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Texto que recoge la obra periodística del escritor español Leopoldo Alas, Clarín, en especial los artículos publicados en El Solfeo entre 1888 y 1892.-
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Seitenzahl: 444
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Leopoldo Alas Clarín
Saga
Ensayos y revistas: 1888 - 1892Original titleEnsayos y revistas: 1888 - 1892
Cover image: Shutterstock Copyright © 1890, 2020 Leopoldo Alas Clarín and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726550269
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 2.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
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No hay más remedio: tienen que ir muñéndose todos, y no por esto hay motivo para ser pesimista, ni vale llamarse a engaño; desde muy niños empezamos a persuadirnos de que somos mortales. ¡Ay! Sí; pero una cosa es creer en la necesidad lógica y ontológica de la muerte, a pesar de las graciosas e ingeniosísimas paradojas de esperanzas de eternidad epitelúrica del pobre Guyau, (que ya se murió también); una cosa es saber que morir tenemos, y otra cosa es ir viendo la muerte, alrededor nuestro, cómo va matándonos la parte de corazón que tenemos desparramada por el mundo, y cómo se va acercando, acercando, afinando la puntería, hasta herir en el misterioso centro en que lo sentimos todo. No hay que ser pesimista, es verdad; digámoslo dando voces para animarnos los unos a los otros, como gritan, para -6- entenderse entre los bramidos de la tempestad, los marineros náufragos que juntan en un solo esfuerzo el valor y la energía de todos para luchar más tiempo con la fuerza inexorable que ha de arrojarlos, a todos también, al abismo. ¡No hay que ser pesimista! No: todo es relativo. La culpa de que nos muramos no la tiene la muerte siquiera, sino la vida. Es más: si sois jinetes bastante diestros para montar a la grupa en las paradojas de Schopenhauer, consolaos con saber que la muerte, en rigor, no existe; que no hay sensación, por dolorosa y extrema que sea, que no sea todavía de la vida: la muerte no se siente. A lo que no puede llegar el ingenio del filósofo es a demostrarnos que no se siente la muerte... de los demás. Y en los demás y en lo demás nos vamos muriendo nosotros, como lo pintó muy a lo vivo el poeta Richepin en unos hermosos versos.
El mismo día que yo tuve noticia de la muerte de Rafael Calvo, se me había muerto a mí un diente. ¡Qué tenía que ver el ilustre actor con mi incisivo! Para los demás, nada; para mí, mucho: eran dos cosas de mi juventud que se iban. Calvo, el ideal romántico del teatro español, que se me iba; algo del alma de mis veinte años, de los entusiasmos de mi poeta interior: el diente... ¡figúrese el lector si un diente tiene algo que ver con la juventud!...
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Pero los que más mueren son los padres. También esto es natural, pero también es muy triste; y por lo mismo es natural. Se nos mueren los padres de la sangre, que lo son, por consiguiente, del corazón; y se nos mueren los padres del espíritu. Cuando se ama bastante las ideas para tenerlas por un tesoro, el alma agradecida recuerda la paternidad de cada una. Morírsele a uno los padres es morírsele, por ejemplo, Víctor Hugo, morírsele García Gutiérrez, cuando se ha sentido en el cerebro algo nuevo leyendo las Odas y baladas o los Cantos del crepúsculo, o viendo El Trovador. Yo confieso que cuando muera Renan, si muere antes que yo, estaré de luto por dentro. Mi gran respeto a ciertos hombres, respeto que ya me han echado en cara, tiene sus hondas raíces en esta paternidad espiritual: para mí Giner de los Ríos es padre de algo de lo que más vale dentro de mi alma; Tolstoi, un ruso que está tan lejos y a quien no veré en mi vida, algo engendró dentro de mí también... Y, como hay padres, hay abuelos de este género: Fray Luis de León es antepasado, estoy seguro, de mis tendencias místico-artísticas; y, en cambio, leyendo a Quintana veo en él un compatriota, pero nada mío, a lo menos por la línea directa.
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¿Que adónde va a dar todo esto? Va a dar a Camús, un muerto que también era padre de algunas cosas mías. Fue mi maestro.
Si queréis que se hable con sinceridad del dolor que causa la muerte de los hombres que merecen necrología, dejad que cada cual recuerde los vínculos que le unieron con los desaparecidos.
Para una elegía clásica o un elogio fúnebre de Academia o de cementerio, el dolor impersonal, los lugares comunes de primera o segunda clase de la Funeraria de las letras; para hablar de la pena verdadera, lo que uno siente, las memorias de las relaciones de corazón y de inteligencia que se hayan tenido con el muerto.
No escribo la biografía ni la apología de Camús. Acabo de leer, en un telegrama, que ha muerto: me llega al alma su muerte: fue mi profesor, tengo algo que recordar de su corazón, de su carácter, de su significación en nuestra cultura, y por eso escribo.
No tengo a mano ningún diccionario biográfico (ni siquiera el libro de las cien mil señas) en que sea probable que esté el nombre de Camús: era de esos literatos que hacen de veras lo que muchos dicen que se debiera hacer, sin hacerlo: despreciar -9- la notoriedad insípida, el aplauso de la multitud. No: no es probable que el nombre de Camús ande en diccionarios. Yo no sé dónde ni cómo nació. Es más: al llamarle Alfredo Adolfo Camús, no estoy seguro de que no debiera llamarle Adolfo Alfredo.
Con estos datos no se escribe una biografía. Pero se puede relatar el cuento de cómo vos conocí, como dice el Cervantes convencional y simpático de El loco de la guardilla al falso Lope de Vega de la misma zarzuela.
La primera noticia que tuve de Camús en este mundo, fue por una traducción de la retórica de Hugo Blair, anotada y ampliada, si no recuerdo mal, por este catedrático español, que primero explicó esta asignatura y después pasó a la Universidad.
A los pocos años le vi en su cátedra de la Central: leía, como decían los antiguos, literatura latina a los estudiantes de un curso, y a los de otro literatura griega.
