Hijo del desierto - Kate Hewitt - E-Book

Hijo del desierto E-Book

Kate Hewitt

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Beschreibung

Bianca 2001 Él era príncipe del desierto… y padre de su hijo. Lucy Banks llegó al país de Biryal, en medio del desierto, llevando consigo un secreto. Pero al ver en su palacio al jeque Khaled, el hombre que una vez la había amado, se quedó abrumada por la opulencia de su entorno. Khaled es ahora un príncipe del desierto, sus ojos más oscuros y severos que antes, su expresión más sombría. Ya no es el hombre al que conoció y amó una vez. Y aunque querría escapar de su abrumadora masculinidad, Khaled y ella están unidos para siempre… porque él es el padre de su hijo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Harlequin Enterprises Ulc

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hijo del desierto, n.º 2001 - noviembre 2022

Título original: The Sheikh’s Love-Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-304-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

LO SIENTO.

Esas dos palabras parecían reverberar por la habitación del hospital, aunque el hombre que las había pronunciado ya se había ido.

«Lo siento».

Había una nota de compasión en la voz del cirujano, una nota de piedad que había enfurecido a Khaled, postrado en la cama, viendo cómo sacudía la cabeza antes de marcharse, dejándolo con su rodilla destrozada, su carrera destrozada. Sus sueños rotos.

No tenía que mirar el informe médico para sentirlo, literalmente, en los huesos. Era un hombre aplastado; el diagnóstico inevitable.

Fuera, las nubes grises oscurecían el cielo de Londres.

El príncipe Khaled el Farrar apartó la mirada de la ventana, apretando los puños para soportar el dolor. Se negaba a tomar analgésicos porque quería saber con qué estaba lidiando, con qué tendría que lidiar durante el resto de su vida.

Ahora lo sabía: no había ninguna esperanza. Ninguna operación podría hacer que recuperase su carrera en el mundo del rugby o darle un futuro, alguna esperanza. A los veintiocho años era un hombre fracasado.

Después de llamar a la puerta, Eric Chandler, un compañero de equipo, asomó la cabeza en la habitación.

–¿Khaled?

–¿Te lo han dicho? –murmuró él, sin mirarlo.

Eric asintió con la cabeza.

–El cirujano me lo ha contado, más o menos.

–Hay más –replicó Khaled, apretando los dientes. El dolor se estaba convirtiendo en una agonía y tenía que clavarse las uñas en las palmas de las manos para poder soportarlo–. Nunca volveré a jugar al rugby. Nunca más… –no pudo terminar la frase porque terminarla haría que todo fuera real. Sería como admitir la derrota y él no era un hombre que admitiese la derrota fácilmente.

Eric no dijo nada, y Khaled agradeció su silencio. ¿Qué podía decir? El médico lo había dicho todo: «Lo siento».

Pero eso no servía de nada. No restauraba su rodilla destrozada o su futuro como un hombre completo. No evitaba que se preguntase cuánto tiempo tendría antes de que la enfermedad se lo llevase.

«Lo siento» no era nada.

–¿Y Lucy? –preguntó Eric entonces.

Lucy. ¿Por qué iba a quererlo Lucy ahora?, se preguntó Khaled, envuelto en una ola de amargura.

–¿Qué pasa con Lucy?

–Que quiere verte.

–¿Así? –Khaled señaló su pierna con la mano–. No, no lo creo.

–Está muy preocupada por ti.

Él negó con la cabeza. Lucy sentía algo, tal vez amor, por el hombre que había sido, no por el hombre que era ahora. Y, peor aún, el hombre en el que iba a convertirse. La idea de ser rechazado, de ser mirado con compasión, con desagrado incluso, hizo que apretase los puños con más fuerza.

–Y tú también, por lo visto.

Le dolía todo, desde la rodilla destrozada al corazón. No podía soportar tanto dolor, físico y emocional; era como si se estuviera partiendo por la mitad.

–Khaled…

–¿Qué es Lucy para ti? –lo interrumpió él entonces.

–Nada –contestó su amigo–. Lo importante es qué es ella para ti.

Khaled giró la cabeza para mirar hacia la ventana. La niebla empezaba a descender sobre la ciudad, espesa y cruel, oscureciendo el paisaje. Imaginó entonces a Lucy con su largo pelo oscuro, su aire de serenidad, su repentina sonrisa. Lo había tomado por sorpresa con aquella sonrisa y había sentido que algo se le movía por dentro; como una tierra fresca lista para ser plantada. Cuando Lucy sonreía, sentía que le estaba entregando un tesoro.

