José Ángel Mañas - Francisco Galván - E-Book

José Ángel Mañas E-Book

Francisco Galván

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Beschreibung

El precio de la carne cuenta la historia de Julius, hombre grandote y robusto, insaciable carnívoro, y de su mujer Ayra, el amor de su vida, vegetariana militante que le pide que abandone la carne. Resignado, Julius acepta la propuesta de intercambiar su cuerpo con un animal, con el objeto de fomentar empatía y dejar de ser omnívoro. Pero en la granja Bio donde recaba el gallo Julius, nada es lo que parece y nuestro protagonista se verá forzado a escapar del acecho de todo tipo de depredadores: los propios animales del campo, los dueños de la granja, los responsables de la empresa U-Feeling y el departamento policial de intercambismo liderado por las inspectoras Gordon y Peña, que constatan que las posibilidades del intercambialismo son tan inabarcables como peligrosas. En esta tercera entrega de la serie, el lector de La experiencia U-Feeling acostumbrado a sus historias turbadoras e iconoclastas no sabe todavía que está a punto de convertirse en un vegetariano militante... Sobre la serie U feeling han dicho: «No podía parar de leer. Me ha sobrecogido el derroche de imaginación tanto como las similitudes de la historia con nuestras vidas» «Leemos para quedarnos sin aliento, para pensar, para sobrecogernos. Por eso hay que leer esta novela», Care Santos. «Una tensa historia futurista y a la vez inquietantemente realista, con un filo de desasosiego psicológico que recuerda a Allan Poe». Rosa Montero Títulos anteriores: La historia de Momar y Gabri La Zampabollos

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Una serie de: José Ángel Mañas

La experiencia

U-Feeling

III

El precio de la carne

Francisco Galván

La experiencia U-Feeling III El precio de la carne

© José Ángel Mañas & Francisco Galván, 2023

© Sobre la presente edición: Editorial Alt autores

Diseño y maquetación ePub: Sergio Verde (www.sergioverde.com)

Fotocomposición portada: Bolaberunt

Corrección de textos: Esther Carretero

ISBN:978-84-19880-06-2

Para más información sobre la presente edición, contactar a:

Editorial Alt autores

Henao, 60. 48009 Bilbao (España)

CIF: B95888996

www.altautores.com

A mis hijas Silvia y Esther, vegetarianas.

índice
EL DECÁLOGO U-FEELING: LAS DIEZ NORMAS FUNDAMENTALES
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33

EL DECÁLOGO U-FEELING: LAS DIEZ NORMAS FUNDAMENTALES

1. El pago por el intercambio responderá a estándares únicos para todo el mundo, fijados por You-feeling Company. Las variaciones responderán únicamente a diferencias de tiempo en la experiencia, no a ninguna otra circunstancia.

2. Cada participante de la experiencia You-feeling tendrá información detallada sobre el cuerpo anfitrión —edad, estado de salud, condición síquica y física, domicilio, red familiar y profesional— proporcionada desde al menos un mes antes de iniciar la experiencia, así como un protocolo de acciones permitidas y no durante la misma (ver documento aparte).

3. El intercambio se producirá única y exclusivamente por consenso de ambas partes. El contrato, firmado con un mes de antelación, será revocable de manera unilateral hasta el momento mismo en el que los dos participantes se hallen en el área de intercambio.

4. A cada cuerpo anfitrión le será administrado un U-localizador de forma oral que permitirá a la empresa conocer su ubicación en cualquier momento a lo largo de la experiencia. El U-localizador será desactivado en ambos cuerpos al mismo tiempo y la desconexión será realizada única y exclusivamente por los profesionales de You-feeling Company en sus instalaciones, y única y exclusivamente en el momento de la entrega de los cuerpos anfitriones.

5. El tope que la Ley de Intercambio de Cuerpos (BOE 19/06/38) fija para la experiencia You-feeling es de una semana. Llegado ese tiempo, cada cuerpo anfitrión deberá presentarse en el local intercambialista de You-feeling y proceder a recuperar su cuerpo originario.

