HAMBRE - Knut Hamsun - E-Book

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Knut Hamsun

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Beschreibung

  Hambre, ganador del Premio Nobel de Literatura Knut Hamsun, es una exploración profunda de la lucha interior y de la alienación humana. La obra retrata la vida de un joven escritor en Kristiania (actual Oslo), quien enfrenta la miseria y el hambre mientras intenta afirmarse artísticamente. El protagonista experimenta una intensa lucha psicológica, donde la dignidad, el orgullo y la desesperación se entrelazan de manera conmovedora. Hamsun utiliza el hambre como metáfora de las privaciones no solo físicas, sino también emocionales y espirituales, destacando el aislamiento social y la desconexión con el mundo circundante. La narrativa se conduce desde la perspectiva introspectiva del protagonista, que oscila entre la lucidez y la locura, reforzando la sensación de angustia y desesperación existencial. Desde su publicación, Hambre ha sido aclamada por su innovador enfoque del monólogo interior, influyendo en muchos autores modernistas. La novela es considerada una obra maestra de la literatura noruega y sigue siendo leída por su profunda exploración de la condición humana. Hamsun expone el impacto de la pobreza extrema en la mente y el cuerpo, ofreciendo una reflexión atemporal sobre la lucha por la supervivencia en un mundo indiferente.

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Knut Hamsun

HAMBRE

Título original:

“Hunger”

Sumario

PRESENTACIÓN

HAMBRE

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

CUARTA PARTE

PRESENTACIÓN

Knut Hamsun

1859 - 1952

Knut Hamsun fue un escritor noruego, reconocido por ser uno de los más influyentes de la literatura del siglo XX. Nacido en Lom, Noruega, Hamsun es conocido por sus obras que exploran temas como la psicología humana, la relación del individuo con la naturaleza y el conflicto entre el instinto y la razón. Su novela más célebre, Hambre (1890), es un testimonio del modernismo literario y ha dejado una huella perdurable en la literatura mundial.

Primeros Años y Educación

Knut Hamsun nació en una familia pobre y, a lo largo de su infancia, vivió en diferentes lugares de Noruega. Su vida estuvo marcada por la inestabilidad económica y la falta de recursos. A pesar de las dificultades, Hamsun mostró un temprano interés por la literatura. A los 19 años, se trasladó a América, donde trabajó en diversos empleos, lo que le proporcionó una perspectiva única sobre la vida y la lucha del individuo.

Carrera y Contribuciones

Hamsun se destacó por su estilo innovador y su enfoque psicológico. Su primera gran obra, Hambre, narra la historia de un escritor en crisis en Oslo, reflejando su lucha interna con la pobreza y la desesperación. Esta obra se considera un precursor del modernismo y anticipa las exploraciones existenciales que serían comunes en la literatura del siglo XX.

Entre sus otras obras notables se encuentran Victoria (1898), que aborda el amor y la lucha por alcanzar los sueños, y Growth of the Soil (1917), que le valió el Premio Nobel de Literatura en 1920. Esta última novela celebra la vida rural y la conexión del hombre con la tierra, temas recurrentes en su obra. A través de sus personajes, Hamsun exploró las tensiones entre la civilización y la naturaleza, así como las complejidades de la vida humana.

Impacto y Legado

El trabajo de Hamsun fue revolucionario para su época, desafiando las convenciones narrativas establecidas. Su enfoque psicológico y subjetivo ha influido en numerosos escritores, entre ellos Franz Kafka y Virginia Woolf. Aunque Hamsun es considerado uno de los pioneros de la literatura moderna, su legado es complejo, ya que también estuvo asociado con posturas políticas controvertidas, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial.

Su estilo narrativo, caracterizado por una prosa poética y un enfoque íntimo, ha dejado una marca indeleble en la literatura. Hamsun cultivó una forma de narrativa que resalta la experiencia subjetiva del individuo, capturando la angustia y la alienación en el mundo moderno.

Knut Hamsun falleció en 1952 a los 92 años. A pesar de las controversias en torno a su vida y sus opiniones políticas, su obra sigue siendo objeto de estudio y admiración. Hamsun es recordado no solo como un innovador literario, sino también como una figura que cuestionó y exploró la naturaleza de la existencia humana.

Su influencia persiste en la literatura contemporánea, y sus escritos continúan resonando en la búsqueda de comprender la complejidad de la vida humana, la naturaleza y la lucha del individuo frente a la adversidad. Hamsun dejó un legado duradero, ofreciendo una mirada profunda a las contradicciones de la condición humana.

