En sus brazos - Yvonne Lindsay - E-Book
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En sus brazos E-Book

YVONNE LINDSAY

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Beschreibung

Debido a la maldición de su familia, el magnate Reynard del Castillo se vio obligado a comprometerse con una mujer con la que nunca se hubiera casado, Sara Woodville. Sara era hermosa, pero superficial, y no había una verdadera atracción entre ellos. Sin embargo, un día la besó y encontró a una mujer totalmente diferente, una mujer que le despertaba una pasión primitiva, una mujer que… no era Sara. En realidad, la hermana gemela de Sara, Rina, accedió a hacerse pasar por su hermana de forma temporal, pero jamás pensó que llegaría a enamorarse de su apuesto prometido.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Dolce Vita Trust.

Todos los derechos reservados.

EN SUS BRAZOS, N.º 1802 - agosto 2011

Título original: Stand-in Bride’s Seduction

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-679-5

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Promoción

Capítulo Uno

–¡Rina! ¡Estoy aquí!

Sarina Woodville se volvió y una gran sonrisa se dibujó en sus labios. La roja cabellera de su hermana era inconfundible entre la multitud que esperaba en la zona de llegadas. No había tenido ningún problema al pasar por la aduana, lo cual era de agradecer a esas alturas del viaje. Arrastrando la maleta, se abrió paso hasta su hermana, que la esperaba con los brazos abiertos.

–Me alegro mucho de verte –dijo Rina.

–¿Qué tal el viaje? Supongo que mal. Cuánto tiempo, ¿verdad? –dijo Sara, sin esperar una respuesta.

A pesar de la alegría que la embargaba, Rina reparó en la cara de cansancio de su hermana y en sus oscuras ojeras.

–¿Sara, estás bien? ¿Seguro que no te importa que me quede contigo?

Realmente esperaba que su hermana no hubiera cambiado de idea. Sara la había invitado a pasar unos días en su casa de Isla Sagrado nada más enterarse de la abrupta ruptura de su compromiso, y Rina había aprovechado la oportunidad para escapar un tiempo. Sin embargo, tampoco quería ser un estorbo. Sara acababa de comprometerse con un hombre llamado Reynard del Castillo.

A Rina le parecía un nombre un tanto pretencioso, pero, según le había dicho Sara, la familia era prácticamente de la realeza en aquella diminuta isla república del Mediterráneo. Después de una exitosa gira por Francia, Sara había participado en varias exhibiciones ecuestres patrocinadas por los del Castillo y en poco tiempo sus emails se habían llenado de alabanzas para la hermosa isla y también para los hombres que en ella vivían. Un día había mencionado a un tal Reynard del Castillo y a partir de ahí todo había sido muy rápido. El compromiso, no obstante, los había tomado un poco por sorpresa.

El tal Reynard debía de ser un hombre muy particular, pues su hermana Sara no era fácil de cazar.

–Vamos a tomarnos un café y charlamos un poco –dijo Sara, esbozando una débil sonrisa.

–¿No podemos hablar de camino a tu casa? –preguntó Rina, confundida.

En ese momento lo que más deseaba era darse una ducha, tomar algo caliente y dormir diez o doce horas. No volvería a sentirse como una persona hasta la mañana siguiente. El viaje desde Nueva Zelanda a Isla Sagrado, con todas sus escalas y cambios de avión, le había llevado más de treinta y siete horas, y todavía no había terminado.

–Es un poco complicado y no tengo mucho tiempo –dijo Sara–. Lo siento mucho. Te lo explicaré luego. Te lo prometo, pero ahora mismo tengo que volver a Francia.

–¿Qué? –a Rina se le cayó el corazón a los pies.

Sabía que Sara había ido a visitar a unos amigos que vivían en el sur de Francia poco tiempo antes; gente a la que había conocido en una de las exhibiciones. Sin embargo, su regreso a Isla Sagrado estaba previsto para ese mismo día. Lo habían planeado así, para llegar a la isla al mismo tiempo.

–¿Volver a Francia? ¿Pero no acabas de llegar?

Sara asintió con la cabeza, esquivando la mirada de su hermana.

