Herencia de hiel - Dani Collins - E-Book
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Herencia de hiel E-Book

Dani Collins

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Beschreibung

Era la única mujer que lo había retado… ¡y con la que se iba a casar! El multimillonario Gabriel Dean era tan escandalosamente rico que cuando Luli Cruz, un genio de los ordenadores, utilizó sus habilidades para pedirle un rescate a cambio de su herencia, su audacia solo le divirtió. La inocente Luli necesitaba a Gabriel si no quería quedarse sin trabajo y la solución de este fue casarse con ella para que ambos tuviesen el futuro asegurado. No obstante, al introducir a la sorprendida Luli en su lujoso mundo, Gabriel descubrió que la química que tenía con su inocente esposa era impagable…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Dani Collins

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Herencia de hiel, n.º 2771 - abril 2020

Título original: Untouched Until Her Ultra-Rich Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-054-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GABRIEL Dean había nacido en el año del dragón y era dominante, ambicioso, apasionado y audaz. Nada lo perturbaba.

Sin embargo, el tono de llamada de su abuela era capaz de alterar su característica indiferencia.

El inconfundible tintineo de la campana de metal podría haber parecido una señal de afecto. Sí, Gabriel había visto a su abuela sacudiendo aquella campana en dos de las tres ocasiones en las que habían hablado en persona, pero ninguno de los dos poseía el gen sentimental.

No, la campana era una opción práctica, que llamaba su atención en cualquier situación. Las misivas de Mae Chen eran de naturaleza económica, urgentes y siempre lucrativas. Gabriel no necesitaba más dinero, pero si había conseguido tener una cuenta con once ceros a los treinta años no había sido porque ignorase las oportunidades que se le presentaban.

Así pues, al primer repique levantó un dedo para detener la discusión acerca de la adquisición de una empresa de energía que lo convertiría en el propietario de hecho de un pequeño país. Giró su teléfono móvil y tocó la pantalla de cristal de zafiro.

El mensaje era de Luli: Su abuela ha sufrido una urgencia médica. Sus instrucciones en este caso es que le informemos inmediatamente de que es usted su heredero. Adjunto la información de contacto de su médico a continuación.

Aquello era nuevo.

Gabriel seleccionó el número del médico, tomó el teléfono y se levantó para marcharse sin más explicación. Salió con paso decidido de la habitación, más preocupado por la idea de ser nombrado heredero que por el estado de salud de su abuela.

Para empezar, porque Mae era demasiado guerrera como para sufrir ninguna enfermedad durante mucho tiempo. Volvería a estar bien antes de que se terminase aquella llamada.

Con respecto al hecho de que él fuese su heredero, Gabriel sabía que su abuela no estipularía algo así sin poner toda una sinfonía de condiciones. Llevaba dos décadas intentando manipularlo para que aceptase sus consignas. Aquel era el motivo por el que Gabriel no se había interesado nunca por la fortuna de su abuela ni había dado por hecho que algún día fuese a ser suya. Respondía a todas sus ofertas de inversión con otras oportunidades igual de ventajosas para ella. Ojo por ojo y diente por diente. Ninguno de los dos tenía obligaciones con el otro más allá de una deferencia mutua.

–Ha sufrido un infarto –le informó el médico unos segundos después–. Es difícil que sobreviva.

La habían llevado a la clínica con rapidez y discreción, había añadido el doctor.

–Supongo que la noticia va a causar inquietud en los distritos financieros cuando salga a la luz. No sabía que fuese usted su nieto.

Mientras Gabriel repasaba mentalmente las consecuencias de la incapacidad de su abuela, o de su muerte, la voz aguda del médico penetró en su mente. Se lo imaginó preguntándose si había propiedades con las que hacerse antes de que estuviesen oficialmente en el mercado.

Gracias a sus mutuos intercambios de información a lo largo de los años. Mae había pasado de realizar inversiones inmobiliarias relativamente estables a invertir en tecnología y energías renovables, metales preciosos y un amante veleidoso: el petróleo. Y alguien tenía que ocuparse de todo eso.

