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Quien imagina un árbol está obligado a imaginarse un cielo o un fondo para verlo erguirse contra él. En esto hay una especie de lógica casi sensible y casi desconocida. El personaje del que hablo se reduce a una deducción de este tipo. Casi nada de lo que yo pueda decir del hombre que ha ilustrado ese nombre deberá ser oído: no persigo una coincidencia que juzgo imposible definir malamente. Intento ofrecer una vista de detalle de una vida intelectual, una sugerencia de los métodos que cualquier hallazgo implica, una, elegida entre la multitud de las cosas imaginables, modelo que se adivina grosero, pero de todos modos preferible a las series de anécdotas dudosas, a los comentarios de los catálogos de colecciones, a las fechas. Una erudición semejante no haría sino falsear la intención completamente hipotética de este ensayo.
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Escritos sobre Leonardo da Vinci
Traducción de Encarna Castejón y Rafael Conte
Paul Valéry
Escritos sobre Leonardo da Vinci
La balsa de la Medusa, 4
Colección dirigida por Valeriano Bozal
Título original:
Introduction a la méthode de Léonard de Vinci
© Gallimard, París, 1957
© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
ISBN: 978-84-7774-813-7
Introducción al método de Leonardo da Vinci, 1894
Nota y digresión, 1919
Leonardo y los filósofos, 1929. Carta a Leo Ferrero
A Marcel Schwob
Lo que queda de un hombre es aquello que su nombre hace pensar, y las obras que hacen de ese nombre un signo de admiración, de odio o de indiferencia. Pensamos que él ha pensado, y podemos hallar entre sus obras ese pensamiento que proviene de nosotros: podemos rehacer ese pensamiento a imagen del nuestro. Nos representamos fácilmente a un hombre corriente: unos simples recuerdos suscitan los móviles y las reacciones elementales. Entre los actos indiferentes que constituyen el exterior de su existencia encontramos la misma sucesión que entre los nuestros; somos el vínculo a la para que él lo es, y el círculo de actividad que su ser sugiere no desborda el que a nosotros nos pertenece. Si hacemos que ese individuo destaque en algo, nos costará mucho más imaginar los trabajos y caminos de su inteligencia. Para no limitarnos a admirarlo confusamente, nos veremos obligados a ampliar en un sentido nuestra imaginación de la propiedad que en él domina, y de la cual nosotros, sin duda, no poseemos sino el germen. Pero si todas las facultades del espíritu elegido se desarrollan ampliamente al mismo tiempo, o si los restos de su acción parecen considerables en todos los géneros, la figura resulta cada vez más difícil de aprehender en su unidad y tiende a escapar a nuestro esfuerzo. De un extremo a otro de una superficie mental, hay tales distancias que jamás las hemos recorrido. A nuestro conocimiento le falta la continuidad de este conjunto, del mismo modo que se le sustraen esos informes jirones de espacio que separan objetos conocidos y andan rodando al azar de los intervalos; como se pierden a cada momento miríadas de hechos, fuera del pequeño número de aquellos que el lenguaje despierta. No obstante hay que entretenerse con ellos, acostumbrarse a ellos, sobreponerse al esfuerzo que impone a nuestra imaginación esta reunión de elementos, heterogéneos en relación con ella. Aquí, cualquier inteligencia se confunde con la invención de un orden único, de un solo motor, y desea animar de forma semejante el sistema que ella misma se impone. Se dedica a formar un imagen decisiva. Con una violencia que depende de su amplitud y de su lucidez, acaba reconquistando su propia unidad. Como si operase un mecanismo, se declara una hipótesis y se muestra el individuo que lo ha hecho todo, la visión central donde todo ha debido ocurrir, el monstruoso cerebro donde el extraño animal que ha tejido miles de lazos puros entre tantas formas, y cuyos trabajos fueron esas construcciones enigmáticas y diversas, construye por instinto su morada. La emisión de esta hipótesis es un fenómeno que implica variaciones, pero no casualidad. Vale lo que valga el análisis lógico del cual deberá ser objeto. Es el fondo del método que nos va a ocupar y a ser últil.
Me propongo imaginar a un hombre de quien hubieran surgido acciones tan distintas que si les supongo un pensamiento, no lo habrá más amplio. Y quiero que tenga un sentido de la diferencia de las cosas infinitamente vívido, y cuyas aventuras bien podrían llamarse análisis. Veo que todo le orienta: está siempre pensando en el universo, y en el rigor*. Está hecho para no olvidar nada de aquello que entra en la confusión de lo que es: ningún arbusto. Desciende a las profundidades de lo que pertenece a todo el mundo, se aleja de allí y se contempla. Alcanza las costumbres y estructuras naturales, las elabora desde todos los ángulos, y se encuentra a sí mismo siendo el único que construye, enumera, conmueve. Deja en pie iglesias, fortalezas; diseña ornamentos llenos de suavidad y grandeza, mil ingenios, y las rigurosas figuraciones de tantas búsquedas. Abandona los desechos de no se sabe qué grandes juegos. En estos pasatiempos, que se entremezclan con su ciencia, la cual no puede distinguirse de una pasión, posee el encanto de parecer que siempre está pensando en otra cosa… Le seguiré moviéndose en la unidad bruta y la densidad del mundo, donde la naturaleza le será tan familiar que la imitará para poder tocarla, y acabará siéndole difícil concebir un objeto que ella no contenga.
