Experimento de amor en Nueva York - Elena Armas - E-Book

Experimento de amor en Nueva York E-Book

Elena Armas

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Beschreibung

Rosie está desesperada. Solo tiene ocho semanas para escribir una novela romántica en medio de un horrible bloqueo creativo. Y además se le ha caído el techo encima, literalmente. Por suerte, puede refugiarse en el piso de Lina mientras ella está de viaje. Lo que Rosie no sabe es que Lucas, el primo de su mejor amiga y a quien ha estado acechando por Instagram, también se quedará allí. Lucas es una alma libre con abdominales de acero, sonrisa de ensueño, dotes de cocina y un par de secretos. Pero el plato fuerte es que le propone a Rosie un experimento que despertará mucho más que su inspiración.

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Para todos aquellos que esperáis el amor,

sed pacientes.

Al amor le va mucho el drama,

está esperando para hacer una entrada triunfal.

Capítulo 1

Rosie

Alguien estaba intentando entrar en mi piso.

Bueno, en teoría, no era mi piso, sino más bien donde me estaba quedando. Pero eso no cambiaba nada. Porque, si algo había aprendido después de vivir en un par de barrios neoyorquinos de dudosa reputación, era que, si no llamaban a la puerta, les importaba un comino si les dabas permiso o no.

Prueba número uno: el traqueteo constante en la puerta principal que, por suerte, estaba cerrada con llave.

El sonido cesó y solté todo el aire que estaba conteniendo.

Esperé, los ojos puestos en la cerradura.

A ver, quizá estaba siendo paranoica. Quizá era un vecino que se había equivocado de piso. O tal vez la persona al otro lado de la puerta estaba a punto de llamar y…

Un ruido, como si alguien acabara de placar la puerta, me asustó y me hizo retroceder de un salto.

Nop.

Ese ruido no era alguien llamando, y dudaba mucho que fuera un vecino.

Mi siguiente inhalación fue tan superficial que el oxígeno apenas llegó a su destino. Pero no podía echarles la culpa a mis pulmones. En realidad, después del día que había tenido, tampoco podía culpar a mi cerebro de no ser capaz de llevar a cabo una función tan básica como la respiración.

Solo habían pasado un par de horas desde que el piso en el que había vivido los últimos cinco años, tan acogedor y cuidado, me había caído encima. Literalmente. Y no estamos hablando de una grieta en el techo que suelta un poco de polvo.

Gran parte del techo se había desprendido. ¡Y había caído! Justo delante de mis ojos. De hecho, casi encima de mí. El agujero era tan grande que le había visto las partes íntimas al señor Brown, el vecino del piso de arriba, que me contemplaba desde las alturas. En el proceso descubrí un detalle que podría haberme ahorrado hasta la muerte y ser completamente feliz: aquel hombre de mediana edad no llevaba nada debajo de la bata. Nada de nada.

Ese hallazgo fue igual de traumático que el trozo de cemento que casi me lapida de camino al sofá.

Y ahora esto. Alguien intentando entrar a la fuerza. Después de recomponerme lo suficiente como para recoger algunas cosas (bajo la atenta e inquisitiva mirada del señor Brown, y de sus partes íntimas, que colgaban con total… libertad) y huir al único sitio que se me había ocurrido, estaban intentando allanarme.

Se oyeron lo que parecían un par de improperios en una lengua extranjera mientras volvía el asalto a la cerradura.

Mierda.

En Nueva York había más de ocho millones de habitantes y tenía que tocarme a mí ser la víctima de un robo.

De puntillas, me di la vuelta y me alejé de la puerta del estudio al que había huido en busca de cobijo. Di un repaso rápido al espacio, aunque ya lo conocía, para analizar mis opciones.

Dada la distribución abierta del apartamento, no había ningún escondite decente. El baño era la única habitación con puerta, pero ni siquiera tenía cerradura. Tampoco había nada que pudiera usar como arma, aparte de un candelabro torcido de cerámica, resultado de un domingo en el que nos había dado por hacer manualidades, y la lámpara de pie de estilo bohemio, aunque parecía muy endeble. Escapar por la ventana no era una opción, porque me encontraba en un segundo real, que ni siquiera tenía escalera de incendios.

Las palabrotas se oían cada vez con mayor claridad. La voz era ronca, musical, pero esas palabras que no entendía se vieron interrumpidas por un bufido.

Se me aceleró el corazón y me llevé las manos a las sienes en un intento de contener un ataque de pánico.

«Podría ser peor», me dije. «Sea quien sea, es obvio que lo de forzar cerraduras no se le da muy bien. Y no sabe que estoy dentro. Cree que el piso está vacío. Eso me da…»

Me sonó el móvil, un sonido alto y estridente que rompió el silencio.

Y delató mi presencia.

Mierda.

Con una mueca, me lancé a por el teléfono que había dejado sobre la isla de la cocina. Solo me separaban un par de pasos. Pero mi cerebro, que todavía batallaba sobre cómo realizar funciones básicas, calculó mal la distancia y acabé estrellándome con un taburete.

—No, no, no. —Las palabras se me escaparon en un gemido mientras, con una mano, intentaba coger el taburete. Sin éxito. Porque…

Cayó estrepitosamente al suelo.

Cerré los ojos con fuerza. Como si mi cerebro estuviera protegiéndome del lío que acababa de armar.

Después de la Gran Explosión, el silencio llenó la habitación con lo que solo podía ser una falsa sensación de calma.

Abrí un ojo y eché un vistazo en dirección a la puerta.

Quizá no había para tanto. Quizá lo había ahuyentado. O a ellos. Y ya estaban…

—¿Hola? —dijo una voz ronca desde el otro lado de la puerta—. ¿Hay alguien en casa?

Mierda.

Me enderecé y me di la vuelta muy despacio. Todavía tenía una oportunidad de…

Por segunda vez, la melodía que había asignado a la aplicación motivacional que me había descargado ese mismo día resonó por todo el apartamento.

Dios. Alguien quería arruinarme el día. Llámalo karma, destino, diosa Fortuna o cualquier otra entidad poderosa a la que era obvio que le había tocado los cojones. Hasta podría ser Murphy y su estúpida ley.

Cogí el móvil para silenciar la maldita aplicación.

Sin querer, me fijé en la supuesta frase motivacional que aparecía en la pantalla: SI LA OPORTUNIDAD NO LLAMA A TU PUERTA, CONSTRUYE UNA PUERTA.

—¿En serio? —susurré.

—Puedo oírte. Lo sabes ¿no? —comentó el intruso—. El móvil, después el golpe, y otra vez el móvil. —Hizo una pausa y agregó—: ¿Estás… bien? —Fruncí el ceño. Qué considerado para ser un posible ladrón—. Sé que hay alguien ahí dentro. Puedo escuchar tu respiración —insistió. ¿Cómo se atrevía? Como si fuera una persona que respirara fuerte—. Escucha, yo solo quería… —continuó con una risita. ¡Se estaba riendo de mí!

—No, escúchame tú —solté al fin, con la voz rota—. Sea lo que sea que estés haciendo, me da igual. Voy a, voy a… —Me había quedado ahí de pie sin hacer nada, como una tonta. Pero eso iba a cambiar—. Voy a llamar a la policía.

—¿A la policía?

—Exacto. —Desbloqueé el móvil con los dedos temblorosos. Ya había tenido suficiente de esta… esta… situación. No podían pasarme más cosas en un solo día—. Te doy un momento para que te vayas antes de que lleguen. Hay una comisaría a la vuelta de la esquina. —No había ninguna, pero esperaba que él no lo supiera—. Si yo fuera tú, empezaría a correr. —Di un paso mínimo en dirección a la puerta, luego me detuve para escuchar su reacción. Con suerte, sería el sonido de su huida. Pero no oí nada—. ¿Me has oído? —le grité. Endurecí la voz antes de volver a hablar—: Tengo amigos en el departamento de policía. —No los tenía. Aunque mi tío Al era guardia de seguridad de una empresa situada en la Quinta Avenida. El intruso no parecía impresionado, porque no dijo ni mu—. De acuerdo, te he avisado. Estoy marcando el número, así que depende de ti… jodido… allana-moradas de turno.

