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De hacerle la cama al multimillonario... ¡a pasar las Navidades con él entre las sábanas! La tímida empleada de hogar Molly Miller siempre se esforzaba por hacer su trabajo lo mejor posible. Estaba ansiosa por impresionar con la cena al rico invitado de sus señores, Salvio de Gennaro, pero en vez de eso se llevó una injusta reprimenda de lady Avery. Horas después, cuando Salvio la oyó llorando, acudió a su cuarto con el propósito de consolarla... y acabaron en la cama. Sin embargo, aquella noche de pasión le costó el empleo a Molly y, cuando la secretaria de Salvio le ofreció la posibilidad de trabajar temporalmente para él y aceptó, ni se imaginó lo que iba a pasar.
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Seitenzahl: 187
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Sharon Kendrick
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En la cama con el italiano, n.º 2738 - noviembre 2019
Título original: The Italian’s Christmas Housekeeper
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-697-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Mientras rodeaba el promontorio, Salvio de Gennaro se quedó mirando las luces titilantes que se vislumbraban a través de una ventana de la vieja casona. Luces de velas. Las velas siempre le recordaban a la Navidad, unas fechas en las que no quería pensar cuando aún faltaban seis semanas. Sin embargo, allí, en Inglaterra, las tiendas ya estaban decoradas para las Navidades, con sus árboles adornados con espumillón, y ofrecían en sus escaparates artículos de regalo que nadie en su sano juicio querría para sí.
Apretó los labios mientras seguía corriendo, con el ruido de las olas rompiendo contra el acantilado como telón de fondo. Detestaba la Navidad… Estaba anocheciendo y empezaba a llover con más fuerza, pero a Salvio le daba igual, aunque tuviera salpicaduras de barro en las piernas y empezase a acusar el cansancio del esfuerzo.
Para él correr se había convertido en una disciplina tan necesaria como el respirar, en algo que lo hacía más fuerte. Ni siquiera le molestaba tener pegados a la piel la camiseta de tirantes y los pantalones cortos que se había puesto para salir a correr.
Pensó en la velada que tenía por delante, y una vez más se encontró lamentando el haber ido allí. Quería comprarle unos terrenos a su aristocrático anfitrión, y había pensado que en un escenario informal podría cerrar el trato más rápido. La cuestión era que el tipo tenía una agenda muy apretada, y, cuando su secretaria le había dicho que lo habían invitado a cenar y quedarse a dormir, se había sentido en la obligación de aceptar la invitación.
Salvio esbozó una media sonrisa. Quizá debería sentirse agradecido de que lord Avery le hubiese invitado a alojarse en su magnífica casa de Cornualles, que se alzaba junto al acantilado, azotado por las fieras olas del océano. Sin embargo, la verdad era que no estaba precisamente deseando que llegara la hora de la cena. No cuando la esposa de su anfitrión no había dejado de mirarlo desde que había llegado. Lo miraba como una loba miraría a su presa, y aunque no era la primera mujer que se comportaba con él de esa manera, era algo que ya le causaba hartazgo. Era curioso lo poco que lo atraían las mujeres casadas que se empeñaban en tratar de seducirlo, pensó con desdén.
Aspiró una bocanada de aire de mar y, mientras se aproximaba a la casa, anotó mentalmente que tenía que acordarse de decirle a su secretaria que añadiese un par de nombres a la lista de invitados de la fiesta de Navidad que daba cada año. La cuenta atrás ya había empezado, pensó con un suspiro. La celebraba en su casa solariega de los Cotswolds y, como era uno de los acontecimientos sociales más destacados del año, todo el que aspiraba a ser alguien ansiaba ser invitado. Si pudiera no celebraría esa fiesta, pero debía corresponder a la hospitalidad que muchas personas habían tenido con él, y tampoco podía no celebrar la Navidad, por más que quisiera.
Había aprendido a sobrellevar las Navidades, ocultando su aversión tras una fastuosa exhibición de generosidad: compraba caros regalos para su familia y sus empleados, e inyectaba aún más fondos a su fundación benéfica. Además, en esa época viajaba a su Nápoles natal para visitar a su familia, porque eso era lo que hacía un buen napolitano.
