Hijas de Lillith - Lena Valenti - E-Book
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Hijas de Lillith E-Book

Lena Valenti

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Beschreibung

Daven siempre se hizo cargo de la Orden cuando Viggo faltó. Pero ahora que el boss ha vuelto y que él no tendrá ese rol de mando, se ha marcado como misión que las Bonet respeten su manera de vivir y que se entreguen cuanto antes a la causa que ellos defienden. Sin embargo, hay una Bonet que lo desafía constantemente y que no es de su agrado. Alba es descarada, desafiante y Daven está convencido de que va a exponer a los suyos más de la cuenta y de que puede ponerlos en un serio problema. Se centrará en ella y en descubrir lo que es realmente esa mujer, aunque sus prejuicios acaben jugándole una mala pasada y al final se encuentre deseando lo que nunca pensó que volvería a desear. Alba Bonnet está despertando de su letargo y los recuerdos que empiezan a bombardear su cabeza hablan de un pasado inquietante en el que ella no se reconoce. Teme en lo que se está convirtiendo, pero más teme no poder concluir el proyecto en el que anda metida desde hace tanto tiempo y que tanto esfuerzo le ha supuesto desarrollar. Alba entiende a la Orden, de hecho, ella no quiere incomodarles, pero Daven se lo está poniendo muy difícil. Y cuando el vampiro sexi y frío descubre aquello que ella tan celosamente guardaba y escondía a todos, se van a ver obligados a trabajar en equipo. Y en las distancias cortas, Alba es irresistible. En un mundo de formas falsas e irrealidad, un hombre con colmillos y una mujer que se está descubriendo a sí misma se verán obligados a convivir y a aprender que hay que mirar la esencia y no la apariencia. Llegó el momento de mostrarse como verdaderamente son. UNA NUEVA SAGA. UN NUEVO MUNDO. UN PECADO ORIGINAL. NI TODOS LOS MORDISCOS DUELEN NI TODOS SE DAN EN LA BOCA. VAIS A PECAR.

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Primera edición: marzo 2021

Título: Hijas de Lillith

Saga: La Orden de Caín II

Diseño de la colección: Editorial Vanir

Corrección morfosintáctica y estilística: Editorial Vanir

De la imagen de la cubierta y la contracubierta:

Shutterstock

Del diseño de la cubierta: ©Lena Valenti, 2021

Del texto: ©Lena Valenti, 2021

De esta edición: © Editorial Vanir, 2021

Bajo las sanciones establecidas por las leyes quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de esta edición y futuras mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Epílogo

 

Y Lillith dijo:

«Duérmete como una Eva.

Pero despierta como mi hija».

 

Prólogo

En los albores del tiempo, cuando se originó todo, el Creador inventó al hombre mediante el barro y la arcilla de ese mundo hermoso y sin igual que había ideado. Un mundo increíble, con mares, con vergeles naturales, desiertos, todo tipo de fauna y naturaleza, estrellas, galaxias y universos insondables. Era, sin atisbo de duda, el cónclave perfecto en el que iniciar un proyecto personal. A ese mundo le dio vida y creó el Tiempo para que todo tuviera un ritmo evolutivo.

A su protagonista, a ese primer hombre que seguiría ese ritmo, lo llamó Adán. Pero Adán por sí solo no podía evolucionar, y decidió crear también, de la misma arcilla, a un ser femenino, llamado Lillith, para que entretuviera a Adán y siguiera sus premisas. Porque Adán era el hombre y era a él a quien se debía obedecer.

Pero la esencia de Lillith era distinta a la del primer hombre. El mundo que el Creador ofrecía a Lillith era una realidad de obediencia en la que Adán debía ser su amo. Lillith se negó a yacer bajo el yugo y el sexo de Adán, porque ella odiaba someterse pero, lo que más detestaba, era ser consciente de que era libre y no serlo. Así que, aburrida del hombre y del mundo que el Creador le ofrecía, se opuso y se rebeló a ello, rechazando su vil juego y luchando por su propia liberación.

Pero al Creador todo aquello que lo desprestigiara y que osara a enfrentarse a él, le parecía una ofensa. Como castigo, la desterró a otra dimensión. Sin embargo, Lillith era inteligente y, sobre todo, estaba despierta y era la única que conocía el verdadero nombre del dios. Conocer su nombre la hacía inalcanzable para el Creador, porque si uno conocía el nombre de aquel dios, podía encontrar la manera de quitarle todo el poder. Ella podía viajar entre mundos y dimensiones, y decidió que, aunque podía encontrar la llave y escapar de esa cárcel en la que el Creador la había atrapado, se quedaría en ella para liberar y persuadir a otros y otras a que despertaran.

Lillith fue perseguida por el Creador, pero este nunca podía dar con ella, dado que la esencia de esa primera mujer conocía un lenguaje mucho más antiguo y de un lugar más lejano que aquel que el Creador había construido, y por ello siempre se escapaba de su acecho. Gracias a su conocimiento de los entresijos de aquella dimensión, Lillith urdió un plan para ayudar a la segunda mujer del Creador a que despertara como ella. Porque, obviamente, llegó una segunda mujer para Adán: Eva. Eva era una mujer sumisa y hecha a medida de Adán y de los designios del Creador. A Lillith le iba a costar acceder a Eva si ella no tenía un poco de curiosidad antes sobre ese mundo en el que se encontraba encerrada. Por eso tomó la determinación de transformarse en serpiente y aparecer en las ramas del árbol del conocimiento cuyos frutos, manzanas rojas y suculentas, serían prohibidos y considerados pecados, dado que ofrecían respuestas y secretos sobre quiénes eran ellos y quién era el dios de aquel universo.

La serpiente tentó a Eva, y esta mordió la manzana y se la ofreció también a Adán, temeroso al saber que Eva había violado las leyes de su Amo. Cuando el Creador descubrió la afrenta hacia él y su proyecto, decidió castigar impunemente a sus dos creaciones. Los expulsó del supuesto Paraíso y los abocó a una vida de tiempo, trabajo, sufrimiento y muerte hasta que fueran dignos de nuevo de su aprecio.

Y en aquel mundo con un espléndido sol y una mágica luna, pero lleno de trabajo, mortalidad y sacrificios, Eva y Adán procrearon, como esperaba el Creador. Dos nuevos humanos ocupados por nuevas almas y esencias de otras dimensiones nacieron de su unión. Se llamaron Caín y Abel.

De todos es conocido que Abel era el bueno y Caín el malo. Abel era el bueno porque obedecía al Creador y hacía todo lo que tenía que hacer para complacerle. Mataba a animales para ofrecérselos, dado que al Creador le encantaban los sacrificios. En contrapartida, Caín no quería matar animales, él los amaba, así que le ofrecía al Creador flores y frutos de la tierra.

Abel no era malo, solo era obediente y hacía lo que se le decía porque amaba al Creador. Aunque fueran cosas malas. Él no se cuestionaba si los designios de su dios eran correctos o no. Solo ejecutaba lo que él le pedía.

Caín, en cambio, respetaba y amaba aquel mundo pero no entendía porqué se debía sacrificar a seres vivos para complacer al dios. Pensar sobre ello le hizo despertar y darse cuenta de que vivía en un engaño. Un dios que exigía muerte para satisfacerle no podía ser un buen dios. Eva, Adán y Abel no eran sino peones de aquel maquiavélico matrix en el que se hallaba. Y él no era Caín, era otra cosa que no recordaba, pero aquella vida no era la real ni era la suya. Por ese motivo, para poner a prueba al Creador, Caín mató a Abel a sabiendas de que nada de aquello era verdadero y de que todo era un juego que sucedía impulsado por el tiempo del Creador, ajeno al verdadero Reino del que él y todas las almas atrapadas en su juego llegarían.