Era allá por los años de 1871 a 72 (estilo de matrícula). Yo me había hecho abogado en un periquete, aprovechando lo que entonces llamábamos libertad de enseñanza, en mi pueblo, para correr a Madrid a estudiar lo que se denomina filosofía y letras. ¡Hermosa juventud! Salía yo de las tristezas nebulosas de lapenserosa adolescencia, que ve más y presiente mejor que la juventud: entraba en -10- esa edad de renacimiento, confiada, llena de esperanzas, entusiasta; y ponía gran parte de mis amores en las letras, según esperaba que me las enseñasen en Madrid las lumbreras que yo tanto admiraba desde lejos. En el primer año me esperaban Canalejas y Camús. Canalejas representaba a mis ojos toda aquella filosofía de la belleza que yo me figuraba como un dilatadísimo espacio lleno de resplandores. ¡Cuánto había que aprender! Pero todo, todo se estudiaría. Camús representaba las letras clásicas, pero las verdaderas, no las del dómine que había tenido que improvisarse un helenismo que estaba muy lejos de su ánimo, para poder cumplir con las reformas del plan de enseñanza oficial. Mi dómine helenista (que por lo demás era un bendito), ¡cuán aborrecible había hecho para siempre el Ática, y las islas Jónicas, y la severa región de los Dorios, a muchos de mis condiscípulos que ahora son ingenieros, jueces, diputados, y, a pesar de sus dos años de griego, sólo recuerdan algunos signos del alfabeto por sus estudios de matemáticas! A mí, a pesar de haberme pronosticado que pararía con mis huesos en un presidio, por confundir el aoristo segundo con el pretérito imperfecto (que él también confundía), a mí nunca logro hacerme despreciar a Homero el buen dómine; porque yo, tomando por el atajo, me dedicaba a traducir directamente del francés -11- La Iliada y a comparar mi traducción con la de Hermosilla en persona. Pero, huyendo del dómine, fui a Madrid en cuanto despaché con Alfonso el Sabio y la ley Claudio Moyana, y llegué a la cátedra de Camús como un creyente a la Meca.
Camús tenía una leyenda estudiantil, como la tienen todos los profesores que se distinguen por algo. Por lo pronto, había dos Camús: el de la cátedra de literatura latina y el de la cátedra de literatura griega. El primero era el popular, porque en esta clase se mezclaban los estudiantes de Derecho, que eran cientos de diablos, con los estudiantes de Letras, que eran dos docenas de jóvenes estudiosos. Para los más, Camús era el de los chascarrillos, el de los cuentos verdes: se creía que había estudiado tantas antigüedades romanas con el exclusivo objeto de enterarse de la crónica escandalosa de los tiempos de Augusto. La verdad es que él solía decir: -Señores: a mí no me engañan ni Livia ni Augusto, porque sé todo lo que sucede en aquella casa, y crean ustedes que es un escándalo. Estoy en todos los secretos del tocador de aquellos buenos señores, etc., etc.- También se jactaba don Alfredo, y con justo título, de que él podría ser cocinero en la cocina del Emperador romano más delicado de paladar. Para los más, todas estas ingeniosas originalidades del ilustre humanista no eran más que salidas de un excéntrico, -12- que le habían costado muchos años de manejar libros y estudiar museos. Lo que toda esta de la cátedra de Camús significaba, era cosa mucho más profunda: significaba resolver prácticamente, en el mejor sentido, dos de las cuestiones de la pedagogía: una general, otra especial de la enseñanza clásica.
Pero ya hablaremos de esto. Y vuelvo a mis primeras impresiones de la cátedra de Camús.
Una mañana de Octubre de 1871 entraba yo, o creía entrar, en la cátedra de literatura latina de la Universidad Central. Estaba seguro: el aula tenía el número que rezaba el cuadro de la portería; la hora aquella era: allí estaría Camús. ¡Con qué emoción abrí la puerta! Penetré a lo gato por no hacer ruido, por cumplir bien con mi papel de mísero estudiante provinciano, absolutamente insignificante; me senté en un rincón del primer banco, y busqué con los ojos abiertos a lo maravilloso la figura simpática del profesor, de la lumbrera clásica, como pensaba yo. En el sillón del catedrático estaba un joven de poco más de veinte años, moreno, de aventajada estatura, a juzgar por el busto. Hablaba con rapidez y con gesto y acento apasionados; movía mucho los brazos extendidos, -13- y tenía cierta expresión de misterio en la mirada, en las inclinaciones de la cabeza y en el ir y venir de las manos, que a veces tomaban movimientos de alas. Parecía un moro vestido de levita. Lo que decía, también tenía para mí algo de árabe, a lo menos por lo incomprensible: yo entendía las palabras todas o casi todas, pero se me escapaba el sentido de muchas frases, y por completo el de los raciocinios, Comprendí en seguida, sin necesidad de gran perspicacia, que ni aquel era Camús, ni aquello era literatura del Lacio. En efecto: había habido un cambio de horas entre dos clases, y la que tenía enfrente era la Metafísica krausista, explicada por el sustituto de Salmerón, el que hoy es mi queridísimo amigo y siempre maestro (desde aquel día) Urbano González Serrano.
Al día siguiente, algo más temprano, en aquel mismo sitio, en vez del joven de tipo oriental que hablaba de ideas sutilísimas con ademanes de la pasión filosófica, como sienta bien a todo pensador meridional, que lleva el corazón y el temperamento a la dialéctica y es a los filósofos lo que el Jerez a los vinos, merced a la colaboración del sol en el fermento de sus pensares; en vez del krausista extremeño, discípulo del krausista andaluz, vi detrás de la mesa del catedrático un anciano alegre y vivo en gestos y ademanes, de tipo francamente -14- latino, con permiso de Valera; una cabeza digna de una moneda del Imperio.
No hablaba tan de prisa ni con tanta facilidad como el joven filósofo del día anterior; pero la claridad de su discurso era transparente como el cristal: podía pintarse casi todo lo que decía; y el público numeroso de sus alumnos, tiernos bachilleres en artes que se preparaban para ser licenciados en derecho y después comerle un lado a la patria, con justo título y buena fe, aplaudía con sonoras carcajadas la gracia de los conceptos, lo pintoresco y malicioso de la expresión, y hasta la soltura, viveza y plasticidad de los ademanes. No cabía duda: aquel sí que era Camús. Pero lo que explicaba... ¿era literatura latina? A ratos, sí: a ratos, no. Esos partidarios entusiásticos de la integridad de los programas oficiales, que piden a grito pelado, desde las columnas de los periódicos más leídos, que cada catedrático explique, sin dejar una coma, todo el programa de la respectiva asignatura en los ocho meses nominales de cada curso, tendrían un gran disgusto asistiendo a la clase de Camús y viendo cómo solía empezar por el canto de los Salios y el de los hermanos Arvales...; pero no concluir por los autores latinos del Bajo Imperio, ni por los retóricos y gramáticos, ni por la patrología latina, ni por otras materias que en un buen programa, ordenado y completo, -15- diría cualquier pedante como natural coronamiento de un curso que empezase por el pelasgo álalo y acabase por la famosa edad del hierro del latín, según la llaman muchos, Cantú en su Historia de la literatura latina, verbigracia. Camús no podía llegar, ni con mucho, al latín de los Bárbaros, de los Avitos, Epifanios, Isidoros, Fredegarios, Teódulos y Gotescalcos; ni siquiera al de Lactancio, etc.... porque tenía que hablar de otras cosas que le parecían más interesantes, verbigracia, de las tragedias de Shakspeare1 en su relación con las Doce Tablas, del Reisebilder de Heine, de El mágico prodigioso, de Calderón, y de la scortum abominable, y de Poppea y Actea sentimentales y pudibundas en la perdición refinada. Es necesario confesar que no es así como se cumple con el ideal de la instrucción pública, según se le puede ocurrir que deba ser a un redactor de periódico callejero, que probablemente opinará que se debe suprimir el latín hasta del misal.
