Huesos en el valle - Tom Bouman - E-Book

Huesos en el valle E-Book

Tom Bouman

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Beschreibung

COUNTRY NOIR EN ESTADO PURO. LA CARA MÁS OSCURA Y SALVAJE DE LA AMÉRICA CONTEMPORÁNEA. «Un magnífico escritor. Uno de esos a quienes, sin duda, no podemos perder de vista».  DENNIS LEHANE «A los lectores de thrillers literarios e inteligentes les encantará esta novela. Ojalá fuera mi nombre el que aparece en su cubierta».  WILEY CASH «Sombrío, ágil, imposible abandonar su lectura. Si hay justicia en el mundo, Bouman debería convertirse pronto en una gran estrella».  JOE R. LANSDALE «Una inquietante disección del corazón roto de los Estados Unidos de América».  VAL MCDERMID «De las novelas de Bouman podríamos destacar lo elaborado de sus tramas o la riqueza de los personajes, pero al final todo se resume en lo condenadamente buena que es su prosa».  CRAIG JOHNSON «Raymond Chandler dijo que Dashiell Hammett robó el asesinato de las mansiones para devolvérselo a quienes realmente lo cometieron. Tom Bouman honra y continúa esa tradición».  JAMES SALLIS Como veterano de la guerra de Somalia y viudo reciente, el oficial Henry Farrell esperaba que al trasladarse al pequeño pueblo de Wild Thyme, en el estado de Pensilvania, podría pasar las mañanas cazando y pescando, y las tardes tocando al violín irlandés música de otros tiempos. En cambio, ha sido testigo de una doble invasión —la de las empresas de fracturación hidráulica y la de los traficantes de droga— que ha traído a la zona tanto dinero como graves problemas. Además, cuando un excéntrico anciano descubre en sus tierras un cuerpo mutilado, la investigación obligará a Farrell a adentrarse en los desolados parajes nevados de los Apalaches, donde, desde hace generaciones, los secretos y las disputas también forman parte de la herencia familiar... En palabras de Kiko Amat, el country noir es «una literatura dura y firme y proletaria, donde el lugar lo es todo, van mal dadas para todo el mundo y las cosas se llevan a su lógica consecuencia (generalmente calamitosa). Hay una sensación de predestinación terrible en las historias. Un ambiente volátil, como cuando está a punto de estallar una pelea». Y exactamente eso es lo que nos ofrece esta novela, una inmersión a pulmón libre en la cara más oscura y salvaje de la América contemporánea.

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Edición en formato digital: febrero de 2021

 

Título original: Dry bones in the valley

En cubierta: fotografía de © Hannes Wolf/Unsplash.com

© Tom Bouman, 2014

All rights reserved

© De la traducción, Esther Cruz Santaella

© Ediciones Siruela, S. A., 2021

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18708-04-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A mi madre

 

«Una balada antigua es a veces como una antigua daga de plata o una pistola antigua de latón: está oxidada o verdosa; contiene la amenaza de un destino ancestral aún vigente».

 

CARLSANDBURG,

The American Songbag

 

La noche antes de que encontrásemos el cuerpo no pude dormir. Estábamos a mediados de marzo, en el deshielo. La nieve que lo cubría todo desde enero, por todas partes, al fin se soltaba, y al hacerlo llenaba canales y arroyos, goteaba desde los aleros de mi casa y salía a chorros de los canalones en su forma derretida. En el horizonte, tres montes más al suroeste, una cuadrilla quemaba un pozo de gas. Yo estaba en el porche de mi casa, descalzo y tiritando, con una taza de café, mientras miraba las nubes que parpadeaban con un color morado cardenal a causa de aquella bola de fuego. La vieja casa de campo que tenía alquilada había pasado años hundiéndose en la ladera de la montaña sin que nada la perturbase. Y entonces llegó el desfile de máquinas colosales para tirar árboles y arrancarles las copas y las raíces, abrir vías de acceso, subir equipamiento y perforar la tierra. En comparación con la tarea de despejar un terreno para montar una plataforma de pozos, la perforación y la fracturación hidráulica eran trabajos casi silenciosos. Podría decirse que era como un viento que soplara fuerte entre los pinos, de no ser por el rearranque automático y el silbido de la maquinaria que luchaba con la tierra, por el resplandor en el horizonte nocturno y por los camiones cisterna que subían y bajaban renqueantes por nuestros caminos de tierra, recién ensanchados para que puedan pasar, todas aquellas luces de faros delanteros y traseros desfilando por las montañas invernales, cual decoración navideña.

A las cuatro de la mañana asumí que no iba a volver a dormirme. Y al amanecer, cuando el sol se alzó al este con su color magenta, me sentí aliviado.

Sobre las siete me comí unos gofres congelados con mantequilla de cacahuete, me quité los enredos de la barba, me puse el uniforme y salí camino de la oficina. El Ayuntamiento me había instalado en el garaje, con las quitanieves, los camiones de bomberos y otros cuantos vehículos, cerca de las pirámides de gravilla y arena y frente al terreno de las ferias, en un valle tranquilo de los cada vez más escasos valles tranquilos del noreste de Pensilvania. El garaje es un bloque de hormigón rodeado por un solar de tierra, pintado de blanco y con unas nítidas letras negras que dicen: CUERPO DE BOMBEROS VOLUNTARIOS DE WILD THYME.

La comisaría de policía está separada del garaje por un pared de pladur; se oye a los mecánicos y a los peones camineros trabajar y también todo lo que dicen. Mi oficina venía equipada con una cafetera de bar tamaño industrial, pero evidentemente mi predecesor en el cargo había perdido la jarra del pitorro marrón, así que solo me quedaba la del naranja, para el descafeinado; como eso me provocaba una horrible sensación de estar siempre bebiendo descafeinado, lo sustituí todo por una cafetera nueva, negra, que yo mismo costeé. Aparte de eso, en tiempos remotos alguien había colocado un falso techo en la oficina, y a mí no me gustaba nada mirar los boquetitos y las manchas marrones que tenía, así que quité las placas y desmonté la estructura. Sigue guardada en alguna parte, por si alguien quisiera volverla a colocar. Hasta que llegue ese día, me gusta ver cómo funcionan las cosas, observar el esqueleto, todo al descubierto, desde mi mesa de acero hasta las tuberías y el sistema de climatización cerca del techo. Hay un retrato del gobernador enmarcado en la pared, un mapa, un tablón de anuncios, una vela que nadie enciende con aroma a vainilla en el retrete.

Cuando llegué a la oficina esa mañana, mi ayudante, George Ellis, tenía la cabeza apoyada en la mesa, con la cara embutida entre los brazos; no la levantó para mirarme cuando entré. Había un escáner de radio encendido, con el volumen bajo, y el ambiente estaba cargado. Puse los pies en alto y repasé un par de carteles de fugitivos que habían llegado por fax —los mismos personajes lamentables de la semana anterior— y la página de órdenes de arresto pendientes, algunas de las cuales se remontaban al año 1980.

