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Cuando la esposa que lo había abandonado le pidió el divorcio, el multimillonario siciliano Rocco Barberi decidió aprovechar la oportunidad. Nunca habían hablado de su doloroso pasado, pero aquella era la oportunidad perfecta para hacer suya a Nicole y olvidarse de ella para siempre. De modo que le ofreció un trato: si quería rehacer su vida, sería suya en la cama por última vez.
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Seitenzahl: 186
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Sharon Kendrick
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En la cama del siciliano, n.º 2672 - enero 2019
Título original: Bound to the Sicilian’s Bed
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-490-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ROCCO Barberi estaba encolerizado y eso hizo que se detuviera un momento. Porque él no se encolerizaba, él era un hombre frío y calculador. Y sus implacables facciones sicilianas no lo traicionaban nunca, ni un destello de emoción. Sus rivales en los negocios solían decir que hubiera sido un gran jugador de póquer.
Entonces, ¿por qué experimentaba esa ira mientras miraba por el escaparate de aquella tiendecita de objetos de arte en un pueblo de Cornualles?
Él sabía por qué. Por ella, su mujer. Rocco hizo una mueca. Su mujer, de la que vivía separado. La mujer que estaba en la tienda estudiando un jarrón, con los densos rizos oscuros cayendo en cascada por su espalda, destacando la estrecha cintura y la seductora curva de su trasero. La mujer que lo había abandonado sin el menor escrúpulo, sin importarle su reputación o todo lo que había hecho por ella.
Cuando empujó la puerta sonó una campanita y vio que ella levantaba la cabeza. Rocco disfrutó de un breve momento de placer al ver un brillo de incredulidad en los ojos verdes que una vez lo habían hechizado. La oyó contener el aliento y, cuando dejó el jarrón en la estantería, vio que le temblaba la mano.
«Estupendo».
–Rocco –Nicole tragó saliva, llamando su atención hacia el largo y pálido cuello que una vez había cubierto de besos antes de hundir la cara en el suave valle de sus pechos–. ¿Qué… qué haces aquí?
Rocco se mantuvo en silencio para aumentar la tensión, que parecía una nube de tormenta dentro del pequeño local.
–Me has enviado la solicitud de divorcio –respondió por fin–. ¿Qué creías que iba a pasar? ¿Pensabas que te daría la mitad de mi fortuna sin pensarlo dos veces?
Ella se apartó un rizo de la cara, con la timidez de una mujer insegura de su aspecto, y Rocco no estaba preparado para la repentina oleada de deseo que experimentó. ¿Habría puesto más atención en su atuendo de haber sabido que iban a encontrarse, algo más favorecedor que los tejanos gastados y la camisa blanca que ocultaba sus generosos pechos?
–No, claro que no –respondió ella, en voz baja–. Pero pensé…
–¿Qué? –la interrumpió Rocco.
–Que me avisarías antes de venir.
–¿Como hiciste tú cuando me abandonaste?
–Rocco…
–¿O cuando tu abogado me envió los papeles la semana pasada? Ni siquiera tuviste la cortesía de llamar por teléfono para decirme que ibas a pedir el divorcio. Y, naturalmente, eso me hizo pensar que te gustaban las sorpresas. ¿No es así, Nicole? Por eso estoy aquí, para darte una sorpresa.
Nicole empezaba a marearse y no solo por las acusaciones de su marido. No había visto a Rocco Barberi en dos años y, sin embargo, el impacto de su presencia era tan devastador como siempre. Tal vez más aún.
Había olvidado que era capaz de dominar todo a su alrededor, hacer que cualquier habitación pareciese pequeña cuando entraba. Lo había olvidado porque tenía que olvidar al hombre al que había amado, el hombre que solo le había puesto una alianza en el dedo para cumplir con su deber.
Tal vez había sido una ingenua por esperar algo más profundo cuando su relación había estado condenada desde el principio, porque ese tipo de relaciones siempre lo estaban. Hombre rico, mujer pobre. Sí, estaba muy bien en teoría, pero en la práctica…
Recordó entonces los morbosos titulares. Había sido una gran historia en su momento: Multimillonario siciliano se casa con limpiadora. Y luego el inevitable: El fracaso del matrimonio de cuento de hadas.
