Hielo en el alma - Sharon Kendrick - E-Book

Hielo en el alma E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

La camarera Zara Evans no pertenecía a la alta sociedad. Al menos, hasta que, sin esperarlo, asistió a una fiesta y cautivó al hombre más deseado del lugar: el oligarca ruso Nikolai Komarov, atrayendo toda su atención… Para Nikolai, había algo en la belleza de Zara que hacía que sobresaliera de las demás. Era la primera vez que conocía a alguien como ella, una joven demasiado orgullosa, independiente y obstinada como para dejarse comprar…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Sharon Kendrick.

Todos los derechos reservados.

HIELO EN EL ALMA, N.º 2087 - julio 2011

Título original: Too Proud to Be Bought

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-633-7

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Promoción

Capítulo 1

ERA COMO estar viendo a una extraña. Una extraña elegante y sexy. Zara parpadeó con incredulidad al mirarse en el espejo y ver tantas curvas y tanta extensión de carne desnuda. ¿Cuánto tiempo hacía que no se había visto así, como una mujer de verdad? Si lo pensaba bien, jamás.

El vestido de satén de color verde se le pegaba al cuerpo como una segunda piel y caía hasta el suelo. Nada que ver con sus habituales vaqueros y camisetas anchas, aunque aquélla no era la única diferencia. Sus ojos parecían enormes y más oscuros sobre las mejillas cuidadosamente realzadas, y la acostumbrada cola de caballo había sido reemplazada por un moño alto que dejaba al descubierto su cuello. Unos diamantes falsos adornaban su garganta y brillaban también en sus orejas. Zara entrecerró los ojos. ¿No estaba un poco... recargada?

Contuvo las ganas de morderse las uñas pintadas y miró a su amiga, que estaba arrodillada a sus pies.

–Emma, no puedo –le dijo con voz ronca.

–¿Qué es lo que no puedes? –le preguntó ésta, tirándole del bajo del vestido.

–No puedo colarme en esa fiesta. Soy camarera, ¡no pertenezco a la alta sociedad! No puedo intentar captar a un multimillonario ruso, por mucho que tú pienses que sería estupendo para tu negocio. Y no puedo ir vestida así. Tengo la sensación de ir desnuda. ¿De verdad tengo que hacerlo?

Emma se quitó un alfiler de la boca.

–¡Tonterías! Por supuesto que puedes. Vas a hacernos un favor a las dos. Lucirás uno de mis vestidos ante uno de los hombres más ricos del mundo y, al mismo tiempo, saldrás por primera vez después de Dios sabe cuánto tiempo. Créeme, Zara, oportunidades como ésta no se presentan todos los días. Nikolai Komarov tiene grandes almacenes en las principales ciudades de todo el mundo y, además, es un entendido en mujeres bonitas. Está deseando que yo diseñe una colección para sus tiendas, o que vista a su última amante, ¡pero todavía no lo sabe!

Zara bajó la vista hacia la revista del corazón en la que salía una fotografía en blanco y negro del oligarca ruso y tuvo todavía más dudas. Los ojos claros e intensos del hombre parecían traspasar su piel como si de rayos láser se tratasen.

–¿Y se supone que debo darle tu tarjeta?

–¿Por qué no?

–Porque... porque es intentar pescar a un cliente en una fiesta.

–Tonterías. Todo el mundo lo hace. Es lo que se llama hacer contactos. Y no le vas a hacer daño a nadie, ¿no? Además, ¿cuánto tiempo hace que no te diviertes?

¿Divertirse? Zara agarró con fuerza el bolso de plumas que tenía en la mano porque la pregunta de su amiga le había dolido. Hacía una eternidad que no salía, salvo a comprar al supermercado o a la farmacia de la esquina. La enfermedad de su querida madrina se había alargado tanto que su muerte había resultado ser una liberación, después de tantos momentos indignos y tristes.

Durante meses, la vida de Zara se había limitado a hacer de enfermera de una mujer que, a pesar de no haber sido de su familia, la había acogido después de la muerte de sus padres. Para ello, había dejado sus estudios sin pensárselo dos veces. Había hecho malabarismos para compatibilizar las comidas, el cuidado, las facturas y las medicinas, y había trabajado de camarera para la empresa de catering de la madre de Emma siempre que había tenido ocasión.