Sorteé bien una llamada de Alexander Grace, el dueño de Grace Tractor Sales and Rental. Hacía unas cuantas semanas, le habían robado una de las minicargadoras del solar donde tenía aparcada la maquinaria en venta y alquiler, y me llamaba a diario, cada vez más airado por mi falta de progresos. No le dije que en ese tipo de robos teníamos más o menos un veinte por ciento de posibilidades de recuperación. La semana pasada, sin consultarme, Grace había puesto un anuncio en el folleto de cupones del pueblo ofreciendo una recompensa de dos mil quinientos dólares a cambio de información —sin preguntas— que condujese a recuperar la minicargadora. «Supongo que tendré que ver lo que puedo hacer yo por mi cuenta», me dijo. Le pedí por favor que no hiciera estupideces y que me llamase si recibía noticias de alguien.

Como es su costumbre, John Kozlowski se pasó a hacernos una visita. El mecánico del pueblo era compañero de bares de George, un bonachón alegre con la cara llena de capilares rotos. No quiso sentarse porque tenía el mono lleno de grasa y nos puso al tanto de una serie de temas, entre ellos, la casita que se estaba haciendo en el lago Walker, aparte de las dos motos de agua a juego (para él y para ella) que acababa de comprarse. El lago Walker era bastante pequeño, así que le pregunté dónde pensaba usar algo así y me contestó con un comentario desagradable sobre mi madre, y en esas nos tiramos un rato.

Durante aquellos primeros tiempos del boom, las conversaciones sobre el dinero del gas eran comedidas. La gente nunca decía claramente por cuánto había firmado, pero las casas y camionetas nuevas hablaban por sí solas. Al principio, algunos propietarios cedieron los derechos de sus tierras por tan solo cincuenta dólares la hectárea. Cuando el estado de Pensilvania dejó clara la cantidad de gas que podía haber debajo de nosotros, el precio pasó a unos ocho mil dólares la hectárea. La gente iba recogiendo esa lluvia de dinero, aunque no llovía igual para todos, pues siguió dependiendo de lo pronto que firmaras y de cuánta tierra tuvieses. Si bien los vecinos conservaron la buena vecindad, nadie les quitaba ojo a sus lindes.

Cuando John se fue, permanecimos en silencio hasta que sonó el teléfono. George levantó la cabeza y le lanzó una mirada fulminante, pero el aparato siguió sonando. Tras maldecirlo, lo cogió. Después de unas pocas palabras escuetas, colgó y se volvió hacia mí.

—La doctora Brennan, de la clínica. Le ha estado sacando unos perdigones del costado a Danny Stiobhard esta mañana y ha pensado que debíamos saberlo.

—Vale.

Miré a George como preguntándole a qué esperaba. Se rascó la piel blanca de debajo de la barba.

—Mira, Henry, Danny y yo tuvimos un altercado la semana pasada. En el bar —me dijo.

—Ah.

—Me encantaría ocuparme de esto, pero... —continuó compungido.

—No sería acertado mandarte a ti.

—No, no lo sería.

—Que sepas que este enfrentamiento no va a llegar a ninguna parte, George —le dije, mirándolo a unos ojos inyectados en sangre.

—Lo sé.

No le culpaba, o no del todo. Lo suyo con Danny Stiobhard venía de muy lejos, y la contratación de George como ayudante no había mejorado las cosas. Por motivos que luego explicaré, yo tampoco quería hacer esa visita. Me puse el sombrero y el chaquetón, saqué del armero el calibre .40 con su cinturón, me subí a la camioneta y me dirigí al centro.

El pueblo de Wild Thyme está separado geográfica y culturalmente de la ciudad de Fitzmorris, que es la capital del condado de Holebrook, en el estado de Pensilvania. Fitzmorris nació como una colonia de verano para los presbiterianos escoceses de Filadelfia a mediados de la década de 1800. Tiene algunas casas bonitas de estilo neogriego con columnas, blancas y grandes, más grandes de lo que está permitido. La mayoría tiene las molduras negras, aunque una de cada diez, por ocurrencia de unos dueños felices de la vida, luce pintada de turquesa o morado, o con todos los colores del arcoíris. Esas me gustan, no puedo evitarlo.

El municipio es una zona rural al norte de Fitzmorris. Después de la guerra de Independencia, el estado repartió un puñado de suelo duro de las montañas circundantes entre los soldados fenianos que combatieron por el ejército de la Unión. Esos fenianos les dijeron a algunos amigos y familiares que se reunieran allí con ellos, y así fue como aterrizó en el pueblo de Wild Thyme mi gente, los Fearghail, que lucharon en la 50.º Regimiento de Infantería Voluntaria de Pensilvania. Conservamos el apellido Fearghail hasta que, en un arrebato de exaltación patriótica yanqui inspirado por la Segunda Guerra Mundial, mi abuelo cambió la grafía por «Farrell», y así están las cosas ahora.

El linaje de Danny Stiobhard es similar al mío. Nuestros padres cazaban juntos. Su apellido se pronuncia «Steward», por si a alguien le interesa saberlo. Se diga como se diga, el clan de Danny lleva aquí, en el pueblo de Wild Thyme, varias generaciones. Aunque los detalles de sus actividades han variado a lo largo de los años, siempre han mantenido un mismo enfoque: sortear la ley, oponerse al Gobierno y sacar beneficio de la tierra. Leñadores y cazadores furtivos, rateros, envueltos en rumores de flirteos con el negocio de las drogas, los Stiobhard creen estar librando una eterna Rebelión del Whisky. Dado que por aquí no aparecen muchos oficiales federales de alto rango, para ellos la persona que representa el papel de tirano del Gobierno soy yo, un mero agente municipal, ya ves tú.

Aparqué en la clínica, detrás del camión azul de plataforma de Danny; en la puerta del copiloto, vi unas perforaciones con salpicaduras. La clínica está hecha polvo y es pequeña. Ocupa la planta de arriba de una casa familiar de dos pisos; abajo vive una pareja de ancianos. Todos hemos pasado por aquí. Liz hace lo que puede.

No había nadie en la sala de espera, aparte de Jo, la recepcionista. Al pasar por su lado, le indiqué por gestos que no delatase mi presencia; Jo asintió con semblante serio y no dijo una palabra.

Al fondo del pasillo, al otro lado de una puerta abierta, vi a Danny Stiobhard sin camisa, con el brazo izquierdo levantado por encima del hombro y unos veintitantos agujeros en el costado, sangrando; Liz le tenía metidas unas pinzas brillantes en una herida, justo debajo de la caja torácica, y al sacarlas la carne de alrededor se estiró formando una ampolla. El perdigón salió haciendo un pop apenas audible, o quizá me lo imaginé; eso sí, el chorro de sangre que siguió no fue fácil pasarlo por alto. Alcancé a ver la cara de Danny en el preciso momento en el que se le desbordaron los ojos. Tenía la mitad izquierda del rostro como los extraterrestres de las pelis: morada, azul e hinchada. Supuse que serían las pruebas de su pelea con mi ayudante. Esperé a que se secase la cara con el dorso de la mano antes de entrar.

