Fenitschka / Un desvío - Lou Andreas-Salomé - E-Book

Fenitschka / Un desvío E-Book

Lou Andreas Salomé

0,0

Beschreibung

"Lou Andreas-Salomé fue una mujer atrevida: en su pensamiento, en sus escritos, en su vida. De ella, sin embargo, persiste la mística que se creó alrededor de las relaciones que mantuvo con hombres célebres –Nietzsche, Freud, Rilke–. Su amplia y diversa obra, sobre todo la narrativa, ha permanecido en las sombras; desconocida, o inhallable, o sin traducción. En 1898 publicó dos relatos: Fenitschka y Un desvío. En estos textos se aproxima a conceptos que más tarde serán fundamentales para el psicoanálisis: los sueños y el inconsciente, la pulsión y el goce. También son exponentes de uno de los movimientos feministas que surgía a finales del siglo XIX: las mujeres que retrata se debaten entre el amor romántico –abnegado, sacrificial, servil; o como ella misma escribe: «algo más oscuro, más pulsional, más siniestro»– heredado de largas generaciones, y otro tipo de amor que logran vislumbrar contra todo mandato; aquel que les permitiría una vida libre, creativa, propia. Lou, al igual que sus protagonistas, no se resignó a quedar atrapada en esa «larga cadena de sumisiones». Este libro, con una traducción actualizada de Micaela van Muylem, nos presenta a Lou Andreas-Salomé en su esplendor. Ni musa ni discípula, ni amante ni esposa: una escritora aguda y sensible que logra capturar y retratar lo que bulle en los lazos amorosos de su época; una mujer que intuye el desvío como gesto de atrevimiento necesario para producir una nueva vida y un nuevo lenguaje" (María Magdalena).

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 186

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Escritora y psicoanalista rusa, nació en San Petersburgo en 1861. A los 17 años comenzó sus estudios de teología, filosofía, religión y literatura. Luego viajó a Zurich para asistir a la universidad; Suiza era el único país de habla germana donde las mujeres podían cursar una carrera universitaria. En 1885 publicó su primer libro: En la lucha por Dios, con el seudónimo de Henry Lou. Su obra incluye poesía, quince novelas, una autobiografía —Mirada retrospectiva, publicada de forma póstuma en 1951— y diversos ensayos, entre ellos Personajes femeninos de Henrik Ibsen (1892), Friedrich Nietzsche en sus obras (1894) y Rainer Maria Rilke (1928). Como psicoanalista, participó del Círculo de Psicoanalistas de Viena, ejerció su práctica en Alemania y escribió numerosos artículos sobre el narcisismo y la sexualidad femenina, destacándose El erotismo (1910). Murió en Gotinga, Alemania, en 1937. Al poco tiempo, la Gestapo confiscó y quemó su biblioteca.

Andreas-Salomé, Lou

Fenitschka. Un desvío / Lou Andreas-Salomé; editado por María Magdalena; Nicolás Cerruti. - 2ª edición. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Las Furias, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de Micaela van Muylem.

ISBN 978-987-47774-9-2

1. Narrativa Rusa. 2. Literatura. 3. Novelas Biográficas. I. María Magdalena, ed. II. Nicolás Cerruti, ed. III. Micaela van Muylem, trad. IV. Título.

CDD 891.73

Primera edición en español: Editorial Icaria, 1982.

The translation of this work was supported by a grant from the Goethe-Institut. La traducción de esta obra fue apoyada con una subvención del Goethe-Institut.

EDICIÓN María Magdalena / Nicolás Cerruti

DISEÑO Romina Luppino

ISBN 978-987-47774-9-2

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito de los editores. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Índice

CubiertaSobre la autoraPortadillaCréditosPortadaFenitschkaUn desvíoAcerca de este libroLas Furias editora

Era septiembre, la época más tranquila de la vida parisina. El mundo elegante estaba veraneando en la costa, el tórrido calor ahuyentaba incluso a las grandes masas de extranjeros. Sin embargo, en las pesadas noches se reunía una muchedumbre tan grande en los bulevares que podrían competir con la temporada alta de cualquier otra ciudad.