6. Cada cliente se compromete a devolver el cuerpo anfitrión en el mismo estado de salud física y síquica en que lo encontró. Los deterioros serán sometidos a duras sanciones económicas, estipuladas en el catálogo You-feeling, y sujetos a las penas establecidas por el Código Penal español en su sección de intercambio de cuerpos. You-feeling está obligado, por ley, a remitir información sobre el estado de los clientes, nada más terminar la experiencia, al Departamento de Intercambialismo local, sito en calle Siglo XXI, Madrid 28709.

7. Cualquier intento de fuga será perseguido tanto por unidades de la compañía You-feeling destinadas al rastreo de cuerpos anfitriones, como por el Departamento de Intercambialismo de la Policía Estatal, el cual será informado detalladamente de ello. Quien intente una fuga con un cuerpo ajeno no volverá a tener posibilidad de acceder a un servicio You-feeling.

8. La compañía You-feeling no se hará responsable de ninguna perturbación sicológica posterior a la recuperación del propio cuerpo por parte de los clientes que haya podido derivarse del intercambio, siempre que esta se haya dado según las normas aquí estipuladas, una vez regresado cada cliente a su cuerpo original.

9. Los acuerdos privados que puedan hacer los clientes, en función de sus propios intereses, previos o posteriores al intercambio, quedan fuera del ámbito de influencia de la empresa You-feeling y estarán sometidos a la privacidad propia de cualquier contrato privado, según el apartado correspondiente del Código Civil.

10. Los animales, salvo excepciones con previa autorización veterinaria y siquiátrica firmada, están excluidos de la experiencia.

¡Apoya a You-feeling y descárgate nuestra app en http:/youfeelingcompany.com!

Cliente

Gerente You-feeling

CAPÍTULO 1

Julius se detiene en la puerta de la clínica, pliega el informe y se lo guarda en el bolsillo de la americana. Es la tercera visita que hace al centro médico y las magnitudes apenas reflejan variación alguna. Bueno, vale, sí hay algunos cambios. Como le ha advertido el doctor, los resultados marcan una tendencia a peor desde que acudió por primera vez, un año y medio antes. Pero ¿a quién le importa? Se siente como un chaval y unos garabatos llenos de asteriscos de alerta en sus mediciones de ácido úrico, triglicéridos, colesterol y demás zarandajas le preocupan una mierda. No tiene el menor síntoma de todas esas calamidades que le augura el médico. Se siente perfecto. Y, por no tener, hasta carece de la úlcera estomacal que aqueja a buena parte de sus amigos de la misma edad.

¿Que su sangre triplica el máximo recomendado de triglicéridos? Vale. También es un hombre grande y robusto, mucho más que la mayoría de la gente. Es lógico que tenga más de todo… Una sonrisa se le pinta en la cara con este pensamiento y no puede evitar palparse levemente la entrepierna… Sí, anda sobrado de todo, qué cojones.

Su ancho corpachón encaja con armonía los ciento diez kilos que alcanza ya. Pero nadie podrá decir que está gordo. «Mi marido está fuerte, no grueso», suele decir Ayra, su esposa, siempre pendiente de Julius para paliar, en la medida de lo posible, su inclinación hacia el estilismo hortera, del que no se libra ni vistiéndose de Armani.

Se abre otro botón de la camisa que le deja a la vista una pelambrera pectoral en la que se le enreda la cadena de oro con medalla del Sagrado Corazón que conserva desde la Primera Comunión. Respira aliviado. Eso de tener que mostrarse en público acorde a los gustos de su esposa lo agobia. Él es un hombre hecho a sí mismo, joder, un currante desde los catorce años, con mucha vista para los negocios (no siempre limpios), con ideas propias sobre casi todo, y en especial sobre la gastronomía. O, mejor dicho, sobre el papeo, sobre lo que se mete entre pecho y espalda, que en eso es muy mirado. Con eso no transige, ¡eh! Por lo demás, a veces a regañadientes, suele aceptar las imposiciones de su esposa, el amor de su vida. Y es que Ayra es mucha Ayra. Está en las antípodas de Julius en prácticamente todo, pero no pierde la esperanza de hacer de él un hombre elegante y estiloso. «Tengo que hacer de ti un gentleman, Julius, incluso a tu pesar», le suele decir cuando, por fin, él se doblega ante alguna de sus exigencias. Todo por complacerla. O casi, y durante un rato. Porque eso de llevar la camisa abrochada hasta el último botón… «Coño, Ayrita, yo soy de cuello ancho, cuello toro me decían cuando jugaba al frontenis, y mi cuerpo es una masa de acero que tú bien que la disfrutas. Y esto me constriñe».