—Buenos días, Danny. Liz.

La sala olía a alcohol desinfectante y a ropa húmeda que llevara tiempo sin lavarse.

Danny levantó el ojo bueno hacia el techo.

—Me cago en todo, Liz, joder, lo has llamado. Perdón, lo siento.

—Estate quieto —le dijo ella.

Liz tenía el uniforme verde desechable manchado de sangre y llevaba el pelo cobrizo recogido en una coleta. Le metió el dedo a Danny en otra de las heridas.

—Me dijiste que no ibas a hacerlo —continuó él.

—Estate quieto —repitió Liz.

—¿Qué cojones es esto, Danny? —pregunté yo.

Por cómo tenía el pelo, Stiobhard debía de haberse quitado el sombrero hacía muy poco. Se le veían canas en la barba. Tenía los pelos del pecho enredados y varios tatuajes. El elástico de los calzoncillos estaba empapado en rojo.

—Un accidente —me respondió.

—Ah, perfecto. Pues nada, ya he terminado aquí.

Danny resopló y bajó el brazo.

—Liz, para. Espera a que se vaya.

—Que te estés quieto.

Liz le extrajo otro perdigón. Danny siseó entre los dientes apretados y exhaló cuando el plomo estuvo fuera. Tenía la cara más que pálida.

—Stiobhard, harías bien en decirme quién ha sido el otro.

Cuando Liz se puso a escarbar de nuevo con la pinza, Stiobhard soltó un grito y empezó a hiperventilar. Liz le hizo bajar la cabeza, colocarla entre las rodillas y respirar lentamente. Después de eso, Danny recobró el control y me respondió:

—Voy a decirte con quién tienes que hablar. ¿Conoces a Aub Dunigan, el que vive en Fieldsparrow Road?

Asentí. La casa de Aub era una vaquería en desuso que la mayoría de los transeúntes daba por abandonada. En la zona había otros Dunigan más jóvenes, pero Aub estaba solo en el mundo, por lo que yo sabía. Un ermitaño. Danny continuó:

—Como he dicho antes, ha sido un accidente, eso sin duda. Él mismo te lo podrá decir, si es que es capaz de acordarse de lo que pasó hace media hora.

—¿Has ido a provocarlo?

Mi teoría era que Danny le había echado el ojo a un bonito cerezo; esos árboles habían crecido mucho en las tierras de Aub.

—¿Por qué iba a hacer yo eso? ¿A cuento de qué? Está viejo. Su primo Kevin me contrató para limpiarle los caminos. Evidentemente, nadie lo avisó. Ya tienes lo que necesitas, ¿vale? Ve a comprobarlo con el viejo. Dile que sin rencores.

Liz se colocó bien las gafas con un toque de la muñeca. Tenía los ojos azules claros.

—Vamos al pasillo a hablar —nos interrumpió. Tras cerrar la puerta del quirófano improvisado, siguió—: Henry, ya te he dado todo el tiempo que podía.

—Entiendo.

—Déjame que termine de remendarlo y luego podrás hacer lo que pretendieras hacer.

—Está bien. Guarda los perdigones, ¿vale?

Asintió.

—Eh, ¿nos vemos esta noche? Dave Macon ha pasado esta mañana por el matadero. He hecho coq au vin.

Dave Macon es (era) un gallo problemático.1 Liz es la mujer de Ed, mi mejor amigo. Nos reunimos los martes por la noche para cenar y recordar canciones viejas con el violín irlandés. Yo soy quien toca el violín. En realidad, para sacar una música bailable solo hacen falta un violín irlandés y un banjo. Liz es de una familia tradicional y toca el banjo muy bien con la técnica de la garra, y de forma pasable con tres dedos. Ed empezó con una guitarra de rock and roll, pero ha ido aprendiendo. Pese a sus frecuentes sugerencias de que adaptemos alguna canción heavy metalal estilo bluegrass, y a beber de más mientras tocamos, nos complementa bastante bien a Liz y a mí. Es bonito tener a gente con la que tocar.

Liz me salvó la vida cuando volví a Wild Thyme hace unos cuantos años, cosa de la que hablaré más adelante.

Le dije que sí, que nos veríamos esa noche, me fui de la clínica, llamé a la oficina con el móvil y le pedí a George que cogiera el coche, se plantase al principio del camino que subía a la casa de Aub Dunigan y no dejara a nadie pasar. Decidí hacerle una visita a Kevin Dunigan, primo segundo de Aub y el pariente más cercano que le conocía. Si había que meter al viejo en un asilo, mejor que el proceso empezase con la familia.

Era lo bastante temprano para pillar a Kevin antes de que se fuera al trabajo. Puse las luces de emergencia, pero no la sirena, y le pisé fuerte; me salté con cuidado un semáforo en rojo y aceleré camino de las afueras. Kevin vivía con su mujer en un rancho de ladrillo al este del centro del pueblo y tenía una tienda de cambio de aceite en Fitzmorris. La casa queda algo retirada de la carretera, en mitad de un campo, pero se distingue a lo lejos por el mástil del porche; tiene colgada la bandera nacional y, justo debajo, una bandera azul grande con el logo corporativo de su empresa. Por culpa de esta segunda bandera, varias veces ha tenido que rechazar a posibles clientes que habían dado por hecho que la casa era la tienda.

Cuando llegué al camino que entraba a su casa, apagué las luces de emergencia y aparqué. Una de las puertas del garaje estaba abierta y había al menos un coche dentro todavía. Kevin, canoso, bajo y robusto, con casi cincuenta años, salió por la puerta que comunicaba la casa con el garaje y luego al camino. Tenía una mirada de leve preocupación en la cara y una taza en la mano.

—Buenas, Henry.

—¿Cómo va la cosa, Kevin?

—Bien. ¿Qué, eh, qué te trae por aquí?

—¿Has tenido noticias de Danny Stiobhard esta mañana?

Kevin abrió los ojos de par en par.

—¿Por qué debería?

—Tu primo Aub le ha metido un escopetazo. O eso dice Danny.

—¿Perdón?

La mujer de Kevin, Carly, se unió a nosotros fuera. Llevaba una gorra amarilla de béisbol y unos vaqueros holgados remetidos en unas botas de agua. No la conocía muy bien; trabajaba en la pequeña librería de la ciudad, a la que había dado un giro cristiano.

Kevin la informó de lo que yo acababa de contarle.

—¡Lo que faltaba! —dijo ella.

—No os preocupéis por Danny. Saldrá de esta. Ahora, para tenerlo todo claro: ¿lo habías contratado para limpiar los caminos?

—Desde luego que no. Qué disparate —respondió Kevin.

—Pues él dice que sí.

—¿Y Aub? ¿Podemos verlo? ¿Qué hacemos?