Max Werner estaba paseando por el Boulevard St. Michel ya pasada la medianoche, cuando se encontró con un pequeño grupo de conocidos. Habían asistido al teatro con amigos que estaban de paso y ahora querían mostrarles a las damas y los caballeros algo de «la noche parisina», más precisamente, algún característico café nocturno del Quartier Latin, y luego, al alba, cuando la ciudad durmiese, observar el interesante trajín en las Halles a la hora en que la plaza aún desolada empezaba a cobrar vida a medida que llegaban los mercaderes del campo e iban acomodando sus productos.

Tras algunas dudas y vacilaciones por parte de las damas decidieron ir al Café Darcourt, que a esta hora ya estaba repleto de grisettes1 y estudiantes del quartier, y ocuparon varias mesitas de mármol sobre la vereda, en medio de los transeúntes, junto a unos grandes ventanales abiertos y muy iluminados.

Max Werner terminó sentado junto a una joven rusa, era la primera vez que la veía, y no logró oír su largo nombre cuando los presentaron, pero los demás la llamaban simplemente «Fenia» o «Fenitschka». Su sencillo vestido negro, que le otorgaba un aire de monja, cubría su figura de mediana estatura, nada llamativa, de manera casi cómicamente impropia en París; al parecer era una vestimenta muy popular entre las estudiantes de Zúrich. La muchacha no le causó ninguna impresión en particular. Sin embargo, la observó de cerca porque en el fondo todas las mujeres le despertaban cierto interés, si no como hombre, como ser humano; se había doctorado un año atrás y ansiaba ahora aprender en el mundo real la psicología práctica antes de enseñarla desde una cátedra, algo que por el momento no le parecía un futuro demasiado atractivo.

De Fenia sólo le llamaron la atención los lúcidos ojos marrones, que observaban con una particular franqueza y claridad cada objeto, y a cada persona como un objeto, y los rasgos eslavos de ese rostro con la nariz corta: una de las narices preferidas de Max Werner, puesto que dejaban suficiente lugar para un beso, algo que una nariz ciertamente debe de hacer.

Sin embargo, ese rostro pálido por el trabajo, marcado por la disciplina intelectual, no invitaba de ninguna manera a ser besado.

Al comienzo apenas intercambiaron palabra ya que, en el interior del local, del otro lado de la ventana junto a la que estaban sentados, se desarrolló una escena que despertó la atención de todos los presentes. En una mesa, dos parejitas comenzaron a charlar entre bromas y chistes y acabaron en una terrible discusión.

Una de las dos muchachas, menos bella y ya algo marchita que, sin embargo, poseía un rostro de un indestructible encanto parisino, finalmente fue colmada con una catarata de horribles insultos por parte de la otra pareja, sin que su acompañante la defendiera en lo más mínimo. Al contrario, a cada nuevo ataque este se sumó con gritos a las brutales carcajadas de los otros dos, y las risas pronto se extendieron a las mesas contiguas; junto a acalorados hombres ya algo ebrios, las coquetas compañeras del ser maltratado celebraban con malicia a la competidora.

A través del aire pesado y sofocante del local, lleno de humo de tabaco y el vaho de las personas, el gas de las lámparas y las bebidas, resonaron fuerte las voces hasta la mesa de afuera, donde se habían callado todos. En los rostros de las damas se dibujó una clara compasión, pero también asco, rabia y cierta inquietud por presenciar semejante escena; una de ellas se ajustó temerosa el velo que le cubría el rostro. Nadie estaba tan conmovido por lo que veía como Fenia.

Desde el comienzo había mirado a su alrededor con un interés objetivo, observando con gran serenidad todo detalle que le llamaba la atención. Sin embargo, ahora la había invadido una simpatía tan intensa que al final –evidentemente sin pensarlo, incapaz de permanecer pasiva– se puso despacio de pie y extendió una mano en dirección a quienes ocasionaban el alboroto, como si tuviera que intervenir o acallarlos. En ese mismo instante fue consciente de su gesto espontáneo, se contuvo y se ruborizó mucho, lo cual le otorgó un aspecto tierno e infantil, y un tanto desamparado.