–Sí, pero todavía no estoy preparada para volver aquí. Pensaba que sí lo estaría, pero necesito más tiempo. Toma –sacó un sobre del bolso y se lo dio a Rina–. Te escribí esto por si no nos encontrábamos esta tarde. Mira… Lo siento mucho. Ojalá tuviera algo más de tiempo. Sé que has venido porque necesitabas mi apoyo, pero yo necesito tu ayuda. Te lo he escrito todo en esta carta y te prometo que volveré tan pronto como resuelva un par de asuntos pendientes. Ve a la casa de campo. Ahí dentro tienes la llave. Ponte cómoda, y cuando yo vuelva, tendremos una buena sesión de cotilleo, como en los viejos tiempos. Y nos quitaremos todas las preocupaciones, ¿de acuerdo?

De repente los altavoces vibraron con la última llamada para los pasajeros del vuelo con destino a Perpignan.

–Oh, ése es el mío. Lo siento mucho, hermanita –dijo Sara, llamándola por el apodo cariñoso que solía usar cuando quería convencerla de algo–. Sé que te dije que estaría aquí para ti, pero… –se levantó de la silla y le dio un abrazo–. Te compensaré. Te lo prometo. ¡Te quiero mucho!

Un segundo después ya no estaba allí.

Atónita, Rina la vio alejarse en dirección a la puerta de embarque.

Sara se había ido de verdad; la había abandonado el primer día.

Sin darse cuenta, Rina cerró los puños y arrugó el sobre que tenía en las manos. El ruido del papel la hizo darse cuenta de que allí estaba la respuesta, la única que podía conseguir en ese momento.

Era más pesado de lo que esperaba. Dentro había una carta y una llave; y algo más que lanzaba unos brillantes destellos… Dándole la vuelta al sobre, dejó que todo cayera sobre la mesa. El misterioso objeto aterrizó con un ruido metálico. Conteniendo el aliento, Rina lo tomó de la mesa. Era un enorme diamante engastado en un fino anillo de platino; muy típico de Sara. Sólo ella hubiera podido meter algo tan valioso en un sobre de papel. Rina sintió la vieja exasperación que siempre la invadía ante la inconsciencia de su hermana. Desdobló la carta y, mientras la leía, sus dedos se cerraron alrededor del anillo.

Querida Rina, siento no poder estar ahí contigo. Sé que son momentos difíciles para ti, pero por lo menos estás lejos de él, y puedes tomarte un tiempo para recuperarte. El problema es que creo que he cometido un gran error y necesito algo de tiempo para pensar y tomar una decisión, pues no sé si estoy haciendo lo correcto. Por favor, ¿puedes hacerte pasar por mí durante unos días mientras yo resuelvo unas cuantas cosas? Sólo tienes que ponerte mi anillo de compromiso y mi ropa, ya sabes, como solíamos hacer cuando éramos pequeñas; bueno, cuando tú eras pequeña, pues yo no sé si he dejado de serlo.

Sara continuaba la carta dándole unos cuantos consejos sobre Reynard; cuándo se habían conocido, cuál era su bebida favorita, qué lugares habían visitado… Aunque estuviera exhausta y sorprendida, Rina no pudo evitar sentir una ola de rabia que salía de lo más profundo de su ser. ¿Cómo se atrevía Sara a pedirle algo así? Rina arrugó la carta. Las palabras que acababa de leer se habían grabado con fuego en su mente.

«Creo que he cometido un gran error».

Había oído casi las mismas palabras la última vez, pero no había sido su hermana quien las había dicho, sino su ex, Jacob. A pesar del calor que había en la terminal, Rina sintió un frío inefable y terrible. De repente había vuelto a estar en aquel restaurante; su favorito, sentada enfrente del hombre con el que había planeado pasar el resto de su vida, oyendo cómo le decía que se había enamorado de otra mujer, que llevaba meses posponiendo el momento, y que por miedo había esperado hasta el último momento para decírselo, una semana antes de la boda… Rina sacudió la cabeza y trató de ahuyentar las imágenes que la atormentaban. Después de sufrir las consecuencias del engaño de Jacob, la idea de engañar a alguien se le hacía insoportable.