La cátedra de Camús se parecía al Museum de Juan Pablo, de ese Juan Pablo con quien el perspicaz, pero no siempre tolerante Hipólito Taine, ha sido tan poco justo, no queriendo pesar todo el valor de lo que el crítico francés llama sus extravagancias, las extravagancias que tanto admira el ilustre Carlyle, a quien Taine reconoce la calidad de genio... Camús, sin llegar a tales alturas, iba -16- camino de ellas, en un bellísimo desorden, lejos de los casilleros oficiales de hacer ciencia y literatura por horas y vista ordeñar. Yo creo que el estudiosísimo amigo de los clásicos se echaba esta cuenta: -La mayor parte de los chicos que me oyen, me oyen como quien oye llover: ellos, más inteligentes que el Gobierno, comprenden que ni Festo ni Macrobio les han de sacar de ningún atolladero cuando tengan que hablar, en estrados, del interfecto, o pedir recomendaciones para una plaza por oposición; que ni Palladio ni Sexto Africano son autoridades que se puedan invocar para falsificar unas actas de diputado con arreglo a las prácticas parlamentarias; y que si está de Dios que algún día ellos sean de la comisión de algún negocio de los gordos, o siquiera de algún proyecto de Código, no les valdrá acotar con Ammiano Marcelino, ni con Claudiano, ni con Ausonio. Al lado de estos muchachos, futuros gobernantes de la patria, hay otros pocos que tienen afición a las letras, y aptitud para su cultivo. A estos, lo que más les conviene, lo que más prisa les corre, no es que yo les repita aquí, de memoria, las noticias biográficas y bibliográficas referentes a los cientos de escritores que manejaron el latín, las cuales noticias pueden ellos leer cuando quieran en los mil y cien manuales que las contienen, lo que más prisa les corre es llenar el ánimo de la unción literaria que -17- es indispensable para tener buen gusto y hablar con sentido práctico de las cosas de los artistas de la palabra, de las bellezas de la poesía. Hagamos a estos chicos, ante todo, comulgar en la gran iglesia del arte universal, haciéndoles ver el parentesco de la poesía de todos los tiempos y de todos los pueblos; llenémosles el corazón y la fantasía del entusiasmo estético por todo lo que produjo la humana poesía, y sírvanos de ejemplo para la admiración, hoy la obra de un romano, mañana la de un griego, después la de un alemán o un persa; busquemos y encontremos las infinitas afinidades electivas de los genios poéticos de todos los siglos; y la asociación de ideas y el magnetismo artístico llévennos de polo a polo, saltando siglos y extensas regiones en un momento, en desorden aparente, pero siempre guiados por la lógica de la hermosura, por las relaciones sutiles y delicadas de lo grande y de lo bello, que, pese a la necedad y a la prosa humana, que no entienden de esto, se dan la mano desde lejos, y se parecen cuando no lo parecen, y están siendo lo mismo cuando a los ojos profanos se les antojan más diferentes y separados.
Por esto, o algo semejante que pensaba Camús, se hablaba de El Mercader de Venecia acabando de analizar el latín de hierro de las Doce Tablas; y de la cortesana que tenía a Ovidio desesperado a -18- su puerta una noche entera, se saltaba a un amor al minuto que vislumbró Heine en las alturas del Harz. La explicación de Camús se parecía un poco a la prosa y aun a los versos de Campoamor en lo de ser una verdadera sátura (satyra), en el sentido primitivo de la palabra.
Hay profesores y profesores; y lo que debe esperarse de un retórico oficial que ha dicho en unas oposiciones todo lo que sabe, y que jura por Gil y Zárate o Coll y Vehí, o por la Estética de Hegel o la del mismísimo Jungmann, no es lo mismo que lo que ha de buscarse en un verdadero literato, que lleva a una cátedra su trabajo espontáneo, original, una personalidad artística, un pensamiento que tiene señalados caracteres individuales que le distinguen de los demás pensamientos; en fin, que es una firma. En toda clase de enseñanza hay que distinguir al maestro de vocación y de facultades del que va a ganar el pan con el sudor de su lengua; pero en las disciplinas literarias es donde hay que atender más a esta distinción. Toda literatura oficial, con programa, de cátedra, lleva ya consigo ciertos inconvenientes, Si en la antipatía que a muchos escritores franceses, por ejemplo, inspiran los que por allá denominan les normaliens hay -19- mucho de injusticia, exageración y no pocas confusiones, también es verdad que a los críticos y poetas de escuela normal les cuesta trabajo sacudir un airecillo de matonismo catedrático en que, de cerca o de lejos, nunca falta cierto parecido con don Hermógenes. En la crítica modernísima, así francesa como italiana, y tal vez en la inglesa (en la alemana siempre hubo esto), se puede señalar, entre muchas excelencias, el defecto de un tufillo de colegio que quita a muchos muy discretos, instruidos y de gusto, la facultad de apreciar y de producir (al modo que produce la crítica) cierto género de belleza. Hasta se lleva a la poesía y a la novela el dejo escolástico, y hay muchas frialdades, como diría un traductor de Quintiliano, en la literatura de estos últimos lustros, que se deben a esto.
Ni el mismo Carducci, con ser quien es, está exento de toda tacha en este respecto. Ni las más espirituales y mundanas novelas psicológicas de P. Bourget dejan de recordarnos, de modo lejano, al estudiante.
No hay que confundir el defecto, o el tinte de defecto de que hablo, con la erudición ni con la trascendencia filosófica, ni con el gusto arqueológico. Flaubert, por ejemplo, a pesar de todas sus Salammbos con notas, no tiene pizca de normalien. Hay cierta fragancia de libertad y de airosa -20- espontaneidad, en los autores que no recuerdan la escuela, que en vano querrán comprender los partidarios de mezclar su sabiduría más o menos sistemática, seria y profunda, con la obra de las Gracias. Qui potest capere, capiat.