Y cuando todo había terminado, Zara se había sentido sola y perdida. Como si le hubiesen pasado demasiadas cosas para poder volver a su desenfadada vida de estudiante. Todavía tenía deudas por pagar y, además, estaba decida a no perder la pequeña casa que había heredado. Tenía por delante un futuro incierto, y eso le daba miedo.

–¿Por qué no te diviertes un poco, Zara? ¿Por qué no haces de Cenicienta sólo esta noche y te olvidas de todas tus preocupaciones bailando? Ya sabes que me vas a hacer un favor enorme.

Zara sonrió al oír decirle aquello a Emma. Se preguntó si podía hacerlo. Deseó poder olvidarse de todo bailando. Tal vez su amiga tuviese razón. ¿Qué le impedía divertirse un poco? La otra alternativa era quedarse en casa preocupándose por todas las facturas que tenía que pagar.

–De acuerdo –cedió por fin, mirándose por última vez en el espejo–. Iré. Disfrutaré de ir vestida con este precioso traje que has creado e intentaré divertirme estando, por una vez, al otro lado de la bandeja y siendo quien se bebe el champán, no quien lo sirve. Y me acercaré al oligarca ruso y le daré tu tarjeta. ¿Qué te parece?

–¡Perfecto!

–Ya se lo he contado a las otras camareras y les parece una idea estupenda, aunque supongo que no pueden llevarme la contraria porque trabajan para mi madre. Ahora, ¡vete! ¡Vete!

Agarrando con fuerza el dinero que su amiga le había dado, Zara salió del pequeño estudio subida a unos tacones demasiado altos y paró un taxi antes de que le diese tiempo a cambiar de opinión.

Era una suave noche de verano y todas las flores de la ciudad parecían estar en plena floración, pero cuando el taxi se detuvo delante de la Embajada, a ella se le aceleró el corazón. ¿Y si la descubrían? Una camarera colándose en una fiesta benéfica. Una impostora que no tenía ningún derecho a estar allí. ¿Y si la echaban y le montaban un escándalo? Sin embargo, el hombre que tomó su entrada en la puerta sólo la miró con admiración y Zara respiró hondo mientras entraba.

El salón era espectacular. Con grandes lámparas de araña brillando como diamantes y altos jarrones de rosas rojas. Un cuarteto de cuerda tocaba encima de una tarima, delante de la pista de baile, brillante, vacía. Zara miró a los otros invitados y pensó que todos estaban increíbles. En especial, las mujeres. Sus diamantes sí que eran de verdad y ella se preguntó si lograría impresionar al multimillonario ruso con su vestido, con la de modelos de alta costura que había allí.

Se dio cuenta de que varios hombres se giraban a mirarla, lo mismo que sus acompañantes femeninas, y se preguntó si se habrían dado cuenta de que no se sentía cómoda. De repente, el disparatado plan de Emma parecía destinado a fracasar. Nerviosa, Zara tomó una copa de champán de la bandeja que llevaba una chica con la que había trabajado muchas veces y le dio un buen trago. El alcohol la relajó un poco y se sintió más tranquila cuando varias camareras le guiñaron el ojo y la saludaron en un susurro.

No obstante, algo la hacía sentirse incómoda. Su sexto sentido le decía que la estaban observando.

«No seas paranoica», se reprendió a sí misma.

Pero la sensación persistió y ella se movió entre la elegante multitud hasta que sus ojos se posaron sin querer en un hombre que había en la otra punta del salón.

Y no pudo apartarlos de él.

Porque sobresalía entre el resto de los invitados. Tenía el pelo dorado, los ojos de un azul glacial y una boca dura y arrogante, que denotaba experiencia y sensualidad. Era alto, tenía los pómulos marcados y una mirada penetrante. Y a Zara le resultaba familiar. No tardó en darse cuenta de por qué: era Nikolai Komarov, el oligarca ruso, el hombre al que debía acercarse.

Lo primero que pensó fue que la fotografía no le había hecho justicia. En ella estaba atractivo, pero en persona era perfecto. Y lo segundo que se le pasó por la cabeza fue que era el hombre más intimidante que había visto. Su rostro le hizo pensar en un diamante, con sus duros ángulos esculpidos y aquellos ojos tan brillantes. Y con respecto al resto...

Zara sintió deseo. Podía ser todo un magnate, pero, para ella, era más que nada la masculinidad personificada.

El traje que llevaba puesto enfatizaba los hombros anchos, el torso sólido y las caderas estrechas, que terminaban en unas piernas largas y musculosas. Era alto e iba muy estirado, y estaba tan quieto que, por un momento, Zara pensó que se trataba de una figura de cera, pero los ojos de cera no podían brillar así, ni mirarla a ella tan fijamente.