No le gustaba volver allí. Nápoles era el lugar donde sus sueños se habían hecho añicos, y ahora era un hombre muy distinto, un hombre que ya no albergaba emoción alguna en su corazón, un hombre que, afortunadamente, ya no estaba a merced de sus sentimientos.
Apretó el ritmo en un sprint final mientras pensaba en la inevitable letanía de preguntas que le haría su familia sobre por qué aún no se había casado con una buena chica y por qué no tenía ya un montón de niños a los que su madre pudiera malcriar.
Cuando llegó a la enorme casa aminoró la marcha, aliviado de haber declinado la invitación de su anfitriona de acompañarlos a su marido y a ella esa tarde a ver una obra de teatro en el pueblo. Así podría aprovechar ese inesperado respiro para intentar relajarse un poco. Entraría en la cocina a por un vaso de agua y subiría a su habitación. Y tal vez se sentaría a leer un libro con el sosegante ruido de las olas de fondo. Pero primero tendría que secarse.
Molly pinchó con el tenedor un trozo de tarta de chocolate, se lo llevó a la boca y gimió de gusto. Tenía un hambre de lobo. No había probado bocado desde el desayuno, y solo había tomado unas gachas a todo correr antes de empezar la jornada. Además, llevaba toda la mañana trabajando como una loca, limpiando con más ahínco de lo habitual porque lady Avery estaba histérica por un invitado que iba a quedarse a dormir.
–Es italiano –le había dicho–. Y ya sabes lo puntillosos que son con la limpieza los italianos.
Molly no sabía si los italianos eran puntillosos o no con la limpieza, pero le había molestado la insinuación de lady Avery de que no limpiaba suficientemente a conciencia. Por eso se había afanado en limpiar con esmero las lámparas de araña, y había aspirado detrás de los pesados y antiguos muebles. Hasta había fregado de rodillas el porche de atrás. También había puesto un jarrón con ramas de eucalipto y rosas en la habitación del invitado, y había horneado galletas y un bizcocho.
Los Avery apenas utilizaban aquella casa, y esa era una de las razones por las que para ella ese trabajo de ama de llaves era perfecto. Podía vivir con poco y destinar la mayor parte de su salario a pagar la deuda de su hermano y los exorbitantes intereses acumulados.
Faltaba poco para las Navidades. Echaba mucho de menos a su hermano, que estaba en Australia, y aunque la preocupaba sabía que tenía que intentar tomar algo de distancia; tenía que hacerlo. Por el bien de los dos. Además, seguro que Robbie estaba pasándoselo de miedo en la inmensa y soleada Australia.
Tomó otro poco de tarta, preguntándose quién sería el invitado de los Avery. Sus invitados eran siempre gente interesante: políticos que trabajaban con lord Avery en Westminster, famosos actores que interpretaban a personajes de Shakespeare en los teatros londinenses, empresarios, y a veces incluso algún miembro de la familia real, cuyos guardaespaldas solían entrar en la cocina a pedirle una taza de té.
Sin embargo, jamás había visto a lady Avery tan nerviosa como ante la inminente llegada de aquel tal Salvio de Gennaro. Solo había oído de él que se dedicaba al negocio inmobiliario. Esa mañana lady Avery la había hecho ir a su estudio para recalcarle lo importante que era ese invitado para ellos.
En las paredes había varias fotografías enmarcadas de lady Avery, con collares de perlas y expresión soñadora, fotografías de años atrás, antes de que decidiera hacerse unos cuantos retoques. En su opinión, una muy mala idea.
–¿Está todo listo para la llegada de nuestro huésped? –le había preguntado con aspereza.
–Sí, lady Avery.
–Asegúrate de aromatizar con lavanda la ropa de cama de la habitación de invitados –le ordenó su señora–. Y no te olvides, cuando vayas a vestir la cama, de ponerle las sábanas con nuestras iniciales bordadas.
–Sí, lady Avery.
–De hecho… –su señora se quedó callada, como pensativa–. Tal vez lo mejor sea que vayas al pueblo y compres un edredón nuevo.
–¿Cómo? ¿Ahora?
–Sí, ahora mismo –respondió lady Avery, tamborileando impaciente con sus uñas pintadas de escarlata–. No queremos que el signor De Gennaro se queje de haber pasado frío por la noche, ¿verdad?
–Por supuesto que no, lady Avery.