Pero transige. Todo por mi amorcito, se dice. Es su divisa desde que la conoció, cinco años antes en una carrera popular organizada por un partido político de derechas para contraprogramar el Día de la Mujer. No es que ellos sean militantes, pero Ayra se apunta a cualquier evento deportivo en la calle porque su pasión es correr, y él, por aquel entonces, trataba de mantenerse en forma una vez que dejó el frontenis. Además, Julius en esos eventos hace relaciones públicas con los políticos. «Las mejores ventas se hacen de corto», suele decir. Así logra contratos públicos de los ayuntamientos y del gobierno de la Comunidad de Madrid para la instalación de semáforos. ¿Os habéis dado cuenta de que en Madrid hay un semáforo cada cincuenta metros, incluso en las rotondas? Pues es mérito de Julius.

En esa carrera Ayra le atendió de una contractura y ya no se separaron. Esa noche hicieron el amor con desesperación, y fue ella la que tuvo la contractura en una cadera. Decididamente, Julius va sobrado de todo. Dos semanas después, él dio la entrada para comprar el gimnasio más chic del barrio de Salamanca y regalárselo. En las películas de Hollywood los galanes regalan anillos de pedida, pero él no es un petimetre de esos: le regaló el gimnasio completamente equipado y con empleados dentro. El negocio de los semáforos da para mucho. Ni qué decir tiene que ella aceptó y se casaron poco después, en una ceremonia celebrada en los Jerónimos porque el monasterio de El Escorial estaba ocupado. Asistió la flor y nata de la clase política reinante.

El gimnasio llena las horas de Ayra, aunque como a ella lo que le gusta es el ejercicio y le aburre la gestión, contrató a un director para que le llevara todo el papeleo y la administración del local. Así, ella puede pasarse el día haciendo yoga, pilates, aeróbic, fitness, aqua-fit, g-body, body-pump, body-balance y otros muchos bodies más que Julius es incapaz de recordar y mucho menos de pronunciar. Solo se dio cuenta de que algo no funciona bien en la cabeza de su esposa cuando le propuso tener un hijo. «¿¡Quieres que me embarace!? —exclamó con horror—. Me deformaría el cuerpo de por vida». Un amigo médico con el que comentó el caso le advirtió de que casi con toda seguridad su esposa padecía vigorexia, un trastorno mental en el que el enfermo se obsesiona con tener un cuerpo perfecto y musculado. Eso aboca irremisiblemente a disfunciones alimentarias y a una obsesión por el ejercicio. Ayra tiene un físico perfecto, es un bombón además de guapa, aunque a costa de muchos sacrificios en el gimnasio y de una dieta estricta. Lechuga, jamón york, frutas (no todas) y muchos complementos vitamínicos. Esa es su dieta. Por aquí, por la alimentación, llegaron las primeras discusiones de la pareja. Y no porque a Julius le preocupara la patología de su esposa, sino porque ella se empeña en llevarle por el camino recto de la dieta sana y en que deje de «engullir hamburguesas, patatas fritas y cervezas como un cerdo». Literal. Pero por ahí él no pasa. La hamburguesa bien cebada de carne, algo de queso chédar y kétchup, acompañada de patatas fritas, es su dieta monotemática. Solo cuando tiene que alternar en su trabajo acepta comerse un filete de ternera con patatas. «Si no puedes prescindir de la carne come al menos algo de pollo, preferiblemente hervido —le suplica Ayra—, y en lugar de cerveza, toma un poquito de vino, que es cardiosaludable». Pero Julius siempre lo rechaza de plano: «¿Pollo? Eso no es carne, joder; siempre fue la obsesión de los pobres, el sueño de Carpanta, como el conejo… ¿Y el vino?, mariconadas de yupis y de esnobs que lo toman para fardar y presumir de taninos, buqués y retrogustos sin tener ni puta idea… ¡No me jodas!, ¡yo soy un tío, no un pichafloja de esos!».