A esta criatura de pensamiento le falta un nombre para contener la expansión de términos que de ordinario están bastante alejado y que se escaparían. Ninguno me parece más conveniente que el de Leonardo da Vinci. Quien imagina un árbo está obligado a imaginarse un cielo o un fondo para verlo erguirse contra él. En esto hay una especie de lógica casi sensible y casi desconocida. El personaje del que hablo se reduce a una deducción de este tipo. Casi nada de lo que yo pueda decir del hombre que ha ilustrado este nombre deberá ser oído: no persigo una coincidencia que juzgo imposible definir malamente. Intento ofrecer una vista de detalle de una vida intelectual, una suferencia de los métodos que cualquier hallazgo implica, una, elegida entre la multitud de las cosas imaginables, modelo que se adivina grosera, pero de todos modo preferible a las series de anécdotas dudosas, a los comentarios de los catálogos de colecciones, a las fechas. Una erudición semejante no haría sino falsear la intención completamente hipotética de este ensayo. No me es desconocida, pero tengo mucho cuidado en no hablar de ella para no provocar la confusión entre una conjetura relativa a términos muy generosos y los restos externos de una personalidad desvanecida que nos ofrecen tanto la certeza de su existencia pensante como la de no conocerla mejor nunca jamás.
Más de un error, que estropea los juicios sobre las obras humanas, se debe a un singular olvido de su génesis. A menudo, uno no se acuerda de que no han sido siempre. De ello se desprende una especie de coquetería recíproca que generalmente silencia, hasta ocultarlos bien, los orígenes de una obra. Tememos su humildad; llegamos hasta a dudar de que sean naturales. Y, aunque muy pocos autores tengan el valor de decir cómo han creado su obra, opino que no hay muchos más que se arriesguen a saber cómo lo han hecho. Se-jemante búsqueda empieza por el penoso abandono de las nociones de gloria y de los epítetos elogiosos; no soporta la menor idea de superioridad, ninguna manía de grandeza. Lleva a descubrir la relatividad bajo la aparente perfección. Es necesaria para no creer que los espíritus son tan profundamente diferentes como sus productos los hacen parecer. Algunos trabajos de las ciencias, por ejemplo, y especialmente los de las matemáticas, presentan tal limpidez en su armazón que se diría que no son obra de nadie. Tienen algo de inhumano. Esta disposición no ha sido ineficaz. Ha hecho suponer una distancia tan grande entre ciertos estudios, como las ciencias y las artes, que sus espíritus originarios se han visto separados en a opinión tanto como parecían estarlo los resultados de sus trabajos. Éstos, sin embargo, sólo difieren tras las variaciones de un fondo común por lo que conservan y lo que desdeñan al formar sus lenguajes y sus símbolos. Así pues, hay que desconfiar un poco de los libros y exposiciones demasiado puros. Lo establecido abusa de nosotros, y lo que está hecho para que lo miren cambia de apariencia y se ennoblece. Las operaciones del espíritu sólo podrán servirnos cambiantes y no resuertas, todavía a merced de un momento, antes de que las hayan llamado divertimento o ley, teorema o cosa artística, y que se hayan alejado, al acabarse, de su semejanza.
Interiormente, hay un drama. Drama, aventuras, agitaciones, todas las palabras de esta clase se pueden emplear, siempre que sean muchas y se corrijan unas a otras. Este drama se pierde la mayor parte delas veces, igual que las obras de Menandro. Sin embargo, conservamos los manuscritos de Leonardo y las ilustres notas de Pascal. Estas briznas nos obligan a interrogarlas. Nos hacen adivinar mediante qué sobresaltos del pensamiento, qué raras introducciones de los acontecimientos humanos y de las sensaciones continuas, tras qué inmensos minutos de languidez se han mostrado a los hombres las sombras de sus obras futuras, los fantasmas que las preceden. Sin recurrir a ejemplos tan grandiosos que hacen correr el peligro de los errores de la excepción, basta con observar a alguien que se cree solo y se abandona; que retrocede ante una idea; que la aprehende; que niega, sonríe o se contrae, e imita la extraña situación de su propia diversidad. Los locos se entregan a esta actitud delante de todo el mundo.