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Mattie Crawford no conseguía entender por qué Jack Beauchamp estaba tan empeñado en llevarla a París. Quizá le hubiera juzgado mal al pensar que era un mujeriego y desde luego su plan de darle una lección salió un poco mal. Pero en lugar de un castigo por sus malas intenciones, lo que Mattie recibió fue un romántico fin de semana en París junto al hombre más guapo y sexy que había conocido en su vida... el mismo del que había prometido mantenerse alejada. Por eso debían dormir en habitaciones separadas.
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Seitenzahl: 169
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Carole Mortimer
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Habitaciones separadas, n.º 1488 - agosto 2018
Título original: In Separate Bedrooms
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
ESE HOMBRE es un mujeriego! –le dijo Mattie a su madre. Cada milímetro de su delgado cuerpo de un metro cincuenta y siete centímetros de estatura despedía furia. Incluso su incontrolable melena de color tostado a la altura de los hombros brillaba de indignación.
–Mattie, me da la impresión de que otra vez estás emitiendo un juicio precipitado –le amonestó su madre, sentada tras el escritorio–. Y ambas somos conscientes de las veces que te has equivocado al juzgar a una persona. Además, Mattie, ¿no te parece que podría estar afectándote el hecho de que, después de salir con Richard durante tres meses el año pasado, te enteraste de que estaba prometido y que iba a casarse con otra?
Mattie prefería no pensar en la humillación que sufrió cuando Richard le informó de que no podían volverse a ver ya que iba a casarse a la semana siguiente.
–Aunque, por lo que me has contado de él, este hombre parece algo… ligero de cascos –concedió la madre de Mattie.
–¿Sólo un poco? –dijo Mattie con desagrado–. Ya te he dicho que está saliendo con cuatro mujeres a la vez, mamá. ¡Cuatro! –exclamó Mattie con incredulidad–. Y parece ser que tres de ellas están casadas.
–En ese caso, deberían mostrar más sentido común –sentenció su madre, una versión de su bonita hija con más años y algunos kilos más–. Me temo que a algunos hombres les parece más seguro salir con muchas mujeres a la vez.
Mattie frunció el ceño.
–¿Por qué más seguro?
–Eso los protege de las mujeres que tienen en mente el matrimonio –su madre sonrió cínicamente.
–¿Qué mujer en su sano juicio querría casarse con un hombre así? –inquirió Mattie en tono de desprecio–. ¡No es más que un cerdo!
–Personalmente, creo que debería ser azotado en público –observó una ronca voz de hombre.
Mattie, de pie delante del escritorio de su madre, se quedó inmóvil, negándose a volver la cabeza mientras su rostro enrojecía de vergüenza al darse cuenta de que alguien, y para colmo un hombre, había oído su conversación.
Pero su madre parecía relajada y sonreía al recién llegado.
–¿En qué puedo servirle?
–Me llamo Jack Beauchamp –dijo el hombre, presentándose–. Llamé ayer por teléfono para ver si podía dejar aquí a mi perro el fin de semana próximo. Usted me sugirió que primero viniera a ver sus instalaciones –le recordó él.
Mattie palideció. Ese hombre era un posible cliente; al menos, lo era su perro.
–Espero no haber interrumpido nada… importante –comentó él–. Usted me dijo que podía venir hoy domingo al mediodía.
Mattie tragó saliva.
–Por supuesto, señor Beauchamp –respondió la madre de Mattie–. Le enseñaré la perrera. Según creo recordar, tiene un collie, ¿verdad?
Mattie sonrió con afecto, a su madre jamás se le olvidaba la raza de un perro.
–Sí, Harry –confirmó Jack Beauchamp–. Pero si está usted ocupada, no tengo inconveniente en que su ayudante me enseñe las instalaciones.
¿Ayudante? Sí, no le extrañaba que a ese hombre le pareciera justamente eso, pensó Mattie. Los pantalones vaqueros y la camiseta azul eran ideales para trabajar en las perreras. Normalmente, echaba una mano a su madre los domingos; sin embargo, no era lo que hacía el resto de la semana.