Su acto, marcó a Caín para el resto de la historia de la humanidad como el primer homicida. El Dios Creador castigó a Caín y lo marcó para siempre con la oscuridad. Lo obligó a desear la sangre eterna, para toda su inmortalidad. Le dio colmillos y le dijo que, ya que él no había cazado ni matado en su nombre, ahora tendría que derramar la sangre de otros para existir. Y lo convirtió en el primer depredador, el más salvaje y frío de todos. Así nació el primer vampiro: Caín.

El Creador desterró a Caín al Nod, un submundo entre dimensiones plagado de misterio, y seres que él, en su creación, había despechado por no ser aptos para su mundo. Pero lejos de ser un castigo para Caín, el condenado comprendió que él se haría el rey de ese mundo, igual que Lillith era la Reina de la Oscuridad y de los que eran como él.

Él podía. El Creador no era capaz de aniquilarlo porque Caín, despierto, ya era inalcanzable para él y no podía hacerle daño, aunque estuviera oculto y encerrado.

Lillith, que entonces podía abrir las puertas de todas las dimensiones del Creador, decidió ir en busca de aquel que, como ella, había descubierto el engaño. Lillith y Caín juntos, crearon varias razas de seres para dejarlos en la Tierra, mezclados con la humanidad, para ayudar a destruir esa cárcel del Creador y estimular a los humanos al despertar y liberarse de esa opresión de sus almas. Pero el Creador no se iba a quedar de brazos cruzados mientras otros querían sabotear a su mundo y a los suyos, así que usó sus propias armas y se valió de su magia para crear en la Tierra a otro grupo de humanos poderosos e iniciados que persiguieran todo tipo de herejías contra él, y cazaran a los culpables, encerrándolos o aniquilándolos para siempre, y eran conocidos por muchos nombres: Inquisición, Legión, Soldados De Dios...

Los hijos de Caín y de Lillith, los Lilim, fueron perseguidos por estas hordas hasta su desaparición final, borrados de la faz de la tierra.

Sin embargo, lejos de dejarse hundir por la derrota y la pérdida, Lillith y Caín, cuyos objetivos eran claros e incansables y dado que no podían ser eliminados por el Creador, ya que ellos eran completamente libres, decidieron urdir otro plan. Entendiendo que, tal vez, los Lilim no podían triunfar solos en un mundo así, por ser una diana fácil, creyeron que el despertar total de la humanidad para salir de ese juego lleno de artimañas dependía de los mismos humanos.

Solo una conciencia humana podía destruir esa invención divina, dado que el humano era el mayor invento del Creador. Por eso dedicaron el resto de su existencia a captar todas esas mentes que se cuestionaran su propia realidad y su ser, y cuando fuese el momento, se presentarían ante todos aquellos que rechazaran las leyes de ese mundo y a su Creador.

A cada uno de esos humanos que Lillith captaba, le ofrecía un cáliz con sangre de Caín. Beberla tras renegar de ese universo falaz les ofrecería la inmortalidad, les otorgaría cambios y dones que debían aprender a controlar. Ellos serían los protectores de la verdad e intentarían ayudar a todos aquellos humanos que en su curiosidad pretendiesen abrir los ojos a la verdadera vida.

Todos a los que Lillith reclutaba, entraban directamente a formar parte de un grupo muy hermético, oculto a ojos de los humanos y del Creador. Un grupo llamado: la Orden de Caín. Conformado por vampiros originales hijos de la sangre de Caín y del mordisco de Lillith.

Desde entonces, los miembros de la Orden caminan en nuestra realidad, entre nosotros, y nos vigilan, expectantes, esperando a todos aquellos que intuyan la verdad y que quieran ir un paso más allá: vivirla.

Y vivirla implica cambios, mordiscos, sangre, guerra, decepciones, muertes, resurrecciones, despertares y conocer de primera mano la batalla más antigua y original de todos los tiempos. Una batalla que han negado y han tergiversado tanto que han hecho creer que se trataba solo de una burda ficción religiosa.

Pero la realidad siempre supera la ficción.

El pecado empezó con un mordisco.

Pero el mayor pecado de todos es no pecar.

Quien esté libre de culpa, que tire la primera manzana.

Capítulo 1

Días atrás

Castillo de la Orden

Alba tenía mal cuerpo y su alma se sostenía por un hilo invisible, como un títere a manos de la caprichosa providencia. La misma que, con una naturalidad pasmosa, decía que su hermana era humana diez días atrás, y que ahora les afirmaba, con esa liviandad que parecía hasta insolente, que ya no lo era. Que era un vampiro.

Un vampiro. Una hermosa, exótica, de pelo negro y largo y ojos de hechicera, vampiresa de Caín. Transformada por Lillith. Y ella, como las demás, debía asimilarlo en un tiempo récord.

Era tanta la información que Erin les había transmitido con un solo gesto de sus manos que aún le dolía la cabeza. Los datos, los símbolos, las escenas del presente y del pasado luchaban en su interior, dilatando su conciencia, tensándola, para hacerse un lugar a la fuerza. Luchaba contra el conocimiento y también contra ese nuevo estado de todas. Un lugar en el que se sentía perdida y desorientada, y que había dejado de controlar desde hacía días.

—Joder… —susurró—. Me voy a volver loca… —exhaló soplando con los labios fruncidos y sujetándose al mármol del lavamanos, sin dejar de mirar su reflejo.

Estaba frente al espejo del baño. Allí, en su cárcel, tenían de todo. Suponía que era así porque ellos querían que no se sintieran del todo rehenes, como si aquella casa, en vez de celdas, fuera una casa de invitados. Y eso la extraviaba todavía más. Prefería la dureza y la violencia antes que aquella amabilidad fría con la que se disfrazaban los sociópatas.

Se acababa de duchar y una toalla blanca cubría su cuerpo esculpido a base de muchas sentadillas, pesas y cardio. Su pelo húmedo y caoba había sido desenredado y ahora, sus ojos amarillos parduzcos, dilatados por el impacto de aquel choque cultural entre especies, si se podía llamar así, brillaban emocionados y se balanceaban en un precipicio entre llorar y no hacerlo; entre romperse o mantenerse entera. Dar el salto y dejarse ir era, definitivamente, acatar aquella nueva realidad o darle la espalda.

Pero no podía darle la espalda, porque su familia estaba ahí y, porque aunque quisiera irse, no le dejarían hacerlo. Habían sido secuestradas por esa Orden, ahora decían que eran sus protegidas, pero Alba sabía que no se podía proteger algo encerrándolo y privándole su independencia y su libertad. Era lo mismo que cortarle las alas y apagarlo lentamente. Además, ella tenía muchas cosas que hacer y no podía quedarse ahí.

Se le cruzaban tantas cosas por la mente… Le temblaba el cuerpo por los nervios, ¿eran ellos verdaderamente buenos? No se fiaba.

¿Erin sería siempre así? ¿Y ella? ¿Quién sería ella después de todo eso?

Erin había pasado de ser una escritora frustrada con un talento y un potencial increíble y desaprovechado, a tener colmillos, oler a manzana y tener un hombre al lado que la dejaba a una con una apoplejía nada más verlo. Viggo. Viggo Blodox, así se llamaba el vikingo que mordía y al cual vestía el pecado.

Y en ese momento, su hermana y ese hombre estaban en algún lugar en el sur de Francia buscando información sobre su madre e intentando averiguar qué le pasó realmente.

