calmar la respiración cuando un ruido arriba la aceleró de nuevo. La ligera inclinación del barco le dijo de qué se trataba: alguien había subido detrás de ella. Aún no se había podido poner de pie cuando el cuerpo de un hombre taponó la escotilla.

«Cálmate», se dijo. «No estás en la gran ciudad; no hay razón para asustarse».

El hombre habló, confirmando sus razonamientos, pues no parecía amenazador.

–¿Se encuentra bien?

De hecho le pareció cansado, muy cansado, como si en realidad no quisiera estar allí. Como no contestó, el desconocido empezó a bajar a la cabina y entonces ella se dio cuenta de que era el hombre que había visto antes en el lujoso y caro barco del último amarre, el hombre cuya presencia le había hecho acelerar el paso. Y ahora estaba allí, en un momento en que no recordaba haberse sentido más estúpida. El extraño bajó corriendo el resto de escalones y entonces ella se dio cuenta de que había tardado demasiado en responder.

–Sí, estoy bien –contestó ella agitando la mano como para espantarlo.

Entonces pudo verlo mejor a través de la luz que entraba por los ojos de buey. Era extremadamente delgado, y las chanclas, vaqueros y camisa que llevaban eran muy nuevos, como si la delgadez fuera también reciente y se hubiera tenido que comprar ropa nueva. El espeso cabello castaño tenía mechones rubios de alguien que pasaba tiempo al sol, pero él estaba pálido. Los ojos tenían la mirada hueca, como si hubiera estado enfermo, o aún lo estuviera.

O quizá alguien que tomara alguna sustancia nociva que le diera aquel aspecto descarnado, sospechó. Aunque ella no conocía a nadie así, no se podía vivir en el sur de California sin haber visto a alguno. También tenía una mirada cautelosa y tensa, que hacía de sus ojos una sombra verde que resultaba más alarmante que atractiva.

–¿Está segura? –preguntó él, y ella tuvo la extraña sensación de que estaba deseando que le dijera que sí para no tener que hacer nada ni tener que pedir ayuda.

–Estoy bien –le dijo ella con firmeza–. Creo que calculé mal los escalones; es todo.

Las sensatas palabras parecieron reconfortarlo, y se sentó en un escalón. Emma se preguntó si pensaría quedarse mucho o si tenía razón al pensar que estaba cansado.

–¿Nunca había estado en un velero?

–En ningún barco –admitió ella, avergonzada al ver que no la observaba divertido sino con interés.

Se puso de pie mientras él la observaba y controló si todo estaba en su sitio y no había roto nada. Entonces él la volvió a hablar, dejándola de piedra.

–Usted es Emma, ¿verdad?

–¿Cómo lo sabe? –le preguntó ella, sin comprenderlo.

–No es muy difícil –repuso él, encogiéndose de hombros–. Wayne me habló de usted, y se parece a él. Los mismos ojos, la misma nariz.

Ella se volvió a sonrojar. Tenía los ojos igual que los de su primo, de un azul claro que le encantaba porque podía hacerlos parecer grises o azul oscuro dependiendo de la ropa que llevara. Pero la nariz era su pesadilla. Su forma respingona le había hecho que toda su vida la llamaran mona, picaruela y otra serie de calificaciones que consideraba estúpidas y que había llegado a odiar. A Wayne le pasaba lo mismo y la odiaba por los mismos motivos. Aunque él siempre había insistido en que para él era aún peor, porque en una chica podía ser mona o picaruela, pero en un chico siempre era motivo de burla.

–¿Conocía a Wayne? –preguntó, dándose cuenta con retraso de las implicaciones de lo que el hombre le había dicho.

–Un poco. Era difícil no hacerlo cuando estaba atracado tan cerca y yo estoy aquí todo el tiempo.

Entonces ató cabos. Miró la bolsa que se había deslizado por el suelo de teca al caerse, como si pudiera leer la carta de su primo a través de ella. No le hacía falta. Con lo que le había inquietado su llegada, se acordaba perfectamente.

Si necesitas algo, pídeselo al señor McClaren, le había escrito. Es un lobo de mar que vive en el yate de algún rico, pero creo que puedes confiar en él.

Desde luego el barco en que lo había visto parecía «el yate de algún rico» y su aspecto era el de un lobo de mar. Se preguntó qué hombre rico le prestaría su barco a un tipo tan inquietante. Sin embargo, lo había visto trabajar en el barco, así que al menos hacía algo a cambio, pensó. Pero no se fiaba de su aspecto, así que decidió hacer que se fuera en aquel momento y evitarlo tanto como pudiera.

–¿No ha venido nadie más con usted? Dijo que sus padres estaban vivos –comentó él, con expresión un tanto confusa, como si fruncir el ceño fuera demasiado esfuerzo. Incluso Emma se preguntó por qué se habría molestado en preguntar si lo aburría tanto. O si estaba tan cansado, se corrigió, pues las profundas ojeras apuntaban más a aquella impresión.

Dudó si contestar porque a aquel extraño no podía importarle mucho. Pero ella no estaba muy de acuerdo en cómo habían tratado los padres a su querido primo.

–No se llevaban bien –dijo–. Para ellos llevaba muerto mucho tiempo.

–Eso explica un montón de cosas –replicó él tras un momento para absorber la información.

–¿A qué se dedicaba Wayne mientras estuvo aquí? –preguntó Emma, que en aquella ocasión no perdió la implicación de las palabras. Si aquel hombre conocía a su primo lo suficientemente bien para decir aquello, podría ser su mejor fuente de información–. Yo ni siquiera sabía que estaba aquí.

