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Rescatada durante una terrible tormenta, la sensata y discreta Bridget se dejó seducir por el guapísimo extraño que le había salvado la vida. Pero ella no supo que su salvador era multimillonario y famosísimo hasta que leyó los titulares de un periódico. El misterioso extraño no era otro que Adam Beaumont, heredero del imperio minero Beaumont. Ahora, Bridget tenía que encontrar las palabras, y el valor, para decirle que su relación había tenido consecuencias.
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Seitenzahl: 160
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Lindsay Armstrong. Todos los derechos reservados.
HIJA DE LA TORMENTA, N.º 2086 - junio 2011
Título original: One-Night Pregnancy
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-363-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Promoción
HACÍA una noche de perros en la carretera que llevaba a la famosa Costa Dorada australiana.
No había empezado así, aunque las tormentas de verano eran algo habitual en la zona. Pero aquella tormenta había tomado por sorpresa incluso a los meteorólogos.
Llovía a cántaros y el viento era tan fuerte que sacudía el coche de Bridget Tully-Smith. La estrecha carretera que recorría el valle Numinbah se iba anegando mientras los limpiaparabrisas se movían frenéticamente de un lado a otro.
Había ido a visitar a una amiga casada que tenía una granja en la que estaba criando llamas ni más ni menos. Había sido un fin de semana muy agradable. Su amiga tenía un niño pequeño, un marido enamorado y su casa en esa zona del valle de Numinbah era sencillamente preciosa.
Sólo debería haber tardado una hora en volver a la costa, pero debido a la tormenta había anochecido antes de lo esperado y Bridget se había perdido. Estaba, no sabía cómo, en una carretera secundaria, poco más que un camino de tierra, cuando la lluvia se volvió torrencial, como si el cielo se hubiera abierto y estuviera decidido a anegar la zona.
Poco después se encontró con un puentecito de cemento, o lo que probablemente lo había sido pero que ahora era un torrente que dividía la carretera en dos. Bridget tuvo que pisar el freno a toda prisa... y eso estuvo a punto de costarle muy caro.
La parte trasera de su coche patinó hacia un lado y sintió que golpeaba agua. Sin pensar, Bridget salió del coche cuando empezaba a tragárselo el torrente y luchó con todas sus fuerzas para buscar un promontorio.
Encontró un árbol jarrah y se agarró a él con todas sus fuerzas mientras miraba, horrorizada, como su coche era tragado por el torrente de agua. Con el capó hacia arriba y los faros encendidos iluminando la escena, se fue flotando hasta desaparecer de su vista.
–No me lo puedo creer –murmuró, temblorosa.
Por encima del viento y la lluvia le pareció oír el ruido de un motor y enseguida vio que otro coche se acercaba a toda velocidad.
¿No conocían la carretera? ¿Pensaban que podrían atravesar el puente si iban a toda velocidad? ¿Tendrían un cuatro por cuatro? Bridget se hizo todas esas preguntas en una décima de segundo, pero supo de inmediato que debía advertirlos.
Abandonando la precaria seguridad que le ofrecía la rama del árbol, corrió hacia el centro de la carretera dando saltos y moviendo frenéticamente los brazos.
Llevaba una blusa blanca y roja y rezaba para que destacase en la oscuridad, aunque sabía que su pantalón beige no lo haría porque estaba empapado y pegado a sus piernas.
Tal vez nada, pensó después, hubiera podido evitar el desastre. El vehículo se acercaba a toda velocidad y el conductor ni siquiera pisó el freno. Pero cuando llegó al torrente que cubría el puente de cemento, como le había pasado a ella, fue tragado por el agua.
Bridget se llevó una mano al corazón porque podía ver a unos niños. Oyó gritos, vio que alguien bajaba una ventanilla... y entonces el coche desapareció.
Llorando, Bridget intentó imaginar qué podía hacer por ellos. Pero no podía hacer nada más que intentar llegar hasta ellos a pie. Y su móvil estaba en su coche...
Pero otro vehículo apareció de repente y éste consiguió parar antes de llegar al agua.
–Gracias a Dios –murmuró, mientras corría hacia el Land Rover, resbalando en el barro.