No estaba dispuesta a hacer algo así, de ninguna manera. Volvió a meterlo todo en el sobre y se lo guardó en el bolso. Se puso en pie, agarró el tirador de la maleta y echó a andar, arrastrándola tras de sí. Tenía que buscar un taxi, ir a la casa de campo, darse una ducha, vestirse y buscar al tal Reynard del Castillo para decirle lo que su hermana no se atrevía a contarle. Nadie se merecía que le mintieran de esa manera. Nadie.

Reynard del Castillo examinó el informe que llevaba seis meses sobre su escritorio. Lo había dejado allí para no olvidar a las oportunistas que solían utilizar a su familia como trampolín hacia el éxito.

Abrió el documento y miró el nombre que estaba señalado en negrita. Estella Martínez. Había trabajado para él, en ese mismo despacho; vivaz, hermosa, inteligente… Casi había sucumbido a la tentación de tener una aventura con ella. Casi… Por suerte, el instinto y el sentido común habían prevalecido. Algo le había dicho que ella no era lo que aparentaba ser y al final no se había equivocado. Estella había intentado hacerle una escena delante de varios empleados. Había intentado hacer ver que él se estaba tomando libertades que no le correspondían. Le había acusado de acoso y había tratado de chantajearle con la amenaza de hacerlo público. Sin embargo, él no era de los que se dejaban amedrentar y al final sus acusaciones y amenazas se habían ido al traste.

Estella Martínez había tenido su patético momento de gloria… en los tribunales. Él había usado todos sus contactos y el peso de su apellido para aplastarla como a una mosca, y lo había conseguido. Al final se había librado de la cárcel por muy poco y no había tenido más remedio que aceptar las condiciones que su ejército de abogados le había impuesto, y también la orden de alejamiento que le impedía acercarse a Isla Sagrado o a cualquier miembro de la familia del Castillo, ya estuvieran en la isla o en cualquier otro lugar del mundo. Metió los papeles en el sobre en el que venían y lo introdujo en la trituradora. Estella Martinez era historia.

Aquella experiencia le había dejado un mal sabor de boca, pero Sara Woodwille lo había compensado con creces. Ella no le exigía nada a cambio; justamente como él lo quería, y su compromiso con ella mantenía a raya a su abuelo, que no lo dejaba tranquilo con lo de la maldición de la institutriz. La vieja leyenda de la maldición se remontaba a unos cuantos siglos atrás, a un tiempo de mitos y supersticiones que nada tenía que ver con la realidad. Sin embargo, su abuelo se había obsesionado con ello recientemente y tanto Rey como sus hermanos estaban haciendo todo lo posible por aplacar los miedos del anciano; para quien sus nietos bien podían ser los últimos de la estirpe. El mes anterior el abuelo había sufrido un ataque al corazón y tanto Reynard como sus hermanos, Alexander y Benedict, querían evitarle todos los disgustos posibles. Querían que su abuelo pasara los últimos años de su vida en paz y estaban dispuestos a hacer todo lo que fuera para asegurarle un poco de tranquilidad.

Alex había mantenido una promesa de matrimonio que había hecho veinticinco años antes, cuando no era más que un niño. Rey sonrió al acordarse de su cuñada, Loren. A su regreso a Isla Sagrado parecía tan frágil y femenina; tan joven… ¿Quién pudiera haber adivinado que aquella delicada apariencia escondía un corazón de hierro? Había luchado muy duro por su matrimonio. Había luchado y había ganado. Y, curiosamente, Alex y ella ya no despreciaban la idea de la maldición y parecían más empeñados que nunca en animarles a sentar la cabeza.

Sentar la cabeza… Eso era algo para lo que Reynard todavía no estaba preparado. Sin embargo, su compromiso con Sara cumplía el objetivo principal: ahuyentar los miedos del abuelo. Y en última instancia, eso era todo lo que a él le preocupaba. Estaba dispuesto a todo con tal de proteger a su familia y las mujeres como Estella Martinez recibirían su merecido tantas veces como fuera preciso.