Emma notó que el hombre intentaba irse, y su rostro, que antes había reflejado un mínimo interés, en aquel momento no expresaba nada. Tan sólo cautela.

–No lo sé –repuso él, a lo que ella pensó que mentía, aunque no sabía respecto a qué. El hombre se dio la vuelta para marcharse.

–¿Cuándo lo vio por última vez? –le preguntó, desesperada por encontrar a alguien que hubiera mantenido algún contacto reciente con Wayne.

Él se detuvo aunque siguió dándole la espalda. Ella creyó ver que temblaba aunque sin poder imaginar por qué. Por fin, lenta y reticentemente, contestó.

–Una hora antes de morir.

Capítulo Dos

Harlan sabía que la había dejado con la palabra en la boca mientras escapaba, sabía que se había abierto a más preguntas de las que hubiese querido responder. No estaba seguro de qué era lo que le había hecho decir aquello, sólo que el tono de desesperación en su voz le había llegado al alma. Su armadura contra aquellas cosas no era tan fuerte como antes, quizá porque él se había sentido desesperado hacía no mucho. En cualquier caso no porque lo estuviera mirando con aquellos enormes ojos azules.

Las antiguas imágenes de su pesadilla amenazaban con volver a su mente; el sótano oscuro y húmedo, las cuerdas hundiéndose en su piel, la agonía de no poder moverse más que unos centímetros, el horror de los pasos en las escaleras que anunciaban más golpes o quemaduras, otra sesión agonizante exigiéndole confesiones de algo de lo que no sabía nada. Se sacó las imágenes de la cabeza y se concentró en la bella mujer del Pretty Lady, aliviado de que no le hubiera impedido marcharse.

No podía negar que se había ido corriendo al Seahawk con la esperanza de desaparecer de su vista antes de que pudiera recuperarse para ir tras él. Una vez dentro, podría ignorarla en caso de que apareciera. Estuvo a punto de soltar un gruñido al imaginarse escondido mientras la mujer que había llamado su atención nada más verla llamaba a la puerta. Por fin logró su propósito y cerró con llave la puerta del salón para ocultarse en el camarote de abajo. Se hundió en su litera y sólo entonces se dio cuenta de la respiración y pulso tan agitados que tenía. Se sentó hacia delante hundiendo la cabeza entre las manos. Había creído que estaba progresando, que ya había pasado mucho tiempo desde que había terminado la pesadilla. Incluso había creído que podría estar listo para marcharse pronto. Pero si una conversación de cinco minutos con una extraña tenía aquel efecto en él, decidió que aún le quedaba mucho camino por recorrer.

Tuvo que escaparse. Había sentido la necesidad de ella de hablar, de conocer los últimos días de la vida de su primo, de bombardearlo a preguntas. Así que había hecho lo más sensato: desaparecer.

Más calmado, se puso de pie. Salió del pequeño camarote en el que dormía a pesar de que Josh le había dicho que usara el principal, y fue al despacho donde tenía el ordenador. Sus asuntos personales se habían visto afectados por su larga ausencia, y pensó que matar el tiempo luchando contra aquellos problemas podrían calmarlo un poco. O al menos mantenerlo ocupado. Con un poco de suerte se dejaría llevar por las estrategias y podría perderse unas horas en los objetivos que lo habían fascinado desde el momento en que empezó a tener dinero para jugar. Un juego que resultó ser mucho más asesino y peligroso que cuando empezó.

Sabía que la opinión de la gente del puerto, si es que hablaban de él, sería que era un vago que se aprovechaba de su amigo rico, y que el ordenador lo utilizaba para jugar o algo peor. Pero estaba demasiado cansado para intentar cambiar aquella impresión, demasiado cansado incluso para preocuparse de lo que pensaran de él.

De repente le resultó irónico la facilidad con que había olvidado su cansancio al salir corriendo para huir de Emma Purcell.

Emma suponía que se había sentido más avergonzada en alguna otra ocasión, pero no recordaba cuándo. Tampoco recordaba haber espantado a un hombre tan deprisa.

Tras asegurarse de que no se había hecho más que un par de arañazos, se revisó la ropa por si había algo roto mientras reconocía que nunca había tenido suerte con los hombres, aunque estaba convencida de que se debía a su falta de juicio y no a su aspecto pues, aunque no fuese muy atractiva, tampoco era repelente.

Aunque podría parecerlo por la actitud del hombre del barco grande. Desde el principio había sido reacio a estar allí y una vez que se había asegurado de que estaba bien, pareció no poder esperar a marcharse. Tampoco ella quería que se quedara; la asustaba con su mirada salvaje. Y el hecho de seguir pensando en él tampoco la alegraba mucho.

Entonces recordó que había acudido en su ayuda, que había sido lo suficientemente amable para preocuparse y le había hablado lo suficiente de otros asuntos como para pasar el sofocón inicial.

Otros asuntos como Wayne. Había evitado pensar en las últimas palabras y para no hacerlo se había centrado en la vergüenza del tropezón. Pero en aquel momento estaba sentada en el banco que parecía ser el comedor del velero. La mesa estaba gastada y llena de abolladuras, pero parecía limpia. Se inclinó hacia delante para descansar y apoyó la cabeza entre las manos, recordando lo que le había dicho sobre que Wayne hablaba de ella.

El dolor de aquellas palabras en un corazón aún no resignado a la pérdida era más de lo que podía aguantar. Sobre todo después de lo que le había dicho la policía, que Wayne había muerto, ahogado en aquellas aguas oscuras que la ponían tan nerviosa. También pensaba en que el tal McClaren había estado con él aquella noche, o que al menos lo había visto todavía vivo. Quizá había sido el último que lo vio con vida.