—Bueno, todavía tengo que oír su versión. Estaría bien que me acompañaras a ver qué dice. A lo mejor tengo que llevármelo a comisaría.

Carly se quedó atónita.

—¿«A lo mejor»? ¿No lo has hecho aún?

Kevin dio unos pasos atrás mientras decía:

—Ah, no. No, de eso nada.

Puse las manos en alto.

—Oye. Por favor.

Kevin me señaló con un dedo.

—Tu trabajo hazlo tú.

—Ya...

Le dio la taza de café a Carly y se frotó la cara con las dos manos.

—Lo siento, Henry. Desde que era niño, Aub... Ha sido complicado tenerlo en la familia... Si prometes no dejar que me dispare, iré a por el abrigo.

Entró en la casa.

Carly me miró con una ceja levantada.

—Nadie va a dispararle —dije.

Kevin me siguió en su coche, un sedán plateado. Recorrimos las montañas de la carretera 37 arriba y abajo, con el sol cada vez más alto en la mañana y las cunetas repletas de agua del deshielo. De tanto en tanto, brillaba una lata de cerveza azul. El condado de Holebrook está en el borde oeste de la región que llaman Endless Mountains. Es un nombre poético, «montañas infinitas», pero en realidad lo que la gente quiere decir con él es que es una zona montañosa. Pertenecemos a la cordillera de los Apalaches, que se formó hace casi quinientos millones de años junto con un enorme mar interior al oeste. Las criaturas del mar murieron y se hundieron, las montañas se erosionaron, y a lo largo de cien millones de años esa mezcla de sedimentos y materia orgánica quedó enterrada y se convirtió en lutita: la lutita de la formación rocosa Marcellus Shale. A consecuencia de su contenido antaño vivo, Marcellus atesora un montón de gas natural, todo envuelto en capas de roca, como un regalo para los Estados Unidos.

Tras recorrer unos once kilómetros, giramos hacia una vía más estrecha y fuimos dejando atrás caminos de tierra que se vertían en el pavimento. Muchos estaban marcados por unos lazos azules y blancos puestos ahí por las empresas del gas para señalar la ruta hacia sitios que probablemente fuesen a perforar. Y no solo en los caminos: sabiendo dónde mirar en la linde del bosque, veías esos lazos que señalaban inicios de senderos. No me gusta verlos, pero la suerte no está de mi lado, porque los hay por todas partes.

Fieldsparrow Road subía en dirección norte. Esperé hasta comprobar que no hubiese dejado atrás a Kevin entre el polvo y luego cogí el desvío, reduciendo la velocidad de la camioneta hasta casi la mitad. El Ayuntamiento había pagado unos amortiguadores nuevos el año pasado y tardaría en volver a hacerlo. Avanzamos entre baches durante dos o tres kilómetros, mientras dejábamos atrás unas caravanas abandonadas y, al borde de un claro, un columpio azul cubierto de parras negras. Tras un tramo largo de bosque, la carretera salía a unos extensos campos grises. A la izquierda había un par de cobertizos disparejos y, subiendo un camino largo y empinado, se llegaba a una casa medio escondida por una arboleda de arces. Aparqué detrás del coche patrulla del ayudante Ellis, que estaba en su asiento, echando la ceniza por la ventanilla casi cerrada y oculto a la vista de la casa por un granero.

Salimos de nuestros respectivos vehículos a la carretera, y George dijo:

—Ahí arriba no hay nadie armándola, por lo que he podido ver. —Tiró una colilla a la cuneta y el agua se la llevó—. ¿Qué tal Danny?

—Sobrevivirá.

Llegó entonces Kevin Dunigan. George intentó echarlo con gestos de la mano, impaciente, sin darse cuenta de quién era. Kevin sacó una mano por la ventanilla y se presentó. George le dijo que aparcase fuera de la vista de la casa, luego se giró y me miró entrecerrando un ojo, como preguntándome a qué venía aquello.

El granero tras el que nos ocultábamos estaba construido en una pendiente, así que la mitad de los cimientos desaparecía bajo tierra. Lo rodeaba una pila de piedras no canteadas de lutita, azules, además de un juego de cuchillas rotatorias oxidadas, varias garrafas de vino vacías y muchos otros trozos de cristal, todo cubierto por zarzas y belladona. La estructura en sí estaba en pie, hay que admitirlo; el revestimiento se le había desgastado hasta adquirir un tono plateado y estaba lleno de agujeros hacia la base. Me asomé por la esquina para mirar el principio del camino de tierra y me sorprendió ver un coche nuevo. Era azul y estaba colocado sobre unos bloques; le faltaban las ruedas.

—Muy bien —dije—. George, espera aquí mientras Kevin y yo subimos. Ten encendido el walkie-talkie.

Había comprado unos walkie-talkies por satélite para George y para mí hacía un tiempo; tienen un alcance de dos o tres kilómetros en la zona del pueblo, donde no se puede confiar ni en nuestros transmisores bidireccionales ni en los del condado, y menos desde que trasladaron a todo el mundo a bandas estrechas después del 11-S. Solo harían falta dos transmisores más en las cimas de las montañas, entre el pueblo y Fitzmorris, para que el contacto por radio entre nosotros fuese fiable, pero por supuesto eso no se ha hecho. Si necesitamos ponernos en contacto con el núcleo urbano, usamos los teléfonos, cosa nada práctica cuando nos estamos acercando a un vehículo sospechoso en plena noche, o nos enfrentamos a un borracho en una trifulca doméstica. En cualquier caso, yo estaba encantado con los walkie-talkies. Habían sido útiles en la temporada de caza de ciervos.

Kevin subió al asiento del copiloto de mi camioneta y nos pusimos en marcha. Era una mañana clara y arriba, en las montañas, quedaba más nieve que en los valles por los que había pasado hasta ese momento; mis lentes fotocromáticas pasaron del amarillo al marrón. El camino de acceso a la casa discurría junto a los cimientos de un viejo granero y subía hasta un secadero de maíz; siempre me habían gustado esos secaderos de paredes inclinadas, hechas así para impedir el paso a las ratas. A un lado, había una línea de árboles con un alambre de espino entrelazado y más garrafas de vino tiradas entre los restos de un muro de piedra. Fue del secadero de donde salió Aub, escopeta en mano, para asomarse y mirarnos desde arriba. Estábamos aún a unos cuarenta metros. Paré el coche, puse el freno de mano y me aparté bastante de la camioneta; no quería que recibiese ningún disparo, porque no la iban a reparar hasta el siguiente trimestre. Kevin se quedó dentro del vehículo. Aub permaneció inmóvil; no había levantado la escopeta. Di un ruidoso paso adelante.

—Aub, soy Henry Farrell. El oficial Farrell. ¿Puedes soltar eso? Hemos venido a saludarte.

—Soy tu primo Kevin, Aub —gritó Kevin por la ventanilla.

—Bueno, subid.