En la cátedra de Camús la literatura era lo menos catedrática posible; aun antes que esto, la enseñanza era lo menos académica posible.
Generalmente, lo que repugna en el estudio a los escolares, no es el fondo del estudio mismo, no es el saber, sino la tradicional disciplina que tiene siempre algo de superstición impuesta, que se parece, más o menos, siempre, a una cábala, a un rito misterioso, a una autoridad que se reserva todo un mundo de esoterismo y que va dando por píldoras la ciencia a los que aspiran a iniciados. El elemento administrativo, el elemento de las frivolidades plásticas (trajes académicos, borlas, discursos de apertura, colores de facultad, etc., etc.), ayuda grandemente a esta corrupción idolátrica, a este fetichismo racional; y viene a ser complemento de todo esto la ordinaria pequeñez de ingenios y corazones que van al profesorado como a una triste vendimia con el lema de «el escalafón por el escalafón», y que están como el pez en el agua vestidos de orangutanes ilustrados, orgullosos todavía de haber vencido en la lucha por la existencia y haber pasado de monos hirsutos, -21- colgados de los árboles, a hombres sabios, aunque todavía foncierement salvajes; como lo prueban los flecos amarillos, rojos y azules de los ridículos bonetes, la hinchazón de mucetas, al tatuaje civil de medallas, vuelillos, y demás bordaduras y cimeras. Como el pez en el agua están los tales, asimismo, con su famosa ciencia (¡oh ciencia!) consignada en un libro de texto, con fórmulas sagradas, con invariable método (¡oh método!) que va de lo fácil a lo difícil, de lo conocido a lo desconocido, etc., con sus admiraciones y vituperios tradicionales. Horroriza, por ejemplo, contemplar lo que han hecho, en poco tiempo, preceptistas y retóricos filósofos de todos los países cultos, del hermoso, profundo, espontáneo y libre movimiento, del gusto estético y de la reflexión acerca del arte, que fue obra, en estos últimos siglos, de unos pocos genios, ya artistas, ya filósofos. Dentro de la misma enseñanza procesional, en todas las naciones adelantadas, hay ya, a estas horas, una saludable tendencia de protesta contra tantos y tantos vicios tradicionales, contra las preocupaciones inveteradas que dejan al servilismo de la autoridad y de la memoria mecánica, su musa, los mayores empeños del estudio; pero en esa misma tendencia abundan las medianías que oyen campanas y no saben dónde: el pedantismo contra el pedantismo; y no pocas veces se malogra el esfuerzo de los -22- hombres superiores que originalmente han sentido y manifestado esa protesta, por culpa de la imitación superficial y literal de los sectarios adocenados. Sin embargo, con esta nueva aspiración se emplean algunos medios muy eficaces para el buen propósito de arrancar la ciencia a la pedantería, a la rutina y al dogmatismo escolástico: tales son, v. gr., la aplicación de la enseñanza sugestiva, de la forma socrática, en general, de la vida común y familiar de profesores y alumnos, de las expediciones, visitas a museos, monumentos, etc. Por desgracia, y por lo indicado, esta naturalidad de la educación y de la instrucción se desnaturaliza muchas veces, se hace afectada y pierde toda la gracia y degenera en mueca de hipocresía inconsciente, en amaneramiento repugnante, en convencionalismo de medianías y nulidades servilmente imitadoras de apariencias y formularios, que es lo único que comprenden2 .
En la cátedra de Camús la naturalidad era verdadera, porque le salía a él del corazón, porque era él un pedagogo natural... naturalmente.
En la idea y en la intención didácticas de Camús había más profundidad de la que podía ver el distraído o el observador superficial. Para comprenderlo -23- bastaba fijarse en la diferencia que él establecía entre su cátedra de literatura latina y su cátedra de literatura griega, no por razón del asunto, sino por razón de los discípulos. La literatura romana creía el Gobierno que debían conocerla todos los abogados del reino, y la griega se reservaba para los que tuviesen la vocación y la abnegación de la filosofía... y las letras (asuntos inseparables, según la ley). Camús les hablaba a los juristas de multitud de asuntos que no eran precisamente historia de las comedias, poemas, églogas, epístolas y demás que se escribieran en latín. Tal vez reflexionaba que al año siguiente aquellas yemas de jurisconsultos iban a aprender la profunda definición de la jurisprudencia que les ofrece la Instituta (definición tan mal comprendida por los más de los comentaristas modernos)... divinarum atque humanarum rerum notitia...: noticia de las cosas divinas y de las humanas. Sí: Camús comprendía la profunda, intensa, jugosa relación del derecho con las humanidades, y preparaba a los adolescentes del Preparatorio, con el pretexto de una literatura que ellos no habían de aprender en ocho meses; de todas maneras, les preparaba a entender algo de las luchas de los hombres por lo tuyo y lo mío (la propiedad), por la tuya y la mía (el matrimonio), de las pasiones y las perfidias de los hombres (derechos personales, estados, contratos, -24- etc.). Todo esto lo iba haciendo ver, no siguiendo el texto de los Códigos yertos, de esas fuentes de derecho, secas hace tantos siglos, sino estudiando la vida, la pícara vida, en esos rastros de las bellas letras, que sólo son rastros para el literato verdadero que es, además, hombre de mundo, más o menos práctico, y, sobre todo, hombre de observación, de gusto, y para el cual las espinas de la experiencia son capítulos de quædam dolorosa philosophia.