Mattie respiró profundamente antes de volverse. Tras hacerlo, contuvo el aliento al encontrarse frente al hombre más atractivo que había visto en su vida.
Debía tener treinta y algún años, alto, esbelto, con cabello oscuro y corto, y los ojos marrones más profundos que ella había visto nunca. Unos ojos que parecían chocolate líquido. Unos ojos cálidos.
Y el resto del rostro tampoco estaba mal, valoró Mattie. Un semblante bronceado, con una nariz que parecía como si se hubiera roto unos años atrás, una boca sensual y sonriente; sólo la prominente barbilla traicionaba una pose relajada y un atuendo informal que consistía en una camiseta negra y unos pantalones vaqueros azul oscuro.
–Será un placer enseñarle las perreras, señor Beauchamp –dijo Mattie asintiendo fríamente–. Como usted mismo ha notado, mi madre está muy ocupada en este momento.
–Ah –él asintió con una mirada sonriente y algo burlona al tomar nota de la sutil corrección de la posición de ella.
Pero no dijo: «Perdone por la equivocación». Ni tampoco… «Debería haber notado el parecido». Sólo un «Ah».
–Pero…
–Por favor, mamá, sigue con lo que estabas haciendo –interrumpió Mattie firmemente–. Estoy segura de que el señor Beauchamp y yo podremos arreglárnoslas sin problemas.
Su madre le lanzó una mirada interrogante y llena de preocupación. Tras la conversación que acababan de tener sobre los hombres, su madre sabía de qué humor estaba y eso la preocupaba.
El negocio de su madre había pasado por un mal momento durante el último año. No obstante, The Woofdorf era una perrera de alto estándar, el orgullo de su madre durante veinte años. Un hecho que Jack Beauchamp estaba a punto de descubrir.
–Sígame, señor Beauchamp, voy a enseñarle la residencia de nuestros huéspedes.
–Sólo tiene que silbarme al oído y la seguiré adonde usted quiera.
Mattie se volvió hacia él bruscamente al oír esas extraordinarias palabras y se encontró casi con la nariz pegada al musculoso pecho de Jack.
Involuntariamente, dio un paso atrás antes de contestar.
–Perdone, ¿qué ha dicho? –no era posible que le hubiera oído bien.
Jack Beauchamp la miró con perfecta inocencia.
–He dicho que hace un tiempo muy agradable para esta estación del año –respondió él tranquilamente, con su oscura mirada sonriente y retadora.
En realidad, ese hombre llevaba riéndose de ella desde el momento en que interrumpió la conversación que había mantenido con su madre.
Y Mattie no se tragó lo que ahora decía que había dicho.
–Pase delante, por favor, señor Beauchamp –dijo ella secamente mientras sujetaba la puerta para que aquel hombre saliera.
–No, pase usted primero, señorita Crawford –respondió él inclinando la cabeza.
Mattie no estaba segura de que fuera accidental el hecho de que, justo cuando ella estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta, él decidiera hacerlo al mismo tiempo, pegándole la espalda al marco de la puerta y las curvas de la parte delantera de su cuerpo al suyo.
–Perdone –murmuró Mattie cuando ambos traspasaron el umbral juntos y casi a presión.
–No tiene por qué disculparse –contestó él con una expresión inconfundiblemente burlona cuando ambos se encontraron bajo el sol primaveral.
–Quizá sea mejor que no me siga tan de cerca, señor Beauchamp –dijo ella con voz tensa.
Él continuó sonriendo.
–Lo intentaré, señorita Crawford –él la obedeció mientras la seguía por un camino flanqueado de lechos de flores que conducía a las perreras–. Su rostro me resulta familiar. ¿No nos hemos visto antes?
Mattie contuvo el aliento. ¿Se habría dado cuenta ese hombre de cómo se ganaba ella la vida, de cómo se habían conocido? De ser así, no le iba a costar mucho trabajo llegar a una conclusión. Pero ella lo negaría todo, por su madre.
Mattie volvió la cabeza para responderle y lo sorprendió con los ojos fijos en el movimiento de sus caderas mientras andaba.
¡Qué atrevimiento!