Gabriel le aseguró al médico que estaría allí lo antes posible. Le envió un mensaje a su asistente ejecutivo para cambiar de fecha la reunión que acababa de abandonar. También le pidió que le dejase la agenda libre y que pidiese que preparasen su avión privado. De camino al ascensor, miró hacia la mesa que tenía más cerca y dijo:

–Mi coche, por favor.

La mujer tomó el teléfono y cuando Gabriel llegó a la calle su Rolls Royce ya lo estaba esperando.

La humedad de aquel día de verano en Nueva York lo golpeó en el rostro, pero en Singapur ya habían comenzado las lluvias monzónicas. No obstante, su mayordomo siempre lo tenía todo preparado en el avión, para todo tipo de climas y ocasiones. Su abuela también tenía en casa una habitación reservada para él, aunque jamás la hubiese utilizado. Lo había invitado periódicamente, tal vez para hablar de su herencia. Gabriel poseía además un edificio de apartamentos en la ciudad. El ático lo habían diseñado para él, para que no tuviese que ir a casa de su abuela…

–¡Gabriel!

Una mujer se interpuso en su camino y se quitó las gafas de sol, dejando al descubierto sus largas pestañas postizas y unas cejas enceradas.

–He pensado que tal vez te apetecería llevarme a comer. Soy Tina –le recordó, al ver que él la miraba como si no la reconociese–. Nos conocimos en la fiesta de jubilación de mi padre, el fin de semana pasado. Me dijiste que te había gustado mi canción.

Él pensó que debía de habérselo dicho por educación, porque no recordaba su voz, a su padre ni la fiesta.

–Me marcho de viaje –le respondió, echando a andar.

Si había algo que necesitaba menos que el dinero, era a otra cazatesoros lanzándose a sus pies.

Se sentó en el asiento de cuero del coche y el conductor cerró la puerta tras de él.

Gabriel miró la caja cuadrada de su Girard-Perregaux y calculó la hora aproximada de llegada.

No le interesaban los relojes antiguos ni los maletines de Valentino, pero las apariencias eran importantes para los demás. Él siempre jugaba para ganar, incluso cuando se vestía, así que encargaba trajes hechos a medida, de las mejores lanas. Tenía zapatos de las mejores pieles, hechos de encargo en Italia. Y llevaba todo aquello con un cuerpo que mantenía al máximo de su potencial atlético.

Se ponía crema solar e hidratante.

Y lo cierto era que no le importaba que hacerse con el patrimonio de su abuela lo convirtiese en el hombre más rico del mundo. Lo que aquello significaba para él era más trabajo, algo que, por desgracia, no necesitaba.

Su abuela era su único pariente digno de mención a pesar de que casi no tenían relación. Y aunque Gabriel no sintiese demasiado interés ni por ella ni por su dinero, sí sentía la responsabilidad de preservar su imperio, levantado a lo largo de setenta años. A pesar de que era de ideas progresistas, respetaba las instituciones.

Volvió al mensaje original y se acercó el teléfono a los labios para dictar un mensaje: ¿Quién es el administrador de Mae?

Y Luli le respondió: Yo asisto a la señora Chen en la gestión de sus operaciones. ¿Tiene alguna duda o instrucción en concreto?

Era lo que tenía la inteligencia artificial, que era deliciosamente pasivo-agresiva.

Envíame la información de contacto de la persona que se ocupe de las operaciones bancarias de Mae.

Luli insistió: Yo realizo esas funciones. ¿En qué puedo ayudarlo?

Gabriel juró entre dientes. En cuanto se conociese la noticia y su parentesco con Mae Chen, se montaría todo un circo alrededor de sus participaciones financieras. Tenía que darse prisa porque el médico ya estaba al tanto de su relación.

Decidió empezar a dar instrucciones a su propio equipo de asesores y agentes, para que se pusiesen en contacto con los de ella. En cuanto supiese quién gestionaba los negocios de Mae Chen, asumiría las riendas.

 

 

–Luli –la presentó el mayordomo.

Se había colocado de manera deliberada la última en la fila de personal, después del ama de llaves y de la cocinera, todos apostados frente a la mansión de estilo colonial rodeada de viñedos de Mae Chen.

Y que se había convertido en su mansión.

–Eres humana.