Estando de pie, su mirada se encontró con la de la grisette que, en su desconcierto y abandono, había comenzado a llorar; grandes lágrimas le corrían por las mejillas maquilladas y acaloradas, y le temblaban los labios. Bajo la prolongada, singular mirada que intercambió con Fenia, la expresión llorosa se transformó; en los ojos de Fenia pareció sentir una ayuda, una caricia, un consuelo, algo que suspendió la soledad de esa criatura pisoteada. Desde la mesa se vio con claridad el cambio de ánimo en sus facciones, dado que estaba sentada de frente a la ventana. Agradecimiento, sorpresa, reflexión y una sordera momentánea ante todo ese entorno ruidoso y las injurias le secaron las lágrimas, y casi no prestó atención cuando la pareja a su lado se dispuso a irse, y tampoco cuando su acompañante tomó la raída galera del gancho en la pared.

El hombre le dio un torpe empujón con el codo y le pidió que se apurara.

Ella sacudió la cabeza y respondió unas palabras en argot parisino, que afuera no se alcanzaron a entender, pero que estuvieron acompañadas de un evidente gesto de desprecio y rechazo. Él reaccionó con una expresión de sorpresa, que provocó nuevas carcajadas. Sin embargo, las risas esta vez estaban dirigidas a él, al rechazado, que abandonó furioso el local.

La muchacha tomó su gastado abrigo de seda del respaldo de la silla, se lo echó sobre los hombros y dirigió una mirada enorgullecida y luminosa a Fenia, que se había quedado inmóvil; una figura extrañamente seria y conmovida en medio de las damas cubiertas con sus velos y las damiselas con sus vestidos llamativos y sus risas.

Un instante después, su protegida salió por la puerta y pasó junto a la mesa. De repente ocurrió algo completamente inesperado: la muchacha se detuvo ante Fenia, y entreabrió los labios para hablarle y, en un impulso de tal naturalidad que tenía un encanto irresistible, le extendió ambas manos.

Fenia las tomó y las estrechó resuelta. Estuvieron así unos instantes sonriéndose como hermanas, mientras todos los que estaban sentados a su alrededor las miraban con sorpresa, intrigados y divertidos. Luego la muchacha se alejó con una inclinación de la cabeza dirigida a los demás y desapareció en la muchedumbre.

El grupo se rio de la pequeña escena, se divirtieron a costa del «éxito» que había tenido Fenia y le hicieron no pocas bromas. Ella, por su parte, siguió callada.

Una de las damas interpretó erróneamente su expresión seria y comentó:

–Sí, chérie, ¡qué amistad tan indeseable e incómoda! Esa mujer le podría llegar a traer problemas si se la encuentra en la calle y la saluda de forma tan íntima, para sorpresa de quien quizá la acompañe.

–No se preocupe –replicó rápido Max Werner– le apuesto que esa muchacha pasará a su lado sin saludarla, si es que alguna vez se cruzan. En otra parte del mundo quizá la perseguiría con agradecimiento, la mujer francesa consideraría una mala gratitud ponerla a usted en un compromiso. Es el tacto francés, el tacto de una cultura antigua que poco a poco se filtró en todas las capas de un pueblo y lo caracteriza con esa inteligencia casi intuitiva.

–Pero a mí me gustaría volver a verla –dijo Fenia en voz baja.

–¿Para hacer qué?

–No lo sé, pero me abrumó que esta muchacha haya sido expuesta tanto por los hombres como por sus mismas compañeras, como si vivieran en territorio enemigo. Nunca vi tanto desprecio cínico como en las expresiones de esos hombres, ni tanta malicia como en las miradas de esas muchachas. Y este es un local en donde en cierta manera están en casa, entre ellas. ¡Imagínense qué podría llegar a ocurrir en otro lugar! Ay, me imagino lo que una chica como esta anhela un contacto amable, simplemente humano.

–Es cierto, suelen agradecerlo mucho. He podido comprobarlo un par de veces.

–¿Usted? –Fenia, interesadísima, clavó sus ojos marrones en él. Era todo oídos.

–¿Por qué no?

–Me imagino que esas muchachas desconfían de cualquier hombre, porque ¿acaso no deberían presuponer que quieren todo menos su confianza?