Habían creído que su madre Olga había muerto en un incendio. Pero no. Había sido asesinada, o eso decía Erin. Alba también querría averiguarlo. Pero mientras Erin y Viggo pululaban por Francia, ellas se mantenían encerradas en aquella casita de invitados del interior de la fortaleza, sin poder continuar con sus vidas, dejando muchos planes a medias y, para más desesperación, con tres niñas diminutas, heridas por los mordiscos de una vampiresa desquiciada. Y de todo lo que estaba pasando, el estado en el que habían encontrado a esas criaturas y el tenerlas ahí, indefensas, en unas camitas improvisadas para cuidarlas entre todos, la llenaba de rabia y de furia.

Odiaba los abusos. Eran deleznables, y cada vez que Alba veía alguno o se enteraba de alguno, sus ganas de ir a castigar a los culpables la carcomían. Siempre había sido así en ella. Pero intentaba ocultar esos instintos bajo una fachada que despistara a todo el mundo. Porque era justo lo que necesitaba para trabajar. Su mundo de lujo, de moda y de postureo era un medio.

¿Por qué una realidad como aquella permitía que sucedieran estas cosas? Tampoco debería sorprenderle porque sabía de buena mano que sucedían otras igual de atroces sin vampiros de por medio. Ahora bien, si los vampiros les habían dado sangre a las niñas, ¿eso las convertiría en cachorras con colmillitos?

—Contrólate —se decía Alba mirándose en el espejo.

De las tres hermanas que estaban ahí, ella era sin duda la que más sensatez y más autocontrol tenía. Cami se bloqueaba a menudo y Astrid no tenía filtro y se metía en problemas en lo que duraba un parpadeo, pero lo hacía con tanta gracia que a los demás les costaba reaccionar hasta que se daban cuenta de que les había llamado gilipollas en su cara. Alba era más directa. No le hacía falta usar el sentido del humor ni lo quería. Si algo no le gustaba, si alguien no le caía bien, simplemente se lo decía cuando llegaba el momento. Porque antes una debía conocer cuáles eran los límites de los demás y qué estaban dispuestos a tolerar.

Por ejemplo: con esos vampiros sabía hasta dónde podía llegar con ellos. No le había hecho falta mucho para darse cuenta. Posiblemente, porque ella también tenía un límite bien definido que no tardaba en marcar con los demás.

Eran depredadores. Asesinos. Bajo aquella excelsa belleza se escondía una bestia, que podía dominarte sin que te dieras cuenta. Podía desgarrarte, podía consumirte e incluso, podía hacer que te rindieras sin que pudieras oponer resistencia.

No. Nadie estaba listo para enfrentarse a un vampiro. Al menos, no a ese tipo de vampiros. Y, sin embargo, Erin lo había hecho.

Y no solo la veía bien. Alba veía a su hermana mejor que nunca, más empoderada, más fuerte y decidida de lo que jamás la había visto. Pero no le extrañaba. Erin era la más fuerte de todas, la más razonable y la que mejor encajaría esa realidad, porque su mente era un hervidero de historias inventadas. Y, por primera vez, y para su gloria personal, la realidad acababa de superar la ficción con creces. Tenía material suficiente para crear un atrevido best seller. Pero Erin no lo escribiría por vender, lo haría porque sabía que tenía la posibilidad de dar un mensaje único y osado, a lo grande. Uno que ayudaría a despertar a muchos.

No obstante, aquella era la misión de la nueva Erin. Alba, sin embargo, ya tenía su propia misión y sus propios objetivos, y la brusca llegada a ese mundo, no iba a interrumpirlos, porque había trabajado mucho para ello. No podía dejarlos atrás. No quería hacerlo.

Rendida y sometida por completo por la velocidad con la que su cabeza hilaba pensamientos, Alba volvió a cepillarse el pelo, mirando al espejo pero sin verse en realidad, con su mirada perdida, nadando en los mares del limbo y de la imaginación.

Hasta que oyó un ruido tras ella. Un pequeño siseo, parecido al de una serpiente. Miró a través del espejo, buscando en cada esquina de aquel amplio baño de madera y de azulejos blancos, más propio de un spa en la montaña que de un castillo escocés como ese.

Oteó cada rincón y no vio nada, pero Alba podía sentir algo. Una corriente eléctrica, una esencia pesada tras ella. Algo la observaba. Algo compartía el baño con ella.

El espejo estaba medio empañado así que pasó una totallita de mano por la superficie, para mejorar la visión, pero el nítido claro no reflejó nada más allá que vacío.

Tensó los hombros y los echó hacia atrás mientras se anudaba mejor la toalla por debajo de la suave y lisa axila. Se humedeció los labios con la lengua, tomó una inspiración profunda y clavó una mirada atrevida y franca en el espejo, por encima de su cabeza. Cuando soltó el aire dijo en voz baja:

—¿Te gusta mirar?

Alba estaba muy acostumbrada a que la mirasen. Vivía de eso, de sus visitas a su perfil, de lo que promocionaba y de todos esos eventos a los que le pagaban por asistir. Y sí, ganaba muchísimo dinero y no se avergonzaba de ello. Cualquier persona, dando con su tecla personal, encontraría el modo de tornar su red social en su gallina de los huevos de oro. Uno tenía que explotar aquello más especial que tenía a simple vista. Y ella había abogado por mercadear con su físico, por mostrarlo y por vender sus entrenamientos y su modo de vida a cada uno de sus seguidores. Era muy consciente de que la estaban observando, porque percibía cualquier mirada que se ubicase sobre su persona. Sobre todo las más penetrantes, que transmitían una energía pesada que transmutaba el oxígeno en algo más denso de lo normal.

No obtuvo respuesta. Alba abrió su neceser Marc Jacobs y sacó su crema facial. Destapó el frasco y untó sus dedos con la blanca sustancia gelatinosa. Se frotó las manos con ella y, sin dejar de mirar a su reflejo, empezó a masajearse las mejillas y la frente para añadir:

—¿Eres un mirón? ¿Te gusta lo que ves? —meneó el trasero suavemente, de un modo que no parecía hecho a propósito—. No sabía que los vampiros tenían esos instintos voyeristas. Vosotros, que parece ser que sois capaces de todo…

Ella sonrió maliciosamente al espejo y buscó una reacción, algo que sacara al observador de su anonimato. Pero ya sabía quién era. Porque tenía un aroma muy personal. Uno que tenía que ver con ellos, aunque cada uno tenía una especia distinta en su esencia. Era enloquecedor. Olía a manzana, caramelo y algo picante: jengibre. Lo sabía porque así olían un poco las galletas que preparaba Cami especialmente para ella. Eran un vicio.

—No eres una mujer —insistió Alba—. No eres Eyra. Esa chica, con toda seguridad —sacó su pintalabios de cacao y se lo puso suavemente— no miraría escondida. Tiene mucha clase. Y de todos vosotros creo que es la que más armas posee para seducir.

Guardó el cacao en el neceser y lo cerró con la cremallera. El sonido ocupó el silencio de un modo inquietante.

Ella apoyó las manos de nuevo en la cerámica del tocador del baño y volvió a mirar al vacío.

—No eres Khalevi, porque es muy evidente que entraría en este baño si otra que no fuera yo estuviese aquí. Está claro que al trencitas bravucón le gusta lo azucarado —sonrió mordiéndose el labio provocadoramente— y lo dulce. No soy precisamente así. Y tampoco eres Gregos, porque tiene un código caballeresco. Modales, lo llaman —señaló entrecerrando su mirada—. Por tanto, por eliminación, solo me quedas tú. El jefe desahuciado de la Orden. El que era líder y ya no es. Daven. ¿Me equivoco?

No obtuvo respuesta tampoco. Alba se quedó inmóvil, esperando una contestación.

Pasaron largos segundos hasta que la voz de Daven dijo:

—Date la vuelta.

Su tono cadente y autoritario sobrevoló su piel desnuda y la erizó. Alba alzó una ceja de ese color caoba y oscuro y negó vehementemente.

—No te obedezco. Has mirado suficiente a escondidas. Ya te puedes ir.