—¿Qué?

Puse el altavoz, ignorando mis palabras tan poco afortunadas y para nada amenazantes. Segundos después, la voz del operador sonó por todo el piso:

—Nueve, uno, uno. ¿Qué emergencia tiene?

—Hola —dije, y me aclaré la garganta—. Hola. Hay… Alguien está intentando entrar por la fuerza al piso en el que me estoy quedando.

—Un momento, ¿en serio estás llamando? —El intruso resopló y, enseguida, agregó—: Ah, bueno, ya veo. —A continuación, soltó otra risita. ¡Otra risita! ¿Le parecía graciosa la situación?—. Es una broma.

Me indigné.

—¿Una broma?

—¿Hola? —La voz venía del altavoz—. ¿Señorita? Si no es una emergencia…

—Pero sí que lo es —respondí de inmediato—. Como le estaba diciendo, llamo para denunciar que me han forzado la puerta.

El intruso habló antes de que pudiera hacerlo el operador:

—Estoy fuera del piso, en el pasillo. ¿Cómo que he forzado la puerta? Ni siquiera he conseguido entrar.

Ahora que lo escuchaba hablar, podía distinguir su acento con más nitidez. La forma en que pronunciaba ciertas palabras me era familiar y me activó una alarma. Pero no tenía ni ganas ni energía para perder el tiempo con esa alarma.

—Quiero denunciar un intento de robo —corregí.

—Bien, señorita —respondió el operador—. Voy a necesitar que me dé su nombre y la dirección exacta.

—¡Ahora caigo! —exclamó el intruso con tanta intensidad que retrocedí un paso—. Es una de esas bromas pesadas. Lo he visto por la tele. ¿Cómo se llamaba el presentador? El que tiene un pelazo increíble. —Hizo una pausa—. Da igual. —Hizo otra pausa—. ¡Me has pillado! Ha sido genial. Mira cómo me río —agregó antes de soltar una carcajada estridente con la que casi tiro el móvil de la sorpresa—. Ahora, ¿podrías, por favor, abrirme la puerta? Es más de medianoche y estoy destrozado. —Ya se le había ido el buen humor de la voz—. Dile que es graciosísima. Lo recordaremos como una de las mejores bromas de la historia.

¿«Dile que es graciosísima»? ¿A quién se refería?

Fruncí el ceño. Bajé la voz y le hablé al operador:

—¿Lo ha escuchado? Creo que es un perturbado.

—¿Perturbado? —se burló el intruso—. No estoy loco, solo… cansado.

Al otro lado de la puerta, algo cayó al suelo con un golpe seco. Recé porque no fuera él. No estaba de humor como para, encima, tener que lidiar con un hombre inconsciente.

—Lo he escuchado —dijo el operador—. Y señorita, yo…

—¿Me he equivocado de puerta o algo? —interrumpió el intruso.

¿Equivocarse de… puerta?

Eso me llamó la atención.

—Señorita —masculló el operador—, su nombre y la dirección de su casa, por favor.

—Rosie —respondí—, me llamo Rosalyn Graham y… Bueno, técnicamente esta no es mi casa. Me estoy quedando en casa de mi mejor amiga. Ella está de viaje y yo… necesitaba un sitio donde quedarme. Que quede claro que no me he colado. Tengo una llave.

—Yo también tengo una llave —ofreció el intruso.

La situación se estaba convirtiendo en un disco rayado.

—Imposible. —Enfadada, me giré hacia la puerta—. Tengo la única llave de repuesto que existe.

—Señorita Graham —el operador tenía la voz distorsionada a causa del fastidio—, quiero que pare de interactuar con el individuo y nos indique su dirección. Le enviaremos una patrulla para que verifique que todo está en orden.

Abrí la boca, pero, antes de que me salieran las palabras, el intruso volvió a hablar:

—De verdad que se ha superado.

Otra vez hablando en tercera persona.

Estuvimos unos segundos en silencio. Un golpe rompió el silencio. Parecía que se hubiera desplomado contra su lado de la puerta.

—¿Quién? —pregunté, por fin, mientras ignoraba el «¿señorita Graham?» del operador.

—Mi prima pequeña, se cree muy creativa y graciosa —dijo sin rodeos.

Contuve la respiración en algún punto entre el tórax y la boca.

Prima pequeña.

Ella.

El acento familiar del intruso.

La única explicación posible se formó en mi cabeza.

¿Me había…?

No, no podía ser tan idiota.

—¿Señorita Graham? —Volvió a sonar por la línea—. Si no se trata de una emergencia…

—Lo siento… —Cerré los ojos—. Volveré a llamar si es necesario. Gracias.

Prima pequeña.

Ay, Dios mío. Ay, no. Si se trataba de un primo de Lina, había metido la pata hasta el fondo.

Colgué y me guardé el móvil en el bolsillo trasero mientras me obligaba a respirar con la esperanza de que se me oxigenara el cerebro, ya que, claramente, no estaba funcionando.

—¿De qué prima estamos hablando? —pregunté, aunque estaba bastante segura de la respuesta.

—Catalina.

Era oficial. La había cagado. Y, sin embargo, porque estábamos en Nueva York y tenía un largo historial a la hora de lidiar con gente y situaciones extrañas, añadí:

—Voy a necesitar más información. Podrías haber mirado el nombre en el buzón. —Un suspiro largo y profundo me llegó del otro lado de la madera que nos separaba, lo que me revolvió el estómago—. Lo siento —solté, incapaz de impedir que se me escaparan esas dos palabras, porque lo sentía de verdad—, solo quiero asegurarme de que…

—No sea un perturbado —respondió el intruso antes de que yo pudiera acabar la frase—. Catalina Martín, nacida el veintidós de noviembre. Pelo y ojos marrones, risa estridente. —Cerré los ojos, las arcadas subiéndome por la garganta—. Es bajita, pero, si te da una patada en los huevos, te va a dejar sin aire; lo digo por experiencia. —Hizo una pausa corta—. ¿Qué más? A ver… Ah, odia las serpientes y todo lo que se le parezca, aunque sean unas medias cosidas unas con otras y rellenas de papel higiénico. Ingenioso, ¿no? Bueno, eso fue lo que nos llevó a la patada en los huevos. Así que, en realidad, el perjudicado fui yo.

Efectivamente.

Había metido la pata.

¡Hasta el fondo!

Y me sentía fatal.

Tanto que ni siquiera me atreví a interrumpirlo cuando siguió hablando:

—Se ha ido de viaje un par de semanas. De luna de miel a… Perú, ¿verdad? —Esperó a que yo se lo confirmara, pero no obtuvo respuesta. Me había quedado sin palabras. Me moría de vergüenza—. El afortunado se llama Aaron. Es alto e intimida un poco, por lo que he visto en fotos. —Espera. ¿Qué quería decir eso?—. Aún no he tenido el placer de conocerlo en persona. —¿Aún no había conocido a Aaron? Yo… No. No, no, no. No me podía estar pasando esto. Pero entonces añadió—: No pude ir a la boda.

Y confirmé que, en efecto, eso me podía estar pasando. Ninguna de mis anteriores conmociones o bochornos se comparaban con lo que estaba empezando a sentir en aquel preciso instante.

Porque no se trataba de un intruso cualquiera o un perturbado que intentaba allanar el piso de mi mejor amiga.

Este hombre, por el que yo había llamado a la policía, era un familiar de Lina.

Y ahí no acababa la cosa. No. Tenía que ser el único primo que todavía no había conocido a Aaron.