Esa batalla Ayra sabe que la tiene perdida de antemano y se conforma con ganar el resto. Y Julius lo acepta. Trajes, corbatas, colonias, joyas, zapatos… Todo al gusto de ella. Al menos mientras Ayra está delante. Pero ese botón hasta el cuello…

Julius echa a caminar. Conoce un Burger Fatty a la vuelta de la esquina que hace unas hamburguesas fantásticas. Ya le conocen y saben que no quiere ver ni rastro de lechuga, tomate fresco o cebolla. Al llegar al cruce casi lo atropella un chaval con rastas que surge de improviso montado en un patinete. Julius da un salto para evitar la colisión y después corre detrás del tipo insultándolo a grito pelado. «¡Cabrón, jipi de mierda, como te agarre te arranco una a una esas putas trencitas de maricona que llevas en la cabeza!». Por fortuna para el chaval, cuando está a punto de alcanzarlo, Julius siente un dolor agudo en el pie que lo obliga a detenerse. «Mamón, de la que te has librado…», murmura entre gemidos de dolor. Si odia algo en la vida es a esos tiparracos que presumen de ecologistas, no se lavan el pelo y viajan en patinetes motorizados por la acera. «Putos hipócritas, si no queréis contaminar, empujad el patinete a fuerza de zapatilla, como hacíamos nosotros de chavales».

El dolor se le pasa con la caminata y cuando llega a la hamburguesería, merienda a satisfacción, como siempre, y luego se va a por el coche al aparcamiento. Tiene que recoger a su esposa en la puerta del gimnasio.

Pero al poco de subirse al automóvil, le comienza a doler el dedo gordo del pie derecho. Le cuesta conducir el enorme Mercedes 4x4 último modelo. Ayra prefiere sus dos deportivos: un BMW y un Porsche. «Tienen más clase. El Mercedes es la marca de los asentadores de Mercamadrid enriquecidos», suele reprocharle. Pero en las miniaturas de su esposa el corpachón de Julius no cabe. Ese día Ayra ha ido al gimnasio en el coche de su marido porque en los suyos tampoco entran los dos aparatos de ejercicio que quería llevar desde casa. En el sótano del chalé tiene un pequeño gimnasio de mantenimiento. No puede vivir lejos de unas instalaciones en las que ejercitarse. Por eso, Julius se ha comprometido a recogerla esa tarde. No le apetece que Ayra pida un Cabify y mucho menos un taxi. Como la plaza de aparcamiento del Gym Yummy está libre, Julius entra directo al garaje y sube en el ascensor hasta el vestíbulo.

Entre tanto, en la segunda planta, Ayra apura los últimos momentos de la sesión. Sudorosa pero espléndida, considera que diez ejercicios de más son preferibles a diez ejercicios de menos. Por eso trabaja hasta el último minuto antes de salir a buscar a su marido. Sobre una bicicleta estática, la dueña del gimnasio se machaca en un largo sprint de spinning. A su alrededor, con menos ardor que ella, se ejercitan una docena de personas, pero la única que se fija en el movimiento hipnótico de sus glúteos es un tipo de mediana edad, guaperas y en buena forma también, al que todos llaman el Gerente. Allí nadie sabe su verdadero nombre, salvo Ayra, que fue la que le tomó los datos cuando se apuntó al gimnasio. El fulano no quiso que nadie más que ella rellenara su ficha. Ese empeño en rechazar al resto de los empleados para que formalizara su inscripción en el gimnasio llamó la atención de Ayra, que logró averiguar con disimulo que se trataba del gerente de la delegación madrileña de U-feeling, una poderosa corporación muy famosa por poner en boga el intercambio de cuerpos. Pese a saber su nombre, Ayra le llama también Gerente, aunque a veces se siente ridícula, pero respeta ese capricho suyo. No quiere contrariarlo. No solo es un cliente VIP, de dinero, bien posicionado y que ejerce influencia para atraer a más gente al negocio, sino que además está muy bien y a ella le gusta flirtear con él. Sin pasar a mayores, ojo. El Gerente diría que hay una tensión sexual entre ambos, aunque no es así. La única tensión es la suya, que tiene que contenerse para no abalanzarse sobres sus duros y perfectamente moldeados glúteos.