Sobre a obra

Hambre de Knut Hamsun es una exploración profunda de la alienación, el hambre física y espiritual, y la lucha por la supervivencia. A través de la historia de un joven escritor que vaga por las calles de Cristianía (actual Oslo), Hamsun critica las estructuras sociales y ofrece una representación visceral de la soledad y el sufrimiento en un mundo indiferente. La novela se destaca por su enfoque en los pensamientos internos del protagonista, lo que crea una narrativa psicológica y existencial única para su tiempo.

Desde su publicación, Hambre ha sido reconocida por su estilo innovador y su habilidad para capturar el tormento interior de su protagonista. Con un enfoque en las emociones humanas y la fragmentación mental, la obra se considera pionera en la literatura moderna, influyendo en escritores posteriores como Franz Kafka y Albert Camus. Hamsun explora temas como la desesperación, la dignidad perdida y el delgado límite entre la cordura y la locura, todo a través de la experiencia desgarradora del hambre.

A lo largo de la novela, Hamsun ofrece una crítica implícita de la sociedad capitalista y su indiferencia hacia los marginados. Hambre sigue siendo relevante por su representación del sufrimiento humano y su enfoque en la lucha por la dignidad personal en un entorno hostil. La obra continúa siendo un testimonio poderoso de la condición humana y los desafíos existenciales que enfrentamos en un mundo que, a menudo, parece desprovisto de significado o compasión.

HAMBRE

PRIMERA PARTE

Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristianía, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella...

Estoy acostado en mi buhardilla, no duermo; oigo sonar las seis en un reloj vecino. Hay mucha claridad y la gente comienza a moverse por la escalera. La pared de mi habitación, correspondiente a la puerta, está empapelada con números viejos del Morgenbladet. Puedo ver en ellos distintamente un “aviso” del director de Faros, y un poco a la izquierda, grande y ancho, un anuncio de pan fresco, de Fabian Olsen, panadero.

Abrí por completo los ojos y, siguiendo una inveterada costumbre, me di a pensar si tenía algún motivo de alegría. Ante los apuros de los últimos tiempos, todos mis efectos habían tomado, uno tras otro, el camino de la casa de empeños. Abatido y nervioso, dos o tres veces tuve que guardar cama durante todo el día, a causa de los vahídos que me daban. De vez en vez, cuando la suerte me sonreía, llegaba a cobrar hasta cinco coronas por un artículo en algún periódico.

Avanzaba el día y yo seguía leyendo los anuncios que estaban junto a la puerta; llegaba a distinguir los finos tipos de letra: Mortajas, en casa de la señorita Andersen, a la derecha de la puerta cochera. Oí dar las ocho en el reloj de abajo antes de levantarme para vestirme.

Abrí la ventana y miré. Desde donde estaba veíase una cuerda para tender ropa y un terreno inculto; al final del fuego de una fragua, quedaba un hogar apagado que algunos obreros se disponían a limpiar. Me acodé en la ventana y examiné el cielo. Sin duda se presentaba un día hermoso. Había llegado el otoño, la estación delicada y fresca en la que todas las cosas cambian de color y pasan de la vida a la muerte. En las calles había comenzado ya el ajetreo y el ruido me invitaba a salir. La vacía habitación, cuyo piso ondulaba a cada paso mío, parecía un lúgubre féretro desajustado. La puerta carecía de cerradura segura, y la habitación, de estufa; solía acostarme por la noche sobre mis calcetines para encontrarlos un poco secos al día siguiente. El único objeto con que podía distraerme era una pequeña butaca roja, de báscula, en la que me sentaba por la tarde para soñar en muchas cosas. Cuando el viento era fuerte y las puertas de abajo estaban abiertas, se oía toda clase de extraños silbidos a través del piso y de las paredes. Y allí, cerca de mi puerta, grandes rasgones, tan anchos como una mano, se abrían en el Morgenbladet.

Me incorporé, fui al rincón de la cama a inspeccionar un paquete, en busca de algún alimento para desayunarme; pero no encontré nada y volví a la ventana.

“¡Dios sabe — pensé — si todo esto me servirá para buscar una colocación!” Estas múltiples repulsas, estas vagas promesas, estos “no” secos, estas esperanzas tan pronto nacidas como desvanecidas, estas nuevas tentativas que a cada instante se convertían en nada, habían consumido mi animosidad. últimamente había solicitado una plaza de auxiliar de caja, pero llegué tarde; por otra parte, no podía prestar la fianza de cincuenta coronas. Siempre encontraba algún obstáculo. También me había presentado en el cuerpo de bomberos. Estábamos en el patio unos cincuenta hombres, sacando el pecho para dar una impresión de fuerza y de gran intrepidez. Un inspector examinaba a los pretendientes, les tentaba los brazos y les hacía preguntas. Pasó ante mí completamente erguido y se contentó con decirme, moviendo la cabeza, que quedaba rechazado a causa de mis gafas. Me presenté por segunda vez, sin gafas, tenía los párpados fruncidos, los ojos agudos como cuchillos, y nuevamente pasó el hombre completamente erguido ante mí, sonriendo..., debió reconocerme. Lo peor de todo era que mi traje estaba tan deteriorado que ya no podía presentarme en ningún sitio en forma conveniente.