Esa compra de último minuto era la razón por la que Molly no había estado presente para saludar al magnate italiano a su llegada. De hecho, a la vuelta de su expedición al pueblo, cargada con el voluminoso edredón de plumas de ganso, se había encontrado con que no había nadie en la casa. En la habitación de invitados solo la maleta abierta sobre la cama y unas cuantas prendas desperdigadas indicaban que Salvio de Gennaro había llegado. Debía de haber salido con los Avery. Mejor, así podría vestir la cama tranquilamente, se había dicho, poniéndose a la tarea.
Al terminar había bajado a la cocina, y en ese momento, cuando iba a tomar otro pedacito de tarta, oyó que se abría la puerta detrás de ella, dejando entrar una ráfaga de aire frío, que se cerraba de un portazo, y al volverse se encontró con un hombre que solo podía ser el invitado de los Avery.
El corazón le martilleaba con fuerza contra las costillas. Era el hombre más perfecto que había visto jamás. Al darse cuenta de que se había quedado con la boca abierta, se apresuró a cerrarla. El desconocido permaneció allí plantado, con el pelo oscuro mojado y revuelto y las piernas salpicadas de barro. La camiseta de tirantes y los pantalones cortos de chándal que llevaba, y que estaban empapados, no parecían la mejor opción para un crudo día de invierno como aquel, pero Molly no pudo evitar fijarse también en el tono aceitunado de su piel y en su atlético físico.
Tragó saliva. Nunca había visto a un hombre tan guapo. La camiseta de tirantes pegada al torso dejaba entrever a la perfección cada uno de sus músculos y tendones, como si alguien los hubiera pintado sobre ella con un fino pincel. Y esas caderas estrechas y esos muslos que parecían los de una escultura… Cuando alzó la vista y sus ojos se encontraron, se puso roja hasta las orejas. Dejó el plato en la mesa y se levantó, preguntándose por qué de repente le parecía como si el suelo estuviese tambaleándose bajo sus pies.
–Lo… –parpadeó aturdida antes de volver a empezar–. Lo siento; es que no esperaba a nadie…
–Salta a la vista –contestó él, sarcástico, bajando brevemente la vista al plato.
–Usted debe de ser… debe de ser el signor De Gennaro. ¿Me equivoco?
–No, no se equivoca –contestó él, enarcando las cejas–. Discúlpeme; parece que la he interrumpido en medio del tentempié que se estaba tomando.
Aunque su inglés era impecable, su seductor acento la turbaba casi tanto como su físico.
–¿Puedo hacer algo por usted? –le preguntó Molly educadamente–. Me temo que lord y lady Avery han salido, y no sé a qué hora regresarán.
–Lo sé –respondió él–. Si pudiera darme un vaso de agua y una taza de café, se lo agradecería.
–Claro. ¿Cómo toma el café?
De Gennaro esbozó una sonrisa.
–Solo. Sin azúcar. Grazie.
–Se lo prepararé enseguida y se lo subiré a su habitación –le dijo Molly.
–No hace falta; esperaré aquí –replicó él.
Molly habría preferido que subiese a su habitación. Le preocupaba que se fijase en el sudor que le perlaba la frente, o en cómo se le marcaban de repente los pezones bajo el feo uniforme azul marino que lady Avery había insistido en que se pusiera.
Habría querido decirle que la estaba haciendo sentir incómoda, allí plantado, mirándola, como una estatua, pero por suerte no tuvo que hacerlo. Como si le hubiese leído el pensamiento, Salvio de Gennaro se alejó hasta la ventana. Molly se fijó en que cojeaba un poco de la pierna derecha. ¿Se habría hecho daño corriendo? ¿Debería preguntarle si necesitaba vendas, o algo? Mejor no. Si necesitara cualquier otra cosa, ya se lo pediría él.
Se notaba un mechón de pelo suelto haciéndole cosquillas en la nuca. Si hubiera tenido tiempo para arreglarse un poco antes de que apareciera… Y, si la hubiera encontrado leyendo una novela y no comiendo tarta, le habría parecido una chica interesante, y no una glotona con algún que otro kilo de más.
–Intentaré tardar lo menos posible –balbució la joven, abriendo un armarito para sacar un vaso y una taza.
–No tengo ninguna prisa –le aseguró él.