Un hombre salió del coche antes de que llegase. Era muy alto y llevaba pantalones vaqueros, botas y un chubasquero gris.
–¿Se puede saber qué pasa? ¿Qué hace aquí?
Bridget intentó llevar aire a sus pulmones, pero sólo pudo contarle lo que había pasado jadeando e intentando no ponerse a llorar.
–¡Había niños en el coche! ¿Tiene usted un teléfono? El mío estaba en mi coche y tenemos que alertar...
–No, no...
–¿Qué clase de persona no tiene un móvil hoy en día? –exclamó Bridget.
–Tengo un móvil, pero no hay cobertura en esta zona.
–Entonces... –Bridget se pasó las manos por la cara para apartar el agua–. ¿Por qué no voy con su coche a buscar ayuda mientras usted intenta hacer algo?
–No.
–¿Por qué no?
El extraño la miró en silencio durante unos segundos.
–No podría llegar muy lejos. Ha habido un deslizamiento de tierras a un par de kilómetros de aquí. Ocurrió justo después de que yo pasara, me he salvado de milagro –mientras hablaba, abría la puerta del viejo Land Rover que conducía–. Voy a ver qué puedo hacer –añadió, sacando una cuerda, un hacha pequeña, una linterna y un cuchillo dentro de una funda de cuero que se puso en el cinturón.
–Gracias a Dios... iré con usted.
–No, quédese aquí.
–¡Oiga!
Él se volvió, impaciente.
–Lo último que necesito en este momento es una chica histérica a la que atender. Sólo tengo el chubasquero que llevo puesto...
–¿Y eso qué más da? –lo interrumpió ella–. No puedo mojarme más. Y además –Bridget estiró todo lo que pudo su metro cincuenta y cinco de estatura–, yo no soy una histérica. ¡Vamos!
¿Su misión de rescate habría estado condenada desde el principio? A veces se lo preguntaba. Desde luego, ellos habían hecho todo lo que habían podido. Pero ir río abajo con ese torrente de agua, en medio de una tormenta, con el viento, las piedras y los árboles interrumpiendo su camino no era sólo lento, sino agotador.
Estaba recibiendo golpes por todas partes y unos minutos después, cuando aún no habían visto ni rastro del coche, le dolían todos los músculos.
Seguramente por eso resbaló, golpeándose con una cerca que no había visto. Un trozo de alambre de espino se enganchó en la trabilla de su pantalón y no era capaz de soltarse por mucho que lo intentase.
–¡Quíteselos! –gritó el extraño, iluminándola con la linterna.
Bridget miró por encima de su hombro y estuvo a punto de morir de un infarto al ver la tromba de agua que se dirigía hacia ella.
No lo pensó un segundo. De un tirón, se quitó los pantalones, pero la tromba de agua la atrapó y habría terminado ahogándose si el extraño no hubiera corrido a su lado para atar la cuerda a su cintura y tirar de ella hasta llevarla a terreno seguro.
–Gracias –dijo Bridget, sin aliento–. Seguramente me ha salvado la vida.
Él no dijo nada.
–Tenemos que subir por esa pendiente, aquí estamos en peligro. Siga moviéndose –le ordenó.
Y Bridget siguió moviéndose. Los dos lo hicieron hasta que sus pulmones parecían a punto de estallar. Pero, por fin, él dijo que parasen.
–Aquí, venga aquí –le dijo, moviendo la linterna–. Esto parece una cueva.
Era una cueva con paredes de roca, suelo de tierra y un techo cubierto de arbustos. Bridget se dejó caer en el suelo, exhausta.
–Parece que alguien va a tener que rescatar a los rescatadores.
–Suele ocurrir –dijo él filosóficamente.
Bridget miró alrededor. No le gustaban mucho los sitios pequeños y estrechos, pero lo que había fuera la curó de su claustrofobia inmediatamente.
Por primera vez, se dio cuenta de que no llevaba pantalones. Y después de mirar sus piernas desnudas se dio cuenta de que la blusa estaba rasgada y dejaba al descubierto el sujetador rosa, que también estaba manchado de barro.
Cuando levantó la mirada, vio a su salvador de rodillas, mirándola con un brillo de admiración en sus asombrosos ojos azules. Era la primera vez que se fijaba en sus ojos.