Al salir del aeropuerto de Isla Sagrado, Sarina levantó el rostro hacia el sol brillante. El contraste entre la cálida caricia de sus rayos y la lluvia fría de Nueva Zelanda era casi increíble. No era de extrañar que Sara hubiera elegido quedarse en aquel oasis mediterráneo. Y si todo hubiera salido como había esperado, en ese momento ella misma habría estado no muy lejos de allí, en una isla griega, celebrando su propia luna de miel. Recordaba el día en que había ido a la agencia de viajes con Jacob. Había ojeado los catálogos una y otra vez, en busca del lugar perfecto para iniciar una nueva vida a su lado.

Sin darse cuenta, Rina se frotó el dedo anular de la mano izquierda; una vieja costumbre que no tardaría en quitarse. En su piel sólo quedaba una hendidura y una marca que pronto se borraría para siempre. Echó la cabeza atrás y cerró los ojos para protegerse del sol. Los ojos se le humedecían, a pesar de las gafas de sol.

¿Pero qué importancia tenía que Jacob hubiera preferido a una chica más espontánea y atrevida? Rina contuvo las lágrimas y apretó los labios. Qué ilusa había sido. Pensaba que había elegido a un compañero de vida sosegado y estable, todo lo contrario que sus padres, pero se había equivocado.

Se habría sentido mejor si él se lo hubiera dicho directamente; si le hubiera dicho que ella no era lo que buscaba en lugar de seguir jugando con ella aún habiéndola dejado de amar.

Rina ahuyentó aquellos pensamientos nocivos y juró que no volvería a derramar otra lágrima por aquel hombre que la había traicionado después de más de cinco años de relación.

Ni una sola lágrima más. Tragó en seco. ¿Por qué era tan difícil mantener una promesa?

La multitud de viajeros con los que había llegado ya se había dispersado. Las aceras aledañas a la terminal estaban vacías y la parada de taxis también. Media hora más tarde Rina seguía allí, derritiéndose bajo aquel sol inclemente. El calor aumentaba por momentos y su piel clara, la maldición de las pelirrojas, no aguantaba mucho más. Asfixiada, buscó refugio cerca de un lateral del edificio. Ríos de sudor le corrían por la espalda.

Impaciente, volvió a mirar el reloj; un regalo de Sara. En realidad era la única pieza de joyería frívola que poseía, con su esfera llena de brillantitos y la rutilante pulsera. Por fin apareció un taxi verde y blanco. Asiendo el bolso con fuerza, avanzó hasta la acera.

–A Governess’s Cottage, por favor –dijo, asomándose por la ventanilla.

De repente Rina presenció algo asombroso, casi increíble.

Al bajar del vehículo para recoger su maleta, el taxista se persignó.

¿Acaso había sido su imaginación?

No lo sabía, pero en cualquier caso estaba demasiado cansada como para pensar en algo que no fuera resolver el lío en el que su hermana la había metido.

El taxi se marchó a toda prisa. Sorprendida, Rina lo vio alejarse a toda velocidad. Sólo Dios sabía por qué tenía tanta prisa por marcharse de allí.

Agarró la maleta y atravesó el hermoso portón de hierro situado en el muro de piedra que rodeaba toda la propiedad.

–Pintoresco –dijo para sí, contemplando la centenaria arquitectura del edificio y avanzando hacia el porche frontal. Los peldaños de piedra estaban desgastados por el paso del tiempo.

El yeso color ocre de las paredes, desgarrado aquí y allí, dejaba ver los viejos ladrillos que se escondían debajo. El techo de tejas naranja ofrecía un curioso contraste digno de la mejor acuarela. A lo lejos se oía un teléfono. El estridente sonido se detuvo unos segundos y entonces comenzó a sonar de nuevo. Rina buscó en el bolso y sacó la llave del sobre que le había dado su hermana. La pieza encajaba perfectamente en el cierre y la puerta se abrió suavemente. El teléfono, curiosamente, dejó de sonar una vez más cuando ella cruzó el umbral. Buscó el dormitorio, dejó allí la maleta y fue a darse una ducha rápida. Lo único que ocupaba su mente en ese momento era decírselo todo al prometido de Sara. Sin duda él no podría tomárselo muy mal. Después de todo apenas se conocían y se habían comprometido en un tiempo récord.