Era la verdad. Además, aunque no sabía muy bien por qué, se estaba divirtiendo. Quizá fuera la novedad de estar con una mujer muy distinta de las que poblaban su mundo: una mujer con curvas, una mujer que se sonrojaba cuando la pillaba mirándolo. La observó mientras se movía por la cocina. Su silueta curvilínea le recordaba a las botellas de vino verdicchio alineadas en los estantes del bar en el que había trabajado de chiquillo, barriendo y fregando el suelo.
La joven se dio la vuelta para encender la cafetera que había sobre la isleta central de la cocina, y a Salvio se le secó la garganta al bajar la vista a sus pechos. «¡Madonna mia!», pensó tragando saliva. ¡Qué pechos!
Cuando le dio la espalda para abrir el frigorífico se sintió aliviado porque tenía una erección más que evidente, pero su bonito trasero lo dejó traspuesto. Estaba fantaseando con cómo estaría con esa brillante melena castaña suelta cuando la joven se volvió de nuevo y sus ojos grises se encontraron con los de él.
Salvio sintió como si se hubiera formado electricidad estática en el aire. La joven parecía molesta, pensó divertido, como si estuviera reprendiéndolo por haber estado mirándola de un modo tan insolente. Y se merecía esa reprimenda. ¿Por qué se había quedado mirándola embobado, como habría hecho un adolescente al ver a una mujer hermosa por primera vez?
–¿Es usted la cocinera de los Avery? –inquirió acercándose a la isleta, en un intento de redimirse con aquella pregunta trivial.
–Oficialmente, soy el ama de llaves –contestó ella mientras le servía el café–. Pero en realidad hago un poco de todo. Cocino, limpio, hago la compra, abro la puerta, me aseguro de que a los invitados no les falte nada… –le explicó. Le sirvió también un vaso de agua y lo dejó junto a la taza–. ¿Necesita alguna cosa más?
Salvio sonrió.
–No, pero me gustaría saber cómo se llama.
Ella dio un respingo, como si no le preguntaran su nombre muy a menudo.
–Molly –contestó tímidamente. Tenía una voz tan dulce…–. Molly Miller.
«Molly Miller…». Salvio se sintió tentado de repetirlo en voz alta, pero su conversación se vio interrumpida por la luz de los faros de un coche, que cruzó la cocina a través de la ventana, y el crujido que hacía la gravilla al paso de los neumáticos. Molly dio un respingo.
–Son los Avery –murmuró.
–Sí, deben de ser ellos.
–Será mejor… será mejor que se vaya a su habitación –le dijo ella nerviosa–. Debería estar preparando la cena, y a lady Avery no le hará mucha gracia encontrarlo aquí, charlando conmigo.
Salvio tomó la taza y el vaso de agua y se dirigió a la puerta.
–Grazie mille –le dijo, volviéndose un momento antes de salir.
Y apretó el paso hacia la escalera para no toparse con los Avery en el pasillo.
Ya en su habitación, lo irritó descubrir que no se disipaba el deseo que la joven había despertado en él. Así que, en vez de la ducha caliente que había pensado darse, acabó dándose una ducha fría para intentar apartar de su mente a la dulce y curvilínea ama de llaves y aplacar el exquisito dolor que palpitaba en su entrepierna.
Molly, estas patatas tienen un aspecto horrible. No podemos pedirle al signor De Gennaro que se coma esto. ¿Las has horneado siquiera? ¡Están duras como piedras!
Molly notó cómo se le subían los colores a la cara ante la mirada acusadora de lady Avery. ¿Tan mal estaban? Estaba segura de haberlas horneado el tiempo suficiente. Y antes las había embadurnado bien con grasa de ganso para que salieran doradas y crujientes. Pero no, ahora que las miraba bien, parecía que estaban anémicas.
–No sabe cómo lo siento, lady Avery –se disculpó tomando la fuente–. Volveré a meterlas en el horno y…
–¡Ni hablar! –la cortó su señora–. Acabaríamos de cenar a medianoche y lo último que quiero es irme a la cama con el estómago lleno –dijo irritada–. Y estoy segura de que tú tampoco, ¿verdad, Salvio?