Pero él apartó la mirada enseguida para quitarse el chubasquero y la camisa de cuadros, revelando un torso ancho y bronceado cubierto de suave vello oscuro y un par de hombros poderosos. Bridget no pudo evitar un momento de admiración, pero después tragó saliva, sintiendo cierta aprensión. Al fin y al cabo, estaban solos allí y él era un desconocido.
–Soy Adam, por cierto. ¿Por qué no te quitas la blusa y te pones mi camisa? –sugirió, tuteándola por primera vez–. Está relativamente seca. Y no te preocupes, yo miraré hacia el otro lado –Adam le tiró la camisa y, como había prometido, se dio la vuelta.
Bridget tocó la prenda. Sí, estaba casi seca y desprendía un aroma masculino a sudor y algodón que resultaba extrañamente reconfortante. Y le hacía falta, no sólo porque estaba medio desnuda, sino porque estaba muerta de frío.
De modo que se quitó la blusa y el empapado sujetador y se puso la camisa a toda velocidad, abrochándola con dedos temblorosos. Le quedaba enorme, pero al menos la hacía sentirse casi decente.
–Gracias... Adam. ¿Pero tú no vas a tener frío? Por cierto, ya puedes darte la vuelta.
Él lo hizo y volvió a ponerse el chubasquero.
–Yo estoy bien –respondió, mientras se sentaba en el suelo–. ¿No vas a decirme cómo te llamas?
–Ah, Bridget Smith –contestó ella. A menudo usaba sólo una parte de su famoso apellido–. ¡Oh, no! –exclamó entonces–. ¡Mi coche!
–Lo encontrarán tarde o temprano. No sé en qué estado, pero cuando pase la tormenta y las aguas vuelvan a su cauce, aparecerá en algún sitio.
–¿De verdad? Tenía las ventanillas subidas, pero no tuve tiempo de cerrarlo... ¡toda mi vida está en ese coche!
Él levantó una ceja, sorprendido.
–¿Toda tu vida?
–Bueno, mis tarjetas de crédito, mis llaves, mi teléfono, el permiso de conducir... por no hablar del propio coche.
–Todo eso se puede reemplazar o, en el caso de las tarjetas de crédito, puedes avisar de que han desaparecido.
Bridget asintió con la cabeza, pero su expresión seguía siendo pensativa.
–¿Es señorita Smith?
–No necesariamente –contestó ella.
–Pero no llevas alianza.
Bridget dejó de pensar en el caos en que se convertiría su vida si no encontraba el coche, para mirar al hombre que estaba atrapado en la cueva con ella.
Y luego metió la mano por el cuello de la camisa para sacar una cadena de oro de la que colgaba una alianza.
–Comprendo –dijo Adam–. ¿Por qué no la llevas en el dedo?
Ella parpadeó, sin saber qué decir. Porque por guapo, alto y atlético que fuera, en realidad era un perfecto desconocido y una debería tener cuidado, ¿no? Tal vez sería buena idea inventarse un marido.
–He perdido peso y se me caía.
Lo último era cierto.
–¿Y cómo es el señor Smith?
¿Le estaba preguntando para hacer que olvidase la situación en la que se encontraban o dudaba de su palabra?
–Pues es muy agradable –respondió Bridget–. Es alto, probablemente más alto que tú, y cuando se desnuda es una gloria –luego hizo una pausa, preguntándose de dónde había salido esa frase, ¿de una novela del siglo anterior? No sabía por qué lo había dicho, desde luego–. Y, por supuesto, está loco por mí.
–Por supuesto –repitió él, con un brillo burlón en los ojos que, por alguna razón, la puso nerviosa–. ¿Eso significa que está esperándote en algún sitio? ¿En casa, tal vez?
–Sí, claro –mintió ella tranquilamente.
–Me alegro, porque imagino que llamará a la policía y a los servicios de emergencia cuando no aparezcas.
–Pues... –Bridget se puso colorada–. No, en este momento está fuera de la ciudad. Es sólo un viaje de negocios y... volverá a casa mañana. O pasado mañana.
Adam la estudió en silencio. Su pelo corto era cobrizo y ni siquiera la peligrosa excursión por el torrente había logrado borrar el brillo de sus ojos verdes. Unos ojos muy reveladores, tanto que estaba seguro de que mentía. ¿Por qué habría decidido inventarse un marido?
