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Se suponía que el matrimonio era solo de nombre… Mis condiciones estaban claras: una lujosa casa en una isla griega a cambio de que Daisy se convirtiera en la señora de Matteo Dias. ¡Pero entonces mi esposa de conveniencia se presentó en un baile benéfico con una sorprendente propuesta! Ella quería formar una familia, pero yo no podía darle amor. Aun así, me cautivó por completo y reclamar nuestra noche de bodas resultó un delicioso placer. Pero ¿sería capaz de convertirme en el marido que Daisy quería de verdad?
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Seitenzahl: 178
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Kate Hewitt
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Enamorada de mi marido, n.º 2754 - enero 2020
Título original: Claiming My Bride of Convenience
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-040-4
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
DE LAS puertas abiertas del salón de baile salían risas y el tintineo del cristal más fino y caro. Se me aceleró el corazón y se me encogió el estómago. ¿De verdad podía hacerlo?
Sí, tenía que hacerlo porque la alternativa era volver a casa y pasar más años, probablemente muchos más, esperando y dudando.
He de admitir que en ese momento me sentía muy tentada de salir corriendo de ese lujoso hotel situado en la plaza más sofisticada de Atenas y volver a la seguridad de Amanos, pero no. Había llegado demasiado lejos como para salir corriendo como una niña asustada. Era una mujer, una mujer casada, y después de tres años de matrimonio por fin iba a plantarle cara a mi marido… aunque para eso primero tenía que encontrarlo.
Me puse derecha y me estiré el vestido que había comprado esa mañana en una de las boutiques más lujosas de Atenas. Las dependientas se habían mirado conteniendo la risa al oírme tartamudear cuando lo pedí; tenía mucho dinero pero poco conocimiento en cuanto a moda y estilo, y ellas lo habían sabido y se habían asegurado de que yo supiera que lo sabían.
Al verme en un espejo del vestíbulo del hotel me pregunté si el ajustado vestido sin tirantes color rubí era escandaloso o elegante. ¿Le sentaba bien a mi pelo y a mis ojos marrones? «Doña Corriente» me había llamado mi marido una vez y no podía culparlo. Él había querido una mujer que no destacara, que no exigiera, que no supusiera ningún inconveniente, y eso era exactamente lo que había tenido durante tres años. Pero ahora yo quería algo más, algo distinto, y había ido a conseguirlo.
Tomé aliento deseando que mis piernas dejaran de temblar y se movieran. Podía hacerlo. Había llegado hasta ahí, ¿verdad? Había tomado un ferri desde la remota isla en la que había pasado toda mi vida de casada y después un taxi desde Piraeus a Atenas. Había hecho una reserva en ese hotel manejando con torpeza la tarjeta de crédito bajo la desdeñosa mirada de la recepcionista y había logrado comprarme un vestido y unos zapatos yo sola.
Había logrado todo eso a pesar de lo mucho que me había costado. La vida en Amanos era mucho más sencilla y había pasado mucho tiempo sin ir a la ciudad; mucho tiempo sin ver a mi marido, un hombre al que apenas conocía.
Era la esposa de Matteo Dias, uno de los hombres más ricos y despiadados de Europa, además de uno de sus más conocidos playboys.
Incluso ahora, después de los papeles que había firmado y de los votos que había pronunciado, me parecía increíble. Durante los últimos tres años me había despertado cada mañana en una isla paradisíaca, lejos de la desesperación y las penurias de mi antigua vida en Nueva York, y me había parecido un sueño… hasta que había dejado de parecerme suficiente.
De pronto, me invadió cierta aprensión. ¿Estaba siendo poco razonable, avariciosa? ¿Estúpida? Tenía una casa preciosa, tanto dinero que no sabía ni qué hacer con él, y una vida satisfactoria; una vida que era mucho más de lo que nunca había tenido ni en mi infancia en Kentucky ni durante mi breve y desafortunado periodo en Nueva York. ¿De verdad podía pedir más?
Sí podía, porque la alternativa era renunciar al único sueño que había tenido en mi vida.
Ahora, mientras observaba el abarrotado salón de baile desde la puerta, me preguntaba si podría reconocer a mi marido. Había visto su foto en muchas publicaciones, casi siempre acompañado por alguna rubia despampanante, y había leído toda clase de especulaciones en relación a su matrimonio. Había tantos columnistas insistiendo en que no había mujer que pudiera domarlo como otros confirmando que los rumores eran ciertos y el soltero más codiciado de Grecia se había casado en secreto.