Todo había terminado tan abruptamente como empezó. Se había alejado de él porque necesitaba hacerlo. Las diferencias que existían entre ellos los habían distanciado y ella sabía que no había marcha atrás. Cuando perdió el hijo que esperaba ya no había ninguna razón para que volviesen a intentarlo. Tenía que alejarse para sobrevivir.
Se había dicho eso a sí misma una y otra vez cuando se marchó de Sicilia. Al principio cada doloroso minuto le había parecido una eternidad, pero los días se convirtieron en semanas y meses. No había respondido a las llamadas de Rocco ni a sus cartas porque sabía que esa era la única manera de olvidarse de él, aunque entonces le había parecido una tortura. Cuando los meses se convirtieron en años pensó que Rocco había aceptado que estaban mejor separados, como ella. Y, sin embargo, allí estaba. En su tienda y en su vida. Era como si una garra le apretase el corazón, devolviéndola al pasado.
Pero debía concentrarse en la realidad, no en el cuento de hadas que no había existido nunca. Cuando el influyente multimillonario siciliano, que la había tratado como si fuera una propiedad que se había visto forzado a adquirir contra su voluntad, dictaba hasta qué ropa debía ponerse.
El traje de chaqueta oscuro destacaba su físico atlético y la anchura de sus hombros. Nicole tuvo que tragar saliva al ver el contraste de la inmaculada camisa blanca con su bronceada piel.
¿Creía haberse vuelto inmune a él en esos años? Por supuesto que sí, porque la esperanza era una emoción que desafiaba a la lógica y hacía que te levantases cada mañana por sombrío que pareciese el mundo. Sin embargo, Rocco parecía más imponente que nunca, como si su ausencia hubiera añadido otra dimensión a su poderosa sexualidad.
Su piel morena y esos preciosos ojos azules, unos ojos que podían inmovilizarte con una sola mirada, que podían desnudarte en un segundo antes de hacer esa tarea con las manos.
La última vez que lo vio, el dolor y el vacío no dejaban sitio para nada más. Pero ahora…
Era como si Rocco hubiera despertado sus sentidos sin intentarlo siquiera. De repente, sentía un cosquilleo en los pechos, un río de ardiente lava entre las piernas. Su cuerpo parecía haber despertado a la vida haciendo que se pusiera colorada. Pero esos pensamientos solo eran una distracción y una pérdida de tiempo. Era absurdo desear a Rocco. Ella no era nada para él y nunca lo había sido. Solo la mujer con la que se casó y que no pudo darle el hijo que esperaba. Todo había terminado. En realidad, no había empezado nunca, de modo que no tenía sentido prolongar su matrimonio.
–¿Qué puedo hacer por ti? –le preguntó, intentando controlar su expresión–. No sé qué podrías querer discutir conmigo, pero sea lo que sea, ¿no sería mejor hacerlo a través de los abogados?
–Estoy aquí porque creo que podemos hacernos un favor el uno al otro.
Ella lo estudió, recelosa.
–No entiendo. Estamos separados y la gente separada no se hace favores.
Rocco se pasó la yema del pulgar por el labio inferior. Sabía que mucha gente describiría lo que estaba a punto de hacer como un chantaje emocional, pero le daba igual. ¿No se lo merecía su traidora esposa? ¿No había llegado el momento de hacerle ver que no se traicionaba a Rocco Barberi a menos que se estuviera dispuesto a pagar por ello? Por eso estaba allí, para decirle exactamente lo que quería, sabiendo que se vería obligada a concederle ese deseo si quería el maldito divorcio.
Había pensado que sería muy sencillo, pero no había contado con el deseo. Un deseo que lo había tomado por sorpresa. Se había imaginado que la miraría con la fría imparcialidad con la que miraría a cualquier otra examante porque una vez que has probado varias veces el cuerpo de una mujer el apetito disminuye. Pero no era así.
Se preguntó qué tenía Nicole que lo excitaba de ese modo, tanto que le resultaba difícil pensar en algo que no fuera estar dentro de ella de nuevo, poseyéndola hasta que gritase su nombre. ¿Era porque una vez había llevado su alianza en el dedo y eso era más importante de lo que había creído?
–Necesito que hagas algo por mí –anunció.