Había hasta como cierto escepticismo escolástico en las conferencias de literatura latina del sabio profesor; no creía Camús que aquellos alborotadores de quince a dieciocho años, que tan sagrados derechos tenían para no estarse nunca muy quietos a su edad, necesitasen, ante todo, saber una por una las opiniones de los críticos clásicos sobre todas las obras en prosa y en verso del ingenio latino. Por lo pronto, a Camús le constaba que aquellos estudiantes de leyes... no sabían latín. ¿Para qué quiere un romancista picapleitos conocer los pormenores y todos los datos consistentes en cifras de una literatura muerta, cuya lengua ignora? ¿Por qué los Gobiernos hacen prepararse, a los legistas, con un curso de literatura latina... -25- sin latín? Por mortificarlos, como suelen pensar los estudiantes jóvenes y fogosos de casi todas las asignaturas. Porque esto es lo cierto: en muchas, en casi todas las carreras, se prescinde generalmente de encerrar el cuadro de las asignaturas en límites y con formas adecuadas al propio sistema de la realidad a que los respectivos estudios corresponden; y además (y esto es casi peor para el rationable obsequium que ha de tributar todo el que estudia, como hombre de conciencia, a las ciencias de su vocación) además se olvida también generalmente dar clara y razonada cuenta a los escolares, en cada carrera, porque se guía del motivo lógico cada una de las ramas de su estudio y del plan a que este obedece, y del organismo científico a que corresponde. Por todo lo cual, el estudiante que ve que los maestros se dan por satisfechos con que él trabaje y aprenda muchos libros o muchos apuntes, de memoria, de la correspondiente asignatura (que siempre es para el pedagogo vulgar que la explica la más importante), llega a adquirir la creencia de que con tantas disciplinas sólo se trata de ponerle a prueba y de hacerle purgar de antemano los desaguisados que más adelante puede cometer en el ejercicio de su licenciatura, ya matando prójimos, ya defendiendo criminales, ya enmarañando pleitos, etc., etc. El estudiante se llega a figurar los sudores científicos, que no sabe por qué -26- se le imponen, como una ley fatal y triste que ya simbolizaban los azotes de Sancho, indispensables para el gobierno de la ínsula. Y aunque sea mala comparación, también suele el estudiante acordarse de su suerte y de su lucha con las asignaturas impuestas, cuando ve el brioso potro que se ha de domar hundiendo los cascos en la menuda arena y fatigándose en vano por correr en tan falso terreno, como corriera libre sobre el piso duro de la dehesa. Carrera de fatiga se le figura al escolar la suya. La mayor parte de los españoles que en otras décadas tenían que cursar griego, no se formaban otra idea de la lengua del Ática, que esta: era un martirio lingüístico, complicado con varios tornillos y correas de dialectos y contracciones, muy a propósito para atormentar bachilleres.
La literatura latina que se hacía estudiar a los que buscaban la toga con muceta roja, era también asignatura de esta clase, de las de peso puramente. Camús comprendía que así lo comprendían los estudiantes. El Gobierno acabó por comprenderlo también. Hoy ya no es indispensable, según la ley, saber de las disputas de los Escipiones con Nevio, ni de las aventuras eróticas de Horacio y Ovidio, para entrar al año siguiente a estudiar el derecho romano... en español, del Sr. Laserna, o de otro cualquier Irnerio contemporáneo.
Camús, pues, con el escepticismo del plan de -27- estudios, no queriendo molestar a los abogados futuros de su patria ni profanar las letras clásicas, se dedicaba principalmente a enseñar algo de la vida, tal como se puede ver a través de las buenas letras clásicas, sin hipocresías ni romanticismos sacristanescos, y llevando por guía a un hombre de experiencia y de agudo ingenio, verdadero humanista en la acepción más humana de la palabra.
Pero al año siguiente, cuando los que queríamos ser filósofos... de letras llegábamos a la literatura griega (en vez de haber empezado por ella), entonces ya era otra cosa. Camús se ponía serio sin dejar de reír. Sus conferencias, sin dejar el carácter de cosmopolitismo literario, bordeaban de más cerca el asunto de la asignatura; se hablaba más de los griegos que se había hablado de los latinos. Éramos pocos; no hacíamos ruido; teníamos, o se nos suponía, más definida vocación; éramos sus amigos de letras que íbamos a buscar, desde aquellos duros pero honrados bancos, la miel del Himeto, el sol helénico, el que mató con las flechas de su arco de plata al pobre Ottfried Müller, que murió temprano porque era querido de los dioses... Y Camús se entusiasmaba; su oratoria florida, abundante y pintoresca, rayaba en elocuente; y era elocuente desde luego aquel amor a lo clásico, a lo griego, que se manifestaba en sus gestos, en el timbre de su voz, en el calor que le enrojecía el -28- rostro, mientras maldecía de los pícaros romancistas y elogiaba con ditirambo perpetuo a cuantos, desde el Renacimiento acá, supieron comprender y sentir de veras el quid divinum del arte helénico. La fe en Grecia de Camús se contagiaba, porque era sincera y persuasiva: no predicaba aquel hombre la importancia de su asignatura como tantos y tantos don Hermógenes, opositores a cátedras, como el de Moratín, que están enamorados de la Ilíada y del Prometeo, como lo estarían de la veterinaria si esa fuese la ciencia o el arte de su cargo.
Muy al revés de lo que suele notarse entre los pedantes españoles, ya literarios, ya científicos, Camús no afectaba desdeñar la ciencia y las letras de la Francia contemporánea, y comprendía que en París estaba el centro del moderno humanismo, aunque pudiera haber sabios más sabios en otras partes. Así, recomendaba a los estudiantes cuya vocación literaria reconocía, los libros y las revistas francesas de nuestros días en que escritores como Nisard, Boissier, Egger, Martha, Paul Albert, etc., etc., trataban, unos con más erudición, otros con más arte y sentido moderno de los antiguos, los puntos más interesantes de literatura clásica. Prefería la Literatura romana de Paul Albert a las obras didácticas españolas, que de tan desgraciada manera, con tanta pesadez y falta de original -29- criterio y total ausencia de gusto se atreven a profanar la delicada flor de la poesía griega, y la no menos delicada flor de estufa de la rápida edad de oro de la inspiración latina... Si hubiera muchos Camús, las dulces humanidades no correrían en España a la fatal ruina a que sc precipitan. La famosa cuestión del latín tiene para mí estas dos diferentes soluciones condicionales. Las letras clásicas explicadas por maestros como don Alfredo Adolfo Camús, a nadie le sobran: las letras clásicas explicadas por los pedantes, por el vulgo del profesorado mecánico, no sirven para nada.
Pero ¿de cuántas materias de enseñanza se podría decir algo semejante? No bajemos a este abismo.
No hagamos por hoy más que meditar ante la tumba del sabio, cerrada apenas. Cerrada apenas, cuando ya tenemos que llorar la huida de otro gran espíritu liberal de las letras: de don Antonio García Blanco, el maestro de hebreo.
¡Alegraos, romancistas: pronto, pronto os quedaréis solos, dueños del campo!