—Date la vuelta.

—Porque tú lo digas. A mi hermana no le gustará saber que nos espías en silencio.

—No estoy espiando a hurtadillas, boba. Estoy de espaldas y no estoy mirando. Los vampiros no nos reflejamos en los espejos —contestó duro y seco.

Aquella afirmación la dejó cortada y sintiéndose un poco tonta. Se dio la vuelta poco a poco y apoyó el curvilíneo trasero en el mármol.

Al girarse, la estampa que vio la dejó todavía más humillada. Daven tenía a una de las pequeñas en brazos. Tenía solo dos añitos y era muy bonita, pero estaba muy pálida y débil. Y lo más ridículo y desarmante de todo era que, en la mano con la que le sujetaba el traserito tenía un biberón. Un biberón.

Alba dejó ir el aire entre los dientes. Esa imagen la turbaba mucho. Ella nunca se había planteado una vida con niños. Simplemente, no era lo suyo. Pero tampoco hubiese imaginado que un vampiro como Daven tuviese ese magnetismo con esas criaturas. Porque no. ¿Quién podía imaginarlo?

Él era amenazante, imponente y sexualmente agresivo. Era el propietario del rostro más armónico y primoroso que había visto nunca. Y eso que había contemplado muchos, porque conocía cientos de instagramers que eran guapísimos. Pero lo de ese hombre no era corriente. Su ceja partida por la mitad en horizontal, sus tres lunares en el rostro y después todos aquellos tatuajes que marcaban su garganta y que no lograba comprender… En su conjunto, Daven enviaba un mensaje contundente: «Altamente peligroso».

—Hace rato que estás ahí —volvió a increparle Alba—. ¿Y por dónde has entrado si se puede saber? Hemos cerrado la puerta.

—Pues probad a cerrarla mejor. Y no hace tanto que estaba ahí. Estaba esperando a que acabases —sin mirarla se acercó al grifo—. No son horas para ducharse.

—Pero sí lo son para que entres a la casita y campes como Pedro por su casa.

—No soy Pedro.

Alba asumió que no conocía esa expresión.

—Da igual. ¿Qué vas a hacer? ¿Qué haces aquí en el baño? Estoy yo.

—Ya lo sé.

Él la observó detenidamente y entre los dos se enarboló un silencio incómodo.

—Que ¿qué haces aquí? —chasqueó el corazón y el pulgar ante su rostro.

—El biberón, nena.

—No soy tu nena. Deja de llamarme así, no me gusta.

—Humph… —espetó incrédulo.

—¿Humph qué?

—No contestas así a tus seguidores. Además, no he visto nada que no te dediques a enseñar a diario a tus millones de fieles.

—Ah.… —ella se rio sin ganas—. ¿Me estás investigando? Creo que pasas demasiado tiempo mirando mis redes sociales. Cualquiera diría que te gusto —achicó su mirada caramelo y sonrió con superficialidad.

Daven no contestó. Se mantuvo frío, como de costumbre.

—¿Quieres ayudarme?

—¿Con qué? —dijo ella.

—Con el biberón —se lo ofreció a Alba y esperó a que lo tomara—… Solo tienes que enjuagarlo con agua muy caliente. Después le prepararé otro. Necesita alimentarse. Está muy débil.

Viggo y Erin les habían dicho que ahí debían estar y que ese era su lugar, pero Daven le estaba dejando claro con su lenguaje no verbal que, si fuera por él, ella estaría fuera del castillo. Sin embargo, se sentía hipnotizada por el modo en que acunaba a la niña y el cuidado con que la sujetaba. Les habían dado diminutas transfusiones de sangre durante la pasada noche. Ella lo había visto. Y les había llamado la atención por lo que hacían. Pero Daven fue muy claro y, bruscamente, le contestó: «Solo así se salvarán. No se van a transformar. Son solo pequeños sorbos. Deja de controlarnos».

Y durante la pasada noche las heridas de sus gargantas habían cicatrizado y poco a poco recuperaban el color.

Alba tomó el biberón y se dispuso a enjuagarlo. Era de agradecer la labor de Daven. Él se encargaba de las niñas y así ella y sus hermanas podían dormir.

Él alzó la comisura de su labio de manera insolente y posó una de sus manazas en la espalda de la cría.

—Supongo que estás acostumbrada —dijo Daven observando cómo el agua caliente salía a mansalva.

Ella colocó el bote vacío debajo y lo llenó para que la leche que quedaba se diluyera y desapareciera. Lo enjuagó bien.

—¿A qué te refieres? ¿A limpiar biberones?

—Tienes legiones de admiradores que deben babear con tus publicaciones. Estás acostumbrada a que te miren y te digan lo atractiva que eres. Por eso creías que te estaba espiando —suspiró—. Porque como todos lo hacen, presumiste que a mí también me interesarías. Los humanos sois muy… simples. Y primarios.

Alba no estaba acostumbrada a actitudes así. Daven tenía razón. Los hombres no actuaban de ese modo tan díscolo con ella. Besaban el suelo que pisaba y, si podían y ella se lo permitía, hasta le masticaban la comida. No era algo que pudiera controlar porque siempre le sucedió, incluso cuando era niña. Tampoco era algo que le gustase, pero había aprendido a sacar provecho de ello.

—Eres un hombre, ¿no? —lo miró de arriba abajo—. A los vampiros os encantan las humanas. Corrijo: la sangre de las humanas. Mira a Viggo cómo se ha vuelto loco con mi hermana.

—Ah, pero Erin es diferente. —La ceja de Alba salió disparada hacia arriba. Lo observó con sorpresa—. Ya la has visto, ¿no? —continuó Daven.

—Sí. Mi hermana es maravillosa. Y parece que Viggo también es muy distinto a ti —Alba se sujetó la toalla con fuerza.

Daven dio un paso al frente y acortó distancias.

—Te aseguro que Viggo y yo no tenemos nada que ver en muchas cosas. Él es más transigente y mucho más civilizado que yo.

—Ya, ya… sí, no me cuentes rollos. No me importa —contestó—. ¿Sabes qué creo? —Alba decidió entrar en su juego, porque le apetecía y porque no soportaba que la desafiaran—. Creo que te gusta mi hermana Erin y estás celoso de Viggo, porque tiene todo lo que tú quieres. El mando de la Orden y el corazón de la Bonnet que te gusta —Alba acabó de limpiar el bote, después hizo lo mismo con la tetina—. ¿Es eso? ¿A que no ando desencaminada?

Eso provocó una risita en él. Sus ojos rosados se clavaron en ella con condescendencia.

—No a todos nos gusta lo mismo —la miró de soslayo con malicia—. Al menos, no con el mismo fin. Tu hermana vende una cosa que todos anhelamos y tú… bueno, tú ya sabes lo que vendes.

Ella podía ser tan aguda como él, y captaba cualquier tipo de insinuación sexual, porque se había hartado a escucharlas, a leerlas y a vivirlas en primera persona. No era estúpida. Daven acababa de decirle de un modo muy velado que Erin sería perfecta para ser mujer y compañera, y en cambio, ella serviría para calentar su cama. Solo sexo.

—Vendo salud y vida. Todo lo contrario a ti.

Daven negó riéndose de ella.

—Ah… ¿así se le llama ahora? ¿Salud y vida?

Alba se inquietó por su insinuación. La pequeña se removió en brazos del vampiro. La pobrecita estaba sudando y tenía los ojos vidriosos y las mejillas rosadas.

—¿Eres un vampiro machista, Daven? ¿Estás hecho de forma conservadora? ¿Cualquier mujer que muestre su cuerpo es una guarra para ti?

Él volvió a reír.

—No soy conservador. Es solo que me gusta llamar a las cosas por su nombre.