Ella era la fisioterapeuta del equipo de rugby de Inglaterra y había sido su amante durante dos meses.

Dos meses increíbles.

Nunca más volvería a jugar al rugby, nunca volvería a ser el hombre que había sido; el hombre al que todo el mundo admiraba. Le dolía en su orgullo, por supuesto, pero también era algo más profundo, como una herida abierta en el corazón.

Se lo habían quitado todo de repente.

Pensó entonces en la llamada a su padre, en la vida que lo esperaba en su país, Biryal. Otra sentencia.

Khaled sabía que su vida, la que se había forjado en Inglaterra, había terminado para siempre.

–No es tan importante para mí –dijo por fin, aunque le dolía decirlo, fingir que era cierto–. ¿Dónde está?

–Se ha ido a casa.

–No podía quedarse esperando, claro.

–Has estado en el quirófano muchas horas.

–De todas formas, no quiero verla.

Eric dejó escapar un suspiro.

–Pero tenéis una relación y ella no merece que la trates así…

–No quiero ver a nadie.

–Muy bien. ¿Tal vez mañana?

–No, nunca.

La negativa reverberó por la habitación con amarga finalidad, como las palabras del médico: «Lo siento».

También lo sentía él, pero eso no cambiaba nada.

Desde el otro lado de la habitación, Eric lo miraba con gesto de reproche.

–Khaled…

Él hizo un gesto con la cabeza. No quería que Lucy lo viera así, no quería ver compasión en sus ojos. Y no quería que temiese hacerle daño.

No podría soportar esa situación y no lo haría. Tenía que tomar una decisión y, a pesar del dolor, le resultó fácil:

–Ya no hay nada aquí para mí, Eric. Es hora de que vuelva a Biryal, a cumplir con mis obligaciones.

Khaled imaginó su vida a partir de aquel momento: un príncipe tullido aceptando la compasión de su gente, la condescendencia de su padre, el rey.

Era imposible, insoportable, pero la alternativa era aún peor: quedarse y ver cómo sus amigos, su amante, seguían adelante con sus vidas sin él. Intentarían acompañarlo, darle parte de su tiempo, pero se habría convertido en un estorbo y los odiaría por ello. Y se odiaría a sí mismo.

Lo había visto antes. Había visto cómo se apagaba la vida de su madre, rodeada de la compasión de los demás. Eso había sido mucho peor que la enfermedad.

Mejor irse a casa. Siempre había sabido que algún día tendría que volver a Biryal, pero no había esperado que fuera así, cojeando, herido y avergonzado.

El dolor era tan insoportable que le daban ganas de gritar, pero no lo hizo. Era como si unas correas de hierro lo apretasen, llevándose su vida, sus esperanzas y su alegría de vivir.

–Khaled, deberías tomar algo para el dolor…

Él negó con la cabeza.

–No, déjame –murmuró, intentando llevar aire a sus pulmones–. Y no… no hables con Lucy. No le digas nada –no podría soportar que lo viera así, incluso que supiera que estaba así.

–Pero ella querrá saber…

–No debe saberlo nunca. No sería justo –le quemaban los ojos, de modo que Khaled apartó la mirada.

Unos segundos después, mientras se mordía los labios para no llorar, Eric salió de la habitación.

Y sólo entonces se dejó llevar por el dolor; la amargura y la pena ahogándolo mientras las primeras gotas de lluvia golpeaban el cristal de la ventana.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Cuatro años después

 

Cuando el avión salió de entre una espesa manta de nubes, Lucy Banks alargó el cuello para vislumbrar la isla de Biryal sobre el océano Índico, pero sólo podía ver un mar interminable.

Guiñó los ojos buscando algo verde que señalase que se acercaban a su destino, pero no había nada.

Dejando escapar un suspiro de alivio, se apoyó en el respaldo del asiento. No estaba preparada para enfrentarse con el príncipe Khaled el Farrar.

Khaled… su nombre despertaba un calidoscopio de recuerdos e imágenes: su sonrisa, cómo sus ojos de un tono dorado oscuro habían atrapado los suyos en aquel pub lleno de gente después de un partido, el cosquilleo que había provocado esa mirada.