¡Con qué regularidad, con qué movimiento uniforme, había bajado la pendiente! Me hallaba privado absolutamente de todo, ni siquiera me quedaba un peine, ni un libro que leer cuando la vida se me hacía triste. Durante todo el verano rodé por los cementerios o por el Parque del Castillo, o me sentaba y hacía artículos para los periódicos, cuartilla tras cuartilla, sobre las cosas más diversas: invenciones extrañas, caprichos, fantasías de mi agitado cerebro. En mi desesperación elegía a menudo los temas más inactuales, que me costaban largas horas de esfuerzo y que nunca se aceptaban. Al terminar uno de ellos, preparaba otro y rara vez me dejaba descorazonar por el “no” de un redactor jefe; yo me repetía sin cesar que algún día triunfaría. Y, en efecto, cuando estaba inspirado y cuidaba mi artículo, llegaba a veces a cobrar cinco coronas por el trabajo de una tarde.

Nuevamente me incorporé, abandoné la ventana, fui a la silla que me servía de lavabo y humedecí con un poco de agua las relucientes rodilleras de mi pantalón para ennegrecerlas y darles aspecto más nuevo. Hecho esto, metí, como de costumbre, cuartillas y un lapicero en mi bolsillo y salí. Me deslicé silenciosamente hasta el pie de la escalera para no llamar la atención de mi patrona; hacía varios días que debía haberle pagado y no me quedaba nada con qué saldarla.

Eran las nueve. El ruido de los coches y de las voces llenaba el ambiente; inmenso coro matinal en el que se fundían los pasos de los peatones y los chasquidos de las fustas de los cocheros. El turbulento tráfico que reinaba en todas partes me devolvió bien pronto la energía y empecé a sentirme cada vez más contento. Nada estaba más lejos de mi idea que un simple paseo en la fresca mañana. ¿Qué les importaba el aire a mis pulmones? Era fuerte como un gigante y hubiera podido detener un coche con un hombro. Se había apoderado de mí un sentimiento suave y extraño: el sentimiento de aquella alegre indiferencia. Observaba las gentes que se cruzaban conmigo o que yo dejaba atrás, y marchaba, leyendo los carteles que había en las paredes, recogiendo la impresión de que me lanzaban una mirada desde un tranvía en marcha, dejándome impresionar por cosas nimias, por las más pequeñas contingencias que encontraba en mi camino y desaparecían.

¡Si tuviera algo que comer en día tan hermoso! Me subyugaba la impresión de la alegre mañana; era incapaz de refrenar mi alegría y estaba tan contento que me puse a canturrear sin ningún motivo. Ante una carnicería estaba parada una mujer con la cesta al brazo, pensando en las salchichas para su almuerzo; al pasar junto a ella me miró. No tenía más que un diente en la parte superior. Nervioso y fácilmente impresionable como yo estaba en aquellos últimos días, el rostro de la mujer me produjo una repentina sensación de desagrado. Su gran diente amarillo parecía un pequeño dedo que salía de la mandíbula, y sus ojos estaban todavía llenos de salchichas cuando los dirigió hacia mí. De repente perdí el apetito y se me levantó el estómago. Al llegar al Mercado de la Carne, me dirigí a la fuente y bebí un poco de agua; levanté la vista... Eran las diez en el reloj de El

Salvador. Seguí callejeando sin inquietarme por nada; me paré sin necesidad en una esquina, cambié de dirección y entré en una calle lateral en la que nada tenía que hacer. Dejaba pasar el tiempo, vagando en la alegre mañana, entreteniendo mi apatía aquí y allá, entre los demás dichosos mortales. La atmósfera estaba transparente y en mi alma no había ninguna sombra.

Desde hacía diez minutos iba delante de mí un anciano cojo. Llevaba un paquete en una mano y andaba moviendo todo el cuerpo, trabajando con todas sus fuerzas para ir de prisa. Le oía jadear de fatiga y se me ocurrió que yo podía llevarle el paquete; a pesar de ello, no intenté alcanzarle. En lo alto de la calle Graensen encontré a Hans Pauli, que me saludó y pasó de prisa. ¿Por qué iba tan apresurado? Yo no tenía la menor intención de pedirle una corona; incluso quería, cuanto antes, enviarle una colcha que le había pedido semanas antes. Tan pronto saliera de apuros no quería deber a nadie ni una colcha. Quizá comenzara hoy un artículo acerca de “Los crímenes del porvenir” o “El libre arbitrio” o no importa qué; algo interesante que me produjera diez coronas por lo menos... Y al pensar en el artículo, me sentí de repente invadido por una imperiosa necesidad de ponerme a trabajar para desahogar la plenitud de mi cerebro. Buscaría un sitio conveniente en el Parque del Castillo, y no descansaría hasta haber terminado.