Por supuesto, todos tenían razón. Matteo estaba casado, pero yo no lo había domado. Ni siquiera había hablado con él.
Me había fijado en su corto pelo negro, en esos fríos ojos color gris acero y en su impresionante físico. Había recordado cómo, durante los breves momentos que habíamos estado juntos, me había sentido como si me hubiese quitado el aliento, como si solo tuviese que mirarme para que se me olvidara pensar.
–¿Señorita, va a pasar? –me preguntó un camarero con una bandeja de copas de champán.
–Sí –respondí intentando que mi voz sonara lo más firme posible–. Sí, voy a pasar.
Con los hombros hacia atrás y la barbilla bien alta, entré en el salón colmado de lo mejor de la sociedad europea. Nadie me miró y me sorprendió un poco. Incluso con un vestido y unos zapatos que habían costado más de lo que pagaba al mes por el alquiler de mi apartamento en Nueva York, seguía siendo la misma: una don nadie sacada de una cafetería de Nueva York. Una camarera sin pedigrí, sin educación, sin estilo, sin estatus. Doña Corriente.
Seguía siendo la simple Daisy Campbell que, nacida en la zona más humilde de Kentucky, había hecho autostop hasta Nueva York con la cabeza llena de sueños y había espabilado muy pronto.
Me moví entre la multitud esforzándome mucho por mantener la cabeza bien alta. Tres años en una isla remota me hacían sentirme insegura en una situación así. En Amanos me sentía segura, pero ahí todo era distinto. Yo me sentía distinta.
Tenía que encontrar a Matteo lo antes posible, antes de que me diera un ataque de nervios o me rompiera un tobillo con esos tacones.
No me había hecho ilusiones con que se alegrara de verme, aunque al menos esperaba que no se enfadara demasiado. Habíamos llegado a un acuerdo y yo lo estaba rompiendo, pero tres años era mucho tiempo y no podía quedarme en Amanos para siempre, ¿no? Tenía que seguir adelante con mi vida.
Le había dado lo que quería y ahora había llegado el momento de que él me diera lo que yo quería.
–Buena suerte –me dije, y alguien se giró y me miró.
Siempre había tenido el extraño hábito de hablar conmigo misma y tres años en una isla remota no habían ayudado mucho a cambiarlo. Sonreí al desconocido y seguí avanzando.
¿Dónde estaba mi marido?
Y entonces lo vi y me pregunté cómo no lo había visto antes. Estaba en el centro de la sala, destacando por encima del resto de los hombres. Aminoré el paso y el corazón empezó a palpitarme con fuerza. En persona era mucho más impresionante de lo que recordaba.
Me quedé allí un momento mirándolo porque era una belleza, aunque habría preferido que no lo fuera porque sabía que su belleza me distraería y me desestabilizaría y, de hecho, ya lo estaba haciendo. Matteo Dias era un caballero oscuro, poderoso e imponente, con su esmoquin tensándose sobre sus anchos hombros y enfatizando sus largas piernas y su impresionante torso. Incluso desde donde estaba en el otro extremo, podía ver sus ojos grises brillando como la plata y su boca moviéndose mientras hablaba, fascinándome.
Nunca nos habíamos besado y apenas nos habíamos rozado, pero aun así en ese momento me sentí hechizada, atrapada por un magnetismo animal, como si compartiéramos una historia física e íntima. Como si pudiera recordar cómo era tocarlo y saborearlo a pesar de que en realidad no podía.
Nunca me había permitido llegar a imaginarme nada de eso porque nuestro matrimonio no había sido de esa clase. Desde el principio, Matteo había sido muy claro sobre ese aspecto.
Respiré hondo y avancé hacia él.
–Matteo.
Mi voz sonó más fuerte de lo que había pretendido y varias personas se giraron y murmuraron. Me puse roja, pero seguí con la cabeza bien alta como había hecho siempre por muy mal que me hubiera tratado la vida.
–Matteo.
Cuando se giró, por su gesto me quedó claro que no se alegró de verme, y aunque no me sorprendió, me sentí dolida. ¡Qué estúpida! Aun así, intenté disimularlo.