¡Caramba! pensó Max Werner mirando con mayor detenimiento a Fenia. Era sorprendente el grado de despreocupación con el que hablaba de temas tan delicados con un hombre extraño, acá, en París, en la noche, en este café, y con una expresión en el rostro como si hablaran de escarabajos exóticos.

¿Serán de verdad escarabajos tan exóticos para ella las grisettes, los muchachos, los cafés nocturnos y las aventuras amorosas?

–Estoy seguro de que esa presuposición no reduciría en absoluto la confianza que tienen en los hombres –le respondió entretanto a Fenia–, puesto que el querer recibir algo de ellas como… como mujeres, además de su simpatía como persona para ellas es algo natural. Lo opuesto podría llegar a herir su orgullo y no elevaría en nada la concepción que tienen de sí mismas. –Miró a su alrededor al decir esto para ver si alguien en el grupo, que ya había pasado a otros temas de conversación, alcanzaba a oír sus palabras, y se inclinó en dirección a Fenia para poder continuar en un tono de voz más bajo–. Y no es tan sorprendente, como le parece a usted –comentó–, no se olvide que para estas criaturas esto es un intercambio muy común, tan corriente y habitual que en él expresan todo de manera espontánea, incluso las emociones que no pertenecen a las manifestaciones sensuales, como son la amistad, el agradecimiento o la simpatía. Es algo que se ha convertido en su forma de lenguaje.

Aparentemente, tampoco le molestó a Fenia la cercanía tan íntima en la que le dijo esto y que, a la vez, los aislaba de los demás; bajó la cabeza y parecía estar reflexionando.

Tras una breve pausa le preguntó animada:

–¿Usted cree entonces que estas chicas también tienen sentimientos puros de camaradería hacia los hombres y sólo… sólo los expresan, digamos, mal? Me cuesta imaginármelo. Por más que sea su lenguaje más habitual, en el que expresan todo, cada persona tiene denominaciones diferentes para objetos completamente diferentes.

–¿Eso cree? Por mi parte, considero más bien que en nuestros círculos se puede hacer una observación muy similar. Nuestras muchachas y mujeres están tan habituadas a un trato muy convencional con los hombres, despojado a tal punto de sensualidad, que incluso en esa lengua expresan aquello que no es tan abstracto. Hay muchachas que creen que sólo comparten con un hombre intereses espirituales y afinidades mientras que –a menudo en forma inconsciente– no desean más que su amor, su conquista. Para una pequeña grisette la compasión humana por parte de un hombre es lo más escaso, en cierta medida, algo excluido; para las damas de nuestra sociedad lo excluido es el vivir el goce plenamente, sin miramientos.

Lamentablemente, apenas Max Werner concluyó este discurso, el grupo se dispuso a partir. Entre las sillas que se corrían y las frases superpuestas una de las damas tomó del brazo a Fenia y le cortó la respuesta. La posterior conversación entre todos carecía por completo de interés.

De todos modos, siguió con el grupo a través de las calles nocturnas, y en el Chien qui fume participó de la obligatoria cena de sopa de cebollas y ostras; al rayar el alba observó con los demás a través de los amplios ventanales espejados del restaurante la magnífica entrada de mercadería en las Halles. Y allí, al menos se enteró de algunos datos de la vida de Fenia, gracias a un periodista ruso que conoció a sus padres. Nació en Moscú, pero ya de muy joven acompañó a su padre enfermo, un médico militar jubilado, al sur de Alemania y a Suiza, donde inició sus estudios universitarios; tras la muerte del padre continuó estudiando y se pudo mantener gracias a un sinfín de trabajos como el dictado de clases particulares y traducciones de todo tipo. En Zúrich al parecer estudió con muchos hombres que eran sus amigos, uno de ellos incluso la había acompañado aquí a París en las vacaciones de otoño, pero luego había partido a Rusia.

¿Era esa la causa de su aspecto tan fraternal, su aire tan asexuado, por el cual se comportaba como si sólo hubieran hermanos en el mundo? ¿No sería más probable que este comportamiento infinitamente despreocupado fuera una mera capa que ocultaba una vida muy liberal? Ya debía conocer bastante del mundo y de la gente, mucho más que las muchachas tan protegidas de nuestros círculos.