El viejo llevaba una camisa de franela a cuadros escoceses y unos tirantes con pinzas dentadas sobre los hombros encorvados. Los pantalones le colgaban sueltos desde la cintura y los llevaba remetidos en unas botas de agua negras. El cuero cabelludo, rosado, le asomaba entre mechones ralos de pelo amarillento. A ambos lados de una nariz típica de irlandés lucía unos ojos oscuros y muy hundidos. Cuando nos acercamos, volví a pedirle que soltara la escopeta. Aub abrió la recámara, sacó un cartucho con los dedos temblorosos y se apoyó el arma abierta en la flexura del codo. La escopeta debía de tener al menos setenta y cinco años. Me sorprendía que hubiese logrado convencerla de que disparara a Danny Stiobhard.

—Amigo, hay una cosilla que vas a tener que explicar —le dije.

La voz del viejo temblaba y tenía problemas con las consonantes; hacía falta concentración para entender las palabras que le salían a trompicones, a medio formar y furiosas. Lo que logré adivinar fue lo siguiente:

—Ese estuvo viniendo a mis tierras a cortar árboles. Y las ruedas me las robaron. Lo vi subir otra vez y dejé que se llevara uno. Pero yo con ese crío no he tenido nada que ver.

Cerró los ojos y giró la cabeza a un lado.

—¿De qué crío hablas?

—El que habéis venido a recoger.

Me volví hacia Kevin, que estaba totalmente desconcertado.

Tuve que decir lo obvio:

—Estamos aquí por Danny Stiobhard.

—En mi bosque lo mataron. Tenéis que subir y llevároslo.

Kevin se cubrió la cara con las manos.

—Ay, Dios mío. Ay, Dios —exclamó.

—Aub, ¿estás seguro?

—Lo encontré ayer. La montaña se apartó y lo encontré.

Los tres nos quedamos un buen rato esperando en silencio hasta que decidí qué hacer. Soy policía de calle, más o menos, no detective. Pero no me enseñaron a decir que las cosas son problema de otros y que se ocupen ellos de solucionarlas. Me enseñaron a ocuparme yo.

—¿Me lo enseñas?

Aub asintió, se dio la vuelta y caminó hacia la linde del bosque. La casa del viejo estaba revestida con placas de alquitrán verdes, y al pasar junto a ella vi que la tierra entre la casa y la vieja letrina de fuera estaba fangosa y muy pisoteada. El viejo encabezaba la marcha; dejamos atrás la fachada occidental de la casa hasta llegar a un campo cubierto de nieve. Un par de líneas de pisadas formaban un trazado recto de ida y vuelta hasta el monte arbolado que empezaba en la linde del campo, y los dos parecían ser de Aub (o eran más o menos del mismo tamaño, no soy ningún experto). Unos cuantos trazos de huellas de motonieve iban hasta el inicio del sendero desde el camino situado al fondo del campo de Aub, luego se fundían en uno solo y conducían al bosque. Aub apartó unas cuantas ramas desnudas para dejar a la vista un camino maderero abierto en la ladera.

Emprendimos la subida. Kevin se resbaló una vez y cayó de golpe de rodillas, hasta que aprendió a caminar con los pies planos. El bosque era precioso y estaba lleno de desperdicios. La joya de la corona era una camioneta International toda oxidada que había al borde de un claro; le faltaban todas las lunas y del asiento sobresalía el relleno de color mostaza.

En nuestra región tenemos bosque secundario, es decir, que la naturaleza reclama lo que antes eran tierras de cultivo; de ahí salen las vallas de troncos, por eso, hay trozos de alambre de espino que desaparecen en troncos de árboles que han crecido a su alrededor. En las tierras de Aub todavía quedaban muros de lutita azul, con sesenta centímetros de ancho y noventa de alto en muchos puntos, algunos de más de kilómetro y medio de largo, que ascendían montes y bajaban a valles, adentrándose en el bosque. Los granjeros que se partieron el lomo haciendo esos muros hace unas cuantas generaciones son dignos de admiración; en qué andarían pensando: quizá estuviesen impacientes por extraer las piedras y colocarlas en su sitio, o quizá tuvieran la certeza de que sus hijos siempre cultivarían la tierra y agradecerían contar con esos muros.

Igual que los muros se conservan en lugares arbolados, también lo hacen los senderos, y no solo los caminos madereros principales como el que estábamos recorriendo, sino también rutas estrechas que cruzan la maleza. La gente ahora los llama caminos de ciervos, pero no puedo sino preguntarme si no los abriría primero el ganado y los ciervos sencillamente los consideraron prácticos; en algún sitio leí que las vacas y las ovejas tienden a ir siempre por las mismas veredas y van erosionando el terreno a lo largo de siglos. Pasamos por una abertura en el muro y atrochamos hasta uno de esos senderos, alejándonos de las huellas de motonieve y siguiendo las pisadas de Aub monte arriba. Resultó ser una caminata más larga de lo que me esperaba, pero al final llegamos a un lugar en alto donde los matorrales eran menos frondosos y los árboles, más grandes y rectos, dejaban pasar más sol.

Lo encontramos medio metido bajo un peñasco de lutita del tamaño de un coche: una mancha pálida y oscura en la tierra, inconfundible para el ojo entrenado, fuera de lugar incluso en ese bosque ya repleto de cosas ruinosas y desechadas. Le dije a Kevin que se quedase donde estaba; se puso de cuclillas, con la cabeza entre las manos, mientras el viejo y yo avanzábamos. A tres metros del cuerpo, espantamos unos cuantos buitres cabecirrojos de un fresno. No se molestaron en volar demasiado lejos.

Estaba claro que no se trataba de un niño, sino de un joven, sin camisa, bocabajo y con la cara apartada de mí, con el brazo derecho debajo del cuerpo. La piel de la espalda la tenía cubierta por manchas de color lavanda y parecía fina como papel de periódico, como si los omóplatos y la columna se le pudieran rasgar con solo moverlo. Se había deslizado parcialmente fuera de una oquedad, de las que escarban los animales bajo los peñascos para hacer sus madrigueras; la nieve que lo había mantenido ahí dentro debía de haberse derretido hasta dejarlo salir. Tenía puestos unos vaqueros y los pies seguían enterrados. Al principio me pareció que el brazo izquierdo estaba oculto bajo el peñasco, pero al acercarme vi que no había ningún brazo que ocultar. Faltaban ese brazo, el hombro y buena parte de la sección izquierda superior del torso, como si se lo hubieran arrancado. Permanecimos tanto tiempo callados y quietos que los carboneros empezaron a cantar de nuevo.

Había visto cadáveres antes: cuerpos secos plagados de moscas en calles polvorientas, una mujer mayor descompuesta en su sillón, muerta desde hacía semanas. Decir que todos parecían estar donde debían no habla demasiado bien de mí, ni tampoco de los sitios en los que he estado. Ese cuerpo en concreto no estaba donde debía.