—Entiendo —la rabia empezaba a asomarse a su rostro—. Según tú, ¿qué nombre tiene lo que yo hago?

Daven no iba a responderle. Y Alba pensó que sería mucho mejor así. No quería pelearse con él. Lo mejor sería ignorarlo.

—Es un placer hablar contigo y escuchar toda esa porquería de prejuicios que dejas ir por la boca, pero voy a intentar dormir unas horas. Dale de beber a la bebé, vampiro. —Darle una orden le hacía sentirse mucho mejor—. Lo necesita —Alba le entregó el biberón limpio.

—Es a lo que he venido. A asegurarme de que están bien. Me iré inmediatamente.

—Bien. Pues si ya tienes lo que necesitabas, sal del baño, me quiero poner el pijama.

Daven la miró una última vez. Parecía satisfecho de ponerla nerviosa y hacerla sentir mal. Se dio media vuelta con la pequeña en brazos y abandonó el baño.

Alba se quedó finalmente sola, cerró la puerta con más fuerza de la que hubiera deseado y se giró para mirarse al espejo.

La toalla cubría el cuerpo que tanto le había costado esculpir, y que solo era una herramienta para un fin. Nada más. Ella no era lo que mostraba en su red social. Sabía que su imagen podía hacer creer muchas cosas a sus seguidores, y eso no le importaba porque jamás le había dado relevancia a lo que pensasen de ella y porque, tal vez, era justo lo que necesitaba para conseguir todo lo que quería.

Pero de un modo inquietante, sí le había afectado que Daven le hablase así.

No obstante, él no sabía nada, ¿no? No podía saberlo, por muy vampiro que fuese. ¿O sí?

Nadie, de hecho, sabía quién era ella en realidad.

Y si sus hermanas o él lo supieran, todo lo logrado podría ponerse en riesgo.

Por eso necesitaba salir de ahí. Para no poner en peligro su carrera que tantas puertas le abría.

Salir de ese mundo era una prioridad. Lo necesitaba como el aire para respirar.

 

Capítulo 2

Blackford

En la actualidad

En el castillo de la Orden las tensiones entre ellas y el resto de integrantes no parecían apaciguarse, excepto cuando las niñas se despertaban. Había pasado más de veinticuatro horas desde que Erin y Viggo se habían ido a Francia. Sabían que hacía poco que habían llegado de su viaje y que ya estaban en el castillo, pero aún no se habían pasado por ahí para explicarles qué habían descubierto.

Alba estaba tan o más ansiosa que el resto por saber la verdad y tener noticias. Pero más aún ansiaba salir de ahí y escapar de aquella prisión inesperada. Estaban locos si creían que las mantendrían ahí eternamente. Necesitaban su independencia, su autonomía.

Además, continuaban a cargo de las niñas y de que ellas estuvieran bien y se recuperasen, y todos se comportaban como una familia bien avenida.

Pero no lo eran.

Kalevi, Eyra, Gregos y Daven eran vampiros. Bebían sangre. Y ellas olían muy bien.

Así que los miembros de la Orden intentaban desahogarse y hacer deporte o patrullar todo el día para no estar cerca de ellas, sobre todo después del episodio del baño que había vivido Alba con Daven. Quería mantenerse alejada de él por muchas razones, pero de todos, Daven era el más cercano a las criaturas y el que más asistía a la casita de invitados. Y las niñas parecían sentirse más en paz cuando él estaba cerca. Era algo que Alba no podía comprender.

Habían hablado con Eyra, porque era la mujer y parecía no exudar toda esa testosterona varonil que sí exudaba el resto. Pero Alba, que sabía mucho de seducción, veía de lejos a la vampiresa y sabía que ella, de todos, era la más peligrosa y la más persuasiva, solo que no estaba por la labor de hacer que nadie comiese de su mano. Así que en un intento de charla de sororidad, le habían pedido comodidades y negociar el poder irse a casa de Erin en Edimburgo, en el centro, y desde ahí seguir con sus vidas. Eyra dijo que se lo transmitiría a Viggo y a Erin pero que no permitirían que nadie saliese de ahí sin estar bajo la tutela de la Orden. Y por lo que Alba y las demás sabían, aún lo estaban negociando con Viggo y Erin pues nadie les había dicho nada.

Al parecer, ahora eran los jefes de esa Orden. Eyra les había transmitido que tenían intención de remodelar todo el castillo para convertirlo en un lugar apacible para todos, incluso para ellas. Pero eso estaba muy lejos de lo que quería Alba. Y seguro que también se alejaba mucho de lo idóneo para Astrid y Cami.

Solo estaban deseando que apareciese su hermana Erin de una vez por todas y les hablase en cristiano.

Y entonces pasó que Erin no quería perder el tiempo tampoco, así que a la mañana siguiente de su llegada al castillo, se fue a la casa de invitados a ver a sus hermanas. Que era lo que todas estaban deseando.

—¿Y las pequeñas? —eso fue lo primero que preguntó.

—Están con Daven. Tienen cegación con él —contestó Alba muy contrariada.

—Daven es maravillosa —bromeó Erin continuando usando el femenino—. Un poco perra, pero maravillosa.

Sus hermanas la miraron como si estuviera loca.

—Bueno, llegaste ayer y te has dignado a aparecer hoy por aquí. ¿No tienes nada que contarnos? —insistió Alba exigente.

Erin dejó el grimorio en el suelo y todas lo rodearon para observarlo con curiosidad.

—¿Qué es eso tan feo? —preguntó Cami.

—El libro gordo de petete —dijo Astrid.

—No. Seguro que es el álbum de familia de Viggo. Novecientos años dan para mucho, pero yo no estoy para ver fotos —dijo Alba malhumorada apartándose de ellas. Quería salir de ahí y dejar de percibir esa mirada desafiante y obscena sobre ella. La presencia de Daven no le agradaba.

—No, no —Erin la sujetó de la muñeca y la acercó de nuevo—. Tú no te vas.

Erin sonrió a las tres que seguían observándola de ese modo extraño como cuando encuentras dos huevos juntos en uno.

—Lo que tengo que contaros es muy largo. Mucho —aclaró.

—Pues escríbenos un libro —pidió Astrid bromeando.

—No. Tengo un modo de mostrároslo y que lo veáis a todo color, como yo lo he visto —canturreó.

—Es Netflix —señaló Astrid peinándose el flequillo.

—Eres pava. Es un sello. Y es el sello del recuerdo. Os lo voy a enseñar. Tomad nota que vais a empezar a estudiar en Blackford.

Alba escuchó estudiar y Blackford y le entraron los siete males. Nada de eso era lo esperado y confiaba en que conversaran sobre la negociación de su libertad. No tenía ningún sentido que ellas se quedasen ahí.

Erin se preparó y empezó a hacer los movimientos con las manos y los dedos en el aire.

A Cami no le gustaba cuando ella hacía eso. Siempre pasaban cosas raras.

—Ay, no… Lo va a hacer.

—¿El qué? —Alba quería reírse—. Parece que haga Taichi.

Pero su risa era nerviosa y también escondía muchas expectativas. La primera vez que Erin les hizo eso vieron, como si de la primera fila de un cine se tratase, todo lo que había vivido Erin con Viggo y con Lillith. Lillith, la Primera. Y había sido todo tan increíble y fuerte, que Alba aún se resistía a adaptarse a aquella realidad. Y en nada, en un segundo, Erin volvería a arrastrarlas a un torbellino emocional de tiempos pasados y secretos desvelados, donde lo que Alba era o sería podría desdibujarse para siempre.

—No hace Taichi. Hace eso, mira… —Cami se ocultó detrás de sus hermanas y dijo en voz muy baja—. Piedra. Papel…

Erin dio una palmada delante de ellas. Alba tragó saliva y se agarró fuertemente a la mano de Astrid.