La única persona de toda esa larga lista de familiares españoles de Lina que se había perdido la boda.

Tenía que ser él.

—Me han dicho que fue una fiesta de primera —dijo, y fue como si me hubieran dado un golpe en el pecho—. Lástima que me la perdí.

Sin saber cómo, me di cuenta de que estaba apretando el picaporte de la puerta. Como si, de algún modo, sus palabras y el darme cuenta de que era él me hubieran llevado hasta la entrada y me hubieran obligado a coger el pomo.

«No puede ser él», me gritaba una voz. «No puedo tener tanta mala suerte».

Pero la tenía. Lo sabía de sobras. Y el azar, el destino, la estrella o fuera cual fuera la fuerza a cargo de decidir mi suerte había hecho las maletas y me había abandonado para que me apañara sola.

Porque este hombre era el único primo al que, en secreto, había querido encontrarme en la boda. El único por el que se me había acelerado el corazón ante la mera idea de conocerlo. De que me diera esos dos besos obligatorios en las mejillas. De intercambiar cumplidos. De, con suerte, bailar juntos. De que me viera como la dama de honor de la novia. De tenerlo delante, por fin.

De las posibilidades.

Moví los dedos y la puerta se abrió con un clic.

Se me aceleró el corazón con la acción, ante la certeza de que era él. La ansiedad, la impaciencia y la esperanza me formaron un nudo en la garganta. Todas las estupideces con las que había fantaseado los meses previos a la boda se mezclaron con las nuevas emociones que provocaba el caos que había desatado. Expectación mezclada con culpa. La vergüenza dando vueltas en espiral con la expectación.

Con el pecho oprimido, abrí la puerta y…

Algo me cayó a los pies.

Miré hacia abajo y me encontré con el origen del golpe.

Estaba tirado en el suelo, boca arriba. Como si hubiera apoyado todo el peso contra la puerta y se hubiera caído hacia atrás al abrirla.

Mientras parecía que el aire apenas me entraba a los pulmones, me topé con una cabeza llena de rizos castaños. No coincidía con la imagen que guardaba, nítida, en mi memoria. O con la captura de pantalla que, de extranjis, tenía guardada en el móvil. Solo lo había visto con el pelo rapado.

—Sí que eres tú —dije en un murmullo mientras lo observaba—. Estás aquí. Tienes el pelo diferente, más largo y…

Me mordí la lengua al notar que me ruborizaba.

Puso cara de desconcierto, pero seguía siendo muy guapo. Había observado esa cara más veces de lo que estaba dispuesta a admitir. Al segundo, se le iluminaron los ojos mientras dibujaba una sonrisa.

—¿Nos… conocemos?

—No —respondí enseguida—. Por supuesto que no. Me refiero a que eres diferente a cómo pensaba que serías. Ya sabes, por tu voz. Nada más. —Negué con la cabeza—. Y lo… Ay, Dios. Perdón. Por todo esto. Yo solo…

«¿Solo qué, Rosie?»

El calor me subió hasta las orejas. En ese momento pensé que, si el suelo se abría (cosa que me parecía bastante probable) y me tragaba, ni siquiera opondría resistencia.

—¡Lo siento mucho! ¡Perdón! —Exhalé—. ¿Puedo ayudar a levantarte? Por favor.

Pero él (este hombre que ni siquiera sabía de mi existencia, pero del que yo podía recitar todos los rasgos de memoria y con los ojos cerrados) no me dio ningún indicio de que tuviera prisa por levantarse. En cambio, se tomó su tiempo para examinarme, como si fuera yo la que, de la nada, hubiera pasado por allí y le hubiera caído a los pies.

Y, justo cuando pensé que me había recompuesto lo suficiente como para decir algo (con suerte, más o menos inteligente), se le ensanchó la sonrisa. Su mirada de desconcierto se disolvió por completo y, lo que fuera que yo estaba a punto de decir, se desintegró.

Porque me estaba sonriendo. Y era una sonrisa de oreja a oreja tan franca y descarada que no sabía qué hacer.

Ni punto de comparación con la sonrisa de aquella única captura de pantalla que me había permitido guardar y que, de vez en cuando, miraba.

—Entonces —dijo, con la sonrisa luminosa y del revés—, si no nos conocemos: Hola. Soy Lucas Martín. El primo de Lina.

Sí.

Lo sabía. Sabía perfectamente quién era. No se podía ni llegar a imaginar hasta qué punto.

Capítulo 2

Rosie

Lucas me miraba desde el suelo, era muy probable que se preguntara qué diablos me pasaba.

—Yo… —Uf, esta no era la manera en que me había imaginado que conocería a Lucas. Ni siquiera estaba en la misma galaxia en la que había construido el momento en mi cabeza. Y había tenido tiempo, más de un año, para imaginarme decenas y decenas de escenas diferentes. —Hola, Lucas —saludé—. Es… Es un placer conocerte por fin.

«¿Por fin?»

Sí. Había dicho «por fin».

Lucas arqueó las cejas y noté como las orejas se me ponían todavía más rojas, el calor subiendo hasta las puntas.

—¡Queda claro que no eres un ladrón! —solté, en un impulso, para cambiar de tema y olvidar aquel estúpido «por fin»—. Y lo siento mucho por pensar que lo eras. Estoy segura de que no te esperabas esto al llegar a Nueva York. O al piso de Lina... En fin, ¿te ayudo a levantarte?

Pero Lucas se quedó tumbado boca arriba, con la misma sonrisa de antes. Como si todo fuera perfecto. Como si fuera normal. Pero no lo era. En serio, no lo era. Porque Lucas Martín estaba aquí, en el umbral de mi puerta, mejor dicho, en la puerta de Lina. Y yo no podría haber causado peor primera impresión.

—Sí, exacto, no era lo que esperaba —afirmó mientras estiraba una mano y la mantenía suspendida a la altura de mi estómago—. Pero, de todas formas, encantadísimo de conocerte, Rosalyn Graham.

Observé esa mano, absorta en aquellos dedos largos. Mi mirada saltó a la piel bronceada de su muñeca, donde llevaba una pulsera de cuero gastado.

Una pequeña parte de mí se preguntó qué se sentiría al tocarla, pero mantuve los brazos pegados al cuerpo.

—¿Cómo… sabes mi nombre? —pregunté.

Lucas había dicho mi nombre completo.

La mano permaneció suspendida en el aire, esperando. Igual que su sonrisa.

—Lo he oído antes —respondió, distraído—. Cuando hablabas por teléfono, ¿recuerdas? Justo después de que me llamaras «perturbado».

—Ay, Dios, eso he dicho, ¿verdad? —me lamenté y resoplé—. Perdón por decir eso. —Parpadeé. La manga de la sudadera se había deslizado un poco hacia abajo. Me fijé en la piel del antebrazo que quedó al descubierto. Y, como seguía sin cogerle la mano, la dejó caer—. Te juro que no tenía ni idea de que llegabas esta noche. Lina no me ha contado nada. Si no, nunca hubiera llamado a la poli. Joder, ni siquiera hubiera estado aquí. —Lucas ladeó la cabeza con aparente curiosidad. Podía leerle la pregunta en la cara: «¿por qué estás aquí?»—. Pero puedes llamarme Rosie —añadí—. Todo el mundo me llama así. Tú también puedes. Si quieres, claro. Rosalyn también está bien…

Soltó una risita, seguida de un simple «Rosie».

Como si estuviera probando qué sentía al decir mi nombre.

Dios mío, la forma en que lo pronunció, con aquel acento español marcado, haciendo resonar la erre como si estuviera usando todo el cuerpo para pronunciarlo y no solo la lengua y las cuerdas vocales. Era tan… diferente de las otras veces que alguien había pronunciado mi nombre. Interesante. Seductora.

—Rosie —repitió unos segundos después, y agregó algo en su idioma materno, el español, aunque no sabía qué significaba—: Qué dulce. Me encanta. Te pega.