Los ojos y los pensamientos regresaban una y otra vez a ella, y abrigó la sospecha de que se estaba ocultando tras una máscara muy inteligente y bien lograda. ¿No escondía algo muy frívolo detrás de ese traje de monja que casi destacaba entre los demás vestidos? Detrás de ese rostro franco e inteligente ¿no había algo sensual y ardiente que sólo engañaría a un tonto? ¿Era sólo su fantasía la que le jugaba una mala pasada, o acaso Fenia no le recordaba la delgadez y simplicidad estilizada de las figuras prerrafaelistas, aquellas que quieren parecer castas, pero están rodeadas de misteriosas flores delatoras, de colores ardientes, que provocan una extraña embriaguez?

En todo caso, Fenia le generaba cierta excitación, todo eso lo atraía mucho pese al rechazo que en ese entonces le solían provocar las mujeres universitarias o cultas, e interpretó la sensación casi como prueba de que Fenia sólo aparentaba pertenecer a esa clase.

Al salir del restaurante alguien propuso culminar la larga excursión nocturna con un paseo al Bois de Boulogne, pero un coro de bostezos protestó contra esa propuesta. Además, no se veía ningún coche de alquiler cerca. Finalmente resolvieron regresar a pie, cada caballero acompañando a una de las damas, y Max Werner logró cumplir su deber escoltando a Fenia.

El sol ya atravesaba la neblina matutina inundando a París con ese temprano reflejo rojizo que provocaba el aire húmedo a orillas del Sena.

–¡Es tan maravilloso! –exclamó Fenia y se detuvo en medio de la calle, pero agregó enseguida, prosaica–: ¡Ay si pudiera tomarme una buena taza de café ahora! Entonces no necesitaría acostarme a dormir, y el día no estaría perdido.

–No parece tener sueño, sino estar espléndidamente despejada –observó él mirándola–. Al parecer no le cuesta saltearse una noche de descanso.

Fenia asintió.

–Estoy acostumbrada –dijo– prefiero concentrarme de noche en los libros, cuando todo alrededor está en silencio.

–Suena a un completo disparate en boca de una jovencita –respondió molesto, porque le causó profundo rechazo–. Tal como me ve, yo acabo de dejar los estudios y los libros como si se tratara de la peor de las servidumbres y usted, una mujer, se subyuga por voluntad propia.

Fenia alzó la vista sorprendida.

–¿Por qué debería de ser un yugo aquello que amplía nuestro horizonte, que nos abre la vida, nos hace independientes? No, si existe algo en este mundo que se asemeja a una liberación, es el estudio intelectual.

«¡Será posible que en este camino a casa, en medio de la calle, bajo la neblina del alba, se ponga a discutir acerca del valor que tiene el estudio intelectual en la vida!» pensó él casi amargado y replicó con énfasis su más firme convicción:

–¡Señorita, usted está muy errada! ¡Es, por el contrario, lo más restrictivo y limitante que existe en el mundo! Y si lo pensamos bien, hasta es evidente. La ciencia ignora la realidad y la vida, con todos sus colores, su plenitud, su contradictoria diversidad. De todo ello sólo es capaz de percibir un delgado y pálido contorno. Cuanto más puros, más estrictos y seguros sean sus métodos de reconocimiento, tanto más consciente y grande es la renuncia a la comprensión plena, real, de las piezas más pequeñas de la vida. Por eso el científico a su servicio está sometido a una estricta autodisciplina, a una mera existencia de escritorio de gran palidez espiritual.

Mientras hablaba, iba pensando al mismo tiempo que el camino al hotel de Fenia era muy corto y, por si acaso, tomó un desvío, aunque el cielo se estaba cubriendo. Ella tampoco pareció notar nada, ni el cielo enturbiado ni el desvío.