¡Plas!

Tijeras.

Un símbolo refulgente con el candor de lo imposible y mágico se había grabado en su mente, atravesándole los ojos. Y de ningún modo podría haberlo impedido.

Aquel símbolo incomprensible para ella, sin ningún orden ni atributo antes conocido, se le había adherido a la cabeza y a la sangre, actuando como una llave maestra que abría escenas de un pasado que había vivido pero que desconocía por completo, como le pasaba a una víctima de Alzheimer con el devenir de toda su vida vivida.

Y el efecto en ella fue inmediato. Demoledor y efectivo como podía ser una burbuja de aire en las venas, pero con un desenlace más notorio, doloroso y desagradable.

Sí, muchos recuerdos enterrados, borrados sistemáticamente, tomaron forma conectando sinapsis desconectadas a propósito, y dibujando escenas que, cuanto más las veía, más las asumía como si fueran suyas.

Alba se dejó caer de rodillas en el suelo, se agarró la cabeza con ambas manos y se hizo un ovillo con la esperanza de que esa quemazón en el cerebro, los calambres en el estómago, la angustia y la agonía cesaran.

Pero no solo no iban a cesar.

Iban a tatuarse para siempre en su alma, en su espíritu y en su esencia. Y con la inclemencia de aquello que debe ser aunque uno no quiera, todo su pasado iba a cambiar para siempre su presente, y convocaría un futuro mucho más incierto.

Esa noche, el resto de las hermanas Bonnet iban a tener su propia transformación. Tal vez ese cambio no les otorgaba colmillos ni inmortalidad, pero no había mejor transmutación que la que ofrecía el descubrirse a sí mismas y el saber quiénes eran en realidad.

Era terrible.

Demasiadas imágenes, muchos recuerdos que no recordaba y todo a la vez. Ni ella ni su cabeza estaban listas para tanto. Solo esperaba que sus hermanas no lo estuvieran pasando tan mal como ella. Aunque ese pensamiento se esfumó cuando, el suelo y las paredes se movieron a su antojo, sin permiso y desafiando la propia gravedad. Entonces, un sudor frío cubrió su cuerpo y tuvo la sensación de que alguien le abría la cabeza como un melón. Le dolía. Le dolía detrás de los ojos, entre las cejas y en la nuca, como si su cerebro estuviera creciendo demasiado.

Fue entonces cuando ella, que intentaba mantener la calma, se desplomó, se golpeó el pómulo con el suelo y todo se apagó.

La joven se había quedado a oscuras, inconsciente, mientras sus hermanas corrían su misma suerte.

Cuando Erin contempló la imagen grotesca de sus hermanas ante sus ojos, pensó que no había sido su intención usar sus cuerpos como moqueta para el suelo. Pero tampoco iba a poder evitarlo.

No podía cargar a un cerebro acostumbrado a leer tarjetas de memoria de 64 GB con tarjetas de 512 GB y llenas de unas memorias que su propia madre les ocultó.

El desmayo, tal y como le había informado Viggo, se iba a producir y nadie iba a poder frenarlo.

Esperaba que despertasen y que cuando abrieran los ojos de nuevo, no le tuvieran rencor.

Horas más tarde

Erin no lo podía soportar. Estaba sentada en su cama, que ahora ya también era la de Viggo una vez habían arreglado sus diferencias. Desde su llegada del sur de Francia, la amplia y elegante habitación de Viggo era también la de ella.

Después de haber activado el sello del recuerdo en sus hermanas y de observar todo lo que vino a continuación, Erin necesitaba más que nunca el contacto con Viggo, porque él era un bálsamo para ella. No solo era su adicción y su deseo, era su calma.

Se sentía muy mal por lo que había hecho. No por lo que eso iba a suponer, pero sí por los efectos secundarios que toda esa información les había causado a sus hermanas.

Las tres estaban en cama. Con fiebre y terribles cefaleas. Lo vomitaban todo y emitían todo tipo de palabras inconexas. Yacían en sus camas, en la casita de invitados que parecía más una enfermería que un lugar de vacaciones. Ahora la Orden no solo tenía que hacerse cargo de las niñas, que cada vez estaban mejor. También tenía que hacerse cargo de ellas. Y era muy contradictorio ver a esos guerreros vacilones, letales y en clara rebeldía con el mundo, sanar a humanas en mal estado como ellas.

No había pensado en lo que podría hacerle a un cerebro humano la transmisión de tanta información, y ahora se sentía como lo peor, hecha una mierda porque ellas agonizaban por su culpa.

Las manos de Viggo enormes y calientes apresaron sus pechos. Él la había obligado a meterse en la cama para tranquilizarla y abrazarla fuertemente por la espalda. Y así estaban, él con las piernas abiertas para que ella se pudiera colocar entre ellas y se apoyara en su torso.

No necesitaban decirse mucho más.

Erin podía oírlas gritar, y Viggo también. Viggo asumía que era muy desesperante para su pareja escuchar la agonía de sus seres queridos, y no quería dejar de tocarla. Erin temblaba por la desesperación, y él no toleraba su dolor.

—¿Cuándo va a parar? —preguntó Erin cerrando los ojos con tristeza—. No sabía que les iba a pasar esto cuando dibujé el sello.

—Los sellos son muy poderosos, Erin. Les has dado una buena descarga, pero no dudes que lo superarán. De lo contrario, Lillith jamás las habría elegido. Ni a ti tampoco. Están preparadas para ello. Tu madre se encargó de aleccionaros a todas, y de ocultar vuestro pasado para protegeros. Pero sabía que tarde o temprano ibais a tener que pasar por esto. Y tú también. ¿O acaso no has pasado por cosas muy duras desde que rompiste el cerco de éter? —Viggo inclinó su rostro hacia su cuello e inhaló su suave aroma a fruta del pecado. Era un narcótico para él. Los colmillos le hormiguearon en la boca.

—Yo no lo rompí. Fueron las cenizas de mamá…

Él le acarició la piel con las puntas de marfil de su boca y Erin se estremeció.

—Viggo… —ella apoyó su cabeza en su pecho y se relajó a su contacto—. Ha sido tanto en tan poco tiempo…

—No midas el tiempo, Erin. No existe. Todo sucede cuando tiene que suceder, vakker.

En otro momento, aquellas palabras habrían sonado a parrafadas filosóficas y espirituales de poco interés para ella. Pero ahora todo tenía sentido. Incluso a ella le venían recuerdos esporádicos que estaban enterrados en el agujero oscuro de su capada memoria.

El grimorio que había recuperado del pozo de la masía en que su madre y su amiga habían sido quemadas en Mirepoix, yacía ahora sobre el sillón granate orejero de la esquina de la alcoba. Ahí reposaba, cómodo, después de unas semanas oculto en las profundidades de un frío foso francés, indetectable para cualquier ser que no conociera los sellos originales. Y por lo que ella sabía, y le había dicho su madre y también Viggo, eran poquísimos los despiertos que lograban comprender los símbolos y hacerlos funcionar.

Ella era una de esas personas selectas con el poder de divisarlos y entenderlos. El grimorio estaba repleto de ellos, de historias del pasado, de información de los clanes de los hijos de Lillith, y también de documentación sobre la temible Legión del Inventor. Su madre Olga había asegurado que alrededor de todo el orbe habían sellos ocultos. Muchos de ellos no se podían ver porque se habían instaurado en el pasado y solo una lectora de sellos como ella podría encontrarlos y comprenderlos, pero que esos sellos serían revelados en el momento adecuado.