–Dudo mucho que frecuentemos los mismos círculos sociales, señor Beauchamp –respondió ella.
–Yo no me desenvuelvo en ningún círculo social específico, señorita Crawford. Estoy seguro de que no nos hemos conocido en una fiesta o algo parecido. Es sólo que su rostro me resulta familiar, eso es todo –contestó él con un encogimiento de hombros.
–Le aseguro que a mí no me ocurre lo mismo –Mattie lanzó una carcajada evasiva al tiempo que bajaba los párpados para esconder el brillo de enfado de sus ojos.
Por supuesto, Mattie era plenamente consciente de que mentía.
–Por aquí –le indicó ella bruscamente al tiempo que abría la puerta que daba a las perreras. Al instante, fueron recibidos por los ladridos de los perros–. Todas las celdas están alfombradas y también tienen calefacción.
Mientras pasaban por las celdas, Mattie fue acariciando las cabezas de los perros a través de las puertas metálicas.
–Como puede ver, en cada celda hay un sillón para los perros que prefieran sentarse en algo blando. A cada perro que llega se le da una cesta y colchoneta limpias, aunque algunos clientes prefieren traer las suyas propias.
Automáticamente, Mattie empezó a dar explicaciones en tono profesional sobre el cuidado de los perros, ya que estaba familiarizada con el trabajo debido a que ayudaba a su madre durante los fines de semana. Además, aunque sabía que los precios de su madre no eran baratos, quería que Jack Beauchamp supiera que el servicio que proporcionaban era excelente.
–También proveemos un televisor para los perros a los que les gusta ver la televisión –explicó ella con indulgencia–. Como puede ver…
Mattie se calló al darse cuenta de que había perdido a Jack Beauchamp en la segunda celda.
Lo sorprendió agachado delante de la puerta de malla metálica mientras un labrador lo saludaba con entusiasmo.
Mattie retrocedió hasta reunirse de nuevo con él, su expresión fue suavizándose al tiempo que también ella se agachaba para acariciar a Sophie detrás de la oreja.
–Es encantadora, ¿verdad? –dijo ella en voz baja, aquella perra era una de sus preferidas.
–¡Preciosa! –Jack Beauchamp volvió el rostro y sonrió–. Y tan simpática.
A Mattie se le hizo un nudo en el garganta. Ese hombre era demasiado atractivo para ella.
–Sophie es simpática con todo el mundo –comentó Mattie secamente; pero, al momento, se dio cuenta de lo brusca que había sido, aunque ya no podía hacer nada por remediarlo. Además, no quería que ese hombre le gustara–. Su dueño murió hace tres meses; como la familia no quería quedarse con la perra, se la trajeron a mi madre para que la matase. Por eso aún está aquí.
Su madre jamás mataría a un animal sano, por ese motivo ahora tenía cuatro perros.
Normalmente, Sophie estaba suelta siguiendo a su madre a todas partes, pero como ese día su madre había estado esperando la visita de un cliente, había metido a Sophie en una de las celdas hasta que el cliente se marchara.
–Es terrible –dijo Jack Beauchamp frunciendo el ceño mientras continuaba acariciando a Sophie.
–Sí, lo es. Y ahora, si quiere acompañarme… –Mattie volvió a su actitud profesional–. Le enseñaré las celdas vacías con el fin de que vea dónde pondríamos a… ¿Harry?
–Es una celda muy lujosa –reconoció Jack Beauchamp unos minutos después sentándose en el sillón que había en un rincón de la celda.
–Los perros son unos animales tan fieles y cariñosos… nos parece que merecen lo mejor –comentó Mattie.
Los ojos marrones de ese hombre la estudiaron durante unos segundos.
–Estoy totalmente de acuerdo –respondió él por fin–. A Harry va a gustarle mucho esto.
Jack Beauchamp se puso en pie y añadió:
–Sé que le va a parecer extraño, pero Harry, desde que era un cachorro, ha estado conmigo. Ahora tiene seis años y nunca ha estado en una perrera.
Mattie se enterneció ligeramente. Como se había criado con animales, sentía la misma debilidad por ellos que su madre. Y no le cabía duda de que Jack Beauchamp quería mucho a su perro.