Pero ante mí seguía caminando el viejo inválido haciendo los mismos movimientos renqueantes. Comenzaba a irritarme ya tener delante de mí tanto tiempo al cojo. Parecía que su caminata no había de terminar nunca. Tal vez se hubiera fijado la misma ruta que yo y tendría que tenerlo ante mis ojos durante todo el camino. En mi exasperación, me parecía que, al cruzar cada calle, disminuía la marcha un poco, como si quisiera ver qué dirección tomaba yo. Después volvía a balancear en el aire su paquete y reunía todas sus fuerzas para avanzar. Cuanto más andaba y más miraba aquella obsesión de hombre, más irritado me sentía contra él. Experimentaba la sensación de que poco a poco me quitaba mi buen humor, y al propio tiempo arrastraba consigo, en su fealdad, la pura y hermosa mañana. Tenía el aspecto de un gran insecto cojo que quería hacerse a la fuerza un sitio en el mundo y conservar toda la calle para él solo. Al llegar ambos al final de la cuesta, me detuve; no quería dejarme conducir por más tiempo. Me volví hacia el escaparate de una tienda y me paré, dejando que el hombre siguiera su camino. Cuando me dispuse a marchar, al cabo de unos minutos, me lo encontré delante; también se había detenido. Sin reflexionar, avancé tres o cuatro pasos, enfurecido, alcancé al hombre y le toqué en su hombro. Se estuvo quieto. Nos contemplamos mutuamente.

 — ¡ Una limosna para comprar leche! — dijo por fin inclinando la cabeza a un lado.

 — ¡ Vaya, bueno; está bien!

Me hurgué los bolsillos y dije:

 — Para comprar leche, bueno. ¡Jem...! El dinero es raro en los tiempos que corren... y no sé hasta qué punto tiene usted verdadera necesidad.

 — No he comido desde ayer que lo hice en Drammen — dijo el hombre — . No tengo un cuarto y todavía no he encontrado trabajo.

 — ¿Es usted obrero?

 — Soy guarnecedor de calzado. — ¿Qué?

 — Guarnecedor de calzado. Pero también sé hacer zapatos.

 — Eso cambia la cuestión — dije — . Espéreme aquí unos minutos, voy a buscar dinero para usted, algunos óre.

Apresuradamente bajé la calle de los Saules, en donde conocía a un prestamista, en un primer piso; pero nunca había estado en su casa. Al entrar por la puerta cochera, me quité rápidamente el chaleco, lo enrollé y me lo puse bajo el brazo; subí la escalera y llamé en la tienda. Me incliné y arrojé el chaleco sobre el mostrador.

 — Corona y media — dijo el hombre.

 — Está bien, gracias — contesté — . Si no fuera porque comienza a estarme estrecho no me hubiera desprendido de él.

Recogí las monedas y el recibo y salí. Realmente era un verdadero hallazgo aquel chaleco; todavía me quedaría dinero para un copioso almuerzo, y, antes de la tarde, mi artículo sobre “Los crímenes del porvenir” estaría terminado. Comencé a encontrar la vida más agradable y me apresuré a volver adonde estaba el hombre, para desembarazarme de él.

 — ¡ Tome, haga el favor! — le dije — . Celebro que se haya usted dirigido a mí antes que a nadie.

Cogió el dinero y empezó a examinarme. ¿Qué miraba con sus abiertos ojos? Tuve la sensación de que concentraba toda su atención en las rodilleras de mi pantalón y me molestó la impertinencia. ¿Creía el bribón que yo estaba tan pobre como parecía por mi aspecto? ¿No había yo pensado ya comenzar a escribir un artículo de diez coronas? Además, a mí no me asustaba el porvenir y tenía mucho tiempo por delante. Entonces, ¿qué miraba el desconocido, si yo me tomaba la liberalidad de darle una pequeña cantidad en un día tan hermoso? La mirada del hombre me irritaba y resolví darle una lección antes de dejarle.

Alcé los hombros y dije:

 — Buen hombre; es una fea costumbre la que tiene usted de comerse con los ojos las rodilleras de un hombre cuando le entrega una corona.

Echó la cabeza hacia atrás, contra la pared, y abrió la boca. Su mente trabajaba detrás de su frente miserable; pensó, sin duda, que quería ultrajarle de un modo o de otro, y me tendió el dinero.