A una señal del monitor, termina el ejercicio de spinning. Ayra se apea de la bici y se gira, jadeante y feliz. Sabe que el Gerente no le ha quitado ojo del trasero en los veinte minutos que han pedaleado. Se siente halagada. Allí, los hombres la admiran y las mujeres la envidian, pero ella solo está pendiente del Gerente. Las miraditas de un hombre de su posición tienen doble o triple valor. Confirman que a sus cuarenta y pico años largos sigue despertando entre la fauna masculina tanto interés o más que las jovencitas que andan por allí con maillots ajustados dando grititos y jadeos para llamar la atención.

—Hoy nos ha hecho sudar, ¿eh? —La recibe el Gerente haciendo un gesto hacia el monitor, al tiempo que le coloca una mano en el codo.

—Lo normal —sonríe ella, radiante, dejando que le toque solo un momento antes de moverse para retirar el brazo—, lo que pasa es que tú no estabas hoy con todos los sentidos puestos en el ejercicio.

El Gerente se admira de la apreciación.

—¿Cómo puedes saberlo? Si estaba detrás de ti…

—Yo siempre estoy alerta y lo percibo todo, cariño. Todo. —Deja el comentario ahí suelto, como queriendo decir: «Y también que me mirabas el culo como un puto salido». Pero esto, claro, se lo calla.

Ayra le da la espalda, agarra la toalla que reposa sobre la bici y se seca el sudor de la cara y la nuca. El Gerente hace lo propio. La dueña del gimnasio emprende el camino hacia la salida del salón y él la sigue muy de cerca.

—¿Tienes tiempo hoy para tomar algo, Ayra? —le dice por enésima vez en los dos últimos meses—. ¿O vas con prisa como siempre?

Ayra se detiene de golpe y se vuelve. El Gerente, quizá por lo inesperado, por torpeza o adrede (tal vez un poco por las tres causas), choca con ella y le toca los pechos. Lo hace a través de la toalla, pero se mantiene las suficientes décimas de segundo para darle a entender que no le ha desagradado la colisión y que si por él fuera se quedaría a vivir allí, entre aquellas crestas sudorosas. Ella no pierde la sonrisa, da un paso atrás, se seca de nuevo y, por primera vez, se excusa sin una mentira.

—Viene mi marido a buscarme, pero el próximo día está hecho, salimos a tomar un café. —Nadie como ella maneja la zanahoria con los hombres—. Mira, ahí está —señala hacia la entrada donde se perfila una figura enorme y renqueante que se apresura a abrocharse un botón de la camisa—. Ven que te lo presento.

El Gerente la acompaña hasta el tipo, que esboza una gran sonrisa al ver a su esposa. Ello lo besa, aunque con prevención para no pringarle de sudor.

—Mira, cari, te presento al gerente de U-feeling —señala hacia el aludido, que tiende la mano—. La sede principal de la empresa está aquí al lado y ha tenido la gran idea de apuntarse al Gym Yummy. Este es Julius, mi marido.

Julius, mientras se pregunta si su esposa no le dice el nombre del tipo porque no lo recuerda, aprieta con fuerza la mano del Gerente, que no se arredra y resiste la presión devolviéndola durante unos instantes. Es un duelo inconsciente por la hembra, que contempla encantada cómo la tenaza de su marido, excampeón regional de frontenis, vence con claridad.

—Ya tenemos apuntados a media docena de empleados de U-feeling gracias a la publicidad que nos hace su Gerente —recuerda Ayra.

—Eso es genial —exclama Julius, que no puede evitar una de sus ironías—. Si necesitan semáforos o chirimbolos urbanos, no duden en llamarme. Les haré precio por ser socios del Yummy.

La charla no da para más, aunque el Gerente no hubiera tenido inconveniente en prolongarla un ratito. Se despiden y mientras el directivo de U-feeling se va a las duchas, la pareja emprende el camino hacia el garaje. Ayra, que tiene por costumbre ducharse en casa, percibe la cojera de su esposo.

—¿Qué te pasa, cari?, te veo cojitranco.

—Nada, me he torcido un pie persiguiendo a un gilipollas.

Julius le explica el incidente del patinete mientras descienden al garaje, pero no menciona los análisis que lleva haciéndose en la clínica desde hace tiempo. Así, ella se ofrece amorosa a conducir el coche, lo que agradece su marido, porque el dolor está empezando a ser muy intenso. En el dedo, no en la distensión por correr tras el patinete.