La mujer que tenía al lado ladeó la cabeza y, con una maliciosa carcajada, dijo:
–Matteo, querido, parece que alguien está colada por ti.
–Tenemos que hablar –dije mirándolo fijamente y negándome a dejarme intimidar por las mujeres que lo rodeaban como si fueran una bandada de elegantes cuervos y él su carroña.
–¿Hablar?
Fingió asombro y me di cuenta de que iba a fingir que no me conocía. ¡Ah, no, de eso nada! No después de tres años haciendo lo que él quería.
–Sí, Matteo –sonreí con dulzura, aunque por dentro estaba temblando–. Me recuerdas, ¿verdad? –y forzando la sonrisa aún más, empecé a pronunciar las temidas palabras–: Soy tu mu…
–Aquí no.
Me agarró del brazo y me sacó del salón. Mi marido no solo estaba molesto conmigo; estaba furioso. Y me quedó más claro aún cuando me llevó a una sala privada y cerró la puerta de golpe.
–Daisy –dijo entre dientes–, ¿qué cojones estás haciendo aquí?
Apenas la había reconocido. Era una persona fácil de olvidar, y precisamente por eso me había casado con ella. Solo recordaba su nombre por los ingresos que le hacía en su cuenta bancaria.
–Yo también me alegro de verte –murmuró con un ímpetu que no me había esperado.
–Teníamos un trato –le dije.
–¿El trato de hacerme prisionera en una isla mientras tú te paseas por toda Europa?
–¿Qué? ¿En serio esa es tu versión de los hechos?
–Estamos casados, Matteo.
Me quedé boquiabierto. No me podía creer que estuviera jugando a eso cuando era la que mejor sabía en qué consistía nuestro matrimonio.
–Firmaste el acuerdo, Daisy, y cobraste los cheques. Me dijiste que te parecía bien.
Apretó la mandíbula en un gesto de rebeldía. Nunca la había visto así… aunque, en realidad, prácticamente no la había visto nunca.
–Lo sé, pero han pasado tres años y ahora quiero algo distinto.
–¿Ah, sí?
Había aceptado el trato que le había ofrecido; un trato generoso, considerado y honesto que ella había aceptado, pero estaba claro que iba a tener que recordárselo.
–Así que quieres algo distinto y por eso decides acosarme en una fiesta…
–No te he acosado –contestó ella con brusquedad interrumpiéndome, lo cual nunca hacía nadie–. Leí que se iba a celebrar esta fiesta y decidí venir a buscarte.
–Pues yo a eso lo llamo «acoso».
–Técnicamente, no creo que se pueda acosar a tu propio marido.
–Hazme caso, se puede, sobre todo en un matrimonio como el nuestro.
–Que es precisamente de lo que quiero hablar.
Me lanzó una sonrisa ácidamente dulce antes de cruzar la habitación y sentarse.
–Por cierto, ¿y ese vestido tan espantoso que llevas? –le pregunté sabiendo que estaba siendo grosero y sin importarme lo más mínimo–. Pareces una barra de pintalabios de un color feo.
Ella se sonrojó, pero su mirada no vaciló.
–Ya me imaginaba que esas dependientas me estaban tomando el pelo.
–¿Es que tú no has podido ver por ti misma que no te sienta bien? –aunque por muy horrible que era, sí que le sentaba bien. Mi mirada no pudo evitar sentirse atraída por las esbeltas curvas a las que se aferraba ese vestido escandalosamente ajustado–. ¿Qué es? ¿Cuero sintético?
–No lo sé. Me insistieron en que era el último modelo.
–Pues te han mentido.
No sé por qué, pero me molestó que unas dependientas se hubieran burlado de mi mujer. Por mucho que nuestro matrimonio no fuera como los demás, ella era una Dias.
–Me lo había imaginado –dijo encogiéndose de hombros–. Seguro que les he parecido una completa paleta.
–¿Qué estás haciendo aquí, Daisy?
–¿No querrás decir «qué cojones estás haciendo aquí»?
–Te he hablado así porque estaba sorprendido.
No solía tener la costumbre de justificarme ante nada, pero no sé qué me pasaba con ella que sentí la necesidad de hacerlo.