—Gracias —balbuceé. Cada vez tenía más calor. Moví los pies—. Tu nombre también es bonito, Lucas. Es muy… chachi.

«Chachi».

Ay, Dios mío.

¿Le acababa de decir que su nombre me parecía chachi? ¿Qué era esto? ¿Una fiesta con temática de los años setenta?

—Gracias, creo. —Soltó una risita—. Y aunque este suelo es bastante cómodo, me he cansado de mirarte del revés, Rosie.

Antes de que pudiera procesar sus palabras, se levantó con una rápida maniobra que me pilló por sorpresa. Distraída por el movimiento, su tamaño, la seductora erre que todavía resonaba en mi cabeza y, en última instancia, el efecto de tener delante a Lucas Martín, en carne y hueso, casi se me pasa por alto que se había estremecido de dolor.

—¡Cuidado! —le advertí, abalanzándome hacia delante para sujetarlo por el antebrazo. Pero lo hice un par de segundos demasiado tarde. Tenía la cabeza inclinada hacia abajo y no podía verle la cara—. ¿Estás bien?

—Estoy bien. —Exhaló, como si se le hubiera escapado sin querer. Negó con la cabeza—. Estoy bien, todo bajo control.

Con cautela, y bajo esas pestañas densas, me lanzó una mirada que hizo que toda la sangre me subiera a la cara. Pero enseguida bajó la vista, como si algo le hubiera llamado la atención.

Hice lo mismo.

Mis manos. Le estaba rodeando los bíceps en un agarre mortal. Bíceps que, ahora que me daba cuenta, estaban muy definidos. Musculosos. Duros. Sólidos.

Nuestras miradas se volvieron a encontrar. Mis ojos, abiertos de par en par, se toparon con los suyos, de color café.

Su expresión se volvió risueña.

—Buenos reflejos, Rosie.

Lo solté al segundo, como si con aquellas tres palabras me hubiera hecho saltar hacia atrás.

—Por supuesto. —Me aparté y junté las manos. Desvié la mirada hasta un punto fijo en su barbilla—. ¿Estás seguro de que estás bien?

—Sí, nada de qué preocuparse. —Sacudió una mano—. Debería haber estirado las piernas un par de veces durante el vuelo en vez de dormir todo el viaje.

—Claro. —Asentí con la cabeza—. Has cogido un vuelo transatlántico. —Porque era Lucas Martín y acababa de cruzar medio mundo para llegar hasta aquí. Venía de España, donde había nacido. ¿Y qué había hecho yo? Impedirle la entrada, llamar a la policía y, después, dejarlo tirado en el pasillo una cantidad de tiempo ridículamente larga.

—Ah, no —aclaró—. Vengo de Phoenix.

Ah.

¿Eh?

—¿Has hecho escala o ya estabas en…? —Me callé porque me di cuenta de que no era asunto mío—. Da igual. Voy a parar de retenerte en la puerta. Por favor, pasa. —Me aparté para dejarlo entrar al piso de su prima y, en el proceso, sentí toda clase de cosas que… no vienen al caso.

Lucas cogió su equipaje, que parecía pesar un montón, y entró, lo que me regaló una vista de su espalda. Ahora que no podía verme, por fin me permití examinarlo. Examinarlo de verdad, recorriéndole el cuerpo de arriba abajo con la mirada, varias veces.

¡Dios mío, qué chico! Sus piernas eran largas y esbeltas. Era mucho más alto de lo que había imaginado, dado lo que había visto mientras lo stalkeaba. Hasta tenía la espalda más ancha. Y la sudadera gris y arrugada que llevaba no lograba disimularlo (ni los músculos que había tocado unos minutos atrás, cuando lo agarré). Solo hacía falta un vistazo para afirmar que era un atleta profesional. Que hacía surf y competía. Y estábamos hablando de campeonatos y torneos, y de las olas preciosas pero terroríficas que alcanzaban alturas increíbles. Estaba segura de que Lucas se había pasado más de media vida en el agua y su cuerpo podría aguantar…

El sonido de su equipaje captó mi atención. Se había detenido junto a la isla que separaba la cocina del salón.

—Así que, Rosie —dijo mientras se inclinaba para enderezar el taburete que se me había caído al suelo—, si no sabías que iba a venir… —Se dio la vuelta y me dedicó una cálida sonrisa—, y tampoco hubieses estado aquí de haberlo sabido, supongo que no eres mi comité de bienvenida, ¿no? —Tenía la voz ronca; y su tono era amable pero divertido. Algo me invadió el estómago, algo que ignoré al instante—. Qué pena. En serio. Yo que ya estaba pensando en darle las gracias a mi prima. —Lo que fuera que tuviera en el estómago se removió, haciéndome tropezar en busca de una respuesta, y nos sumergimos en un silencio extraño. La sonrisa de Lucas desapareció—. Era una broma. Un chiste muy malo, por lo que parece. Lo siento, suelo ser más amable.

Parpadeé.

«Piensa, piensa, Rosie. Di algo. Cualquier cosa».

—Ashton Kutcher. —Mi cerebro decidió seguir por este camino. Lucas frunció el ceño—. El presentador de Punk’d, el programa de bromas pesadas. Has dicho que no recordabas su nombre. —Moví las manos y lo imité—: ¡Has picado!

Ladeó la cabeza. Ojalá poder rebobinar los últimos diez segundos y decir otra cosa. Algo inteligente. Seductor. ¿Era mucho pedir? No pedía retroceder los últimos diez minutos ni las últimas diez horas.

Pero, entonces, soltó una carcajada. Sonaba jovial y estridente. Y, por alguna razón desconocida, supe que era genuina y no a mi costa.

—¡Exacto! —respondió, muerto de risa—. Es el programa al que me refería. Y él, el chico con el pelazo.

Lo miré con detenimiento: la cara, la sonrisa, los ojos y el cabello, que era, de lejos, mejor del que Ashton Kutcher podría tener jamás, y se me escapó una sonrisa. No lo pude evitar.

Pero Lucas bajó la mirada hacia mi boca y me borró la sonrisa.

—Vale —repuse mientras me incorporaba y evitaba su mirada—, ha sido divertido. —Aunque no lo había sido—. Creo que ha llegado la hora de que me vaya y te deje para… eso.

Sin perder tiempo ni considerar el hematoma que se le había formado en la frente, me dirigí hacia donde estaban mis cosas, me arrodillé delante de mis dos maletas (una de las cuales estaba abierta y a medio deshacer), una bolsa azul de Ikea llena hasta los topes y la caja en la que había metido toda la comida que tenía en la nevera.

Escuché unos pasos a mi derecha. Luego, un par de zapatillas blancas aparecieron en mi campo de visión.

—Te vas —dijo Lucas justo en el momento en que yo cogía un zapato suelto que no sabía de dónde había salido—, con todo… esto.

No era una pregunta. Lo sabía. Pero respondí de todos modos:

—Por supuesto. —Conseguí meter una pila de jerséis que, aparentemente, había sacado—. He pasado por aquí para… para… —Para instalarme en este apartamento, que saltaba a la vista que no estaba vacío, mientras ella disfrutaba de su luna de miel, porque el mío era inhabitable—. Para regarle las plantas. Vaciarle el buzón. Ya sabes, ese tipo de cosas.

Un segundo de silencio.

—No parece que estés de paso, Rosie.

—Ah. —Hice un gesto con una mano y, con la otra, puse los jerséis en la maleta abierta. Dios mío, ¿por qué había sacado tantas cosas?—. ¿Te refieres a esto? No es nada.

Solo yo, intentando no incomodar al chico con el que hace meses que tengo un crush por culpa de las redes sociales.

Lucas sentó en el suelo, frente a mí, como si hubiéramos quedado para pasar el rato.

Abrí y cerré la boca un par de veces en busca de algo para decir.