Y luego, por sorpresa, llegaron otros recuerdos, más sensuales, más dulces, los que estaban más cerca de su corazón, aunque ella intentase apartarlos. Ahora, por un momento, dejó que esos recuerdos la embargasen… haciendo que le ardieran las mejillas. Todavía.

Se recordaba a sí misma entre los brazos de Khaled, con los últimos rayos del sol colándose por la ventana; la risa, la alegría, que sentía estando a su lado. Sus labios y sus manos acariciando su piel, tocándola como si fuera un tesoro.

Había disfrutado de sus caricias sin vergüenza alguna, deleitándose en la libertad de amar y ser amada. Le había parecido entonces tan sencillo, tan perfecto.

La vergüenza había llegado después, rompiéndole el corazón, cuando Khaled se marchó de Inglaterra sin decirle adiós o darle explicación alguna.

Había tenido que enfrentarse entonces con sus compañeros de equipo, que la habían visto enamorarse de él, que habían visto cómo Khaled la conquistaba para dejarla después…

Lucy intentó apartar de sí los recuerdos. Incluso los más dulces le dolían, como cicatrices que no hubiesen curado nunca.

–¿Estás bien? –le preguntó Eric Chandler, sentado a su lado.

Lucy hizo un esfuerzo para sonreír.

–Sí, estoy bien.

De todos los testigos de su relación con Khaled, Eric era tal vez quien mejor la entendía. Había sido el mejor amigo de Khaled y cuando se marchó se convirtió en su mejor amigo. Pero ella no quería compasión.

–No tenías que venir –le dijo.

Era una conversación que habían mantenido antes, cuando se anunció el partido amistoso entre el equipo de Inglaterra y el de Biryal.

Ella negó con la cabeza. Eric sabía por qué había querido acompañarlos.

–No le debes nada –siguió su amigo.

Lucy sospechaba que se había sentido tan traicionado como ella cuando Khaled se marchó, aunque nunca lo había dicho en voz alta.

–Tengo que contarle la verdad –murmuró, tocando nerviosamente la hebilla del cinturón de seguridad.

La verdad, nada más; tenía que darle ese mensaje y después podría irse con la conciencia tranquila. O eso esperaba. Había ido a Biryal exclusivamente para eso.

Khaled el Farrar se había reído de ella una vez, pero no volvería a hacerlo.

 

 

Khaled estaba de pie en la pista del aeropuerto de Biryal, viendo cómo el avión se preparaba para aterrizar.

Le dolía la rodilla y tenía el corazón encogido, pero su rostro era una máscara de falsa serenidad.

¿Quién iría en aquel avión? No había querido hacer demasiadas preguntas, aunque sabía que parte del equipo sería el mismo de antes. Habría gente conocida y, por supuesto, estaría el capitán, Brian Abingdon.

No había visto a ninguno, salvo a Eric, desde que lo sacaron del campo a mitad de partido, medio inconsciente. Él lo había querido así.

¿Y Lucy?, se preguntó entonces, guiñando los ojos para mirar el avión.

No quería pensar en Lucy. Hacía años que no pensaba en ella. Era asombroso, en realidad, el esfuerzo que tenía que hacer para no pensar en ella. En la suavidad de su pelo cuando se deslizaba entre sus dedos, en cómo bajaba las pestañas cuando acariciaba su cara, en su sonrisa, que siempre lo pillaba por sorpresa.

Demasiado tarde Khaled se dio cuenta de que estaba pensando en ella. Y no tenía sentido hacerlo. Dudaba que Lucy estuviera en aquel avión y aunque así fuera…

Aunque así fuera…

Su corazón empezó a latir con algo parecido a la esperanza y tuvo que sacudir la cabeza, disgustado consigo mismo. Aunque así fuera daría igual.

No podía importar en absoluto.

Había tomado una decisión por los dos años atrás y tenía que vivir con ella. Para siempre.

El avión se acercaba a la pista y, después de aterrizar, fue deslizándose hasta quedar a unos metros de él.

Khaled estiró los hombros, las manos colgando a los lados, la cabeza orgullosamente levantada.

Llevaba cuatro años ensayando aquel momento y no se escondería ahora. Estaba deseándolo a pesar o quizá por el dolor. Era su objetivo, un objetivo calculado.

 

 

Lucy guiñó los ojos mientras bajaba por la escalerilla del avión. Había dejado atrás un lluvioso día de enero en Londres y no estaba preparada para el inclemente sol de Biryal. El paisaje brillaba como si fuera un diamante, igual de duro e implacable.