Mientras enfilan hacia casa por la M-30, se cuentan las novedades del día. Ella le explica que los aparatos que se trajo de casa encajan perfectamente en el gimnasio y apenas se nota que son usados. Él le relata una reunión con representantes del Ayuntamiento para colocar algunas marquesinas y una batería de semáforos en una avenida de nueva creación que el alcalde quiere dedicar a Millán Astray, lo que ha levantado las iras de la oposición. Ambos ríen la ocurrencia del inefable Pepito, como llaman al munícipe con cariño. Ya en el interior de la urbanización de lujo en la que viven, al norte de la ciudad, Ayra le pregunta si cree que todavía tiene buen tipo, pese a que se acerca inexorable a los cincuenta años.

—Mi cielo —le dice Julius completamente enamorado—, eres la mujer más guapa y con mejor tipo que he visto nunca. Los años no pasan por ti. Ya quisieran muchos chochitos de esos del Yummy estar la mitad de buenas que tú.

—¡Ay, mi amor, por favor, no hables así! —le reprocha, pero en su sonrisa se aprecia que está encantada de lo que le ha dicho.

—¿El qué? ¿Qué estas buena?

—Lo de chochitos…

—Si no puedo hablar así con mi mujer…

—Ya, hijo, pero es que luego lo sueltas por ahí —insiste cuando traspasan ya la verja de su chalé de diez mil metros cuadrados de parcela y mil construidos.

—¡Bah, qué tontería! Si escucharas hablar al concejal de Urbanismo te ruborizarías. ¿Crees que los políticos hablan en privado igual que en sus discursos?

—Ya supongo que no, pero hombre… —Ayra aparca y sale del coche.

—Anda, ven, ayúdame a caminar que el dedo gordo de este pie me está doliendo de cojones.

Julius ha intentado acompañarla, pero el pie le ha fallado y no ha lanzado un aullido de dolor porque un hombre como él no brama nunca, salvo para insultar.

Ayra da la vuelta al coche y se pasa el brazo del marido por los hombros. Agradece la musculatura que se ha forjado porque cualquier otra mujer hubiera perecido aplastada bajo la masa lesionada de Julius, que tampoco hace mucho por evitarla el peso. Todavía está rumiando lo que decía cuando paró el coche. Y ya de camino a casa, con la muleta humana de su esposa, sigue:

—Te diré más, mi amor: los políticos hacen esfuerzos por ponerse a mi nivel. No te voy a decir si más arriba o más abajo —sigue con su disquisición—. Pero a mi nivel. Si yo digo tacos, ellos también. Si yo hago bromas, ellos también. Saben cómo ganarse una donación para el partido, una comisión… ¡Son políticos, joder! —Se detiene de golpe y a punto está de derribar a Ayra—. Ítem más —dice casi solemne.

—¿Ítem más? —resuella la mujer, desconcertada, con una axila de Julius casi cubriéndole la cabeza.

—Sí, ítem más. Es la palabra preferida del alcalde. Ítem más, que significa, creo, algo así como, «digo más o a más abundamiento…».

—Ah, vale.

—Pues que no solo dicen tacos como los míos, sino que el concejal de Urbanismo se ha desabrochado el botón de la camisa y luego me ha pedido consejo sobre las mejores hamburgueserías porque quiere ir con su esposa y sus hijos.

Ayra le taladra con una mirada asesina y lo suelta como un fardo en el sofá del salón.

—Todo lo malo se pega —le reprocha—. Me voy a duchar. Anda, vete preparándome una ensaladita como me gustan, que me muero de hambre. Y después te doy un masaje en ese pie, que habrás tenido una distensión o una torcedura. Tengo planes para esta noche —le dice desde arriba de la escalera en un susurro. Ya sabe él a qué se refiere. El mini asalto del Gerente la ha puesto cachonda, no lo puede negar.

CAPÍTULO 2

—Entonces, ¿usted no sabía nada?

—¡Ni una palabra! Lo ha llevado en secreto el muy ladino.

Julius está tumbado en una camilla, cuya humanidad desborda por ambos lados, mientras su esposa conversa sentada ante la mesa de la consulta del doctor Buendía.