—¿Qué haces aquí?

«Qué lista, Rosie».

Lucas soltó una risita, un sonido ligero y despreocupado, todo lo contrario a cómo me sentía.

—Justo te iba a preguntar qué haces realmente en el piso de mi prima. Tendría que habértelo preguntado antes, pero estábamos… ocupados. —Se encogió de hombros—. No creo que me debas una explicación. Está claro que todo esto —movió un dedo en el aire—, es culpa de Lina. Tú no tenías ni idea de que yo iba a venir.

—La verdad es que no.

—¿Sabe que estás aquí?

Dejé escapar un suspiro.

—No… —Me detuve. Sí que le debía una explicación—. Pero no porque no lo haya intentado. Los he llamado, tanto a Lina como a Aaron, para asegurarme de que podía usar la llave de repuesto y pasar la noche aquí. —O unas noches, en plural—. Pero no me han contestado, supongo que no tienen cobertura.

Lucas me escudriñaba con la mirada, como si tratara de encajar las piezas de un puzle. Luego, con un simple movimiento, se sacó un objeto pequeño del bolsillo.

—Hablando de llaves —dijo, sosteniéndolas entre los dedos—, no mentía. Tengo un juego. —Separé los labios para soltar otra disculpa, pero Lucas me detuvo, negando con la cabeza—. Lina me lo dejó en la pizzería de Alessandro, calle abajo. Me dijo que fuera allí a buscarlo. —Eso tenía… sentido. Aunque no cambiaba el hecho de que, en ningún momento, me hubiera mencionado que Lucas venía de visita—. Muy majo, ese Sandro. —Asintió con la cabeza—. Me ha visto tan reventado que hasta me ha ofrecido comida. —La cara se le iluminó de una forma increíble, y me acordé de una fotografía de Instagram en la que miraba un filete como si le hubiesen bajado la luna y las estrellas—. Creo que es la mejor pizza que he comido en mucho tiempo.

—Típico de Sandro —le respondí, pensando en el pizzero moreno de mediana edad—. No me sorprende. Llevamos pidiendo pizza una vez a la semana desde que Lina se mudó aquí, y ya hace años de eso.

Por eso mi mejor amiga le había confiado a Sandro un juego de llaves de repuesto.

—Algo me comentó —observó Lucas, guiñando un ojo, lo que me hizo preguntar qué le habría contado Sandro sobre nosotras. En el mejor de los casos, no le habría comentado que siempre pedíamos comida como para alimentar a un regimiento.

Nos miramos un buen rato. Y aunque no era tan raro como el de hacía unos minutos, sin duda era un silencio incómodo. Lo era porque mi pasión secreta por el hombre que tenía sentado delante parecía inflarse como un globo y llenar todo el espacio. Y porque todos los detalles que había recopilado durante más de un año y escondido en un cajón sellado de mi mente empezaban a desbordarse.

Como que sabía que Lucas adoraba la pizza con piña por el mero hecho de ser comida, algo que yo no podía entender. O que se había hecho una pequeñísima cicatriz en la barbilla al tropezarse con la correa de Taco, su pastor belga. O que prefería los amaneceres antes que los atardeceres.

Dios mío. Era aterradora la cantidad de información sobre una persona que se podía encontrar en las redes sociales con tiempo y ganas.

—Rosie —dijo con tanta dulzura que sentí como una bola de culpa me subía por la garganta.

¿En qué había estado pensando al acechar a alguien de esa forma?

—¿Sí? —chillé.

—¿Qué estás haciendo aquí, en realidad?

Dudé en decirle la verdad o no, porque quería que lo supiera, pero este encuentro ya había sido lo suficientemente dramático como para sumarle el día que había tenido. Sería demasiado.

—Ha habido un problemilla en mi edificio. —Tragué saliva y opté por darle una media verdad—. Algo sin importancia, pero pensé que sería mejor pasar la noche fuera.

Arqueó las cejas.

—¿Qué problemilla?

—Las cañerías. —Me escogí de hombros—. Nada que no se pueda arreglar. Podré volver enseguida.

Dejó escapar un murmuro que indicaba que no me creía.

—¿Por eso has traído todas tus cosas? —Con un movimiento descendente de cabeza, señaló mis maletas y todo lo que había tirado por el suelo—. ¿Y toda tu… comida? ¿Solo por una noche?

—Es un picoteo. —Miré para otro lado—. Siempre estoy picando, podría comerme todo esto en una sola una noche.

—Vale… —respondió, pero sabía que no se lo había tragado.

Normal, porque estaba mintiendo.

Le eché un vistazo y no pude descifrar su expresión, pero me escuché decir:

—Vale. No es un problemilla. Tengo un agujero en el techo. Lo suficientemente grande para cogerlo todo, pedir un taxi y venir a pasar la noche aquí. —Porque mi padre se había mudado a Filadelfia y mi hermano Olly no me respondía las llamadas. Sin tener en cuenta que, para colmo, llevaba meses mintiéndoles, seis para ser exactos, y pasar la noche con ellos sería exponer la verdad y revelar mis engaños—. Pero no te preocupes. Todo está bien, en serio. —Miré a mi alrededor, sopesando el pequeño apartamento de mi mejor amiga—. Sé que esto es un estudio y que solo hay una cama, así que creo… No, perdón, sé que no podemos quedarnos los dos. —Sinceramente, podría dormir en el sofá, pero no quería hacerle eso a Lucas. Y ya había pasado suficiente vergüenza—. Pasaré la noche en un hotel.

Lo miré justo a tiempo para ver como contraía la boca. No era una sonrisa, sino más bien un mohín.

—Pero ¿estás bien? —preguntó.

Fruncí el ceño porque la pregunta me pilló por sorpresa.

—¿Qué?

—El agujero del techo —repitió—. Parece grave. ¿Estás bien?

—Ah. —Tragué saliva—. Sí, estoy… bien, sí.

Pero parecía que seguía sin creerme. Otra vez.

—En serio. Soy neoyorquina, más dura que una piedra. —Se me escapó una risa. Esperaba que hubiese sonado natural y revolví algunas cosas más de aquel desastre que tenía enfrente—. Déjame recoger esto y llamaré a un Uber.

Inspeccioné ese caos desorganizado. Después, empecé a meterlo todo dentro de las bolsas lo más rápido que pude.

Por eso no me di cuenta de que Lucas se movía hasta que se puso de pie y se alejó dando grandes zancadas. Se detuvo para coger su mochila, que se colgó del hombro.

—Pero ¿qué...? —Me empecé a levantar—. ¿A dónde vas?

Lucas se repartió el peso. Volvía a sonreír. Esa sonrisa de lado que… Sí, me distraía.

—A otro sitio. No me quedaré aquí.

—¿Qué? —Lo miré, boquiabierta—. ¿Por qué?

Dio un paso en dirección a la puerta.

—Porque son más de las doce y parece que estés a punto de morirte.

Pestañeé. Luego me pasé la mano por el pelo. ¿Tal mala pinta…?

Dejé caer la mano. Eso daba igual. Uno, porque no podía remediarlo en ese momento; y dos, porque… no podía remediarlo en ese momento.

—¿Tienes dónde quedarte? —le pregunté—. Además del piso de Lina.

—Por supuesto. —Se escogió de hombros, los labios relajados—. Esto es Nueva York, las opciones son infinitas.

—No. —Negué con la cabeza y di un paso para bloquearle la puerta—. No voy a dejar que lo hagas. Yo soy la que se va. Este es el piso de tu prima. Hasta tienes llave. No… puedes pasar la noche en un hotel.

Su sonrisa se llenó de afecto.

—Eso es muy dulce, Rosie, pero no es necesario. —Me pasó por al lado y me hizo darme la vuelta para seguirle el paso—. De hecho, es más fácil porque yo solo tengo una mochila y tú, en cambio, tienes… —Miró la pila, enorme y desordenada—. Tú tienes un montón de cosas.