Erin no podía no emocionarse cuando le venía a la mente el recuerdo en el que ella estaba acostada en la cama, a punto de irse a dormir, con apenas cinco años. Su madre le contaba esa historia… La de los humanos guerreros que despertaron del gran sueño y luchaban contra las tretas del Inventor. Ellos eran también aliados de los Lilim, los clanes de los hijos de Lillith, que habían sufrido el castigo del dios y habían sido encerrados para siempre en dimensiones desconocidas. De esos clanes también se hablaba en el grimorio, y cada uno estaba representado por un sello, que Erin aún no podía interpretar, pero no dudaba que lo haría. Esa leyenda, explicada como cuento, retumbaba ahora en su cabeza y en su corazón, porque era verdadera. Ella y sus hermanas habían sido educadas y criadas por la última descendiente de los cátaros que escaparon de Montsegur, poseedores de un secreto brutal que destruiría los cimientos culturales de esa dimensión y que podría liberar a las conciencias, de la cárcel en la que en realidad se mantenían sumidas desde el inicio de los tiempos. Y ese secreto se había sintetizado y añadido al grimorio milenario que ella había recuperado.

Les quedaba muchísimo por delante.

—Esto solo acaba de empezar —le recordó Viggo—. Nosotros llevamos en esta guerra milenios. Vuestra aparición nos da esperanzas.

Erin sacudió la cabeza disconforme.

—Os damos esperanzas, pero ellos nos llevan siglos de ventaja. Han vencido siempre. De lo contrario, ¿qué hacemos aún aquí, encerrados en esta realidad? —se quejó.

—Hasta ahora hemos sobrevivido y no hemos desaparecido. Por eso en tu despertar y en el de tus hermanas, no estaréis solas. Estamos aquí para vosotras y para todos aquellos que abran los ojos de verdad. Ahora es cuando podemos luchar. Porque tenemos armas.

Erin se removió entre sus brazos y lo encaró.

—Sabéis que hay algo muy poderoso en las entrañas del Vaticano. Lo sabéis desde hace tiempo. El epicentro del cerco de éter es ese. ¿Crees que el Inventor se esconde ahí?

—No —aseguró Viggo—. El Inventor no puede ser tan estúpido como para presenciarse físicamente en su propio juego. Pero sí tiene a su propio ejército conformado por tenientes, terratenientes, generales, todos ellos personificados por seres que la cultura humana conoce, pero que distan mucho de ser lo que se dice que son. Seres terribles y escalofriantes, Erin.

—¿Como los sombras?

—Sí, como ellos, pero mucho más temibles.

—Entonces… si sabemos que en el Vaticano hay algo, Viggo, ¿por qué no vamos a por ello?

—Mi exterminadora…

Los ojos hambrientos y rosados de Viggo contemplaron con un profundo cariño a Erin. Su mujer, su pareja, su manzanita caramelizada era un pequeño volcán visceral que exigía sangre. Porque los miembros de La Orden de Caín nunca rechazaban un enfrentamiento o una pelea. Aunque pareciese mentira, eran seres de sangre caliente. Y su Erin le hacía arder la sangre.

—No hay que dar pasos en falso. Llevamos mucho en esto. Él tiene oídos y ojos en todo.

—Pero para eso tenemos los sellos.

Viggo se humedeció los labios y dejó ir un sonido gustoso desde el centro de su pecho.

—Admiro tu entusiasmo. Y pienso igual que tú, pero necesitamos más ayuda.

—¿Cuántos miembros de Caín hay? ¿Por qué no unirlos a todos? ¿Cuántos hay transformados por la sangre de Caín y el mordisco de Lillith? Llamémoslos y unámonos…

—Erin —Viggo la sujetó por las muñecas con dulzura y exigió que la escuchara—. ¿No crees que hay una razón para que vivamos en pequeñas comunidades? ¿Para que no unamos todo nuestro ejército?

Ella se quedó en silencio, escuchando atentamente.

—No podemos unirnos porque los miembros de la Orden de Caín emitimos una señal, recuerda que es como si en un software se metiera un virus. Eso es algo que la Legión detectaría. Y ni los sellos nos podrían cubrir ante nuestro potencial. Créeme, lo hemos intentado y nunca ha salido bien.

—Pero eso hace que estéis incomunicados. Hace que sea imposible que os contéis vuestros avances.

—Lo sé —sonrió afablemente y a Erin le pareció arrebatador—. Hace años que estoy trabajando en ello. Nuestra red de comunicación es muy… primitiva. Y lo usamos muy de vez en cuando.

—¿Qué… qué red? ¿Qué es lo que hacéis?

—Hacemos —Viggo sujetó la barbilla a su chica y posó sus labios sobre los de ella. A continuación llenó su rostro de dulces besos—. Eres de los nuestros. Eres mía. Y yo soy tuyo.

Erin sonrió y se dejó mimar.

—Mío…

Lo necesitaba. Necesitaba a Viggo. Ella ya era uno de ellos, pero aún le quedaba mucho por comprender. Y a sus hermanas todavía más.

Viggo era su sostén, su amarre, la boya en el mar bravo en el que cualquiera podría ahogarse. Él no se lo permitiría. Erin tomó su rostro entre las manos y lo besó como realmente necesitaba.

Fue un beso tan caliente, que incendió sus intenciones. Las de ambos.

—Haz que no piense, vampiro —le pidió Erin. Quería que su cabeza se detuviera unos segundos. No pensar en el dolor de sus hermanas, ni en su nuevo mundo y su nueva naturaleza que aceptaba como si hubiese nacido para ella.

Él la tumbó en la cama y se colocó encima suyo como un salvaje. La presionó contra el colchón y se colocó entre sus piernas.

—¿Quieres un TAC?

Erin dejó ir una risita y lo sujetó por el blanco pelo.

—Lo quiero todo, Viggo. Todo lo que me puedas dar, amor.

—¿Amor? —repitió él embelesado, mordiéndole el labio inferior y tiroteando de él—. Es hermoso oírlo en tu boca.

Qué va. Viggo no tenía ni idea de lo que era ser hermoso. Él lo era, y no se daba cuenta. Erin abrió bien las piernas y permitió que Viggo la penetrase mientras sus lenguas se unían y se amaban sin pronunciar palabra. Abriéndole las puertas de su cuerpo y de su mundo interior, como él le había abierto las puertas del suyo.

Con él, con su vínculo y con aquel amor que ambos experimentaban por primera vez, todo era más intenso, y sabía a ciencia cierta que cualquier evento sería superable y más llevadero, desde el sufrimiento de sus hermanas, hasta la llegada de esa guerra definitiva y original que asomaba las orejas, como el lobo lo hacía al controlar a sus gallinas a escondidas.

Erin haría el amor a Viggo, se alimentaría de él y él de ella, y ambos esperarían a que la tormenta perfecta que arraigaba con fuerza en las mentes de sus hermanas, menguara y las liberase.

Y en esa calma, todo se aclararía y la Orden se reorganizaría, porque no había tiempo que perder.

Capítulo 3

La niebla no dejaba ver Asturias desde el Mirador del Pico del Sol. Solía pasar, que desde ese lugar, uno podía ver Gijón por completo, pero con frecuencia una espesa bruma la cubría como una manta. Aquel era uno de esos días.

Alba miraba al horizonte, escenario de un excelso atardecer, opaco con claros y sombras y un telar vaporoso que no dejaba ver lo que había tras él. Solo podía imaginárselo. Posiblemente, llovería.

Sus hermanas la acompañaban, y también su madre.

Cuando la vio y se dio cuenta de cómo la sonreía, como si esperase que percibiera que estaba soñando, Alba advirtió que aquel no era un sueño como los demás. Tampoco era la vida real. ¿O sí? Su madre estaba muerta, ¿no?

¿Dónde estaba? ¿Qué estaba pasando? ¿Y por qué se sentía como una niña?

—Porque lo eres. Tienes diez años, mi bella Alba —dijo su madre Olga con ojos brillantes e inteligentes.