Desde el fondo de la sala, Nikolai vio que la mujer lo miraba y todo su cuerpo se puso tenso, aunque no fuese nada nuevo que una mujer lo mirase. Lo hacían siempre, pero, normalmente, no lo hacían así. Aquélla parecía un cervatillo asustado que acabase de ver a un cazador...

¿Quién podía ser? Se había fijado en ella en cuanto había entrado en el salón con aquel vestido verde, y había estado observándola desde entonces. Tenía algo que la hacía sobresalir del resto, y no sabía el qué. ¿Cómo era posible que no hubiese hablado con nadie todavía y que sólo se estuviese dedicando a sonreír a las camareras?

La recorrió lentamente con la mirada. Al contrario que la mayoría de las mujeres que había allí esa noche, no tenía el rostro estirado a causa del Botox y su pelo lucía el brillo natural de la juventud. Aunque era su cuerpo lo que más lo tentaba. Era un cuerpo increíble, lleno de curvas, con una piel brillante y sedosa, con un escote exquisito que era como una invitación para los labios de un hombre.

Nikolai dejó su copa de champán en una bandeja, sonrió y esperó a que ocurriese lo inevitable. En cualquier momento, aquella mujer empezaría a andar hacia él con expresión expectante.

No lo hizo.

Él frunció el ceño al verla dudar, darse la vuelta y echar a andar en dirección contraria. No podía creerlo.

¡Le había dado la espalda!

Eso hizo que le interesase todavía más. Su instinto animal que solía estar aletargado, ya que las mujeres modernas preferían ser ellas quienes lo cazasen, despertó, calentándole la sangre. ¿Estaría jugando con él? ¿Se habría girado para darle la oportunidad de disfrutar de su maravilloso trasero? La mirada de Nikolai se clavó en él y tuvo que tragar saliva. Porque nadie podía negar que era un trasero delicioso...

Como un títere cuyas cuerdas estuviesen moviendo unas manos invisibles, empezó a seguirla.

Zara notó que se le erizaba el vello de la nuca y se le aceleraba el corazón. No estaba paranoica, ni se lo estaba imaginando. ¡La estaba siguiendo! El intimidante y guapo ruso que un momento antes le había parecido un muñeco de cera, estaba avanzando hacia ella.

Tragó saliva. ¿Se habría dado cuenta de que era una impostora? En ese caso, lo mejor sería ir hacia la puerta, tomar un autobús y llamar a Emma para decirle que su idea había sido un desastre y que jamás debían haberlo intentado. Porque, de repente, la idea de acercarse a él y darle la tarjeta de visita de su amiga le parecía una estupidez supina. ¿Cómo había podido pensar que iba a atreverse a hacer algo así?

Se arriesgó a mirar un instante por encima de su hombro y se dio cuenta de que al ruso se lo había tragado la multitud, así que anduvo todo lo rápidamente que se lo permitieron los tacones para esconderse detrás de una columna de mármol. Se quedó allí el tiempo suficiente para convencerse a sí misma de que se lo había quitado de encima. Entonces, salió y miró a su alrededor, por fin podría escapar...

–Hola.

Zara se quedó inmóvil al oír que la saludaban con un acento extraño, segura de que se trataba de él. Sólo podía ser él. Y la vida era tan injusta que, además de ser un hombre impresionante, tenía una voz estremecedora.

«Haz como si no lo hubieses oído», se dijo Zara. «Sigue andando».

Dio un paso al frente, pero entonces oyó que le preguntaban:

–¿Estás intentando huir de mí?

Y ella supo que no podía ser maleducada ni montar una escena, tenía que contestar. Intentó sonreír y se giró hacia él con el corazón acelerado.

–¿Piensa que debería huir de usted? –le preguntó.

–Bueno, depende –murmuró él, recorriéndola con la mirada.

Zara notó que se le ponía la carne de gallina y supo que aquello era peligroso. Muy peligroso. Aquel hombre estaba coqueteando con ella, y eso la hacía sentirse incómoda. No obstante, sólo podía comportarse a la altura del vestido que llevaba puesto, de manera elegante, aunque por dentro se sintiese como una niña asustada.

–¿De verdad? ¿De qué depende?