Golpeé el suelo con el pie y juré que se lo guardara. ¿Se figuraba que para eso me había tomado tanto trabajo? Bien pensado, quizá le debiera yo esta corona; tenía como un recuerdo de aquella vieja deuda; allí donde me veía, era yo hombre íntegro, honrado a carta cabal. En una palabra, el dinero era suyo... ¡Oh! No tenía por qué darme las gracias, era una dicha para mí. Adiós.

Me marché. Por fin, desembarazado de aquel perseguidor inválido, podía recobrar la calma. Volví a bajar la calle de los Saules y me detuve ante una tienda de comestibles. El escaparate estaba lleno de alimentos y entré a comprar cualquier cosa, que comería en el camino.

 — ¡ Un trozo de queso y un panecillo! — dije echando la media corona sobre el mostrador.

 — ¿Queso y pan por toda esa cantidad? — preguntó irónicamente la mujer, sin mirarme.

 — Por los cincuenta óre — contesté impasible. Recogí mis compras, saludé a la gruesa tendera con extremada cortesía y, a buena marcha, gané el Parque de la Rampa del Castillo. Busqué un banco donde estar solo y me puse a comer glotonamente mis provisiones.

Esto me sentó bien; hacía mucho tiempo que no comía tan opíparamente y poco a poco me sentí invadido por esa tranquilidad satisfecha que se experimenta después de una gran crisis de llanto. Me sentía muy audaz. Ya no me bastaba escribir un artículo sobre un asunto tan sencillo y trivial como “Los crímenes del porvenir”. Eso estaba al alcance de cualquiera: no había más que inventar o, en todo caso, leer la historia. Me creía capaz de los mayores esfuerzos; estaba dispuesto a vencer dificultades y me decidí por un trabajo en tres partes acerca de “El conocimiento filosófico”. Naturalmente, en él encontraría ocasión de refutar algunos de los sofismas de Kant...

Cuando fui a sacar lo que necesitaba para escribir, descubrí que no tenía lapicero; lo había dejado olvidado en la tienda del prestamista; mi lápiz se había quedado en el bolsillo del chaleco.

¡Dios mío! ¡Parecía que todo se confabulaba contra mí! Proferí algunos juramentos, me levanté de mi banco y empecé a andar por los paseos. Por todas partes había gran tranquilidad; en la parte baja, hacia el pabellón de la Reina, algunas niñeras empujaban sus cochecitos; fuera de ellas, no se veían más personas por ninguna parte. Estaba terriblemente irritado y paseaba rabiosamente ante mi banco. ¿No se volvía todo contra mí? ¡Todo! ¡Un artículo en tres partes, iba a fracasar por un simple motivo de no tener en mi bolsillo un trozo de lápiz de diez óre! ¿Y si volviera a la calle de los Saules a reclamar mi lapicero? Todavía me quedaría tiempo para escribir una gran parte, antes de que el parque se llenara de paseantes. Y luego, ¡tantas cosas dependían de este “Tratado del conocimiento filosófico”! Quizá la felicidad de muchos hombres, ¿quién sabe? Me decía a mí mismo que tal vez sería un gran auxilio para muchos jóvenes. Reflexionándolo bien, decidí no atacar a Kant; podía evitarlo muy bien; bastaba con desviarme hábilmente, al llegar a la cuestión del Tiempo y del Espacio; pero a Renan, de ese viejo cura de Renan, no respondía... En fin de cuentas, se trataba de escribir un artículo de tantas y tantas columnas. Las deudas de hospedaje, las largas miradas de mi patrona cuando la encontraba por la mañana en la escalera, me atormentaban todo el día y me amargaban los momentos felices en que, aparte éste, no tenía ningún pensamiento sombrío. Había que acabar. Salí apresuradamente del parque y me dirigí a casa del prestamista, en busca del lápiz.

Al bajar la Rampa del Castillo, alcancé a dos señoras y las dejé atrás. Pero al pasar rocé la manga del vestido de una de ellas, y me volví a mirarla. Tenía el rostro lleno, un poco pálido. De súbito, enrojeció y se puso extrañamente bella. No sé a qué se debería su rubor; quizá a alguna palabra oída al pasar, tal vez a un silencioso pensamiento. ¿O era porque yo había tocado su brazo? Su alto seno se agitó violentamente; su mano se crispó sobre el mango de la sombrilla.

¿Qué le sucedía?