Tras una merecida ducha, Rina agarró lo primero que pudo sacar de la maleta, se vistió a toda prisa y se dirigió hacia la sala de estar, donde debía de haber un teléfono.

Diez minutos más tarde había encontrado exactamente lo que necesitaba. Gracias a la facilidad para los idiomas de los habitantes de Isla Sagrado y a la diligencia de la operadora, obtuvo la información que necesitaba con rapidez. Después hizo otra llamada y pidió un taxi.

Cuando llegó por fin a la ciudad costera de Puerto Seguro, estaba hecha un manojo de nervios. ¿Cómo iba a decirle a un completo desconocido que su prometida se había escapado a Francia? Se alisó el vestido con manos temblorosas y se tocó el moño. Lo había fijado con un par de horquillas de piedras color topacio que había encontrado tiradas en una estantería del cuarto de baño; muy típico de Sara.

Al entrar en el edificio que albergaba las oficinas de Reynard del Castillo, miró el directorio y entró en uno de los ascensores. Cuando el aparato empezó a ascender, el estómago le dio un vuelco. No podía dejar de repasar las palabras que le iba a decir una y otra vez. Al salir del ascensor se encontró con un amplio corredor desierto. Un agradable hilo musical brotaba de los altavoces discretamente situados en el techo. Justo al final del pasillo había una enorme puerta de madera con el escudo de la familia del Castillo grabado sobre la superficie.

Rina dio un paso adelante y deslizó las puntas de los dedos sobre la madera tallada. El escudo se componía de tres partes; una espada, una especie de pergamino y un corazón. Abajo había una breve inscripción.

Honor. Verdad. Amor.

Rina tragó en seco. Si el hombre al que estaba a punto de ver se regía por el centenario código de honor de su familia, entonces definitivamente estaba haciendo lo correcto. Decirle la verdad era lo único que podía hacer.

Justo en el momento en que iba a llamar a la puerta, ésta se abrió bruscamente y Rina se topó con un hombre, vestido con un elegante traje sastre color gris. Unas enormes manos cálidas la agarraron de los codos con firmeza, ayudándola a mantener el equilibrio. La joven esbozó una sonrisa y, al levantar la vista, se encontró con un rostro absolutamente perfecto.

El corazón se le aceleró de inmediato. Una frente ancha y bronceada, cejas tupidas y oscuras, ojos color miel, pestañas copiosas y largas, una nariz recta y unos labios tan perfectos que parecían dibujados.

–Gracias a Dios que estás aquí –dijo el desconocido, esbozando una sonrisa. Parecía aliviado.

–Señor del Castillo. Su hermano dice que se reunirá con usted en el hospital –dijo la recepcionista desde detrás de su escritorio.

Rina no tardó en comprender las palabras de la mujer. ¿Señor del Castillo? Aquel hombre, que parecía sacado de la portada de una revista, era Reynard del Castillo, el prometido de su hermana.

Capítulo Dos

Antes de que pudiera comprender lo que estaba ocurriendo, Rina sintió como la agarraban de la mano con fuerza y la conducían de vuelta a los ascensores.

–¡Sara! Llevo horas intentando localizarte en el móvil y también en el teléfono de casa porque no sabía si habías vuelto a la isla. No sé por qué no quisiste darme los datos de tu vuelo. Podría haberte recogido en el aeropuerto. ¿Por qué no me llamaste?

–Yo…

Rina no sabía qué decir. Obviamente Sara debía de haber ignorado sus llamadas.

«Piensa, piensa… ¿Qué diría Sara en este momento?», se dijo a sí misma.

–Lo siento. Perdí el teléfono. Ya me conoces.

–Ahora ya no importa. Lo bueno es que ya estás aquí.

–Pero…

De repente a él le cambió el rostro. Sus ojos, felices y brillantes un momento antes, se oscurecieron.