La respuesta era obvia: él era un extraño. De modo que Bridget Smith era una chica cautelosa, incluso en una noche como aquélla. En fin, si de ese modo se sentía más segura...
–Espera un momento –dijo ella entonces–. He pasado el fin de semana en casa de una amiga y seguramente me estará llamando por teléfono ahora mismo. Quería que me quedase a dormir, pero tengo que levantarme muy temprano mañana... puede que ella llame a los servicios de emergencia si no me localiza.
–Estupendo –dijo Adam, levantándose–. Voy a echar un vistazo. Si el agua sigue subiendo, tendremos que irnos de aquí.
El agua seguía subiendo, pero no a la misma velocidad que antes.
–Creo que podemos relajarnos un poco –dijo después, volviendo a la cueva–. Que no suba a la misma velocidad de antes puede significar que pronto empezará a bajar.
Bridget dejó escapar un suspiro de alivio. Pero duró poco porque, de repente, oyeron un estruendo y algo, un árbol comprobaron después, cayó rodando por la pendiente y taponó la entrada de la cueva.
Bridget se volvió hacia Adam, muerta de miedo.
–Estamos atrapados.
–¿Atrapado, yo? –replicó él, esbozando una sonrisa–. De eso nada, señora Smith.
–Pero sólo tienes un hacha y un cuchillo...
–Te asombrarías de lo que puedo hacer con ellos.
–¿Eres leñador? ¿Uno de ésos que cortan árboles en los concursos?
Por alguna razón, esa pregunta pareció pillarlo por sorpresa.
–¿Parezco un leñador?
–No, la verdad es que no. Pareces... bueno, podrías ser cualquier cosa –Bridget sonrió, nerviosa–. No quería ofenderte.
–No me has ofendido. Y no tienes que preocuparte por mí... ni el señor Smith tampoco.
–Gracias.
Había un interrogante en esos ojos verdes, como si sospechara que le estaba tomando el pelo.
Adam sintió la tentación de reír, pero recordó entonces que, a pesar de lo que había dicho, estaban atrapados en la cueva.
Una hora después eran libres.
Una hora durante la cual Adam había usado una mezcla de fuerza bruta, maniobras con la cuerda y hachazos para mover el árbol.
–¡No sé cómo lo has hecho! –exclamó Bridget–. ¡Es increíble!
–Una cuestión de palancas. Uno siempre debe tener en cuenta la importancia de las palancas.
–Pondré eso en mi lista de cosas que debo aprender... ¡pero el agua sigue subiendo! –gritó Bridget cuando Adam iluminó el exterior de la cueva.
–Tenemos que salir de aquí tan rápido como podamos. Ponte la cuerda alrededor de la cintura, así no nos separaremos. Yo iré primero. ¿Estás lista?
Ella asintió con la cabeza.
Salir de la cueva para buscar un sitio más alto, y Bridget no sabía cuánto tiempo habían tardado en hacerlo, fue una tortura. La pendiente por la que tenían que subir estaba llena de rocas y resbalaba continuamente, pero siguió a Adam como pudo.
En un momento determinado tuvo que parar porque sintió una punzada en un costado y en otra ocasión resbaló y cayó al suelo. Sólo la cuerda que llevaba a la cintura impidió que rodase pendiente abajo.
Iban uno al lado del otro y, mientras Adam iluminaba el camino con la linterna, Bridget vio por el rabillo del ojo que una enorme roca empezaba a resbalar hacia ellos...
Lanzando un grito, se tiró sobre él para apartarlo. Rodaron a unos centímetros de la trayectoria de la roca y el impulso los llevó a una zona lisa cubierta de hierba, una especie de prado en medio de aquella desolación. Y cuando Adam lo iluminó con la linterna vieron una especie de cobertizo.
–Gracias a Dios –murmuró Bridget, dejándose caer de rodillas–. Sólo necesito... un momento para descansar. Enseguida estaré bien –le aseguró a su compañero.
Adam le ofreció la linterna.
–Sujeta esto –le dijo. Ella obedeció, sin pensar, y entonces notó que la tomaba en brazos.