–Querrás decir «furioso» –enarcó una ceja y sus ojos castaños dorados resplandecieron como topacios. Era una mujer corriente, me dije mientras la observaba. Una mujer completamente olvidable. Pero entonces, ¿por qué no dejaba de mirarla?
–Teníamos un acuerdo –repetí.
–Que te venía bien.
–Y a ti. Casi dos millones de euros. Sabías en qué consistía y dijiste que te parecía bien.
Ella apretó los labios, unos labios sorprendentemente carnosos y rosados, y se cruzó de brazos sobre su pecho que, por alguna razón, no podía dejar de mirar a pesar de lo insignificante que era. Copa B como mucho, pero aun así…
–Bueno, pues ahora quiero modificarlo.
Solté una carcajada.
–Yo no negocio.
–¿Estás seguro?
La miré impactado. ¿De dónde estaba sacando toda esa confianza y seguridad en sí misma?
–Ya conoces los términos. Si quieres que se anule el matrimonio sin mi consentimiento, tendrás que devolver cada euro que has recibido de mí durante los últimos tres años.
Lo cual ascendía a casi dos millones; un millón al inicio y doscientos cincuenta mil euros por cada año que siguiera casada conmigo hasta que mi abuelo muriera. Después, no tendríamos nada que ver el uno con el otro. Se lo había dejado todo muy claro al proponérselo cuando la despidieron de una cafetería de una zona pésima de Manhattan y ella había aceptado sin dudarlo.
–¿A qué viene todo esto, Daisy?
Por un segundo, esa seguridad que estaba mostrando flaqueó. Le temblaron los labios y desvió la mirada.
–¿Tú qué crees?
–¿Qué quieres? Porque dudo que quieras devolver los dos millones de euros que ya te he dado.
–Un millón setecientos cincuenta mil euros –contestó ella recuperando su energía otra vez–. Además, según nuestro acuerdo estaríamos casados un máximo de dos años y ya han pasado tres.
–Y se te ha pagado debidamente.
Y por lo que había visto en la cuenta que le había abierto, ¡se lo había gastado todo!
–¿Qué quieres entonces? ¿Más dinero?
Ella abrió mucho los ojos y separó sus carnosos labios. Con ese vestido rojo parecía una sabrosa y apetecible manzana madura y me desconcertó. La última vez que la había visto llevaba un uniforme de camarera y el pelo recogido en una coleta, y tenía la cara brillante de la grasa de la comida que servía. En absoluto me había resultado apetecible entonces.
–¿Me darías más dinero? –preguntó más con curiosidad que con avaricia.
–No.
Di un paso atrás, alejándome de la tentación. Por muy sorprendentemente atractiva que me estuviese pareciendo ahora, estaba prohibida para mí. Lo último que quería era consumar… y complicar… mi matrimonio. Tenía muchas mujeres entre las que elegir, no la necesitaba a ella.
–Bien, porque tengo suficiente dinero.
–Pues pareces gastarlo en cuanto te lo transfiero a tu cuenta –apunté sarcásticamente–. Aunque no sé en qué te lo puedes gastar viviendo en una isla de unos trescientos habitantes.
–Eso no es asunto tuyo, ¿no crees?
Ahora de pronto tenía cierta mirada de culpabilidad y se había ruborizado. ¿En qué se gastaba el dinero? A lo mejor había redecorado mi villa diez veces, o se había comprado un barco o un helicóptero, o tenía un armario lleno de ropa de diseño. Aunque, viendo el vestido que llevaba, eso último no era muy probable.
–¿Qué es lo que quieres entonces?
Impaciente, miré el reloj. Daisy Campbell, o mejor dicho, Dias, me había quitado quince minutos de mi valioso tiempo y era demasiado.
Ella agachó la cabeza y apretó los labios ligeramente. ¿Intentaba coquetear? Si era así, lo estaba consiguiendo.
El deseo me invadió y aunque me sentí tentado a retroceder para ponerme a salvo, me mantuve firme donde estaba. No me dejaría acobardar por mi simple y corriente esposa.
–¿Y bien?
–Te diré lo que quiero.
Con ese ridículo vestido rojo, su cabello castaño cayéndole sobre los hombros, el rostro ruborizado y la barbilla ladeada con gesto decidido era la encarnación de la terquedad y del deseo.