—Pues sí, señora —explica el doctor—. Vengo examinando a su marido desde hace año y medio y sus análisis cada vez son peores. Ya le dije desde el primer día que sufría un alto riesgo de accidente cardiovascular, gota, cáncer y disfunción eréctil. Eso por solo mencionar lo más grave…

—¿Entonces me asegura que los gatillazos que me ha pegado en los últimos seis meses se deben a que solo se alimenta de hamburguesas?

—Sí, señora, es más que posible. Al abuso desaforado de la ingesta de carnes rojas y de grasas saturadas y demás porquerías de las que se alimenta su esposo —el doctor se va creciendo—. El ataque de gota que tiene también es fruto de su dieta, aunque en este caso el dolor intenso se lo hemos podido reducir con una simple inyección y un poco de hielo en el pie. Lo peor es ese sofoco que dice que le ha venido después, que puede tratarse de un amago de angina de pecho causado por la dieta, y no por el disgusto, como alega él.

Ayra se lleva las manos a la boca, entre espantada y aliviada.

—Y yo que pensaba que no se le levantaba porque me la estaba pegando con alguno de esos chochitos de veinte años del gym, como dice él, y que por eso llegaba a casa agotado sin ganas de nada. Incluso ya tenía yo mis sospechas sobre alguna…

—¡Pero cariño, cómo puedes pensar eso de mí! —protesta Julius desde la camilla, con una mirada de carnero degollado—, si te he sido fiel toda mi vida. Eres mi único amor. Bebo los vientos por ti, eres la razón de mi existencia…

—Y tendremos que hacerle un chequeo a fondo para descartar que esa insuficiencia cardiaca le haya causado alguna lesión —abunda el médico—. Lo que está claro es que debe abandonar esa dieta de inmediato o su vida corre grave peligro. Usted, señora, debe ocuparse de eso porque a mí no me hace ni caso, por mucho que le diga.

—¡Ni a mí, doctor! —protesta Ayra—. Fíjese, yo trato de darle buen ejemplo con una vida saludable, una dieta equilibrada…

—¡Ja! —exclama con sarcasmo Julius intentando a duras penas sentarse en la camilla—. Come como un pajarito y quiere que yo haga lo mismo. Pero, míreme, doctor, ¿cree usted que este cuerpo mío puede alimentarse solo a base de lechuga?

Ayra solloza por las palabras de su esposo, que los pone en evidencia a los dos. A ella por acusarla de desnutrida y a él porque una vez más vuelve a caer en la chabacanería en público. Ni la presencia de uno de los doctores más caros de la ciudad le hace morderse la lengua.

—Señores, está claro que ustedes tienen un problema. —El doctor Buendía trata de mantener el equilibrio entre ambas partes, siempre desde la profesionalidad—. Si quieren yo puedo ayudarles. Usted, señor, necesita cambiar de modo de vida de forma radical o va camino de la tumba; se lo digo así, si me lo permite, para ver si consigo asustarlo porque llevo un año y medio clamando en el desierto. En cuanto a usted, señora, a simple vista la percibo demasiado musculada y algo pasada de rayos uva. Tendría que hacerle análisis para determinar si la dieta que lleva es la correcta. ¿Se apoya en algún nutricionista o consulta a algún endocrino?

—Le aseguro que esta es la primera vez que pisa la consulta de un médico en décadas —tercia Julius—. Yo creo que no va ni al ginecólogo.

—¡Alto, alto! —corta Ayra, enérgica—. Estamos aquí por ti, que eres un manojo de dolores y ya ni se te levanta ante un cuerpo como el mío.

Se pone en pie y se exhibe para que ambos hombres aprecien el físico espectacular de la señora que tienen delante. Julius lo conoce de sobra, pero nunca deja de admirarse de lo bien moldeada que está su mujer. ¡Qué ocurrencia esa de que le pone los cuernos!

—Es usted una mujer de bandera, sin ninguna duda, señora —tercia el doctor, que no solo es sincero, sino que además, después de los reproches, le toca hacer un poco la pelota para no perder clientes de pago tan destacados.

—Pues esto se consigue con mucho ejercicio y una buena dieta —remata Ayra antes de sentarse—. Y eso mismo quiero para mi esposo. Lo quiero sano y tan… dispuesto como antes.

—A costa de convertirme en un pajarito que picotee cañamones… —ironiza Julius poniendo voz ñoña.