–Para nosotras, las mujeres, para nosotras que sólo hace poco podemos estudiar, esto no es así como lo describe usted, de ninguna manera –le respondió, totalmente enfrascada en el asunto–, para nosotras no significa ni ascetismo, ni una existencia de escritorio. ¡Cómo sería posible! Si gracias a ello estamos justamente entrando de lleno en la batalla por nuestra libertad, por nuestros derechos, ¡de lleno en la vida! Quien de nosotras se dedica al estudio, no lo hace sólo con la mente, con la inteligencia, sino con el deseo, ¡con todo el ser! No conquista el saber, sino un pedazo de vida repleto de emociones. Lo que usted dice de la ciencia suena como si se tratara de una actividad exclusiva para ancianos, para personas caducas. Pero quizá ustedes sean los decrépitos. ¡Entre nosotras, la ciencia entusiasma a las fuertes, las jóvenes, las más vitales!

–Sí, claro, pero ¿sabe usted qué demostraría eso, si realmente fuera así? –preguntó indignado, observando a la vez con cierta complacencia amorosa la encantadora línea que su cabellera castaña formaba en las sienes–. Demostraría que su sexo está atrasado, que vive donde nosotros hemos estado hace siglos. Más o menos donde acabábamos en la hoguera por cada hallazgo científico o, al menos, en descrédito público. En ese entonces, la vida dedicada a la ciencia templó espíritus, e implicó a toda la existencia en las cuestiones abstractas del conocimiento. Pero mientras la cosa siga así, tampoco será posible una cultura intelectual más refinada; la cultura de hoy, que flota por encima de las cosas, y de la cual las mujeres cuando estudian no tienen noción alguna.

–¿Y cuando no estudian? –le preguntó Fenia en tono burlón.

–Entonces sí. Se enteran de algunas cosas a través del hombre.

–Disculpe ¿dónde estamos? –interrumpió Fenia, y se detuvo.

–¡No se enoje! En el fragor de la discusión nos alejamos de la ruta más directa a casa. Pero sé que aquí debe haber un local abierto en que puede tomar un café –agregó rápido y la hizo avanzar unos pasos más–, no podía ignorar su intenso deseo de un café.

El sencillo establecimiento delante del que estaban parados efectivamente estaba abriendo, pero aún no recibían a clientes tan madrugadores. La escoba que barría las baldosas en el interior levantaba inmensas nubes de polvo, y las sillas todavía se encontraban depositadas sobre las mesas, como lo estuvieron toda la noche.

–Creo que mi hotel está bastante lejos –dijo Fenia pensativa– ¿no habrá un coche…?

–Su hotel está un poco lejos, es cierto –la interrumpió rápido–, pero si usted… no puedo tolerar que se pierda el tan anhelado café. Ahora debe tener más sed que antes. Conozco un lugar en que podrá beber uno excelente, incluso a esta hora temprana.

–¿Dónde? ¿Muy cerca?

–Muy cerca. A menos de diez casas. Estamos lejos de su hotel, pero muy cerca del mío. Y mis hoteleros están preparados para hacer café a las horas más extrañas. Y desde allí le pido un coche.

–En el mío el comedor no abre tan temprano –dijo Fenia algo sorprendida–, pero si es así, podemos ir a su hotel.

Su sencilla complacencia casi lo irritó. La noche compartida había convertido su particular enamoramiento en una excitación nerviosa. ¿Qué ocurriría si no la llevaba al comedor? ¿Cómo podría saberlo ella? Era muy probable que aún no estuviera abierto, pero su cuarto estaba justo al lado.

Lo invadió cierta ira contenida, la incertidumbre acerca de esta muchacha lo torturaba. ¿Era posible que fuera tan complaciente con un joven absolutamente extraño, que confiara tan ingenua, o era todo pura astucia? ¿Acaso se estaba burlado de él para sus adentros? ¿O de qué estrella lejana había caído para venir a parar al empedrado parisino?

¡Ay! ¡Todavía era tan joven! Solía estimar muy mal a las mujeres, sobre todo por miedo a que lo tomaran por tonto e ingenuo. Y en lo que respectaba a las mujeres que estudiaban, contra las que sentía tanto rechazo, debía ser sincero y confesar que en realidad no las conocía, las mujeres con quienes intimaba no pertenecían en absoluto a esa especie.

Condujo a Fenia al hotel en que se estaba hospedando, le indicó que subiera por los peldaños de la entrada y, en el amplio pasillo, le abrió la puerta a su cuarto, junto al comedor.