Me detuve, dejando que pasaran delante, incapaz por el momento de ir más lejos; tan extraño me parecía aquello. Estaba de un humor irritable, descontento de mí mismo a causa de la aventura del lapicero y excesivamente excitado por el atracón que me había dado. De repente, obedeciendo a un fantástico impulso, mi pensamiento tomó una singular dirección. Me asaltó el extraño

deseo de atemorizar a la dama, de seguirla y de contrariarla de uno u otro modo. Le di alcance, pasé a su lado, me volví rápidamente y, poniéndome delante de ella, la miré de hito en hito. Sin apartar la vista de sus ojos, le espeté un nombre jamás oído, un nombre de una consonancia fluida y nerviosa: Ylajali. Cuando estuvo bastante cerca de mí, me erguí en toda mi estatura y le dije en tono atropellado:

 — Se le cae el libro, señorita.

Oí los golpes de mi corazón en el pecho, al pronunciar estas palabras.

 — ¿Mi libro? — preguntó a su compañera. Y continuó su marcha.

Mi creciente perversidad me hizo seguir a la dama. Instantáneamente tuve la conciencia de cometer una tontería, sin poder impedirla. Mi turbación era tal, que escapaba a mi vigilancia; me inspiraba las más locas sugestiones y yo las obedecía inmediatamente. Tuve a bien decirme que me conducía como un idiota, pero de nada me sirvió. Hice las más absurdas muecas detrás de ella, y tos¡ furiosamente varias veces al adelantarme. Caminaba despacio ante ella, a la distancia de algunos pasos. Sentía su vista en mi espalda, y, sin poderlo remediar, me encogía la vergüenza de haberla atormentado. Poco a poco me invadió una impresión singular, la impresión de estar muy lejos, en otro lugar distante, y tenía la sensación mal definida de que no era yo quien andaba allí sobre las piedras de la acera, con la espalda encorvada.

Algunos minutos después, la dama llegó a la librería de Pascha. Yo estaba ya parado ante el primer escaparate, y cuando pasó cerca de mí, me adelanté y repetí: — Pierde usted su libro, señorita.

 — Pero ¿qué libro? — dijo con voz angustiada — . ¿Sabes de qué libro habla?

Se paró. Me deleitaba cruelmente su turbación; la perplejidad que leía en sus ojos me entusiasmaba. Su pensamiento era incapaz de concebir aquel apóstrofe insensato. No llevaba ningún libro, ni huellas de él, ni la menor hoja de un libro. Sin embargo, buscó en sus bolsillos; abrió sus manos y las miró. Se volvió a mirar atrás; sometió su frágil cerebro al máximo esfuerzo para saber de qué libro le hablaba. Su rostro cambió de color, se le demudó el semblante y oí su respiración angustiada; hasta los botones de su vestido parecían mirarme como una hilera de ojos aterrorizados.

 — No le hagas caso — dijo su compañera, tirándola del brazo — . Seguramente ha bebido demasiado; ¿no ves que está borracho?

Por alterado que yo estuviese en aquel momento, víctima como era de influencias invisibles, me daba cuenta de todo lo que ocurría a mi alrededor. Un gran perro oscuro atravesó corriendo la calle, por las cercanías de la plaza de Lund, y bajó hacia el Tívoli; llevaba un estrecho collar de metal blanco. Calle arriba se abrió una ventana en el primer piso, se asomó una criada con los brazos arremangados y se puso a limpiar los cristales por la parte exterior. Nada escapaba a mi atención; conservaba toda mi lucidez y presencia de ánimo; un tropel de cosas se me presentaban con una brillantez deslumbrante, como si de pronto se hubiera hecho una intensa claridad en derredor mío. Las dos señoras que estaban ante mí tenían un ala de pájaro azul en el sombrero, y una cinta de seda escocesa les rodeaba el cuello. Se me ocurrió que eran hermanas.

Se desviaron, deteniéndose a hablar ante el almacén de música de Cisler. Cuando yo me paré también junto a ellas, volvieron sobre sus pasos, rehaciendo el camino, pasaron otra vez cerca de mí, volvieron la esquina de la calle de la Universidad y subieron hasta la plaza de San Olaf. Yo las seguía, pisándoles los talones, tan cerca como podía. Una vez volvieron la cabeza y me lanzaron una mirada entre curiosa y asustada. No vi en sus ojos ninguna indignación, ni un frunce en sus cejas. Esta paciencia ante mi importunidad me llenó de vergüenza y me hizo bajar los ojos. Ya no quería contrariarlas; quería únicamente, por pura gratitud, seguirlas con la mirada, no perderlas de vista hasta el instante en que entraran en cualquier sitio y desaparecieran.

Ante la casa número dos, un gran edificio de tres pisos, se volvieron una vez más y entraron. Me apoyé en un farol cerca de la fuente y escuché. El ruido de sus pasos en la escalera se extinguió en el primer piso. Me separé del farol y miré la casa. Sucedió entonces algo singular. Unos visillos se agitaron, un instante después se abrió una ventana, asomó una cabeza y la extraña mirada de unos ojos se posó en mí. “Ylajali”, dije a media voz sintiéndome enrojecer.