–Estoy segura de que se encontraría bien con nosotros –le aseguró ella cuando, una vez más, él se agachó delante de Sophie para acariciarla–. Permítame que lo lleve afuera para enseñarle la zona donde dejamos que los perros corran y hagan ejercicio.
Mattie cerró la puerta de las perreras al salir.
–Aunque a cada perro, individualmente, se le da además un largo paseo al día.
Jack Beauchamp le lanzó otra sonrisa devastadora.
–Este lugar es mejor que muchos hoteles.
–Sí –dijo Mattie.
Había costado mucho dinero construir la lujosa perrera y costaba aún más mantenerla. Era un hotel canino de primera clase.
–¿Llevan el negocio usted y su madre solas o tienen empleados? –preguntó él mientras regresaban a la oficina.
–Tenemos ayuda –respondió Mattie evasivamente, antes de cambiar de tema intencionadamente–. Es un sitio precioso, ¿no le parece?
Lo era. A sólo unos kilómetros fuera de Londres, parecía que estaban en medio del campo. Los jardines de la perrera estaban plagados de flores.
–Sí, precioso –murmuró él.
Mattie se volvió para mirarlo y se quedó sin respiración al sorprenderlo mirándola fijamente.
Inmediatamente, Mattie se puso rígida.
–Ahora será mejor que hable con mi madre para ultimar los detalles de la estancia de su perro –le dijo ella al entrar en la oficina.
Su madre levantó la vista y sonrió.
–Espero que haya encontrado este lugar de su agrado, señor Beauchamp –dijo la madre de Mattie sonriéndole cálidamente.
–Es perfecto –contestó él con voz tranquila.
Una vez más, cuando Mattie lo miró, lo sorprendió con los ojos fijos en ella, no en su madre.
–Y, por favor, tutéeme y llámeme Jack –le dijo él a la madre de Mattie.
–Diana –respondió ella sin sentir el nerviosismo de su hija.
Por supuesto, su madre debía tener unos diez años más que Jack Beauchamp, mientras que ella debía ser unos diez años menor. No obstante, su madre aún era una mujer atractiva y llevaba viuda muchos años. Cierto que su madre insistía en que había querido demasiado a su marido como para tener relaciones con otro hombre; a pesar de lo cual, cualquier mujer que no se fijara en el atractivo de Jack Beauchamp debía estar medio muerta.
–¿Te importaría decirme cómo has oído hablar de The Woofdorf, Jack? –preguntó Diana–. ¿Has oído hablar de nosotros por alguna amistad, a través de un anuncio…?
–Por extraño que parezca, encontré una de vuestras tarjetas en mi oficina. No tengo ni idea de cómo fue a parar allí.
De repente, Mattie concentró su atención en la docena de fotografías que adornaban una de las paredes del despacho mientras albergaba la esperanza de que ni su madre ni Jack Beauchamp notaran lo angustiada que se sentía de repente.
–Ha sido una suerte –reconoció él.
–Sí, así es –respondió Diana.
–Ya le he dicho a tu hija que Harry nunca ha estado en una perrera, ni siquiera en una tan lujosa como ésta –admitió él–. Lo que ocurre es que tengo que estar en París el próximo fin de semana y, como el resto de la familia también va a ir, no puedo dejar a mi perro con nadie; normalmente, cuando tengo que ausentarme, lo dejo con alguien de mi familia. Reconozco que lo he dejado para última hora porque me costaba mucho hacerlo.
¿Familia? ¿Qué familia? No era posible que ese hombre también estuviera casado… ¿o sí?
–A todos los que dejan a sus perros por primera vez al cuidado de otros les ocurre lo mismo, Jack –le dijo Diana comprensivamente–. Pero te aseguro que cuidaremos bien de Harry. Es decir, si…
–Os ruego me disculpéis –interrumpió Mattie bruscamente, ansiosa por alejarse de ese hombre–. Tengo que irme y… en fin, tengo cosas que hacer.