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Zola.- «La terre»
Después de leer la última página de La Tierra, de Zola, quedó mi espíritu, este pobre espíritu de que hoy no se atreven a hablar muchos, por vergüenza, dulce y tristemente impresionado. Eso que podría llamarse lo bello doloroso, fecundo fermento formado con miles de esperanzas e ilusiones disueltas, podridas, germen de una vaga aspiración humilde, en mi sentir cristiana, a lo menos cristiana según el cristianismo de la agonía sublime de la cruz; esa tristeza estética, eterno dilettantismo de las almas hondamente religiosas, era el último y más fuerte aroma que se desprendía de aquel libro, tan insultado por ese terrible término medio de la inteligencia y de la moralidad, que jamás perdonaría a la Magdalena -32- ni jamás dejaría la capa a la mujer de Putifar. Yo creo sinceramente que un alma buena no puede ver, en las libertades de lenguaje de Zola, la especulación del miserable que comercia con la lujuria literaria del mundo. Podrá haber en tal prurito una aberración, algo enfermiza si se quiere, una gran exageración romántica, una de esas exaltaciones nerviosas en que la ilusión nos lleva al extremo de querer vivir sub specie æternitatis, no sometidos a las condiciones accidentales de nuestro tiempo, coetáneos sólo de los espíritus nobles, agudos y fuertes; ilusión semejante a la de esos simpáticos soñadores políticos que quieren vivir bajo el imperio de un abstracto derecho natural, tan puro como aéreo, tan imposible como impalpable: lo que yo no creo que haya en Zola es un sarcasmo sangriento y lucrativo, fríamente calculado, mediante el cual demostrara el escritor que llaman, y a veces se llama, pesimista, que el mundo es efectivamente tan malo que compre por cientos de millares los libros que le escandalizan, y a cuyo autor apedrea con insultos y calumnias. Lo que debe de haber en esto es lo que acabo de indicar: el afán de escribir para todos los tiempos y para ninguno, para lectores ideales ante cuyos sentidos y potencias todo en la naturaleza sea santo, por ser todo igualmente digno, sea bueno, sea malo, parezca feo o parezca hermoso. Lo cierto es que -33- en los libros de Zola el instinto afrodítico es un deus ex machina, pero no una delectación voluptuosa: se parecen tanto a una tentación de lascivia como puede parecerse una clínica de enfermedades secretas. Sin embargo, en este punto nadie puede responder más que de sí propio: se han visto tales aberraciones en esta materia, que bien puede ser que algunos de esos críticos que tanto se escandalizan se hayan sentido sobrexcitados a deshora con las brutalidades de Buteau o las abominaciones de Nana; porque es evidente que en los mismos hospitales hay casos de repugnante desenfreno, y no faltan ejemplos de actos bochornosos en que fue la víctima un cadáver. De todo hay en la naturaleza y en las letras contemporáneas3 ...
La última impresión que me dejó La Tierra, decía, era de una tristeza que en sí misma lleva una especie de consuelo tenue, pero muy dulce a su modo; sentimiento incompatible con el recuerdo -34- vivo y excitante de toda sugestión pornográfica. Se comprende que la abadesa de Jouarre y su amante hablen de amor a las puertas de la muerte; pero no se comprendería que se deleitasen con obscenidades. Francisca de Rímini y Paolo, arrastrados por la buffera infernal, siguen amándose en apretado abrazo; pero no se dice que gocen con lasciva complacencia. El que vaya a buscar a La Tierra argumento para deliquios bochornosos, no digo que no pueda encontrarlos; pero el lector sereno, atento y de buenas costumbres, y con un poco de corazón y con alguna idea en el cerebro, que ingenuamente se deje llevar por el autor a la impresión final y suprema a que naturalmente conduce el libro, ese estará, al terminarlo, a cien leguas de todo pensamiento lúbrico...
En todo caso, podrá ser un defecto de Zola, extremado en La Tierra, esa excesiva desnudez, esa franqueza ultraparadisíaca; pero también hay exageración en achacar a esa debilidad tanta importancia que se llegue a hablar, como M. Brunetière, de «la bancarrota del naturalismo». Lo principal del naturalismo de M. Zola, que es del que se trata, son sus novelas, y estas gozan de perfecta salud y de no menos sano crédito; llevan consigo una virtud que las hace superiores a todos los ataques de una crítica parcial y estrecha, y a los extravíos del propio espíritu sectario: esa virtud es -35- el grandísimo ingenio del novelista, que sale triunfante de las asechanzas de sus enemigos y de las más temibles de sus propias aberraciones.
Hoy se escribe mucho; hoy, muchos autores notables, de gran talento, es más, hasta las medianías, toman cierto aire de eminencias, gracias al adelanto común, a esas ventajas que Hæckel llamaría filogénicas, no ontogénicas: perfecciones debidas a la selección, méritos de la masa social, méritos de esa gran casualidad, si lo es, que se llama el progreso. Y distinguirse entre tantos hombres que se distinguen, ser eminencia entre tantas eminencias, es algo más que ser el ciprés del clásico, y aún más que el cedro del Líbano: para llegar a tanto hace falta llamarse Washingtonia. Zola ha ido conquistando, si no adeptos, admiradores, no por sus teorías, sino en gran parte a pesar de sus teorías. No hay gloria mayor. Así ha sido la de Víctor Hugo: sus grandes obras han servido de hipoteca al crédito de sus doctrinas. Entre nosotros, en esta España de Quintana, no se comprendería siquiera la teoría del verso-prosa si Campoamor sólo tuviera en su favor sus luminosas paradojas y antítesis, y no sus hermosos poemas. No quiero hablar de lo que ha ido ganando el autor de La Terre en el ánimo de sus enemigos franceses y de otros países: quiero concretarme a España. Es posible que Cánovas siga aborreciéndole -36- o despreciándole sin leerle; pero yo sé de muchos críticos que hoy le reconocen un valor que antes le regateaban. González Serrano dice de él: «¡Es mucho hombre!», y se queda pensativo recordando muchas bellezas profundas, grandes de veras. Menéndez y Pelayo ya no le trata con tanto desdén como algún día; y aunque insiste, con razón en parte, en negarle el caudal de conocimientos necesarios para ser un innovador en arte, no creo que le niegue dotes superiores de novelista... Valera, el maestro Valera, cuyas palabras todas yo peso y mido, no quedando contento si tengo que seguir pensando como él no piensa; el insigne Valera ya lee a Zola y le ha reconocido implícitamente algo de lo mucho que vale, parte de la importancia que tiene, si bien se obstina en cierta oposición radical a sus doctrinas y procedimientos, que yo no acabo de explicarme en nuestro gran crítico artista. Para mí, esta cuestión del talento de Valera negando el paso a Zola, es como para Bossuet la cuestión de la gracia y el libre albedrío, y para mis adentros resuelvo yo mi problema como Bossuet el suyo: estoy seguro del talento, siempre presente, de Valera, y seguro del mérito excepcional de Zola como novelista y en parte como crítico o, mejor, como reformista. De todas suertes, Valera ya ve en el escritor naturalista mucho más que veía hace años... cuando no -37- lo había leído. Hasta Cañete, que a última hora se ha enterado de los libros de crítica de Zola, declara que, en efecto, hay allí mucho que aprender, y le cita como autoridad a cada paso. Por cierto que este Sr. Cañete, que a lo menos es leal, hace con los hombres a quienes va reconociendo mérito, a pesar de tenerlos por inmorales, lo que hizo Dios con Adán: los saca del barro. De barro hizo Dios al primer hombre, y del cieno y del lodo de sus metáforas y alegorías palustres saca el buen Cañete a Zola y sacó antes a Echegaray (para volver a zabullirle)...4 Hacen mal los críticos, y mucho peor los novelistas, que no leen al autor de Germinal (con atención y en francés, por supuesto), porque todos ellos podrían aprender mucho; por ejemplo, los unos a juzgar y los otros a dejarse juzgar, haciendo más justicia a críticos y autores respectivamente.