—Pero…

Buscó mi mirada y la forma en la que sus cejas se juntaron en una especie de ceño fruncido, que no concordaba con su sonrisa espontánea, me hizo perder el hilo de mis pensamientos.

—Escucha —dijo con calma—, me considero una persona directa, así que te lo diré son rodeos. ¿Vale? —Tragué saliva—. Tengo la impresión de que mi presencia te hace sentir incómoda. —Hizo una pausa—. Es más, estoy seguro que te hago sentir incómoda. Pero no pasa nada, acabamos de conocernos.

¿Qué? Ay, Dios mío, ¿por eso se iba? Él…

—No estoy incómoda —objeté con total incomodidad—. No es por lo que piensas. —Ladeó la cabeza y abrí la boca para decir algo más, cualquier cosa, pero no salió nada. Solo tartamudeé—: No es… No es…

—Te propongo un trato —me interrumpió, y, por alguna razón, tuve la idea de que lo había hecho para salvarme de mí misma—, quédate aquí esta noche, descansa un poco y mañana vuelvo. Empezaremos otra vez. Olvida todo lo que acaba de pasar. Después ya veremos como arreglamos el tema del alojamiento. —Hizo una pausa prudente—. ¿Qué te parece?

«Empezaremos otra vez. Olvida todo lo que acaba de pasar».

Daría cualquier cosa para que se hiciera realidad.

—No hay nada que arreglar, Lucas. Lina te dijo que te podías quedar, así que deberías hacerlo.

—Bien —respondió a secas—, pero no esta noche. —De bien nada. En absoluto. Todo había salido mal y yo… solo sabía que respiraba porque sentía que liberaba el aire por la boca. La risita de Lucas fue profunda, masculina—. Mañana vuelvo, te lo prometo. —Abrí la boca, lista para protestar un poco más, tirarlo al suelo y obligarlo a quedarse si era necesario. Pero agregó, más serio—: No me pasará nada, Rosie. Todo va a salir bien.

Y mi determinación por evitar que se fuera desapareció y dio paso al agotamiento. Lo que llevaba años intentando que estuviera bien, bajo control, volvía y me inundaba. De pies a cabeza, en una oleada. Y esta vez, solo esta vez, alguien me había dicho aquellas cinco palabras: «Todo va a salir bien». Por primera vez, no era yo quien se las decía a los demás, así que sentía la necesidad de soltar:

—De acuerdo. Gracias por hacer esto —murmuré. Y eso significaba más de lo que Lucas podía llegar a imaginarse.

Asintió con la cabeza y dio otro paso hacia fuera.

—Te veo mañana. Prometo llamar a la puerta.

Traté de pensar en algo inteligente y divertido que decir, pero, de todos modos, ¿qué sentido tenía? Ya había metido la pata. Las primeras impresiones eran como las palabras escritas con pluma y tinta permanente: una vez grabadas en el papel, poco se podía hacer para cambiarlas. Así que me quedé mirándolo mientras giraba el pomo de la puerta y tiraba de él para abrirla.

—¡Rosie! —me llamó antes de cruzar el umbral—, me alegro de haber conocido a la mejor amiga de Lina. Por fin.

«Por fin». Había dicho «por fin».

Lo mismo que había dicho yo hacía un rato. Pero seguro que lo había hecho por una razón completamente distinta.

—Lo mismo digo, Lucas. Ha sido… increíble. —Un desastre increíble.

Una pequeña sonrisa se asomó entre sus labios.

—¿Me harías el favor de cerrar con llave cuando me haya ido? —Se dio la vuelta, dándome la espalda para alejarse—. Nunca se sabe quién tratará de forzar la puerta.

Y así fue como vi desaparecer a Lucas Martín mientras bajaba la escalera en un abrir y cerrar de ojos, justo como había aparecido en el umbral de mi puerta… o en el de Lina.

Como si solo hubiese sido un sueño, un producto de mi imaginación.

Un sueño tonto y raro sobre un hombre al que había espiado, durante meses, a través de las redes.

Un hombre del que me había enamorado de forma estúpida, sin tan siquiera conocerlo en persona y teniendo la firmeza de que nunca lo haría.

Capítulo 3

Rosie

Cuando me desperté al día siguiente, a las seis en punto, como llevaba haciendo cada día de los últimos cinco años, aunque ya no tenía por qué, cierto hombre sonriente y de ojos marrones me vino a la cabeza.

Y, por un instante, estuve segura de que todo había sido un sueño.

Lucas Martín en la puerta. El desastre que lo siguió.

Pero, mientras los segundos pasaban y la conciencia volvía, me di cuenta de que no había sido producto de mi subconsciente. Había pasado de verdad. Lucas había estado aquí. Y yo lo había confundido con un ladrón. Y me las había arreglado para causar la peor primera impresión de la historia.

«Empezaremos otra vez. Olvida todo lo que acaba de pasar».

Ojalá pudiera hacerlo.

Me tapé la cara con un brazo y solté un gruñido.

Y lo que era todavía peor, cuando se disipó el ensoñamiento, recordé que había dejado que se marchara, sin apenas oponer resistencia, y que se quedara solo en una ciudad a la que acababa de llegar. Yo me había quedado en el piso y había dejado que él se fuera.

Dios, era lo peor.

Me di la vuelta. No quería levantarme y abandonar la cómoda seguridad de la cama de mi mejor amiga. Me fijé en un estante. Una foto de Lina con su abuela me recordó la buena relación que tenía con su familia.

Pero, entonces, ¿por qué no me había avisado de la visita de Lucas? Siempre nos lo contábamos todo. ¿Por qué ni siquiera lo había mencionado?

En defensa de mi amiga, desde que Aaron le propuso matrimonio en septiembre del año pasado, había estado muy ocupada con los preparativos de la boda. Planificar un evento así, en España, estando en la otra punta del mundo, no era tarea fácil. Y, después de dar el «sí, quiero» en una preciosa boda junto al mar, hacía ya dos meses, Lina se había abrumado con todo lo que vino después, por eso también habían aplazado la luna de miel hasta octubre. Así que, supongo que simplemente se le olvidó.

Al cerrar los ojos decidí que, de todas formas, no importaba. Lucas estaba en Nueva York, y Aaron y Lina, lejos, en Perú, disfrutando de su merecida luna de miel. No tenía por qué sentirme mal.

Sobre todo porque yo no había sido sincera con las personas que me rodeaban. Lina no tenía ni idea de que llevaba años enamorada en secreto de su primo. Y eso no era nada en comparación con las mentiras sistemáticas sobre mi situación laboral que llevaba meses contándoles a mi padre y a Olly. Meses.

Me invadió una oleada de coraje.

Eso de mentir se había acabado.

Pondría a Lina al corriente de lo que le había pasado a mi piso e iría a ver a mi padre a Filadelfia. Quizá incluso Olly podría venir. Si dejaba de ignorar nuestras llamadas, claro.

Me apoyé contra el cabecero de la cama, cogí el móvil, hice clic en el nombre de Lina y empecé a escribir:

¡Ey, par de tortolitos! Espero que Perú os esté tratando bien Mira, anoche…

Mis pulgares se movían por la pantalla, vacilantes.

Anoche… casi hago que arresten a tu primo Lucas. ¡Sorpresa!

No. Todo menos eso.

Lo borré y empecé otra vez.

Anoche… se rompió el techo de casa, así que usé la llave de repuesto para entrar a la tuya (no pude avisarte, pero sabía que no te importaría). Bueno, todo fue bien hasta que apareció Lucas y lo confundí con un ladrón. ¿Te acuerdas de Lucas? Tu primo. El del perfil de Instagram que me enseñaste hace mil años. Bueno, lo he estado… siguiendo a través de las redes. Entré un par de veces. Bueno, quizá un poco más. Puede que todos los días. Es difícil de explicar, pero piensa en… Joe Goldberg, el de You. Pero sin los asesinatos.