Di unos pasos cautelosos, buscando indicios de lo que pudiese haber llevado a aquel chaval a ese lugar. Las únicas huellas que vi estaban en el sendero que habíamos usado para llegar allí. Al mirar de nuevo a Aub Dunigan volví en mí, me llevé la mano a la pistola y le dije que soltara la escopeta. Aub cerró la recámara de un golpe y la dejó apoyada en el tronco de un árbol, con la culata hacia abajo. Después de eso, no supo qué hacer con sus manos temblorosas.

—Esto no es cosa mía —dijo.

Llamé a George por el walkie-talkie. Apenas lo oía a tanta distancia, pero le dije que buscara un sitio desde el que llamar al condado por radio o por teléfono.

—¿Qué cojones pasa? —me preguntó George.

—He encontrado un cadáver aquí arriba.

—¿Qué?

Le di el código correspondiente.

—Trae al sheriff. Bajaremos en cuanto podamos.

Kevin se nos había unido y estaba mirando fijamente el cuerpo. Aub se dio la vuelta y se dirigió hacia un peñasco cercano. Le dije que se quedara donde estaba. Me miró y me hizo un gesto, señalando el sitio al que se dirigía, como para explicármelo.

—Por Dios, Kevin, haz que se quede quieto —le pedí al primo.

—Aub —dijo Kevin.

El viejo agarró una rama caída y tiró de ella; con la rama salieron un trozo de tela y otra rama del mismo tamaño. Había hecho una camilla atando una manta entre dos ramas de árboles; seguramente la subiera en su anterior incursión. Me la enseñó estirando la manta y me dijo:

—Bájalo con esto.

Por algún motivo, me dio pena.

—No, suelta eso. Déjalo ahí. El cuerpo nos lo llevaremos luego.

Me eché la escopeta de Aub al hombro y bajamos hasta la casa sin hablar. Tardamos un rato.

Aquello era demasiado para George y para mí solos. Ver el cadáver y dejar mis huellas a su alrededor me daba una inexplicable sensación de estar implicado, incluso de ser cómplice. Cuando hicimos el último giro al bajar por el sendero y solo una fila de árboles nos separaba de la casa de Aub (flanqueada a esas alturas por dos coches del departamento del sheriff del condado, el coche patrulla de George y una ambulancia), la sensación era de que los tres íbamos a entregarnos. Como si estuviese pensando lo mismo, Aub rompió el largo silencio:

—No he sido yo.

Y allí salimos: Kevin, un viejo encorvado retorciendo las manos y yo. Dejamos el bosque y aparecimos bajo una luz tan blanca que se veían colores en ella.

 

 

 

 

 

 

1 El gallo lleva el nombre de un famoso humorista, artista y músico estadounidense, David Harrison Macon (1870-1952), que tocaba el banjo, cantaba y componía canciones. (Todas las notas son de la traductora).

 

El sheriff Nicholas Dally estaba de pie esperando junto a su coche. Llevaba quince años de sheriff en el condado de Holebrook, frente a mi par de años de servicio en el municipio de Wild Thyme, y eso siempre lo ha hecho parecer no solo más inteligente que yo, sino también más alto. Cuando habla, sus palabras llevan el peso de una sentencia. Buenas cualidades para un policía. Aunque va siempre bien afeitado, esa mañana tenía un cortecito en la barbilla, una diminuta veta roja sobre un campo blanco que se ennegrecía. Dicen que toca el trombón, pero me cuesta imaginarlo.

Se tocó el filo de su sombrero de sheriff y, sin mediar palabra, le colocó con delicadeza una mano a Aub en el codo y lo dirigió hacia un ayudante de la oficina del condado que había allí esperando y que metió al viejo en la casa. Dally le habló entonces a Kevin Dunigan.

—¿Le importa hacerle compañía al ayudante Ellis mientras Henry me pone al tanto de todo?

Kevin obvió la petición.

—¿Qué va a pasarle a Aub?

—Tengo que hablar con el oficial Farrell. De todos modos, le agradecería que se quedase usted por aquí. Vamos a necesitarle.

Kevin se alejó camino del coche de mi ayudante mientras se rascaba la nuca.

Dally se dirigió a mí.

—¿Qué tenemos por ahí arriba?

—Un hombre joven, desconocido para mí, sin camisa, metido bajo un peñasco y con solo un brazo. Ninguna huella, aparte de las de Aub. No lo hemos tocado, pero habrá que subir pronto si queremos ganarles la batalla a los buitres.

—Cielo santo. ¿El brazo se lo llevarían los coyotes? Pero cómo llegaría allí arriba sin camisa...

—Tampoco hay indicios de animales. Es raro.

Dally lanzó una mirada a la casa.

—Aub dice que no ha tenido nada que ver —continué—. Y yo le creo. Pero el primer motivo por el que estoy aquí es porque el viejo le disparó esta mañana a Danny Stiobhard.

Dally levantó las cejas.

—Será mejor que alguien se quede con él —se limitó a decir.

Nos acercamos al porche, al que solo le faltaban un par de tablones. Tras limpiarse los pies en un felpudo hecho con neumáticos viejos, Dally entró en la casa. Kevin lo siguió y dejó a mi ayudante George en el porche, fumando un cigarro. Noté cómo me caía una hilera de sudor nervioso por las costillas. No había mucho que hacer, aparte de escuchar la nieve derritiéndose y pensar en los buitres de allí arriba, y preocuparse. A mí me necesitaban para guiar al forense y al sheriff hasta el cuerpo. Mi ayudante quedaba libre.

—George, tengo un trabajo para ti. —Soltó un resoplido—. ¿Por qué no nos traes a Danny Stiobhard?

—Venga ya...

—Yo probaría primero en la clínica. Si la doctora te dice que no te lo puedes llevar, le respondes que yo he dicho que es importante.

—¿Y si ya no está allí?

—Pues te vas a buscarlo.

George se marchó, atravesando los arbustos con esfuerzo mientras protestaba.

No habían pasado ni diez minutos cuando una camioneta granate con cabina extendida se unió a la pequeña flota de vehículos que había delante de la casa. Wy Brophy se bajó del asiento del conductor. El investigador y médico forense del condado era un hombre alto de extremidades largas, que llevaba unas gafas hexagonales sin montura y una cámara enganchada al cuello. En un hombro, tenía colgada una mochila de camuflaje y levantó una mano a modo de saludo. La llegada de Brophy persuadió a los dos técnicos de emergencias para salir de la ambulancia: un chico alto con sobrepeso y una muchacha rubia y baja, regordeta; los dos eran técnicos del condado con formación en soporte vital avanzado y un buen equipo. El muchacho llevaba una mochila grande y entre ambos cargaban con una camilla naranja de inmovilización. Se llamaban Julie y Damon. El sheriff Dally salió de la casa, y al poco empecé a guiar a los cuatro de vuelta al monte, tras dejar a los Dunigan con el ayudante del sheriff, Ben Jackson.