Pero cuando buscaba las gafas de sol en el bolso sintió la mano de Eric en su brazo.

–Está aquí –le dijo al oído.

Lucy apretó los labios, enfadada consigo misma, cuando su corazón se aceleró.

Ya había tenido suficiente drama y era hora de actuar como una adulta, serena, compuesta.

Fría.

Con las gafas de sol puestas, el paisaje era menos agobiante y más claro; desde allí podía ver la pista, unos arbustos dispersos, una escarpada cordillera en el horizonte…

Y a Khaled.

Era una alta figura en la distancia y, sin embargo, sabía que era él. Lo sentía.

Estaba hablando con Brian, el entrenador del equipo, sus movimientos bruscos y casi torpes, aunque sonreía abiertamente mientras le daba unas palmaditas en la espalda.

Haciendo un esfuerzo, Lucy apartó la mirada y se concentró en buscar bálsamo labial en el bolso.

No quería acercarse a Khaled; no estaba preparada para verlo tan pronto y, sin embargo, allí fue donde la llevaron las piernas.

Khaled clavó en ella la mirada y, como siempre, Lucy tuvo que tragar saliva. Agradecía la protección de las gafas de sol. Si no las llevara puestas, ¿qué habría visto él en sus ojos? ¿Pena, anhelo?

¿Deseo?

No, no podía ser.

Se fijó en unas arruguitas nuevas a cada lado de su boca, en la dureza de sus ojos… y entonces, como si fuera una extraña, Khaled apartó la mirada.

Y, de nuevo, Lucy se sintió humillada, olvidada. Sintió las miradas de los demás clavadas en ella. Había mucha gente nueva en el equipo, pero aún había gente que recordaba, que sabía.

Irguiendo la espalda se colocó el bolso al hombro y empezó a caminar con aire despreocupado. Por el momento, era lo único que podía hacer.

«Sólo ha sido una mirada», se dijo a sí misma. «No te pongas melodramática».

Cuando Khaled se marchó de Inglaterra cuatro años antes había llorado sin descanso. Más que eso, se había quedado en la cama durante días. Nunca se había sentido tan rota, tan descartada.

Y esa mirada de Khaled había hecho que recordase, que reviviese esos horribles momentos.

Lucy sacudió la cabeza en un gesto instintivo de negación, de autoprotección. No dejaría que Khaled la afectase de ese modo, no le daría ese poder. Lo había hecho una vez, pero ahora ella tenía el control.

Aunque, tuvo que reconocer con tristeza, no daba esa impresión.

Afortunadamente, los siguientes veinte minutos estuvieron llenos de actividad, buscando maletas y sacando pasaportes.

Hacía calor, mucho más del que había esperado, aunque a Khaled no parecía afectarle en absoluto.

Claro que era lógico. Él era de allí, había crecido en aquella isla. Era su príncipe. Lucy nunca había pensado demasiado en ninguna de esas cosas. Ella lo conocía como la estrella del equipo de rugby de Inglaterra, educado en Eton, con el acento de alguien que pasaba los veranos en Surrey o Kent.

Nunca lo había asociado con nada más hasta que se fue al otro lado del mundo y no volvieron a verse. Cuando tenía que contarle algo importante, pero resultó imposible llegar a él.

Incluso a cinco metros, pensó entonces, seguía siendo imposible llegar a él.

Todo el mundo estaba subiendo a un autobús, pero Lucy vio a Khaled dirigiéndose hacia un coche negro de ventanillas tintadas, lujoso y discreto, sin mirar atrás.

–Lucy, tenemos que irnos.

Ella se volvió para mirar a Dan Winters, el médico del equipo y, por lo tanto, su jefe.

–Sí, claro.

¿Por qué se había molestado en mirar? ¿Por qué le importaba tanto?

Cuando decidió ir a Biryal para asistir al partido amistoso, un mero calentamiento antes del torneo de las Seis Naciones, se decía a sí misma que no iba a dejar que Khaled la afectase.

No, se había convencido a sí misma de que ya no podía afectarla.

Y no lo haría, pensó, apretando los labios con determinación. Había sido una sorpresa verlo después de tanto tiempo, pero el resto del tiempo que pasara en Biryal no sería así.

El autobús se abría paso por una carretera llena de baches, hacia la capital del país, Lahji. Lucy se inclinó un poco para hablar con su compañera de asiento, la nutricionista del equipo, Aimee.