¿Se lo había imaginado, o le había lanzado lady Avery una sonrisa cómplice a su invitado, que estaba sentado al otro lado de la mesa? Había pronunciado su nombre en un tono de lo más empalagoso, y el modo en que estaba mirándolo hizo que a Molly se le revolviera el estómago. No podía ser que lady Avery estuviese sugiriendo que pensaba acostarse con él; no cuando su marido se hallaba sentado a menos de medio metro, pensó.
Sin embargo, le había parecido extraño que lady Avery hubiera bajado a cenar ataviada con un vestido ajustadísimo y muy escotado. Desde que se habían sentado a la mesa no había dejado de flirtear de un modo desvergonzado con su huésped. Suerte que su marido, que tenía veinte años más que ella y que iba ya por la segunda botella de borgoña, parecía ajeno a sus coqueteos.
La cena estaba siendo un desastre, y Molly no comprendía por qué. Era una buena cocinera. Se había pasado años cocinando para su madre y su hermano pequeño con un presupuesto muy limitado. Además, el día que lady Avery la había entrevistado, antes de contratarla, había tenido que preparar una merienda completa –incluido un plum-cake– en solo dos horas, y había pasado aquella prueba sin dificultad alguna.
Hacer una cena para tres personas tampoco debería haber supuesto ninguna complicación para ella, pero no había contado con el efecto que el invitado de los Avery tendría en ella. Después de su inesperada visita a la cocina unas horas atrás, le había costado calmar su corazón desbocado y concentrarse en sus tareas. Estaba como atolondrada y, aunque sonara ridículo, excitada. Recordó un momento en que sus ojos se habían encontrado, y se preguntó si habría sido cosa de su imaginación cuando le había parecido que saltaban chispas entre ellos. Por fuerza tenía que habérselo imaginado; era imposible que un hombre que podría elegir a la mujer que quisiera, pudiese sentir el más mínimo interés por una ingenua chica de provincias que además estaba rellenita. ¡Ni en sueños!
Pero no podía negar que aquel encuentro la había dejado descolocada. Además, cuando él se había marchado de la cocina, se había quedado de lo más alicaída, algo inusual en ella, que siempre intentaba ser optimista, aunque las cosas no le fueran bien. Era de esas personas que siempre veían el vaso medio lleno. Entonces, ¿por qué había pasado el resto de la tarde tan baja de moral?
–¿Molly? ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho?
Molly se puso tensa al ver la ira en los ojos de lady Avery. Las facciones de su invitado se ensombrecieron. Tal vez se estaba preguntando cómo podían haber contratado a un ama de llaves tan desastrosa.
–Lo siento mucho –se apresuró a disculparse con su señora–. Estaba un poco distraída.
–¿Un poco? ¡Pues parece como si llevaras toda la tarde con la cabeza en las nubes! –la increpó lady Avery–. ¡La carne está demasiado hecha, y los entrantes estaban helados!
–Vamos, Sarah; no es para tanto –le dijo Salvio de Gennaro suavemente–. Dale un respiro a la chica.
Molly levantó la cabeza y la comprensión que vio en sus ojos oscuros hizo que una cálida y reconfortante sensación la invadiera. Era como estar sentada junto a una chimenea cuando fuera nevaba, como estar envuelta en una suave manta de cachemira.
Por un momento, lady Avery pareció desconcertada. Tal vez el sutil reproche de su invitado le había hecho darse cuenta de que no daba muy buena imagen echándole un rapapolvo a su ama de llaves delante de él. Quizá por eso le lanzó esa sonrisa algo inquietante.
–Por supuesto. Tienes toda la razón, Salvio. No es para tanto. Después de todo, tampoco es que nos hayamos quedado con hambre, ni nada de eso. Molly siempre nos pone muy bien de comer. En fin, ¡no hay más que mirarla para ver que ella misma es de buen comer! –observó lady Avery con una risotada. Miró a su marido, que estaba roncando suavemente con la cabeza colgando sobre el pecho, y sacudió la cabeza–. Molly, voy a despertar a lord Avery y lo llevaré a la cama. Luego el signor De Gennaro y yo nos sentaremos un rato junto a la chimenea de la biblioteca. Quizá podrías traernos un aperitivo para compensar la cena. No hace falta que te compliques mucho; cualquier cosa de picar servirá –le indicó con una sonrisa forzada–. Y tráenos también otra botella de Château Lafite, ¿quieres?
–Sí, lady Avery.