–Lo siento, pero estás hablando con la persona equivocada –respondió ella, sacudiendo la cabeza–. No tengo que hacer nada por ti. Vamos a divorciarnos.
–Tal vez sí –dijo él entonces–. O tal vez no.
Nicole lo miró, consternada.
–La ley dice que podemos divorciarnos después de estar dos años separados.
–Sé lo que dice la ley, pero solo se puede obtener el divorcio si las dos partes están de acuerdo –Rocco hizo una pausa–. Piénsalo, Nicole. Necesitas mi consentimiento para romper nuestro matrimonio y yo podría retrasar el proceso durante años.
La innegable amenaza estuvo a punto de hacer que ella saliese corriendo. El instinto le decía que se alejase hasta que no pudiese encontrarla. Pero entonces recordó que el instinto nunca le había servido de nada con Rocco Barberi. Al contrario, la había llevado a sus brazos y a su cama, aunque en su fuero interno sabía que él solo quería sexo.
Pero ya no era esa mujer, esa virgen enamorada que había permitido que su poderoso jefe la sedujese, la víctima de sus expertas caricias, la inocente joven limpiadora que se había creído sus mentiras. La mujer que se había puesto obedientemente las bragas sin entrepierna que él le había comprado en Londres y se había revuelto de placer cuando él introdujo un dedo entre los húmedos pliegues. Incluso había fingido disfrutar del azote de un látigo acariciando sus desnudas nalgas porque quería darle tanto placer como le daba él. Porque había querido complacerlo, ser la amante perfecta con la esperanza de que un día llegase a importarle tanto como Rocco le importaba a ella.
Sin embargo, poco después de entregarle su virginidad, Rocco había empezado a distanciarse, a evitarla en la oficina. De repente, tenía continuos y urgentes viajes de negocios. De hecho, si la naturaleza no hubiese intervenido poniéndolos en el inesperado papel de futuros padres, tal vez no habrían vuelto a verse.
Nicole sacudió la cabeza, diciéndose que todo aquello era el pasado. Las cosas eran diferentes ahora y estaba acostumbrándose a su vida como mujer soltera. Era difícil subsistir con el poco dinero que ganaba en la tiendecita de arte que había abierto con una beca del Ayuntamiento, pero al menos estaba haciendo realidad su sueño en lugar de vivir una pesadilla.
No necesitaba a Rocco Barberi, ni sus millones ni su frío corazón, de modo que levantó la cabeza para mirarlo directamente a los ojos.
–¿Y por qué no ibas a dar tu consentimiento cuando los dos sabemos que nuestro matrimonio está roto?
–¿Es por eso por lo que nunca respondiste a mis cartas? ¿Porque habías tomado esa decisión sin contar conmigo?
–Tú lo sabías tan bien como yo –replicó ella–. No tenía sentido alargarlo más.
Él iba a responder cuando sonó la campanilla de la puerta y una mujer de mediana edad entró en la tienda. ¿Habría notado la tensión en el ambiente? ¿Era por eso por lo que miraba insegura de uno a otro?
–Lo siento –se disculpó automáticamente–. Yo quería…
–Está cerrado –la interrumpió Rocco.
Nicole iba a protestar, pero era demasiado tarde porque la mujer había salido de la tienda murmurando una apresurada disculpa. Y entonces se volvió hacia él, con sus ojos de color esmeralda echando chispas.
–¡No puedes hacer eso! –exclamó, indignada–. ¡No puedes entrar en mi tienda y ordenarles a mis clientes que se marchen!
–Acabo de hacerlo –dijo él, sin disculparse–. Así que deja que te explique esto con cuidado para que no haya malentendidos. Tienes una alternativa, Nicole. O le doy la vuelta al cartel ahora o aceptas verme cuando cierres la tienda. Porque no quiero más interrupciones mientras te hago mi proposición.
–¿Proposición?
–Eso es lo que he dicho.
–¿Y si me niego?
–¿Por qué ibas a negarte? Quieres tu libertad, ¿no? La preciosa libertad que es tan importante para ti. Por eso podría interesarte… darme ese capricho.
Su voz seguía teniendo ese tono aterciopelado que siempre la había empujado a sus brazos para besarlo.