No, ni de coña. Demasiado largo.

Además, la palabra «asesinatos» era una red flag de manual.

Con un suspiro largo y sonoro, borré el mensaje y dejé caer el móvil sobre mi regazo.

La verdad era que sí había acechado a Lucas por redes. De manera totalmente inofensiva.

Desde que Lina me había enseñado una de las publicaciones de su primo, sentí curiosidad. Solo había pasado un año desde que había empezado a revisar sus redes con regularidad, cuando Aaron le propuso matrimonio a mi amiga y yo empecé a hacerme fantasías de encontrarme con Lucas en la boda. Y así fue como, lo que empezó como mera curiosidad, se convirtió en algo más.

Cada foto que publicaba, saliese él o no, me hacía sentir mariposas en el estómago. Cada pie de foto, siempre breve, pero divertido y sincero, me acercaba más a él. Cada vídeo que subía me permitía hacerme una idea de su vida y la de Taco. Una idea del hombre interesante y atractivo que era.

Tampoco me molestaba que, dado que era surfista, saliera sin camiseta en la mayoría de publicaciones.

La mayoría seguía a celebridades como Chris Evans, Chris Hemsworth o algún otro Chris para inyectarse una dosis de serotonina antes de irse a dormir. Un poco de fantasía y mucho deseo. Y supongo que… Supongo que yo tenía a Lucas Martín.

Solo había sido un capricho inocente y tonto con alguien a quien, en realidad, no conocía. Además, había dejado de hacerlo cuando, semanas antes de la boda de Lina y Aaron, se esfumó misteriosamente. Dejó de subir fotos y no se presentó a la ceremonia. Ahí fue cuando decidí que ya había tenido suficiente y dejé de lado todas esas tonterías.

Mi móvil empezó a sonar y me olvidé de todo lo que me daba vueltas por la mente cuando vi la cara de mi hermano en la pantalla.

—¿Olly? —respondí mientras se me formaba un nudo en el estómago—. ¿Dónde diablos has estado? ¿Por qué no me has devuelto las llamadas? ¿Va todo bien? ¿Estás bien?

Escuché un largo suspiro al otro lado de la línea.

—Todo bien, Rosie. —La voz de mi hermano era grave, y su tesitura de barítono me recordaba que ya no era un niño. Ay, no. Era un adulto de diecinueve años que llevaba semanas mandando todas mis llamadas al buzón de voz—. Y lo siento. He estado… ocupado. Pero te he llamado, ¿no?

—¿Ocupado haciendo qué? —pregunté antes de poder contenerme.

Hace un año, cuando nuestro padre anunció que se iba de Queens, donde había pasado la mayor parte de su vida, y donde Olly y yo nos habíamos criado, para mudarse a Filadelfia, Olly dijo que no lo acompañaría. También nos informó de que, a diferencia de mí, no seguiría la vía universitaria. Lo alentamos a que buscase lo que lo hiciera feliz. Incluso le había ayudado a pagar el alquiler y las facturas durante un tiempo. Se esforzó por encontrar su vocación. Y también por mantener un trabajo más de un par de semanas.

La línea se quedó en silencio tanto rato que temí que hubiera colgado.

—¿Olly? —Se escuchó otro suspiro—. Mira —continué, todas las emociones que me inundaban concentradas en esa única palabra—, no te estoy atacando. Te quiero, ¿vale? Más que a nada, ya lo sabes. Pero llevas semanas ignorándome. Solo me enviaste un par de mensajes para que no me volviera loca y llamase a la policía para informar de que habías desaparecido. —Lo hubiera hecho. Sin dudarlo ni un segundo—. Así que no me digas que has estado ocupado ni esperes que me quede conforme con esa explicación, por favor. No te…

—He estado ocupado con un trabajo, Rosie.

El pecho se me llenó de esperanza durante un segundo, pero pronto cientos de preguntas nuevas la ahogaron.

—Qué bien —le comenté, dejando de lado mi preocupación—, ¿dónde?

—En… un club. Un club nocturno.

—Un club nocturno —repetí, y me esforcé por mantenerme imparcial—. ¿Cómo camarero? Ya trabajaste de eso y… —«dimitiste a las tres semanas»—, no funcionó. En la cafetería, ¿te acuerdas?

—No sirvo las bebidas —explicó—. Hago otra cosa. Es… difícil de explicar. Pero me permite vivir bien, Rosie.

—No me interesa cuánto dinero ganes, Olly. Me importa que seas feliz, que…

—Estoy bien, ¿de acuerdo? Ya no soy un niño, no tienes que preocuparte.

Estuve a punto de burlarme, pero me contuve. Olly era un adulto y yo entendía su necesidad de explorar límites. Su deseo de ser independiente. Pero yo era su hermana mayor y él seguía siendo el chico al que le daba cereales para cenar cuando la nevera estaba vacía y papá hacía el turno de noche.

—Vale. Ya me callo. Por hoy.

—Gracias —masculló sin entusiasmo.

—Escúchame. —Desvié el tema de conversación hacia un terreno menos pantanoso—. Estaba pensando en comprar un par de rollitos de salchicha e ir a Filadelfia. Sorprender a papá con un brunch. ¿Te animas? Volveríamos por la tarde. ¿Qué te parece si nos encontramos en la estación y vamos juntos?

Tras un segundo de silencio, preguntó:

—¿No deberías ir a la oficina? Es lunes.

Hice un gesto de desagrado y me maldije a mí misma por el descuido.

—Yo… sí. Tienes razón. —Era verdad, en teoría. Lo que Olly y papá no sabían era que hacía seis meses que InTech ya no era «la oficina»—. Pero me he tomado el día libre. Mi jefe es… más flexible desde que soy, como ya sabes, líder de equipo.

—Ah, sí. Mi hermana mayor es una jefaza. Muy bien. —Soltó una risita. Ojalá escuchar ese sonido más a menudo. Me gustaría no tener que mentirle y que él tampoco me ocultara cosas—. Así que te está yendo de perlas con el ascenso que conseguiste el año pasado, ¿eh? ¿Cuántos peldaños más de la escalera del éxito planeas subir, hermanita mayor?

—No tengo planes de hacer eso, créeme. —Sobre todo porque he abandonado esa escalera por completo. Me levanté de la cama—. Entonces… ¿vas a venir?

—Ya veremos… —Su voz se esfumó, lo que indicaba que iba a rechazar mi oferta.

—Por favor, Olly. Tengo que decirte algo. A los dos. Y papá te echa de menos. Llevo semanas cubriéndote las espaldas y ya me estoy quedando sin excusas. Por favor, ven.

Suspiró y dijo:

—Vale, veré qué puedo hacer.

Bien. Había avanzado algo. O eso creía.

—Te enviaré el horario de los trenes, ¿vale? Podemos encontrarnos en la estación.

—Sí —respondió. La esperanza se reavivó con más fuerza—. Te… quiero, frijolito.

«Frijolito». Hacía siglos que no me llamaba así.

—Yo también te quiero, Olly.

Y con esas palabras de despedida, me dispuse a prepararme para confesarle la verdad al hombre que se había dejado la piel en miles de empleos para darnos a mi hermano y a mí una buena vida. Al hombre que nos había criado después de que nuestra madre nos abandonase. Al hombre que me había mandado a la universidad con el sudor de su frente y una determinación de acero. Al hombre al que le debía la seguridad financiera que me había dado mi título en ingeniería, al menos hasta hacía poco. Hasta que había dado un salto de fe y había decidido cambiar mi vida. Mi carrera.

¿Cómo iba a contarle que había decidido renunciar a un trabajo bien remunerado y estable por el que tanto habíamos luchado solo para cumplir un sueño que, por ahora, no era más que tinta sobre papel?