¿Por qué no pide auxilio? ¿Por qué no arroja un tiesto para romperme la cabeza? ¿Por qué no manda a alguien que me eche? Permanecemos mirándonos a los ojos sin hacer un movimiento; esto dura un minuto; los pensamientos se cruzan entre la ventana y la calle sin que sea pronunciada una palabra. Se aparta y esto me produce una sacudida, un pequeño choque en el alma. Veo girar un hombro, desaparecer una espalda en la habitación. Esta marcha lenta al separarse de la ventana, la acentuación de este movimiento del hombro, se hubiera dicho que eran señas dirigidas a mí. Mi sangre percibe este delicado saludo y de repente me siento maravillosamente alegre. Por fin, doy media vuelta y me voy calle abajo.

No osé mirar atrás ni supe si ella volvió a la ventana. A medida que profundizaba en esta cuestión, aumentaba mi inquietud y mi nerviosismo. Probablemente seguía observando con atención todos mis movimientos y era absolutamente insoportable sentirse espiado así, por detrás. Me erguí lo mejor que pude y proseguí mi camino. Comencé a sentir que mis piernas se estremecían, y mi andar llegó a ser inseguro por la fuerza de voluntad que había de hacer para mantenerlo airoso. Con objeto de parecer tranquilo e indiferente, balanceaba los brazos de un modo absurdo, escupía y levantaba la cabeza; pero nada conseguía. Sentía constantemente en mi nuca los ojos perseguidores, y frecuentes escalofríos recorrían mi cuerpo. Por fin busqué refugio en una calle lateral desde la que me dirigí a la de los Saules para recoger mi lapicero.

No hubo ningún inconveniente para devolvérmelo. El hombre me trajo el chaleco y me rogó que examinara todos los bolsillos. Encontré en ellos algunas papeletas de empeño que me guardé y di las gracias al buen hombre por su, amabilidad. Me sentía cada vez más atraído hacia él y de repente me pareció muy importante causarle una buena opinión de mí. Di un paso hacia la puerta y volví al mostrador como si hubiera olvidado alguna cosa. Creí deberle una explicación, una aclaración, y me puse a tararear para llamar su atención. Luego cogí el lapicero y lo levanté.

 — No se me habría ocurrido nunca recorrer este largo camino por un lapicero cualquiera — dije — ; pero tratándose de éste, es otra cosa, hay una razón especial. Por insignificante que parezca, este trozo de lápiz es, sencillamente, el que me ha hecho lo que soy en el mundo; el que, por así decirlo, me ha situado en la vida...

No dije más. El hombre se acercó al mostrador. — ¡ Ah, ah! — dijo, y me miró con curiosidad. — Con este lapicero — proseguí fríamente — he escrito mi “Tratado del conocimiento filosófico” en tres volúmenes. ¿No ha oído hablar de él?

El hombre creía haber oído el nombre, el título.

 — Sí — dije — , era mío ese libro. No hay, pues por qué asombrarse de que tuviera interés en encontrar este trocito de lápiz. Tiene un gran valor para mis ojos; es para mí como un pequeño ser humano.

Por esta razón estoy verdaderamente reconocido a sus buenos servicios y lo conservaré siempre... Sí, sí, realmente, lo guardaré siempre... Una promesa es una promesa. Así soy yo. Y él lo merece. Adiós.

Al salir, tenía yo, sin duda, el aspecto de un hombre en situación de conceder un alto empleo. El respetable usurero se inclinó ante mí por dos veces mientras salía. Me volví una vez y le dije adiós.

En la escalera encontré a una mujer que llevaba una maleta en la mano. Ante mi altiva actitud se hizo a un lado temerosamente para dejarme paso. Maquinalmente hurgué en mis bolsillos para darle algo. Como no encontré nada, me llené de confusión y pasé ante ella con la cabeza baja. Poco después la oí llamar también a la puerta del establecimiento. Había en la puerta una rejilla de alambre y reconocí también el ruido que hacía al contacto con los dedos humanos.

El sol estaba en toda su altura, era cerca de mediodía. La ciudad comenzaba a ponerse en movimiento. Se acercaba la hora del paseo y el tropel de gentes, sonriendo y saludando, ondulaba en la calle de Karl Johan. Pegué los brazos al cuerpo, me achiqué todo lo posible y pasé inadvertido junto a algunos conocidos que se habían amparado en una esquina, cerca de la Universidad, para mirar a los paseantes. Subí la Rampa del Castillo y me sumí en meditaciones.