–Quiero una anulación. Quiero salir de esta farsa de matrimonio. Y para demostrarlo, te devolveré todo el dinero.
VI LA EXPRESIÓN de asombro de Matteo y cómo se tensó su poderoso cuerpo. Estaba claro que no se había esperado algo así. Seguro que pensó que me había gastado todo el dinero que me había dado. Si él supiera…
–¿Y por qué quieres una anulación?
–No es asunto tuyo.
Lo último que quería era exponer mi vulnerabilidad ante ese hombre. Quería salir de ese matrimonio porque quería tener la oportunidad de vivir una vida real, un amor real, y sabía que con Matteo Dias no lo tendría. Y por alguna estúpida razón eso me dolía porque, incluso ahora, cuando estaba siendo tan arrogante, yo deseaba que se hubiera fijado en mí como un hombre se fija en una mujer.
–Claro que es asunto mío. Estamos casados, Daisy.
–No es un matrimonio de verdad.
–Lo es sobre el papel.
–Estoy dispuesta a devolverte el dinero, Matteo. ¿Por qué ibas a oponerte?
Pero yo sabía por qué: porque un hombre como él no permitiría que una mujer le dijese qué hacer. No permitiría que fuese yo quien rompiera el acuerdo.
–Te aseguro que lo he pensado muy detenidamente. No devolvería a la ligera un millón setecientos cincuenta mil dólares.
–¿Cómo puedes seguir teniendo todo ese dinero?
–¿En qué me lo iba a haber gastado? –respondí, aunque no era cierto del todo.
–En serio, Daisy…
–Lo he invertido y los beneficios me permitirán devolvértelo y quedarme algo.
Él sacudió la cabeza lentamente, como si no se pudiera creer que fuera tan lista como para haber hecho algo así, ni tan valiente como para haberle pedido una anulación. Pero yo era ambas cosas y estaba orgullosa de serlo.
–No quiero una anulación –dijo cruzándose de brazos.
–Pues lo siento por ti.
Me fulminó con la mirada. Sabía que no debería haberlo provocado así, pero no iba a tolerar esa actitud despótica.
–Me resulta tremendamente inconveniente que anulemos nuestro matrimonio.
–Oh, querido, cuánto lo siento.
–No hagas esto, Daisy.
–¿Qué tal si tú no te interpones en mi camino?
–¡Esto es ridículo! ¿Qué vas a hacer cuando se anule? ¿Adónde irás?
–La verdad es que tengo intención de seguir en Amanos.
–¿Qué? ¡En mi casa no!
–No, claro que no. Alquilaré una en el pueblo –ya había visto una. Una pequeña casa blanca de un dormitorio.
–Si quieres seguir en Amanos, ¿por qué no puedes seguir casada conmigo?
No respondí y Matteo me miró con recelo.
–¿Has conocido a alguien? ¿Tienes una aventura?
–Tiene gracia que seas tú el que lo diga.
Las aventuras de Matteo plagaban todas las portadas y esa era la razón por la que yo debía ser invisible.
–¿Tienes una aventura, Daisy?
Parecía furioso, lo cual era totalmente injusto.
–Pues no, no la tengo.
Algo en mi tono debió de delatarme porque de pronto me preguntó con cierta comprensión:
–¿Pero te gustaría?
–La verdad es que no. No tengo ningún deseo de tener sórdidas aventuras como tú.
–¿Entonces qué?
–Vamos a centrarnos en la anulación.
–Necesito saber por qué.
–No lo necesitas.
–Sí lo necesito.
Levanté las manos exasperada.
–Matteo, tú no…
–Si no es por una aventura, tiene que ser por algo más.
¿De verdad nunca había contemplado la idea del amor verdadero y no se podía imaginar que yo o cualquier otra persona lo quisiéramos? ¿O acaso le resultaba tan poco atractiva que no se podía imaginar que alguien me quisiera?
–Tengo veintiséis años, Matteo, y algún día quiero tener un matrimonio de verdad. Una familia de verdad.
Oí dolor en mi voz y supe que él lo oyó también. Un bebé… Eso era lo que de verdad quería. Mi propia familia, algo que nunca había tenido.
–¿Una familia? –parecía sorprendido–. ¿Quieres hijos?
–Sí. ¿Tú no?
Se quedó en silencio un momento.
–