Si lo era, Gabriel Dean era el primero en darse cuenta en sus veintidós años de existencia.

La reacción de su cuerpo al darle la mano al nieto de Mae fue muy humana.

–Señor –murmuró, inclinándose ligeramente.

Tenía el corazón acelerado, estaba sudando y se le había hecho un nudo en el estómago.

A excepción del mayordomo, que estaba casado, y de los jardineros, apenas veía a ningún hombre. Sobre todo, a hombres como aquel. Tenía el pelo negro y brillante cortado a la perfección, estaba recién afeitado y parecía tener los pómulos de mármol. Y sus labios… No supo con qué compararlos, porque no eran generosos y femeninos, como los suyos, sino más finos y rectos, y una declaración silenciosa de autoridad, como el resto de él.

–¿Es ese tu nombre completo? ¿Luli?

–Lucrecia –respondió ella–. Cruz.

Él se fijó en el vestido, recto, con el cuello fruncido y un dobladillo de color amarillo claro que le llegaba justo por encima de los tobillos, dejando al descubierto sus pies calzados con unas sandalias. Las doncellas llevaban un delantal encima del vestido y parecían eficaces e inteligentes. Luli deseó tener también una capa más de protección, pero ni siquiera con una armadura habría podido disimular que su pecho era mucho más pronunciado que el de la mujer malaya de complexión delicada que había a su lado. A ella se le ceñía la tela a las caderas y necesitaba que la raja de la falda fuese más grande para poder andar.

Gabriel era más alto de lo que había imaginado. Luli entendió que Mae siempre le hubiese dicho a ella que se sentase. Intimidaba mucho que alguien te mirase desde arriba.

Gabriel estudió su rostro, un rostro que Luli sabía que era llamativo. No porque su piel fuese más clara que la del resto de los empleados, ni porque sus ojos fuesen caucásicos. Tenía el pelo castaño claro, la nariz estrecha y elegante.

Los párpados de Gabriel eran asiáticos, pero sus iris eran de un color verde grisáceo inesperado.

Luli había visto muchas fotografías suyas, por lo que ya había sabido que era muy guapo, pero no había imaginado que irradiaría semejante poder. Tendría que haberlo imaginado. Su abuela tenía un efecto parecido, aunque la fuerza de aquel hombre había estado a punto de tumbarla nada más bajarse del coche.

Él relajó el apretón de manos, pero no la soltó, y Luli tardó demasiado tiempo en apartar la mano. Se sintió como una tonta. Supo que las doncellas se reirían de ella, pero no había podido evitar sentirse fascinada.

–¿Le apetece un refrigerio, señor? –preguntó el mayordomo–. Su habitación está preparada, si desea descansar.

–He venido a trabajar –respondió él, mirando hacia la casa–. Me vendrá bien un café.

–Por supuesto.

El mayordomo dio unas palmadas para que todo el mundo volviese a sus quehaceres.

Luli suspiró aliviada y echó a andar también.

–Luli –la llamó Gabriel–. Quiero que me acompañes al despacho de mi abuela.

Hablaba inglés con acento americano, no con el acento inglés que ella se había acostumbrado a oír y a imitar. Gabriel le hizo un gesto con la mano para que lo siguiese y empezó a subir las escaleras.

La situación la incomodó. Siempre intentaba sentirse aceptada y, a pesar de que Mae la trataba de manera especial en ciertos aspectos, ella intentaba no destacar.

Además, se sentía culpable y todavía no se atrevía a confesar lo que había hecho.

Se concentró en su respiración y en mantenerse erguida. Se aseguró de que su expresión fuese serena, sus movimientos graciosos y calmados a pesar de que tenía el pulso acelerado y estaba agotada de no dormir.

Había tenido veinte horas para reaccionar a aquel repentino cambio de circunstancias. Tenía la costumbre, adquirida a lo largo de años de aburrimiento y encierro, de planear mentalmente cualquier posible situación. Por eso, en cuanto habían dado la voz de alarma de que saliesen al jardín, ella había sabido lo que tenía que hacer.

No obstante, había necesitado nervios de acero y horas de cuidadosa programación durante la noche. No podía cometer ningún error, ya que estaba segura de que aquel hombre jamás se lo perdonaría.