Pero ya no. Daba igual que su cuerpo anhelase sentirse cerca de él. Tenía que luchar contra esa atracción con todas las fibras de su ser.
Además, tenía razón. No era muy profesional que los clientes la viesen discutiendo con alguien en la tienda. No pasaría nada por escucharlo, por darle ese capricho para recuperar su libertad.
–Muy bien –dijo por fin, suspirando–. ¿Qué tal si tomamos algo cuando cierre la tienda? En el muelle hay un café con un toldo rojo y blanco. Nos veremos allí.
–No quiero que hablemos en un sitio público –se apresuró a decir él–. Quiero ir a tu apartamento para ver el sitio por el que cambiaste tu casa de Sicilia.
Nicole estuvo a punto de decirle que el lujoso complejo Barberi había sido más una prisión que un hogar, pero no tenía sentido. Sería mejor mostrarle el sitio en el que vivía. Tal vez así Rocco entendería que el dinero y los privilegios no significaban nada para ella cuando estaba en juego su paz interior.
–Vivo en un estudio sobre el salón de té de Greystone Road. En el número treinta y siete –le dijo, a regañadientes–. Pero no vayas antes de las siete.
–Capisce –asintió él.
Iba a salir de la tienda, pero se detuvo frente a una pequeña exposición de cerámica y tomó una de las piezas para estudiarla de cerca. Era una jarra de terracota con un asa en forma de rama retorcida, como la de un limonero, y varios limones pintados sobre un fondo azul, una representación artística del mar.
Rocco la estudió atentamente antes de volverse para mirarla a los ojos.
–Es bonita –le dijo–. Me recuerda a Sicilia.
Ella asintió, apretando los labios.
–Eso fue lo que me inspiró.
–Tal vez debería comprarla. Tengo la impresión de que necesitas clientes.
–Sobre todo cuando tú te encargas de espantar a los que entran. Pero esa jarra no está en venta –replicó Nicole, señalando la pegatina roja.
No era verdad, aunque nunca había estado en venta. Era la última pieza de una colección que había hecho cuando volvió de Sicilia con el corazón roto. La colección que mejor había vendido, pero no iba a contárselo. Como no iba a hablarle de la ranita para bebés que había comprado después de hacerse la primera ecografía, que estaba guardada en la cómoda de su dormitorio. Pensaba vender la jarra en cuanto hubiera conseguido el divorcio, pero nunca podría deshacerse de esa prenda.
Rocco dejó la jarra sin dejar de mirarla con esos increíbles ojos de color azul zafiro. Era el hombre más atractivo que había conocido nunca y eso no había cambiado. Aún podía hacer que se le acelerase el corazón, aún podía hacerla temblar y que sus pechos se hinchasen bajo el sujetador mientras recordaba el momento más amargo de su vida y el miedo de no poder recuperarse nunca.
Pero se había recuperado y lo había hecho sin él porque no estaban hechos el uno para el otro. Había aceptado eso y era hora de que Rocco lo aceptase también.
Y quería que saliera de su tienda antes de que el dolor que crecía dentro de ella asomase a sus ojos. Antes de disolverse en amargas lágrimas al recordar todo lo que había perdido.
DESPUÉS de dos tazas de té y un serio recordatorio de que poniéndose emotiva no conseguiría nada, Nicole intentó mantener la calma cuando por fin salió de la tienda y encontró a Rocco esperando en la puerta de su apartamento.
Sabía que dejarse llevar por los tristes recuerdos no servía de nada, que debía mantener la calma, pero tal vez eso era imposible con un hombre como Rocco.
Parecía tan fuera de lugar en la estrecha calle, tan alto, oscuro y poderoso en contraste con las pintorescas casitas que lo rodeaban. Frente a las jardineras llenas de flores, su marido era una figura imponente, inmóvil.
Y se le aceleró el corazón mientras se acercaba a él.
Un grupo de gente salía del salón de té que había debajo de su apartamento, mezclándose con los que paseaban por la calle. Todos se volvían para mirar a Rocco, hombres y mujeres, como sorprendidos por el solemne desconocido. Aunque era el presidente de una importantísima empresa farmacéutica, y uno de los hombres más ricos del mundo, Nicole sospechaba que hubiese atraído la misma atención aunque no poseyera nada.