–¿Sabes dónde vamos a alojarnos?

–¿No te has enterado? Vamos a alojarnos en el palacio, como invitados de honor del príncipe.

–¿Qué? ¿El príncipe Khaled?

–Sí, claro. Es guapísimo, ¿verdad? –sonrió Aimee–. Nunca pensé que me gustaría un jeque, pero…

–Ya veo –la cortó Lucy, mirando de nuevo por la ventanilla.

La carretera de tierra rodeada de arbustos estaba siendo reemplazada por edificios bajos, poco más que chamizos con tejados de paja…

Iban a alojarse en el palacio y no estaba preparada para eso. Cuando imaginaba su conversación con Khaled, la que debían mantener, se había imaginado en un sitio neutral, el estadio tal vez, o el vestíbulo de algún hotel. Había imaginado algo breve, impersonal. Y después, cada uno seguiría adelante con su vida.

Aún podían mantener esa conversación, intentó consolarse a sí misma. Alojarse en el palacio no tenía por qué cambiar nada.

Poco después entraban en la ciudad de Lahji. Ella no sabía mucho sobre Biryal, no había querido saber mucho, pero sí sabía que su capital era una ciudad pequeña y bien conservada. Y debía de ser cierto porque los edificios de adobe rojo parecían llevar allí cientos de años.

En la distancia había algunos edificios altos de acero y cristal, sólo un puñado, pero pronto dejaron atrás la ciudad para tomar otra carretera de tierra, el mar poco más que una mancha en el horizonte.

Las montañas estaban ahora más cerca, oscuras, ominosas. No eran montañas bonitas cubiertas de nieve, pensó. Eran yermas, escarpadas y de aspecto peligroso.

–¡Ahí está el palacio! –exclamó Aimee.

Inclinándose un poco hacia delante, Lucy comprobó que el palacio, el hogar de Khaled, estaba construido sobre una de las montañas, como el nido de un halcón.

El autobús tomó una carretera estrecha y peligrosa, con una pared de piedra a un lado y al otro un precipicio. Mejor cerrar los ojos, pensó.

Las enormes puertas del palacio, situadas bajo tres arcos moriscos, estaban claveteadas y Lucy sentía como si estuviera entrando en una prisión medieval.

Y la sensación se intensificó cuando las puertas se cerraron tras ellos, el eco reverberando por la montaña.

El autobús se detuvo en un patio que parecía arrancado a la montaña y, poco a poco, todos fueron bajando.

Lucy miraba alrededor, asombrada. A pesar del sol en el patio hacía frío, los altos muros y la sombra de las montañas dejándolo en sombra.

–Da un poco de miedo, ¿eh? –sonrió Eric–. Por lo visto es una de las joyas de Oriente, pero a mí no me gusta nada.

Ella se encogió de hombros, decidida a no mostrar ni asombro ni miedo.

–Es impresionante, sí.

Por el rabillo del ojo vio a Khaled saludando a alguien del equipo y se dio la vuelta para buscar sus maletas. Apenas se había movido cuando un criado, vestido con una túnica larga de color oscuro, le indicó que lo dejase hacer a él.

Lucy dio un paso atrás y el hombre se colocó a la espalda media docena de maletas…

–Los criados te indicarán cuál es tu habitación.

Su corazón pareció detenerse por un momento al escuchar esa voz, tan masculina, tan impersonal. Khaled. Nunca lo había oído hablar así, como si fuera un extraño.

Lucy se volvió, percatándose de que Eric se había acercado a ellos.

–Hola, Khaled –lo saludó.

–Hola, Eric. Me alegro de volver a verte.

–Ha pasado mucho tiempo, ¿eh?

–Sí, mucho –Khaled se volvió hacia Lucy–. Hola, Lucy.

Aunque una parte de ella quería saludarlo con la misma frialdad, otra parte quería ponerse a gritar. Afortunadamente, se limitó a sonreír.

–Hola, Khaled.

–Espero que te guste tu habitación –dijo él, sin apenas mirarla–. Disculpadme, tengo asuntos que atender.

Lucy siguió al criado con las maletas por un laberinto de pasillos, pensando que no podría encontrar la salida sin ayuda de alguien. Pero se quedó asombrada al ver lo suntuosa que era la habitación. Una cama enorme y una cómoda ocupaban gran parte del espacio, pero lo que realmente dominaba la habitación era un ventanal desde el que podía ver un paisaje formidable.