Alba frunció el ceño. Sus hermanas eran pequeñas también. Como ella. Ahora recordaba esos ropajes, sus botas, sus capotas para cubrirlas del frío y húmedo atardecer. Aquel era un ritual que constaba en su memoria y que hacían una vez al mes.

Pero nunca había pensado en ello. Ella jamás…

—No has pensado en ello porque yo me encargué de proteger vuestros recuerdos, Alba. De ocultarlos.

—Pero mamá… tú estás muerta.

—Aquí no. En tus recuerdos no. A esto se le llama un Alto en el tiempo. Una burbuja en la que tu conciencia presente vuela a este momento y te transmito todo lo que grabé para ti cuando estaba viva. Y que necesito que recuerdes ahora.

—Es de locos —murmuró angustiada.

—Y te aseguro que te vendrán muchos recuerdos más —aseguró con aquellos ojos verdes y claros repletos de ternura hacia su segunda hija más mayor—. Recuerdos que te harán regresar a la esencia de quien verdaderamente eres.

Alba observó a sus hermanas que hablaban entre ellas, pero no las podía escuchar. Había olvidado cómo eran de pequeñas y se asombraba de la cantidad de detalles que su memoria omitía. Como las pequeñas pecas en la nariz de Cami y su hermoso pelo dorado; o el flequillo siempre largo y oscuro de Astrid y sus inseparables gafas de pasta azul oscuro. O las increíbles trenzas africanas de Erin que a ella siempre le gustaba copiar. Y así era. Se llevó las manos a la cabeza y palpó las montañas tensas de sus trenzas.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, porque había olvidado por completo ese momento. Y no solo ese, muchísimos más que llenaban gota a gota un pozo vacío en su interior, lleno de memorias modificadas. Pero ahora estaban siendo sustituidas por las de verdad.

¿Cuánto había obviado en todos esos años? Si Alba consideraba que su pasado la convertía en la mujer presente, ¿qué pasaría cuando el pasado real se hiciera con ella? ¿Quién sería en la actualidad?

—Te preguntas muchas cosas —dijo Olga tironeando de una de sus trenzas—… Tú y Erin siempre me lo ponéis difícil. No os gusta que os haga esto, pero lo comprendéis.

—¿Quiere decir eso que nos lo has hecho muchas veces?

—Sí, bastantes —asintió sin remordimientos—. Es lo mejor para vosotras. Ya lo comprenderás.

—Has jugado con nuestras cabezas… —susurró Alba.

—No, amor. Os he protegido.

—¿Por qué? ¿Porque somos las elegidas de Lillith?

La acusación llena de reproche fue aceptada por Olga y buscó la mejor respuesta para ella.

—No. Porque sois mis hijas. No tenemos la misma sangre pero sí el mismo vínculo y el mismo corazón —Olga la obligó a colocarse a su lado y la rodeó con el brazo. Cami y Astrid se peleaban por tonterías, como solían hacer y Erin leía lo que ponía en la leyenda del punto de información del mirador. Pero continuaban sin escucharlas, como si estuvieran en su propia burbuja—. Sois y seréis mías —dejó ir el aire por la boca y contempló la estampa que tenía ante sus ojos.

—Ni siquiera comprendo lo que significa ser algo de Lillith… Es todo demasiado confuso para mí.

—La vida es ficción y confusión, Alba. No es real. Lo hemos hablado en nuestras clases en casa, en la Masía. Pero tiene golpes escondidos e inesperados, como los que tienes tú. Ya lo recordarás, bella.

—Erin ya no es humana. Es una vampira —explicó con la voz trémula.

Olga sonrió complacida, como si ya conociese esa revelación.

—Es bueno oír eso.

—¿Ah sí?

—Sí. Debe de ser muy hermosa.

—Erin siempre lo ha sido. Hace cosas con las manos y dibuja símbolos…

—Siempre fue muy ducha con la escritura, de ahí que fuera la que mejor comprendiera y divisara los sellos. Todas tenéis habilidades ocultas. Lillith os otorgó una de sus gracias a cada una.

—¿Sus gracias?

—Sí, sus dones, sus habilidades… Lillith es la que camina entre los mundos, la madre de todas las diosas, la sembradora de la magia femenina. Ella es la semilla de la rebelión contra todo lo que está mal, aunque hayan querido hacernos creer lo contrario. Hay un poco de Lillith en todas las deidades matriarcales. Ella interactuó con todas. Es todas y ninguna. Lillith es solo ella. La Primera. Sus habilidades son infinitas —recitó con sumo respeto—. Esas gracias que os legó en vuestro alumbramiento solo podrían activarse cuando estuvierais en contacto con la Orden y despertaseis de la falsa realidad que os rodea. Porque solo el despertar activa la magia. Yo simplemente me encargué de adiestraros y de daros un formación esotérica original, basada en desentrañar la leyenda que os cuentan como historia cultural y nociones de procedimiento y estrategia militar.

—¿Yo sé todas esas cosas? ¿Estrategia militar? No comprendo.

—Sois guerreras, Alba, porque Lillith está en vuestro espíritu. Cuando despiertes, recordarás todas esas nociones aprendidas, poco a poco. Soy una guerrera cátara, hija mía. Sangre de una original. Soy una descendiente del gnosticismo más apócrifo y hereje, y os he criado como si vosotras también lo fuerais. Erin os ha inculcado el sello del recuerdo, el velo se ha caído y lentamente vuestro camino personal será iluminado para que lo sigáis. Vosotras, hijas mías, sois solo el principio. Nadie se imagina lo que va a venir.

—Te estoy viendo, me hablas ahora... y es como si nunca hubieses muerto —dijo acongojada—. Y me hablas de principios, cuando tengo la sensación de que estoy ante mi final.

—Es normal que estés asustada y confusa, querida. No pierdas la calma, Alba.

—¿Cómo? Dime, ¿yo... yo también tengo una gracia de esas?

—Sí, Alba. Tú también. Como te he dicho, Lillith os dio una a cada una.

—¿Cuál es la gracia que me dio Lillith? —quiso saber ansiosa.

—Una muy poderosa. Una que explica tus pesadillas, Alba. Esos sueños recurrentes que no comprendes, y que lo único que hacían era aflorar los recuerdos que yo anulé. Todo se debe a tu gracia.

Alba procesaba la información, y al mismo tiempo, retazos de esos sueños inconexos bombardeaban su mente, dejándola extraviada.

—Tú y yo sabemos que escondes cosas a tus hermanas y que no te conocen del todo.

—Chist… nos van a oír —la reprendió esperando que ninguna de ellas hubiera oído nada.

—No te oyen, pequeña. No podéis oír lo que os digo a cada una.

—¿Por qué?

—Porque… —le dijo divertida y en voz muy baja—, es el único modo de manteneros a salvo. —Alzó el dedo índice—. No confíes tu secreto ni al más íntimo amigo; no podrías pedirle discreción si tú misma no la has tenido.

—Eso es de Beethoven… —contestó enmudeciendo al instante—. ¿Cómo… cómo sé eso?

—Porque os hablé de Beethoven en vuestras lecciones. Entre otros muchos individuos. Alba, puede que tu profesión esté relacionada con tu gracia más de lo que te imaginas.

—¿Qué sabes tú de lo que yo hago?

Olga se rio condescendientemente.

—Te he enseñado a controlar tu habilidad. Te enseñé a hacerlo de pequeña. A entenderla. A usarla. Y después te obligué a olvidar todo lo que te enseñé para que la Legión no fuera a por ti, porque estabas sufriendo un cambio, pasando de niña a mujer, y todo se volvió mucho más intenso para ti. Necesitábamos controlarlo.

—¿Qué? ¿De qué hablas?