Lo digo con entera franqueza: para mí los franceses que no reconocen hoy en Zola un novelista superior, con mucho, a todos los demás que le ponen en parangón, cometen la misma injusticia, o, mejor diré, tienen la misma ceguera que cuantos, al hablar de oradores españoles contemporáneos, mezclan a Castelar con los demás, lo barajan con -38- ellos. Castelar es un orador... aparte, de otro modo que los demás grandes oradores de nuestra tierra: Zola es mucho más novelista, mucho más hombre que Daudet, Goncourt, Bourget, Maupassant, etcétera, etc.; es otra cosa.
Por casualidad leía yo, días pasados, una revista francesa del año cincuenta y tantos, y allí se hablaba de una de las primeras obras de Emilio Zola. ¡Que extraño efecto me produjo una profecía sembrada al correr de la pluma, sin que el crítico le diera importancia, tal vez a guisa de tópico encomiástico, de que el tal profeta no se acordará acaso, si vive! Zola está cumpliendo todo lo que allí se anunciaba: la garra del león asomaba ya entonces, y el crítico la había visto, o por benevolencia la había adivinado. Las cualidades que en ese artículo y otros de aquellos tiempos que he leído, referentes a otros ensayos de Zola, se descubrían en el novel escritor, siempre eran la fuerza, la originalidad, la valentía; tres ideas que de un modo u otro se juntan con la idea de creación. La fuerza, esa diosa de Spencer, ese misterio de todas las filosofías naturales, ese modo de llamar al gran impulso desconocido, tiene tan importante papel en el arte como en cosmología. Sí: los artistas a quienes llamamos fuertes son los mejores, los que crean. Zola es de esta raza: eso que llaman ya todos su fuerza, triunfa de muchas cosas: de -39- sus enemigos, de sus abstracciones sistemáticas, verdaderas trabas de su genio, que le han atado ya con ligaduras tan importunas como la famosa historia natural y social de una familia bajo el segundo Imperio.
A Zola, que es un soñador en el fondo, y casi podría decirse un desterrado de lo ideal, si no pareciese rebuscada la frase; a Zola, alma sincera ante todo, le sorprendió y deslumbró un tanto la luz de la verdad que arrojó sobre todos nosotros lo que se llama la ciencia moderna, con sus tendencias... digámoslas positivas, grosso modo. En Zola, al lado de esa sinceridad y amor serio a lo cierto, no había esa levadura de germanismo ni la otra de antiguo humanismo, que es acaso lo que Menéndez y Pelayo echa de menos cuando habla de la ignorancia del autor naturalista. Y, valga la verdad: estas ausencias, si por un lado le libraban de las incertidumbres y del quietismo de un Amiel, de las nebulosidades y podría decirse hipocresías inconscientes de tantos y tantos idealistas trasnochados, y le libraron, sobre todo, del pedantismo filosófico y literario, de los miedos ridículos, de los convencionales y oficialescos cánones estéticos, por otro lado precipitaron su concepción artística, haciéndole contraer excesiva solidaridad para su naturalismo con uno de los aspectos menos amplios y eficaces del llamado positivismo. Sí, hay -40- que confesarlo: de esto se resienten principalmente sus doctrinas y lo que de ellas, en lo fundamental, aprovecha para su obra. Pero también es verdad que, tanto en la crítica como en la poesía de Zola, el que quiera ser justo y ver claro tiene que distinguir tres elementos: el genio creador con singulares dotes, con originalidad y novedad evidentes; la doctrina propia de ese genio en sus rasgos esenciales; y, por último, la influencia de las teorías positivistas francesas en la obra y en la crítica de este escritor insigne.
No es esta ocasión, ni tengo yo ahora tiempo, para emprender estudio semejante: no hago más que apuntar lo que para él me parece necesario, lo que tal vez ensaye algún día, y lo que, sobre todo, en mi opinión, deben tener presente los que se atrevan con tamaña materia crítica.
Es preciso, por ahora, volver a La Terre y no salir más, en estas consideraciones, de lo que sugiere este libro.
La tierra de que habla el poeta es la que nos da de comer primero, y nos come después. La novela o poema, si así quieren llamarlo, comienza por la sementera y acaba en el cementerio. El hombre araña la tierra, siembra el grano, recoge -41- el fruto, vive de esta sustancia, repite con perpetua monotonía las mismas operaciones unos cuantos años, y al cabo la fatiga le rinde, cae en el surco, para él más hondo, como semilla que no ha de resucitar espigando sobre los campos reverdecidos. Tal vez todo eso es triste; tal vez, mirándolo bien, no lo sea; pero, de todas suertes, es así.
Pero antes del último trance hay que luchar para tener lo que llamamos el derecho de ser quien siembra y quien recoge. Además de la poesía más o menos melancólica, según se mire, de esta monótona faena del sembrar y recoger para acabar por morir y ser enterrado, hay la prosa, seguramente aburrida, del registro de la propiedad, la hipoteca, la inscripción, el título, la escritura, el tabelión y el Azzecagarbugli. ¡El mismo campo que puede ser teatro del idilio y la égloga, figura en el empolvado archivo del Registro, descrito por sus límites y cabida! Y ¡qué más!, la misma égloga clásica de Virgilio comienza inspirándose en motivos de prosa pura, cantando agradecida al que aseguró a Titiro su derecho de propiedad sobre los campos en que apacienta su ganado:
[...] deus nobis hæc otia fecit.