Y no debía olvidar eso. No debía olvidar que, a pesar de los dolorosos recuerdos, seguía siendo tan susceptible ante Rocco como cualquier mujer.
Y él podía volver a hacerle daño.
Los ojos de color zafiro estaban clavados en ella y Nicole se sintió ridículamente tímida.
–Has llegado temprano –le dijo, mientras buscaba las llaves en el bolso.
–Ya sabes cómo soy –bromeó él–. Siempre impaciente.
–Entonces será mejor que subamos.
Rocco se apartó para dejarla pasar, respirando su aroma mientras abría la puerta, un aroma que no tenía nada que ver con el perfume. Era su propia esencia, que una vez le había parecido embriagadora.
Seguía siendo así, y eso era algo que no había esperado en absoluto. Pero Nicole tenía un talento especial para despertar en él emociones inesperadas. Casi tres años antes había caído rendido ante el provocador brillo de sus ojos verdes. Se había saltado todas sus normas cuando la conoció porque… aún no sabía por qué. Tal vez había perdido la cabeza por esas abundantes curvas, que le daban un aspecto irresistiblemente femenino.
Cuando la sedujo pensó que era una mujer con experiencia. ¿Por qué no iba a pensarlo cuando había tonteado con él desde su primer encuentro? Sin embargo, no la había tocado hasta la cuarta cita, algo inaudito en él. Sabía que Nicole lo deseaba, pero había hecho un esfuerzo para contenerse. Aún no sabía por qué. Tal vez solo había querido retrasar en lo posible la gratificación para preservar ese delicioso ardor que tanto lo excitaba.
Pero cuando descubrió que era virgen todo se había puesto patas arriba. La intimidad con Nicole Watson había eclipsado cualquier otro encuentro sexual y Rocco sintió la tentación de tomarla entre sus brazos para ver si era tan excitante como recordaba. Quería perderse en su cuerpo, tan suave y femenino, y entrar en la húmeda cueva que siempre lo recibía con ansia.
Pero ella había desertado de él.
Ese recuerdo fue suficiente para disolver el deseo mientras la seguía por la desvencijada escalera de madera, incapaz de contener un gesto de desprecio cuando entró en un abarrotado salón. ¿Una Barberi viviendo en un sitio como aquel? Hasta un criado habría tenido un aposento mejor.
Rocco miró a su alrededor. Era diminuto, con un viejo sofá cubierto por una tela de colores, un viejo sillón, una anticuada estufa eléctrica y un arco que llevaba a una minúscula cocina. Y nada más.
Había una fotografía de su madre en la pared, pero ninguna de él. Rocco apretó los labios. ¿De verdad había pensado que conservaría alguna foto suya? Tal vez una de los dos en la puerta de la catedral siciliana el día que se casaron, el velo de tul blanco flotando sobre los rizos oscuros de Nicole y su estómago plano escondiendo un embarazo de varias semanas.
Se preguntó entonces qué lo había hecho pensar en ese tema tabú, pero apartó esa imagen de su mente mientras miraba a la mujer que estaba frente a él, pensando en lo diferente que parecía.
Nada de joyas, ninguna de las elegantes prendas con las que había llenado su vestidor. Al contrario, tejanos y grandes aros plateados entre los oscuros rizos, el aspecto bohemio que siempre le había gustado.
Un atuendo que le parecía atractivo para una amante, pero no para la esposa de un Barberi.
–¿Qué querías pedirme, Rocco? –le preguntó ella, apretando los labios.
Él hizo una mueca. La había sacado de la pobreza y le había dado una vida mejor. Le había enseñado todo: cómo debía vestir, cómo debía comportarse, cuándo debía hablar y cuándo debía guardar silencio. Y ella lo trataba con la impaciencia con la que trataría a un vendedor ambulante.
–¿Ni siquiera vas a ofrecerme un café?
–No tengo tiempo… y no sabía que pensabas quedarte un rato –replicó ella–. ¿Qué tenías que decirme?
Rocco se sentó en el brazo del sofá y estiró sus largas piernas.
–Necesito que hagas un papel… durante un tiempo.
–¿Un papel? –repitió ella–. ¿De qué estás hablando?
–El papel de mi esposa. O, más bien, la esposa con la que me he reconciliado.
–¿Estás loco?