Nikolai sonrió con satisfacción. Aquello estaba mejor. Mucho mejor. Por un momento, había pensado que aquella mujer quería darle esquinazo. ¿Cuándo le había ocurrido algo así por última vez? Jamás. Tal vez pudiese decirse de él que tenía fobia al compromiso, pero era un maestro en el arte de la seducción.

–De si se te dan bien los hombres difíciles y exigentes –comentó.

A ella le pareció un comentario tan escandaloso que, por un momento, se le olvidó que sólo tenía que lucir el vestido de su amiga. Pensó en las profesionales tan fantásticas que había conocido mientras cuidaba de su tía y en todo lo que tenían que soportar a diario. Y comparó su estoicismo con la arrogancia de aquel hombre tan guapo.

Estudió su traje negro, que habría costado lo mismo que alimentar a una familia de cuatro personas durante, al menos, un mes. Pensó en todas las facturas que tenía ella pendientes, y no pudo evitar rebelarse por dentro. Además, se dijo que era mejor concentrarse en sentirse indignada, que reconocer lo mucho que estaba afectando aquel hombre a todos sus sentidos.

–La mayoría de las personas no confiesan sus defectos la primera vez que ven a alguien.

–¿Estás dando por sentado que va a haber una segunda vez? –inquirió él en voz baja–. ¿No te parece un poco presuntuoso? ¿O es que estás acostumbrada a que los hombres capitulen al instante ante ti y deseen volver a verte?

Zara tenía tan poca experiencia con los hombres que le entraron ganas de echarse a reír.

–La verdad es que nunca doy nada por sentado –respondió–. Y evito generalizar acerca del sexo contrario.

Nikolai frunció el ceño al oír en su voz algo que no pudo definir. Algo parecido a... ¿censura? Eso hizo que su interés por ella aumentase.

–Tengo la sensación de que hay algo que no apruebas.

Zara se dijo que tenía que marcharse de allí, pero, al mismo tiempo, sintió que no podía moverse. Levantó la vista a sus gélidos ojos y su corazón dejó de latir.

–¿El qué?

–No me apruebas a mí, milaya moya.

–¿Cómo voy a tener una opinión formada si no nos conocemos? –le preguntó ella.

–Eso es cierto, pero puede remediarse fácilmente –le respondió él sonriendo, y fijándose en su rostro, para ver cuál era su reacción cuando le dijese cómo se llamaba–. Soy Nikolai Komarov.

Zara supo lo que tenía que responderle en ese momento: «Ya lo sabía. También sé que eres un hombre muy influyente, dueño de varios centros comerciales y que ha tenido innumerables novias. Por cierto, tengo una amiga diseñadora que tiene mucho talento. ¿Te gusta el vestido que llevo puesto? Pues es suyo. ¿Podría darte su tarjeta para que le echases un vistazo a su colección?», pero no fue capaz. ¿Sería porque le gustaba la sensación de estar coqueteando con él? ¿De estar fingiendo que era la persona de la que iba disfrazada, en vez de una camarera que le estaba haciendo un favor a una amiga?

–Eres... ruso –comentó.

–Muy perspicaz.

Nikolai apretó los labios, decepcionado. Así que no había sido un flechazo. Estaba seguro de que ya había oído hablar de él. Aunque no sabía por qué le decepcionaba que ella fingiese no conocerlo. Las mujeres siempre jugaban a esos juegos. Mentían. Recurrían a subterfugios.

–¿Conoces a muchos rusos?

–No. A ninguno.

–Hasta ahora.

–Hasta ahora –repitió ella, sonriendo con nerviosismo. Se preguntó si él se quedaría horrorizado si le dijese quién era en realidad.

–¿Y tú eres? –le preguntó él.

Zara se sintió tentada a inventarse un nombre, pero luego se dijo que, de todos modos, no volvería a verlo después de aquella noche. Un nombre como el suyo no significaba nada para un hombre como él.

–Zara –le dijo–. Zara Evans.

–Un nombre muy bonito, para una mujer muy bonita.

Ella se ruborizó con el cumplido, era la primera vez que le decían algo así. No obstante, se dijo que no debía dejarse engatusar. Abrió la boca para responderle algo inteligente, pero sólo consiguió balbucir:

–Gra...gracias.

–¿Quieres beber algo, Zara?

–No, gracias, ya me he tomado una copa.

–Pero creo que puedes tomar más de una –le dijo él, mirándola a los ojos–. Aunque no más de dos –añadió sonriendo, para demostrarle que era una broma.

–En realidad, tengo que marcharme –le dijo, sabiendo que era peligroso.