Pero Jack Beauchamp se había quedado en la puerta al entrar y seguía bloqueándola cuando Mattie se volvió para salir.
–Le agradezco mucho que me haya enseñado el lugar. Ha sido un placer conocerla, señorita Crawford.
Ella lo miró sin parpadear.
–Lo mismo digo, señor Beauchamp.
–Espero que volvamos a encontrarnos –dijo él con voz suave.
Mattie, por su parte, esperaba todo lo contrario.
Mattie salió de allí a toda prisa y casi sin respiración.
Así que aquél era Jack Beauchamp.
No podía negar lo atractivo que era ni tampoco su encanto… ni sus miradas. A su madre también parecía gustarle. Pero eso no era extraño, a su madre le gustaba y se fiaba de casi todo el mundo, incluso de la empleada que les había robado el año anterior.
Pero… ¿cómo iba ella a haber imaginado que al dejar esas tarjetas de presentación de The Woofdorf por las oficinas de JB Industries el mismísimo presidente iba a aparecer allí para dejar a su perro el fin de semana de Semana Santa?
Sin duda, iba a tener que darle explicaciones a su madre cuando Jack Beauchamp se marchara.
Porque el hombre del que había estado hablando con su madre y al que había llamado cerdo y del que había dicho que se merecía que lo azotasen en público era Jack Beauchamp.
QUÉ HOMBRE tan encantador –dijo Diana cuando se volvió después de ver a Jack alejarse en su deportivo rojo.
Mattie tenía un bueno motivo para pensar lo contrario y sabía que debía decírselo a su madre.
–Tan simpático, a pesar de ser evidente que es rico. Como diría tu abuelo, no tiene dobleces –añadió Diana–. En fin, ha decidido dejar a Harry aquí durante los cuatro días de Semana Santa, así que estamos casi al completo. Tengo que admitir que… Mattie, ¿qué te pasa?
De repente, Diana pareció darse cuenta de la expresión de desánimo de su hija.
Algo natural, teniendo en cuenta que, apenas una hora antes, Mattie había descrito a ese hombre en términos muy diferentes. Por supuesto, no estaba dispuesta a retractarse de sus palabras; no obstante, sabía que debía contárselo todo a su madre.
Mattie respiró profundamente, pero no logró decir nada.
–Mattie… –su madre frunció el ceño con expresión de sospecha–. Mattie, ¿qué has hecho?
–¿Que qué he hecho? –repitió Mattie con voz más aguda que de costumbre–. ¿Por qué piensas que he hecho algo?
–Porque te conozco, Mattie –admitió su madre con preocupación–. También sé que siempre vas de un lío a otro.
Mattie suspiró.
–Oh, mamá… Es verdad, tienes razón, he hecho algo horrible.
Y cuando Jack Beauchamp se enterase de lo que había hecho, sin duda alguna, no llevaría a Harry a pasar allí el fin de semana.
–Bueno, ¿vas a decírmelo o no? –insistió su madre.
Mattie sabía que no tenía otra elección.
–Supongo que no me queda más remedio –volvió a suspirar profundamente.
–¿Con qué se acompaña lo que me vas a decir, con café o chocolate caliente? –inquirió su madre.
En el pasado, el café era para las pequeñas indiscreciones, el chocolate para las cosas más serias.
–Creo que esto se merece un whisky –respondió Mattie apesadumbrada.
Las rubias cejas de su madre se alzaron, ninguna confesión de Mattie se había merecido whisky hasta ese momento. Pero, por supuesto, había habido muchas confesiones, ya que la impulsiva Mattie solía actuar primero y pensar después. Aquélla parecía ser una de esas ocasiones.
–Me parece que será mejor que volvamos a casa –decidió Diana.
Mattie la siguió con desgana, consciente de que los próximos minutos iban a ser poco placenteros.
Su madre preparó un té para las dos, en vez de whisky, y ambas se sentaron a la mesa de la acogedora cocina con cuatro perros arremolinándose afectuosamente a sus pies.
–¿Y bien, Matilda May? –dijo Diana después de unos minutos de observar a su hija con los ojos fijos en su taza.
Mattie parpadeó al oír su nombre completo.