Gabriel se detuvo al entrar en el opulento vestíbulo, se fijó en las baldosas del suelo, en la madera labrada de la barandilla de la escalera, en las obras de arte de un valor incalculable y en los adornos florales. Todo aquello era suyo.

Luli se detuvo también y esperó, hasta que él la miró.

–El despacho de la señora Chen está en el tercer piso –murmuró, señalando la escalera con la cabeza.

Gabriel esperó a que pasase ella y la siguió.

–Siento mucho lo de su abuela –le dijo Luli–. La vamos a echar mucho de menos.

–Al parecer, ha sido muy rápido.

Lo había sido. Los esfuerzos de la enfermera habían sido inútiles y la tristeza ya se había adueñado de la casa mientras el helicóptero de la señora despegaba del jardín, donde había ocurrido todo.

Luli lo condujo al despacho, una habitación más sobria que el resto de la casa, pero con un toque femenino porque estaba decorada en tonos pastel y había un juego de té inglés que Luli había preparado todas las tardes para las dos.

Tuvo la sensación de que la habitación estaba terriblemente vacía. ¿Con quién iba a tomar ella el té a partir de entonces? ¿Qué iba a ocurrir?

Su futuro ya no estaba en manos de Mae Chen y Luli habría podido engañarse pensando que estaba en sus propias manos, pero no era verdad. Su vida dependía de cómo reaccionase aquel hombre cuando se enterase de lo que había hecho.

Él tenía los dedos largos y ligeramente bronceados. Parecían fuertes. Letales.

Luli se detuvo junto al sillón con ruedas que había delante de su escritorio y esperó a que él se sentase. Gabriel recorrió la habitación con la mirada y miró por la ventana, hacia el jardín.

Ella contuvo la respiración mientras esperaba a que sus ojos volviesen a ella, con la esperanza de que mostrase algún gesto de cercanía. O de aprobación. Algo que pudiese tranquilizarla.

–Pensé que eras una asistente virtual, pero veo que no eres una máquina –comentó Gabriel, mirándola con cierta benevolencia.

A ella se le aceleró la respiración, sintió un cosquilleo en el estómago, pero no sintió miedo, era más bien emoción frente a lo desconocido.

Era tensión sexual, se dijo, sintiendo ganas de reír y de gritar. Conocía lo que era la tensión sexual de una manera muy abstracta. Había utilizado su feminidad con el sexo opuesto demasiado pronto, pero en esos momentos no pretendía nada así. Solo pretendía dar una imagen segura y competente.

La habían juzgado por sus atributos físicos casi desde niña, pero nunca se había sentido así. Más bien, había sentido repulsión frente a las miradas lascivas de hombres mayores.

No había sido consciente de que la mirada de un hombre pudiese hacer que se le acelerase la sangre en las venas, que pudiese hacer que se sintiese atrapada por una tela de araña.

El mayordomo apareció con una bandeja, rompiendo la tensión del momento.

–¿Cómo quiere el café, señor Dean? –preguntó, sirviendo el líquido caliente en una taza verde jade con asa dorada.

–Solo –respondió él, mirando a Luli–. ¿Tú no tomas nada?

El mayordomo no reaccionó, pero Luli vio cómo se ponía tenso. Nunca le había caído bien por haberse ganado la confianza de Mae más que él. Se había puesto furioso al enterarse por ella de quién era el nieto de la señora Chen.

Pero Luli no podía decirle que Mae no confiaba en él ni en ningún otro hombre, y que le había aconsejado que ella tampoco confiase en nadie.

El caso era que, si tenía que servirle un café a Luli, el mayordomo se iba a morir.

Si ella hubiese sido algo más ruin, le habría pedido el café, pero prefirió ahorrar la energía para batallas más importantes.

–Es muy amable –murmuró–, pero no es necesario.

–Aquí tiene la campana por si necesita algo más, señor Dean –dijo el mayordomo, mirando mal a Luli antes de marcharse.

Gabriel señaló hacia la zona de estar, en la que había un sofá y sillones tapizados en seda. Le hizo un gesto para se sentase y después se sentó enfrente.