–¿Qué haces? Ya estoy bien...
–Calla, señora Smith. Acabas de salvarme la vida, así que esto es lo mínimo que puedo hacer. ¿Te importaría iluminar el camino con la linterna?
Bridget lo hizo para que pudiesen ver por dónde iban y, poco a poco, empezó a relajarse. Más que eso, debía admitir. Adam tenía unos brazos sorprendentemente fuertes y se sentía a salvo en ellos. Además, no sabía si hubiera podido ponerse en pie, porque se sentía tan débil como un gatito.
Por fin, llegaron al cobertizo.
–Está cerrado –dijo Adam, dejándola en el suelo–. Pero en una noche tan horrible y como no hemos venido a robar nada, supongo que no les importará que hagamos esto –con un golpe del hacha que llevaba en el cinturón, Adam rompió el candado.
–Sí, bueno, me imagino que tienes razón –murmuró Bridget–. Y siempre podemos comprar uno nuevo.
–Después de usted, señora.
Cuando entró en el cobertizo, Bridget dejó escapar un suspiro de aprobación. Era un sitio viejo y no parecía particularmente sólido, pero había balas de paja apoyadas en una de las paredes y una cama en la otra. Un par de lámparas de parafina colgaban de clavos en la pared y había una tetera sobre un hornillo, algunas tazas medio rotas, una caja con bolsitas de té y varias toallas. A su lado, aperos para caballos: mantas, bocados, riendas y sillas de montar.
Y, afortunadamente, también había una estufa de hierro llena de papeles y leños.
–¡Madre mía! –exclamó Adam–. En estas circunstancias, podríamos decir que esto es el Hilton.
Bridget sonrió, pero enseguida perdió la sonrisa.
–Pero esos niños...
–Hemos hecho lo que hemos podido –la interrumpió él–. Y es un milagro que no nos hayamos ahogado. Piensa que están bien, que han logrado salir del coche.
–Pero a lo mejor hay una carretera por aquí cerca y podríamos buscar ayuda.
–Yo he pensado lo mismo. ¿Sabes dónde podemos estar?
–Ni idea.
–Yo tampoco. De hecho, estoy completamente desorientado. Si salimos de aquí ahora podríamos perdernos aún más, pero de día tendremos un punto de referencia. Además, los equipos de emergencias tienen que estar buscando gente después de una tormenta tan violenta. Pero, por si hubiera una casa cerca, voy a echar un vistazo.
–Voy contigo.
–No, quédate. ¿Tienes algún esguince, te duele algo?
–No, no lo creo. Sólo algunos rasguños y unos cuantos hematomas.
–¿Has visto un tanque al lado del cobertizo, un tanque de agua de lluvia?
–No.
–Pues está ahí y lleno de agua. Cuando me marche, quítate la ropa y colócate bajo el grifo para lavarte el barro y la sangre. Eso te vendrá bien. Espera, voy a encender la estufa, así podrás calentarte cuando vuelvas.
–Pero...
–Nada de peros, es una orden –la interrumpió él.
–¡Pero no tengo nada que ponerme!
–Sí lo tienes –Adam señaló unas mantas de caballo–. Puedes ponerte eso.
Adam encendió la estufa y las lámparas de parafina antes de salir.
–Ten cuidado –le advirtió Bridget–. No me hace mucha gracia quedarme sola aquí, pero tampoco quiero que te pase nada. En serio.
Él inclinó la cabeza para disimular una sonrisa.
–No te preocupes, no iré muy lejos. No sólo porque no quiero perderme, sino porque no quiero que se acabe la pila de la linterna. Te veo luego.
Bridget lo miró mientras salía del cobertizo y tuvo que contener el deseo de ir tras él. Lo contuvo porque sabía que no podría seguirlo.
Entonces se miró a sí misma. Estaba cubierta de barro de la cabeza a los pies y le dolían las piernas. Debía de tener rasguños por todas partes.
Lo más lógico era lavarse, pensó. Si tuviera algo que ponerse aparte de esas mantas de caballo...
De repente, encontró una respuesta a sus plegarias. El instinto la hizo mirar bajo una de las almohadas de la cama y allí descubrió un pijama de franela amarillo con ositos azules.