–¿Por qué?

–Porque...

–En realidad, no tienes un motivo, ¿verdad? –le preguntó Nikolai al verla dudar–. Sobre todo, habiendo música y sintiendo yo un irresistible deseo de bailar contigo. Así que ven.

Horrorizada, Zara vio cómo entrelazaba los dedos con los suyos y la llevaba hacia la pista. Bueno, en realidad, estaba emocionada. Y notó calor en las mejillas al ver que la gente se giraba a mirarlos, pero hasta que no estuvo con él en la pista de baile no se atrevió a decirle en un susurro:

–¡No podemos bailar!

–¿Por qué no?

–Porque...

–Deja de decir eso. Baila conmigo –la espetó–. Sabes que quieres hacerlo.

Y lo peor fue que tenía razón. Zara quería bailar, estaba deseando que la agarrase por la cintura, y tomó aire cuando lo hizo.

–¿Lo ves? –murmuró Nikolai–. Era lo que querías.

Ella se sintió aturdida. ¿Qué podía hacer?

–Relájate –le sugirió él.

–¿Cómo voy a relajarme si todo el mundo nos está mirando?

–Haz como si no te hubieses dado cuenta, uno acaba acostumbrándose. Los hombres nos miran porque me envidian, y las mujeres, porque desearían estar donde estás tú, milaya moya.

A Zara le pareció un comentario arrogante, y dudó que la primera parte fuese cierta. En aquel salón había muchas mujeres más atractivas que ella, además de ricas y con títulos.

Pero la música era muy seductora, y la manera en la que Nikolai la agarraba, mucho más. De repente, se dio cuenta del calor que emanaba su cuerpo duro y se puso todavía más tensa.

–Relájate –repitió él.

Zara notó que le acariciaba suavemente la cintura con el dedo pulgar, pero ¿qué iba a decirle? ¿Que la última vez que había bailado con un hombre había sido en un bar ruidoso, y que no se había parecido en nada a aquello?

–No estoy acostumbrada a bailar –admitió.

–¿Por qué no?

Ella levantó la vista para mirarlo y se preguntó cuántos años tendría. Era difícil de decir, aunque

era evidente que era mucho mayor que ella.

–Porque...

–Otra vez. Esa maldita palabra –dijo él, apretándola más contra su cuerpo, inclinando la cabeza sobre su cuello y cerrando los ojos para inhalar su sutil aroma–. ¿No te ha dicho nunca nadie que repetirse es aburrido?

–Me has hecho una pregunta e iba a responderla –protestó Zara.

–Ya lo sé, pero, de repente, me ha parecido mucho más interesante tu lenguaje corporal.

–¡Eso es intolerable!

–Lo sé –le susurró él al oído–, pero tú me haces sentir así. ¿No te pasa a ti también, Zara?

–No.

–Sí, claro que sí –la contradijo en voz baja–. Venga. Sé valiente. Admítelo.

«Deja de bailar», se dijo a sí misma. «Ahora mismo. Sal de la pista de baile y no dejes de andar hasta que no llegues a la calle. Si lo haces con firmeza, no intentará detenerte».

Pero era difícil hacer otra cosa que no fuese dejarse llevar y disfrutar de la presión de los dedos de Nikolai sobre su cuerpo. Sintió deseo, y fue algo tan inesperado e indeseado, que se le aceleró el corazón al darse cuenta. ¿Lo sentía él también? Zara tenía que parar aquello antes de que cometiese una estupidez.

Se apartó de él a regañadientes.

–Tengo que marcharme, de verdad –le dijo.

Él asintió, aunque no estuviese preparado para separarse de ella. ¿Sería porque estaba acostumbrado a ser él quien tomase la decisión de cuándo quedarse y cuándo marcharse?

–De acuerdo. Te llevaré a casa.

Zara separó los labios, pero él negó con la cabeza.

–Y antes de que empieces a protestar, quiero que sepas que no voy a permitir que te marches sola.

«Sobre todo, con los pezones tan claramente marcados en el vestido», pensó.

–A no ser que tengas un coche esperándote fuera –añadió.

Zara se preguntó si sería capaz de convencerlo de que una de las limusinas negras que había fuera de la Embajada era suya. Si lo hacía, él insistiría en acompañarla y ella tendría que admitir que era mentira. Negó con la cabeza.

–No. He venido en taxi. ¿Dónde vives tú?

–Tengo una casa al otro lado del parque.