Ella sintió ganas de reír, aunque supiese que el nieto de Mae se pondría furioso cuando se enterase de lo poco que se merecía que la tratase con tanto respeto.

A pesar de que sabía que antes o después tendría que tomar las riendas de la conversación, Luli dejó que fuese él quien empezase a hablar. Aquello podía salir de muchas maneras, podía incluso terminar muerta. Había hecho una búsqueda en Internet y se había enterado de que Gabriel era cinturón negro de kung-fu. Y si bien ella había practicado taichí todas las mañanas con Mae y con el resto del servicio, estaba segura de que no estaría a su altura.

–Tras firmar los papeles en el hospital, me he reunido con el abogado de mi abuela –le informó él–. Tengo un poder que me permite asumir las riendas durante el juicio testamentario. Va a publicarse una nota de prensa para anunciar mi relación con Mae. Tanto legal como públicamente he tomado posesión de Chen Enterprises, pero cuando he llegado a las oficinas no he conseguido que se siguieran todas mis instrucciones. Me han dicho que todo pasaba por Luli.

Dio un sorbo a su café sin dejar de mirarla.

–Ni siquiera han sido capaces de darme una lista de sus activos y cuentas, así que he empezado a contactar con los bancos para poder acceder a ellos.

Ella siguió en silencio a pesar de que le ardía el vientre, no quería ponerse a balbucear vagas explicaciones antes de que él se las pidiera.

–¿Sabes que no soy la única persona que piensa que eres una sofisticada aplicación virtual?

–En mi opinión, esa era la impresión que su abuela quería dar.

–¿Por qué? –inquirió él.

–Entre otros motivos, porque eso obliga a todo el mundo a expresarse por escrito –le explicó ella con toda naturalidad–, dejando un rastro. En una ocasión me contó que, cuando su abuelo falleció, el entonces gerente intentó aprovecharse de ella. Mae no fue capaz de demostrarlo entonces y no pudo tomar el control de lo que le pertenecía sin luchar por ello.

–Los que no aprenden de la historia están condenados a repetirla. Al parecer.

Ella sintió que se le salía el corazón del pecho.

–Desde entonces, siempre estuvo muy pendiente de sus finanzas. Todas las operaciones, salvo las más rutinarias, requerían de su aprobación.

–¿De verdad? Yo tengo la sensación de que la que se ocupaba de todo eras tú.

–A Mae no le gustaban los ordenadores. Yo trabajaba bajo su dirección.

Y la aconsejaba cuando surgían oportunidades, pero no era el momento de comentar aquello.

–Me parece que, con tus actos, has levantado un imperio, haciéndote indispensable. Ya lo he visto antes, en muchas ocasiones.

–Yo no tengo ningún imperio –le aseguró ella.

Gabriel la miró con cinismo y a Luli le costó mantenerle la mirada.

–¿Vives aquí? –le preguntó él, como si se tratase de un parásito.

–Tengo una habitación asignada, sí.

–¿De dónde eres?

–De Venezuela.

–No era esa mi pregunta, pero es cierto que se te nota en el acento –comentó él–. Es muy exótico.

Daba la sensación de que se estaba burlando de ella, lo que le dolió.

Gabriel la miró fijamente y ella volvió a sentir la tensión sexual, lo que la desconcertó. Supuso que podía utilizar su voz y sus encantos para distraerlo, pero no tenía práctica con aquellas armas. En su lugar, se sintió fascinada por la voz de él.

–¿Cuánto tiempo llevas aquí?

–Ocho años.

–No me refiero a cuánto tiempo llevas en Singapur, sino en esta casa, trabajando para mi abuela.

–Vine a trabajar a esta casa cuando llegué a Singapur, hace ocho años.

Él frunció el ceño.

–¿Cuántos años tienes?

–Veintidós.

–¿Te contrataron de doncella? –le preguntó él con sorpresa–. ¿Cómo llegaste a realizar un trabajo tan importante?

Ella se humedeció los labios. ¿Cómo lo podía explicar?

–Como he dicho, a su abuela no le gustaban los ordenadores, pero quería estar en contacto con todas las facetas de su negocio.

–¿Y tú eras sus manos?