—¡Con que cambies las hamburguesas por un plato de acelgas ya me daría con un canto en los dientes! —grita Ayra, que alterna los accesos de ira con sollozos desconsolados.

—Ya. Me quieres convertido en un lechuguino vegano. Eso es lo que buscas de mí. —Ahora es Julius el enfadado—. Pues que sepas que si hasta hoy he sido un toro, en todos los sentidos… bueno, salvo en los cuernos, espero…, ha sido por lo que como. La carne es lo que me da esa energía en la cama, esa potencia, esa virilidad que te vuelve loca.

—Que me volvía loca, querrás decir —el sarcasmo cambia de bando—, porque, cari, llevas una temporada que ni fu ni fa. Y hasta aquí hemos llegado, ¿eh? —De pronto, casi sin pensarlo, le viene a la boca una amenaza. Un ultimátum—: porque o cambias o ahí te quedas, ya te lo digo.

Y mientras contempla la cara de estupefacción de su marido y la de sorpresa en el doctor, que nunca se ha visto en otra en plena consulta, le viene a la cabeza una idea que le parece brillante. ¿Brillante? No. ¡Brillantísima! Se pone en pie, coge el bolso y se dirige a la puerta. Julius le grita desesperado que se detenga, que no se vaya, que no lo abandone allí, así, de esa forma tan improvista, que le dé ¡una oportunidaaad!

Antes de cerrar la puerta por fuera, Ayra asoma la cabeza y, con una sonrisa enigmática que llena de inquietud a Julius, afirma:

—Doctor, aguántemelo aquí un par de horas. —El médico protesta, pero ella insiste—. Si es necesario me lo ingresa por ese problema cardiaco. Luego vengo a buscarlo. Quizá encuentre una solución radical a nuestros problemas.

Ayra sale corriendo de la clínica, se cruza con un tipo con rastas en patinete y se sube al Mercedes de Julius, en el que le trajo anoche de urgencia. Mientras conduce a toda velocidad por las calles oscuras y vacías en dirección al Gym Yummy, llama con el manos libres al Gerente. Menos mal que siempre tiene la precaución de guardarse en el móvil los números de los mejores clientes. El Gerente está todavía en la oficina. El trabajo en U-feeling es muy absorbente y a veces puede retenerle hasta la madrugada, por eso le viene tan bien evadirse de vez en cuando con un poco de ejercicio en el vecino Yummy. En una apresurada conversación de la que él apenas se entera de nada, se citan para una hora después en el gimnasio, que estará cerrado. El Gerente no ha entendido bien lo que decía Ayra, la ha notado muy agitada, ¿quizá excitada? No lo cree pero, en cualquier caso, se trata de lo que lleva meses buscando: una cita con ella. No le va a poner pegas solo por lo intempestivo de la forma y la hora.

En cuanto cuelga, comienza a vibrar el móvil. Lo mira y comprueba que es su marido. Julius está desesperado y la llama tres o cuatro veces más, pero ella no responde. Ya hablarán después a fondo. En apenas veinte minutos, Ayra está en el gimnasio, entra por el garaje, aparca y sube al vestíbulo. Enciende las luces de su despacho y se toma una copa de güisqui para calmarse. Joder, no bebe alcohol desde hace años. Es lo peor para su tonificado cuerpo. Pero el momento lo amerita, que diría Julius. ¡Ay, piensa, si es que lo tengo presente hasta para los chascarrillos! Forma parte de mí tanto o más que mis envidiables muslos (que es de lo que más orgullosa está). Al Gerente lo ha citado con margen para disponer de un poco de tiempo para ordenar sus ideas. Lo que se trae entre manos es algo muy gordo, una locura… pero quizá sea la única solución: tiene que salvar la vida de Julius. Y su matrimonio. Esa es la prioridad.

CAPÍTULO 3

Apenas entreabre la puerta del gym para dejar pasar al Gerente, que llega encendidísimo de pasión. ¿Para qué otra cosa puede citarlo allí a esas horas si no es para echar un polvo? Se pregunta. Y la abraza en cuanto está dentro con ella, en la penumbra del local cerrado. Aún quedan un par de horas para que amanezca.

—¿Eh? ¿Qué te pasa? —Se zafa ella como puede dejándolo confundido y avergonzado.