¿Cómo iba a decirle a ese hombre que había sacrificado tanto que había cambiado una carrera consolidada, con un futuro increíble, por una sin ningún tipo de garantía?

No tenía ni la más remota idea. Por eso llevaba tantos meses cargando con ese secreto.

Pero no podía seguir así.

Me lo repetí a modo de mantra mientras me preparaba. Me puse lo primero que pude sacar de la maleta: unos pantalones vaqueros y un enorme suéter borgoña. Y, como cada mañana, traté, sin éxito, de dominar la maraña de rizos oscuros que tenía en la cabeza. Al final me conformé con atarlos en un moño alto.

Una vez lista, formulé un plan.

Primero, compraría los rollos de salchicha favoritos de mi padre, así que tenía que pasar por O´Brien, una panadería de Brooklyn que quedaba a pocos minutos del piso de Lina. Esperaría a que le diera el primer mordisco antes de soltarle la bomba.

Era un buen plan.

De eso intentaba convencerme cuando entré en la panadería y pedí, dispuesta a salir con el soborno. Seguramente por eso, al pisar la acera, casi tropiezo al fijarme en la ventana de la cafetería de enfrente.

Eché un segundo vistazo. Seguido de otro más. Creo que miré fijamente durante un minuto.

Pero cómo para no hacerlo. Lucas estaba sentado allí, junto a la ventana, con el pelo revuelto y los brazos fuertes y delgados cruzados sobre el pecho. Su boca, siempre dibujando una sonrisa, estaba abierta. Tenía la cabeza apoyada contra el respaldo de la silla y llevaba la misma ropa que la noche anterior.

Pero no podía ser cierto. Ese no podía ser Lucas.

No podía estar durmiendo en una cafetería, delante de una taza y un plato vacío. Se suponía que estaba en un hotel. A menos que…

Ese pensamiento quedó inconcluso porque mis pies decidieron moverse solos. Ya dentro, no podía parar de darle vueltas a la misma pregunta: «¿Había pasado la noche aquí? ¿Por qué? ¿Por qué no se había ido a un hotel?»

Crucé el umbral y caminé hacia él. Con la bolsa llena de masa de hojaldre recién horneado aun en la mano.

Me acerqué hasta tenerlo en primer plano, ojeroso y con la ropa increíblemente arrugada. El comienzo de algo parecido a la… baba le caía de la comisura de la boca.

—Lucas —murmuré. No se movió. Ni siquiera me escuchó. Me aclaré la garganta y me incliné un poco—. Lucas —repetí.

La culpa y la preocupación se me enredaron en el estómago y me hicieron querer sacudirlo y despertarlo, así podía exigirle respuestas y disculparme unas cien veces. Todo al mismo tiempo. Porque nadie se queda a dormir en una cafetería a menos que no tenga otra opción, y yo no debería haber dejado que se fuese con tanta facilidad.

Vacilante, estiré el brazo y, con la mano que tenía vacía, le toqué el hombro con suavidad.

—Ey. —Lo sacudí con delicadeza, tratando de no concentrarme en el calor que percibía a través de su sudadera—. Lucas, despierta. —Nada. Dormía como un muerto. Y a falta de opciones—. ¡DESPIERTA!

Cerró la boca de repente y abrió un ojo.

El iris marrón me pilló. Luego, su expresión se fue relajando hasta que una sonrisa adormilada tomó forma delante de mí.

—Rosie —balbuceó en un murmullo, con la voz ronca—. ¿De verdad eres tú? ¿O me he despertado en el paraíso?

Capítulo 4

Lucas

Era un idiota. Un idiota adormilado.

«¿De verdad eres tú? ¿O me he despertado en el paraíso?»

¿En serio, Lucas? Por Dios.

No me hizo falta despertarme del todo para lamentar lo que acababa de decir. Pero la frase cursi, poco original e innecesaria se me escapó antes de saber lo que estaba diciendo. Abrí los ojos, o el ojo, y allí estaba ella. Rosie. La mejor amiga de Lina. La chica que había conquistado a toda la familia Martín. Rostro en forma de corazón, rasgos delicados, labios suaves y ojos cautivadores. Parecía una especie de visión, y mi cerebro, falto de sueño, estaba tratando de determinar si era real. Y mira la mierda que me había salido de la boca cuando mi cabeza no estaba atenta.

—¿Qu… Qué? —murmuró Rosie cuando no añadí nada más a esa maravillosa frase. Curvó las cejas—. ¿Estás bien?

La pregunta del año.

Dispuesto a abrir el otro ojo, negué con la cabeza, y, mientras rogaba que mi mirada pareciera relajada, dije:

—El sol brilla a tus espaldas. —Señalé la ventana con la mano—. Estaba enmarcándote el rostro. Como un halo.

Rosie parpadeó dos veces antes de responder:

—Eh… Gracias.

Ante su reacción, ahogué una risita y estiré los brazos por encima de la cabeza. Me dolían los músculos de la espalda. La tenía entumecida por todas las horas que llevaba sentado allí, mucho más de las que debía. No debería haberme quedado tanto tiempo. Necesitaba ponerme de pie, empezar a mover las piernas, poner las articulaciones a trabajar, pero…

Tenía a Rosie delante, mirándome con una cara graciosa, con el entrecejo mínimamente fruncido. Preocupada y un poco molesta.

—¿Estás enfadada con…? —empecé a interrogarla.

Pero, casi al mismo tiempo, dijo:

—¿Te puedo hacer una pregunta?

Busqué su mirada, sonreí para mis adentros y le respondí:

—Puedes preguntarme lo que quieras.

—Sé que no es de mi incumbencia —aclaró—, pero… ¿Qué estás haciendo aquí, Lucas? Parece que… ¿Has pasado…? —Se aclaró la garganta, como si estuviera tratando de suavizar el tono—. ¿Has pasado la noche aquí?

No quería mentirle. Era algo que nunca se me había dado bien. Así que indagué:

—¿Qué pinta tengo?

—Estás genial. —Dejó escapar un ruido raro antes de continuar—. Tienes buen aspecto, aunque un poco como… Como el de una persona que ha dormido en una cafetería.

—¿Atractivo, pero con un toque relajado y natural?

—Estabas babeando.

—Ay.

—En serio —insistió.

—¡Uf! Te creo. Me apuesto lo que quieras a que era digno de admirar.

—Bueno… En cierta forma sí, creo —admitió y se encogió de hombros—. Para las personas a las que les gustan los hombres babeantes y adormilados. —Hizo una pausa—. Aunque no es mi caso.

Ladeé la cabeza y simulé que estaba pensando en algo.

—Y entonces, ¿cuál es tu tipo de hombre, Rosalyn Graham?

Me miró un poco sorprendida.

—Mi tipo es… —empezó a decir, pero se detuvo—. Te estás desviando del tema. —Hizo una pausa y puso una mueca de desagrado—. Dijiste que buscarías un hotel. Deberías haberte quedado en casa de Lina si no tenías a dónde ir. Deberías habérmelo dicho en vez de dejar que te echara.

Fruncí el ceño.

—No me echaste —le contesté muy serio, con honestidad—. Yo decidí irme. —Porque presentí que mi presencia la incomodaba. Mi llegada la descolocó por completo. Y no me gustaba sentir que estaba invadiendo la privacidad y el espacio personal de una chica con la que solo había hablado una vez—. Estos asientos son más cómodos de lo que parecen. Dales una oportunidad. —Señalé con la mano el sofá granate que tenía delante—. Toma asiento y compruébalo tú misma. Voy a pillar algo de beber.

Me di la vuelta y llamé al camarero con una sonrisa. Asintió con la cabeza, señal de que en un minuto estaría con nosotros.

Cuando miré a Rosie otra vez, todavía no se había sentado.

Ni siquiera se había movido.

Estaba demasiado ocupada mirándome con el ceño fruncido.