El forense caminaba como un explorador de los viejos tiempos, afrontando la subida con zancadas amplias y confiadas. Nunca se resbalaba y le quedaba aliento para hacerme preguntas, con el sheriff escuchando todo el tiempo.

—¿Aub ha dicho cuánto tiempo lleva el cuerpo aquí?

—No.

—¿Y tú lo has visto?

—Un poco. No he tocado nada.

—Bien. ¿Cómo de mal está?

—Bueno. Tieso como la mojama. Y le falta un brazo.

—Joder. Entiendo entonces que del brazo no hay ni rastro tampoco. ¿Alguna huella de pisadas, algo?

—Solo vi las de Aub, y ahora estarán también las mías y las de Kevin, de ida y vuelta a la casa. A lo mejor se me ha escapado alguna otra, pero no quería embarrar las aguas. Vamos a bajar el ritmo un momento.

Los técnicos se habían caído varias veces; unidos como estaban por la camilla, si uno de los dos resbalaba, el otro no podía evitar seguir su estela. Tenían manchas de humedad en las rodillas y a Damon le faltaba el aire.

Mientras esperábamos a que nos diesen alcance, oímos un pájaro carpintero picotear en busca de su almuerzo. Brophy levantó la cámara y buscó en los árboles de alrededor, hasta que se detuvo en un haya grande y gris. Con un clic y un zumbido sacó la foto y luego se dirigió a mí.

—Un carpintero peludo.

Para cuando estuvimos de vuelta en la escena del hallazgo, un buitre cabecirrojo le había sacado uno de los ojos al cuerpo y se lo había comido. De la cavidad escurría un hilillo rojo.

Tras echar un primer vistazo, el técnico gordo dijo «Ay, jopé» medio para sí, mientras los monstruosos pájaros aleteaban hasta un árbol a esperar a que nos fuésemos. Podía sentir cómo nos observaban.

El sol besaba el suelo forestal, convirtiendo la nieve en una fina neblina blanca que nos llegaba por la cintura. Todos nos mantuvimos apartados mientras Brophy formaba un círculo somero de unos cuatro metros y medio de diámetro para cercar el cadáver, pasando el precinto policial alrededor de una serie de troncos de árboles. Seguidamente, se colocó unos guantes de látex, quitó de nuevo la tapa de la lente y sacó un puñado de fotografías, sin decir nada, haciendo pausas cada dos por tres para pararse a mirar. En una ocasión, me llamó y señaló una serie de pisadas. Me preguntó si eran mías y le dije que creía que sí. No pude evitar volver la vista al sheriff, que me estaba mirando directamente. Brophy clavó un lápiz azul en la nieve, junto al punto en el que mis huellas se plegaban sobre sí mismas, y siguió avanzando.

Al fin, el forense se acercó al cadáver en sí y fue captando un ángulo tras otro del cuerpo tal y como estaba.

—Tenemos que darle la vuelta a este muchacho. Nicholas, ¿me haces el favor de venir aquí?

El sheriff se quedó pensando un momento y dijo:

—Henry, ve tú. Mejor no dejar más huellas nuevas.

Brophy miró a su alrededor.

—No os preocupéis por las pisadas. Ese tren ya pasó.

Uno de los técnicos me dio una bolsa para cadáveres y me agaché para pasar por debajo de la cinta. El cuerpo se estaba descongelando y me vino un olorcillo a animal atropellado cuando me puse de cuclillas junto a Brophy, que me pasó un par de guantes de goma. Desde tan cerca, se veían todas y cada una de las vértebras y costillas del chaval.

—Vale: no queremos alterar ninguna lesión —dijo Brophy—. Yo voy a cogerlo por el cuello y el abdomen y tú agárrale la pierna izquierda, y lo deslizaremos así en la bolsa. —Extendí la bolsa negra junto al cuerpo y abrí la cremallera—. ¿Listo? Con cuidado.

La pierna parecía un trozo de madera húmedo y enredado en maleza. El cuerpo seguía congelado y pegado a la tierra por debajo, donde el sol no había llegado; al sacarlo sonó como si se despegase y creó una nube de olor a podrido. Intenté no mirar el embrollo que ocupaba el lugar donde debían estar el brazo y el pecho, ni tampoco la cuenca vacía del ojo. Lo colocamos sobre la bolsa y retrocedí un poco sobre mis propios pasos.

Brophy pasó un rato fotografiando el cuerpo y el espacio ya vacío en el que había estado tumbado. Luego se puso de cuclillas con un lápiz azul en la mano. Con el extremo de la goma le abrió la boca al muchacho y se asomó. Seguidamente pasó al torso. Primero movió el lápiz sobre la mitad que quedaba del pecho del muchacho formando un arco y después se echó sobre el cuerpo para mirar la carne y los huesos congelados. Tras pasar las manos por el brazo que quedaba, se detuvo en los dedos y los estiró para mirarlos mejor. Fue entonces cuando vi que le faltaban las puntas. Brophy echó a continuación un vistazo a las piernas y a los pies.

—A este muchacho le han disparado.

Primera noticia para mí. Brophy lo estuvo mirando, adoptando ángulos desde varias posiciones en relación con el punto en el que estábamos. Luego, puso la cara más arriba, al lado de la superficie visible del peñasco, y se fue desplazando por las capas horizontales de lutita como quien lee la letra pequeña de un contrato. Empezó entonces a describir círculos desde donde habíamos estado agachados, escudriñando los troncos de todos los árboles cercanos de forma muy parecida; se detuvo ante un arañazo antiguo de alguna cornamenta, pero terminó negando con la cabeza.

Al acabar, se quitó los guantes y los dejó caer.

—Ojalá tuviésemos el resto del cuerpo —dijo. Sacó una pequeña grabadora y empezó a hablarle—: Evidentes quemaduras de pólvora en parte anterior de pecho y abdomen, que concuerdan con herida por arma de fuego de alcance intermedio. Ninguna salpicadura visible en las posibles superficies en torno al fallecido. Brazo y hombro izquierdos, corazón y parte de pulmón izquierdo no hallados en la escena. Marcas en cuerpo y laceraciones que llegan a costillas y clavícula y sugieren traumatismo por hacha o instrumento afilado similar. Puntas de los dedos en mano derecha cercenadas. Considerable daño dental, probablemente infringido con un instrumento afilado y pesado. Ojo izquierdo extraído por un... —alzó la vista al árbol— buitre cabecirrojo. —Brophy se guardó la grabadora en el bolsillo, levantó la cámara y sacó una instantánea de los pájaros negros que acechaban cerca, en un haya—. Vamos a cerrarlo.

En el camino de regreso, monte abajo, cuatro de nosotros llevamos la camilla cogida cada uno por un asa y no se nos cayó ni una vez. Julie iba apartando las ramas y guiándonos según era necesario.

Mientras los técnicos y el forense metían el cadáver en la ambulancia, el sheriff Dally me llevó a un lado, sin dejar en ningún momento de agarrarme con fuerza el brazo.

—Le dispararon entonces... —me dijo.

—Eso parece.