Estas gentes que encontraba, ¡cómo balanceaban ligera y alegremente sus cabezas rubias y pirueteaban en la vida como en un salón de baile! Ninguna zozobra en los ojos que yo veía, ninguna carga sobre los hombros, quizá ningún pensamiento nebuloso, ninguna pena secreta en ninguna de aquellas almas dichosas. Y yo caminaba al lado de aquellas gentes, joven, recién nacido, pero olvidado ya de la imagen de la felicidad. Me hundí en este pensamiento y me consideré víctima de una cruel injusticia. ¿Por qué aquellos últimos meses me habían maltratado tan rudamente? Ya no reconocía mi carácter dichoso; en todas partes era objeto de los más singulares tormentos. No podía sentarme solo en un banco, ni poner un pie en parte alguna sin ser asaltado por pequeñas contingencias insignificantes, pequeñeces miserables que se situaban entre las imágenes de mi espíritu y dispersaban mis fuerzas a todos los vientos. Un perro que me rozaba, una rosa en el ojal de la americana de un señor, podían poner en fuga mis pensamientos y absorberlos durante mucho tiempo. ¿Cuál era mi enfermedad? ¿Era que el dedo de Dios me había señalado? Pero ¿por qué a mí precisamente? ¿Por qué no había elegido, puesto que también está allí, a un hombre de América del Sur? Cuanto más pensaba en ello, más inconcebible me parecía que la gracia divina me hubiera escogido precisamente como conejo de Indias para sus experimentos. Era un modo de obrar bastante singular, el de saltar por encima de todo un mundo para escogerme a mí, cuando tenía tan a mano un librero — Anticuario, Pascha, y un comisionista marítimo, Hennechen.

Caminaba, examinando el asunto, sin poder hallarle una solución. Se me ocurrían las más fuertes objeciones contra la arbitrariedad del Señor, que me hacía expiar la falta de todos. Aun después de encontrar un banco y haberme sentado, la cuestión me seguía preocupando y me impedía pensar en otra cosa. Desde aquel día de mayo en que habían empezado mis tribulaciones, podía comprobar una debilidad que se acentuaba lentamente; había llegado a estar demasiado cansado para conducirme y dirigirme a donde yo quería; en lo más íntimo de mi ser había penetrado un enjambre de pequeños bichos dañinos y lo habían vaciado. La resolución decretada por Dios, ¿era la de destruirme por completo? Me levanté y comencé a dar paseos ante el banco.

En ese momento, todo mi ser llegaba al paroxismo del sufrimiento. Tenía incluso doloridos los brazos, y casi no podía tolerarlos en una posición normal. Mi última comida, demasiado copiosa, me había producido un gran malestar; tenía el estómago sobrecargado, la cabeza me ardía y paseaba sin levantar los ojos. La gente que iba y venía se deslizaba ante mí como lucecitas. Por último, mi banco fue invadido por algunos señores que encendieron sus cigarros y comenzaron a charlar en voz alta. Me encolericé y estuve a punto de interpelarles, pero di media vuelta y me fui al otro extremo del parque, en donde encontré otro banco. Me senté.

La idea de Dios me preocupó nuevamente. Encontraba absolutamente injustificable de su parte que se me interpusiera cada vez que yo buscaba un empleo; y, para echarlo todo a perder, cuando pedía simplemente mi pan cotidiano. Había observado claramente que, cuando ayunaba, durante un período bastante largo, mi cerebro parecía desprenderse dulcemente de mi cabeza y lanzarse al vacío. Mi cabeza se aligeraba y, como si no existiera, no sentía su peso sobre mis hombros; y cuando yo miraba a alguien me parecía que mis ojos estaban fijos y desmesuradamente abiertos.

Sentado en el banco, sumido en estas reflexiones, acudieron a mi memoria trozos de mi catecismo, el estilo de la Biblia cantó en mis oídos y me hablé muy dulcemente a mí mismo, inclinando a un lado la cabeza sarcásticamente. ¿Para qué preocuparse de lo que comería, de lo que bebería, de lo que introduciría en la miserable caja de gusanos, que se llamaba mi cuerpo terrestre? ¿No me había tomado mi padre celestial a su cuidado como a los pajarillos del cielo, no me había hecho la gracia de señalarme como a su humilde servidor? Dios había metido su dedo en la red de mis nervios, y discretamente, al pasar, había embrollado un poco los hilos. Dios había retirado su dedo yen él habían quedado fibras y finas raicillas arrancadas a los hilos de mis nervios. Y en el sitio tocado por su dedo, que era el dedo de Dios, había un agujero abierto; y en mi cerebro, una herida hecha por el paso de su dedo. Pero después que Dios me tocó con el dedo de su mano me dejó tranquilo y no volvió a tocarme, ni permitió que me sucediera ningún mal.

Me dejó ir en paz; pero me dejó ir con el agujero abierto. Y ningún mal me ocurrió por la voluntad de Dios que es el Señor de toda Eternidad...