[...]
Hic mihi responsum primus dedit ille petenti.
«Pascite, ut ante, boves, pueri; submittite tauros».
Los que encuentran poco poéticos a los aldeanos de Zola, recuerden que este mismo Titiro, -42- modelo de pastores ideales, se alegra de haber sido abandonado por Galatea porque mientras fue suyo no tenía libertad... ni dinero:
[...] dum me Galatea tenebat,
Nec spes libertatis erat, nec cura peculi.
Quamvis multa meis exiret vict ma septis,
Pinguis et ingratæ premeretur cascus urbi,
Non unquam gravis ære domum mihi dextra redibat.
Dice que en vano de sus establos salían numerosas víctimas; en vano para una ingrata ciudad fabricaba los mejores quesos; siempre se volvía a casa con las manos vacías, sin un cuarto.
Estas y otras realidades se encuentran en la primera égloga del mantuano; y si leemos el que es tal vez su mejor poema, Las Geórgicas, veremos que la inspiración constante de aquella poesía tan sincera, notable y sensible es la Naturaleza útil. Pero Las Geórgicas son un poema campestre... sin hombres: no hay allí una fábula humana a la que sirva de marco o de fondo la verdura de prados y bosques. Por eso acaso es apacible, suave; por eso conforta como una meditación tranquila en las soledades de un retiro. La Terre de Zola es el campo... más el hombre...; la vermine, como él dice tantas veces. La tierra más el gusano, la tierra más la propiedad: y la propiedad es el drama de la tierra. Estos aldeanos de Zola, estos Fouan, la Grande, Buteau, parecen verdaderos autóctonos: se diría que tienen todos un aire de familia -43- con el mismo terruño pardo. Si en otros siglos serían siervos de la gleba por la fuerza, ahora lo son por la codicia. No basta decir la codicia: es una codicia que toma tornasoles de amor y de manía; una codicia vegetativa que acerca las almas de estos seres a la condición sedentaria de las plantas. Son lombrices de tierra; son como esos pobres sapos que confundimos con el piso fangoso y negruzco, de cuya sustancia parece que acaban de nacer cuando saltan a nuestro paso.
De amor y tierra, de lo que se hacen los hombres, de lo que Dios hizo a Adán, según la hermosa tradición asiria, hizo Zola esta novela en que, si tal vez el dolor humano calza demasiado alto coturno para realzar su valor trágico, la verdad de la pena irremediable se revela en ayes auténticos, de cuya autenticidad responde el timbre, que no cabe falsificar, de las entrañas que vibran desgarrándose.
No sabe escribir libros tristes y desconsoladores el que quiere. Muy fácilmente se logra hastiar, aburrir: es más difícil entristecer. Para que un lector de alma templada medianamente llegue a contagiarse con la melancolía del arte, hay que llegar al dolor metafísico; quiero decir que el artista ha tenido que llorar primero con esas penas hondas, de valor universal, de las que no consuela una filosofía... tal vez incompleta. -44-
No es lo mismo arrancar lágrimas que despertar el dolor. A las lágrimas se llega, no sólo con el mijo de los espectadores persas, sino con otros recursos morales y retóricos. Hace sentir piedad y lástima un poeta sencillo, candoroso, superficial en sus ideas, que posea el don de reflejar desgracias contingentes de sus personajes; pero no llegará este poeta, porque no ve, pensando, los dolores grandes y no contingentes de la vida, a teñir de luto las almas reflexivas. Si Emilio Zola es uno de los grandes poetas modernos del dolor, lo debe ante todo a que primero ha sabido pensar y sentir las grandes penas generales, que son como el horizonte visible de la vida. Esto es lo que da autoridad, seriedad y profundidad a muchos de sus libros.
No es en él lo principal el naturalista, ni el pesimista, sino el filósofo de la tristeza, el Jeremías épico. El naturalista ayuda con su arte mucho a los efectos expresivos: el pesimista perjudica no poco al poeta pensador, que, así como Pitágoras filosofaba en versos de oro (suponiéndolos suyos), filosofa en elegías de prosa épica. En La Terre, las reglas primordiales del naturalismo sirven mucho para el efecto que el autor se propone, ayudan al asunto; pero el pesimismo casi sistemático, por lo menos tenaz y voluntario, trae consigo algunas exageraciones y esa falsa composición que tiene -45- que producir sin falta el mal geométrico de los desesperados en absoluto por vía científica, bajo la ley de un principio. Fuera de esto, es La Terre uno de los libros modernos que más fiel eco han de dejar del más hondo, serio y sentido pensar de nuestros días. Es más triste que L'Assommoir, y tanto como Germinal, porque revela y retrata la miseria en donde es más doloroso que la haya.
L'Assommoir, en efecto, pinta la epopeya del dolor ciudadano; nos habla de los horrores de miseria moral y física que producen siempre los emporios de civilización, las grandes aglomeraciones de hombres que parece que renuevan eternamente el mito de Babel, como si la acumulación de vida humana diera de sí necesariamente, a modo de ambiente eléctrico, una influencia diabólica. Aunque es ya triste eso, que muchos hombres juntos produzcamos el diablo, le queda un consuelo al misántropo en pensar que la mayor parte del mundo está desierta, y que aún, en tierra de cultura, lejos de las ciudades, los habitantes del campo viven diseminados; y parece que ha de ser más tolerable, menos nocivo, el trato humano, en pequeñas dosis y mezclado con grandes cantidades de naturaleza: como si dijéramos, que puede tolerarse -46- un hombre si se le encuentra rodeado de trescientos árboles. Dicho aún de otro modo, es indudable que el campo y su vida se ofrecen como una esperanza al alma que abruman las tristezas de la gran ciudad con todas sus miserias inevitables, que vienen a ser, o a parecer a lo menos, como un efecto de química moral, un precipitado de dolor y pecado que obedece a leyes invencibles. Consuela el pensar: «Bien, esto es muy triste, pero no es irremediable: queda el recurso de no juntarse tanto los hombres. La vida que L'Assommoir retrata no es forma necesaria de la sociedad. Diseminemos a los hombres: no tocándose tanto, no se devorarán tanto, ni se mancharán con tanta impureza. Babilonia, Antioquía, Roma, París, disuelven y enfrían el hogar, envenenan el amor, matan de hambre al débil; pero queda la aldea: los campesinos serán mejores, porque a menos condensación de humanidad debe de corresponder menos malicia». A esta esperanza responde La Terre con un desengaño, que no tendría gran valor ni produciría la gran tristeza que produce, si la realidad desmintiese al novelista.