El sheriff miró hacia la casa.

—Diría que no tenemos elección.

—Sheriff, no creo que Aub sea capaz de esto. ¿Algo así?

—¿Y lo de esta mañana?

—Ya.

—Mira cómo vive...

—Ya.

—Te explico. Voy a tener que llevármelo. Me ocuparé de que Jackson lo adecente y lo retendré todo lo que pueda. A lo mejor Wy da con algo en su examen que lo exculpe. Me parece lo más sencillo. Aparte, estamos haciendo lo que sabemos que tenemos que hacer. Mientras tanto hablaré con el fiscal del distrito, Ross, y con un juez para que nos consigan una orden de registro. ¿Te parece?

—Vale.

—Explícaselo a Kevin tú, ¿te importa? Pero no le cuentes demasiado.

Mientras hablábamos, Kevin había salido de la casa. Supuse que tendría curiosidad. Dally le puso una mano en el hombro cuando se lo cruzó yendo de camino a la casa, donde, a través de un cristal combado, vi a Aub sentado a la mesa, solo, con el ayudante del sheriff Jackson de pie, apartado a un lado.

Kevin se había dado la vuelta para seguir al sheriff hasta la casa cuando lo detuve.

—Sabes que Aub tiene que ir al calabozo. —Kevin abrió la boca para decir algo, pero levanté la mano—. No creemos que tenga nada que ver con..., con lo de ahí arriba. Pero después de los perdigonazos que se ha llevado Danny Stiobhard esta mañana, el sheriff necesita aclararlo todo bien.

—Dios mío.

—Mira, va a comer bien, va a estar aseado y todo esto se va a solucionar, mientras tanto Carly y tú podréis ocuparos de buscarle ayuda. Al final, quizá hasta os venga bien esto.

La ambulancia salió lentamente de la explanada, con las luces puestas y Wy Brophy detrás, en su camioneta. Una nube de humo de diésel se cernió en el aire durante un momento, hasta que la brisa se la llevó en la blancura de la mañana. Al poco, la puerta de la casa se abrió de golpe y salió Aub, escoltado por el ayudante al mando Jackson y el sheriff, que tenía cogido al viejo por el brazo. Aub se soltó de un tirón, el sheriff volvió a sujetarlo y Aub volvió a soltarse de otro tirón. No iba esposado. Cuando se acercaron al coche patrulla del ayudante del sheriff Jackson, Aub dijo:

—No pienso ir, no pienso ir.

Sonó a un «No quiero ir». Mientras miraba con angustia a su alrededor, como si no fuese a ver aquel sitio nunca más, cruzó su mirada con la mía, solo un instante, y desapareció en el asiento trasero.

Dally se volvió hacia mí.

—Que nadie entre ni salga.

—Nicholas, hay senderos por todo este monte. Los terrenos de Dunigan deben de estar conectados con otras seis parcelas, por no mencionar las parcelas a las que esas estarán unidas a su vez.

—Tienes a tu ayudante.

—Ha ido en busca de Danny Stiobhard.

—¿Sí? ¿Para qué?

—No sé —contesté—. Stiobhard tenía algunos asuntos en el monte y me gustaría saber cuáles eran.

—Sí, estaría bien. Y también saber por qué Dunigan sintió que tenía que defender sus tierras por la fuerza bruta.

—No tengo idea. Pero, Nicholas, es imposible que pienses que Aub hizo esto.

—Henry, no sabes quién hizo qué, ni cómo pasó ni por qué. La próxima vez, pregúntame antes de salirte de tu jurisdicción.

Asentí sin decir nada. Yo no tenía que responder ante el sheriff, aunque a veces me tratase como si así fuera.

Dally se quedó mirando las montañas mientras se rascaba la cabeza por debajo del sombrero.

—Mierda —dijo—. Bueno, espera aquí hasta que volvamos. Te conseguiré algunos agentes de la estatal. Procura que no suba nadie.

Se marcharon sin las luces ni las sirenas puestas. Kevin los siguió en su coche.

Los cuerpos de seguridad del condado de Holebrook están al mínimo de personal. Dally tenía dos segundos al mando, dos agentes de patrulla y una auxiliar administrativa, poca cosa. En Fitzmorris había un jefe de policía nominal y dos agentes. Yo era uno de los cinco oficiales municipales repartidos por el condado; los otros quince municipios habían decidido que no necesitaban a ningún agente y tiraban del cuerpo estatal. Y yo solo tenía a George Ellis a mi disposición. Ni siquiera aunque consiguieran sacar a un par de policías rasos de Fitzmorris, o incluso a algunos estatales del cuartel de Dunmore, podríamos cubrir el monte entero, además de la finca de Aub. Sin embargo, de momento alguien tenía que hacer todo lo que se pudiera, así que bajé a por mi camioneta y la llevé a un sitio desde el que poder vigilar la casa y la linde del bosque.

Mientras avanzaba por el largo camino de la casa, me asomé a las ventanillas del coche sin ruedas, más bien pequeño y de color azul. Parecía estar nuevo. La entrada principal del granero, que miraba al oeste, me quedaba justo delante; legalmente, no estaba claro que pudiese entrar a echarle un ojo, pero me venció la curiosidad. Las puertas eran altas y pesadas y se abrían y cerraban con unas guías oxidadas. Tiré de una hasta abrirla lo bastante para dejar a la vista un interior abovedado y en buen estado, aunque el revestimiento tenía grietas suficientes para que se produjese un efecto de vidriera con la luz del sol. Cagadas de murciélagos y pájaros cubrían el suelo, varios accesorios para tractores tapados por lonas y muebles en desuso. Le di una vuelta rápida al lugar y salí.

Como cualquier granero de esa antigüedad, aquel había sufrido graves deterioros; las zarzas cubrían los umbrales del suelo en el lateral sur. Las maderas de abajo se me deshacían en las manos. En la cara este, el viento y la lluvia habían erosionado el revestimiento de pino hasta dejarlo de un tono plateado. Era uno de mis colores favoritos.

Encontré otra puerta corredera de metro y medio de altura. La abrí y me llegó un olor familiar, a guano, madera vieja y moho. Me asomé. El suelo del sótano estaba lleno de tierra, toda intacta según pude distinguir. La mayoría estaba cubierta por accesorios oxidados para tractores, viejas pacas de heno, cubos de veinte litros y cosas así. Justo encima de mi cabeza, unas viguetas poco pulidas (muchas conservaban la forma de los troncos de los árboles que habían sido) servían de apoyo para la planta de arriba. A su vez, estas vigas se sostenían sobre unos postes gruesos y bastos que había en las paredes y a lo largo del punto medio de la estructura. Cubriendo toda la longitud de ese punto central estaba la viga durmiente más grande que había visto nunca. Tenía doce metros de largo, unos cincuenta centímetros cuadrados y formaba una recta perfecta, hasta desaparecer en la oscuridad, al fondo del sótano. El roble del que había salido tuvo que ser del bosque primario.