Juan Caballero - Luisa Carnés - E-Book

Juan Caballero E-Book

Luisa Carnés

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Beschreibung

Para quienes se echaron al monte, la guerra no acabó en 1939. Juan Caballero comanda una partida guerrillera que se mueve por la serranía andaluza. En la aldea de Puebla del Alcor, las vecinas callan cada vez que se acerca Natividad Blanco, la esposa del jefe de la Falange. Ella y su padre, don Rafael, el médico local, son parte de esa España que siempre se adaptó al viento dominante. Pero Nati se sabe diferente. Sabe que ni un solo día ha amado a su marido, Pedro Fuentes; que ni un solo día se ha sentido parte de los vencedores. Por eso, la noche en la que la partida de Juan Caballero baja a Puebla del Alcor, Nati decide romper con su destino y acabar con ese silencio que la gobierna y hermana con las otras mujeres del pueblo.

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SENSIBLES A LAS LETRAS, 100

Título original: Juan Caballero, 1956

Primera edición en Hoja de Lata: mayo del 2024

© Herederos de Luisa Carnés, 2024

© del epílogo: Iliana Olmedo, 2024

© de la imagen de la cubierta: José Villena, 2024

© de la imagen de la página 7: Herederos de Luisa Carnés, 2024

© de la ilustración de la página 225: Ramón Puyol Carnés, imagen de la portada original

    de Juan Caballero publicada por Novelas Atlante, México D. F., en 1956

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2024

Hoja de Lata Editorial S. L.

Camino del Lucero, 15, bajo izquierda, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Diseño de la colección: Trabayadores Culturales Glayíu/Iván Cuervo Berango

Correción de pruebas: Olaya González Dopazo

ISBN ebook: 978-84-18918-63-6Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

1

Cuando don Rafael abandonó el hospital, se encontró en un pueblo mudo y desierto.

Habían dado las once de la noche, y los edificios de la plazuela donde se alzaba la casa de los sindicatos, hoy convertida en hospital, aparecían silenciosos, bañados por la luna de marzo. Los árboles ponían grandes sombras sobre la superficie blanquecina de las fachadas. El cielo parecía más bajo que otras noches, y las palpitaciones de las estrellas, más precisas sobre este silencio.

Don Rafael Blanco, médico de Puebla del Alcor, cruzó la plaza y se internó en una de las calles del pueblo, estrecha y escarpada, en cuyas piedras resbalaban los pies.

La calleja, de casas apagadas, recibía la luz de la luna como el lecho de un río recibe las aguas amorosas.

A trechos danzaban en el espacio las bombillas del alumbrado público.

Nada parecía turbar la quietud de esta clara noche.

El frío, duro y afilado, era caricia deliciosa para el viejo médico de Puebla del Alcor. Don Rafael recibía gozosamente la presión helada en las sienes y el rostro, todavía impregnado del alcohol y los acres olores del quirófano. El viento serrano le producía esta noche una rara sensación de dulzura, que no hubiera esperado en velada tan agitada, tan llena toda de muerte dos horas antes. Bruscamente el dolor, las blasfemias y la angustia quedaban lejos, como enterrados tras el límite de la clínica. Los ojos desencajados, las manos crispadas, los balbuceos infantiles y la cólera parecían sumergirse en remotos días, envueltos en gasas húmedas y rojas, rostros turbios, correajes amarillos y flechas encarnadas. La encalmada noche poseía la virtud de poner una venda de olvido sobre la ardorosa frente del médico, sin pensamientos, como muerta de pronto, y vuelta a nacer a una existencia sin memoria.

«Cómo voy a coger la cama», pensaba. La cama amplia, de sábanas olorosas de membrillos, en la alcoba templada por el brasero, rociado de espliego.

—¡Don Rafael!… ¡Chist!… ¡Don Rafael!…

Le llamaron en voz baja.

—¡Don Rafael!… ¡Soy yo, Blas el Conejo!

La voz sonó ahora más cerca, y don Rafael vio a su lado a un hombre de pequeña estatura, cuyo rostro cubría casi el ala del sombrero de campesino. Iba pegado al cuerpo del médico, como su sombra, y su palabra traspasaba apenas el borde de la bufanda que se asomaba bajo la pelliza.

—¿De dónde has salido, maldito Conejo? ¿O eres el espíritu de tu abuelo, el primer Conejo de la dinastía «conejil»?

—Soy yo mesmo, don Rafael… Pero no hable usted tan recio.

—¿Qué tripa se te ha roto en una noche como esta? ¿No sabes que el alcalde tiene prohibido andar por la noche a estas horas?

—Tengo mis papeles en regla, don Rafael.

—¿Y quién te asegura que antes de que hayas enseñado los papeles no te han metido una cuarta de plomo en el cuerpo? ¡Vete a dormir!

—Don Rafael, he bajado a buscarle a usted —apagó más la voz el campesino.

—¿Está mala la Blasa, o el Gazapo tu hijo?

—No, señor. Todos están bien, a Dios gracias.

—¿Pues entonces…?

La voz de Blas se adelgazó más.

—Le esperé a usted cerca de dos horas al lado del hospital… Tenía que decirle que en mi casa hay una presona, y está muy mal.

—¿En tu casa? ¿Y dices que no es de tu familia?

Involuntariamente, el anciano médico imitaba la voz del campesino.

—¿Pues quién es?

—No sé.

—¿Que no lo sabes? ¿Tienes un tipo en tu casa y no sabes quién es?

—Cuando la trifulca se metió por las puertas. Venía sangrando, y no era cosa de dejar morir en mitad de la calle a un cristiano.

—¿Un cristiano?… Oye, tú, ¿no será uno del monte?

Blas se encogió de hombros, y apuntó un gesto de asombro.

—¿Y lo has metido en tu casa sin más ni más?

—¿Usted qué hubiera hecho?

—¿Sin preguntarle quién era?

—¡Si se estaba muriendo a chorros!… ¿Usted le hubiera dejado morir en el arroyo por aquello del color?

—¿Pero tan malo está?

—Yo creo que la diña, don Rafael.

—¿Sabes lo que te espera, maldito Conejo, si se muere en tu casa uno del monte?

—Me lo calculo.

—Hay que dar parte enseguida, ¿sabes?

—Pero si nos tardamos más, va usted a tener que certificar la defunción…

—¡En buena nos hemos metido!… ¡Hum!… Vamos allá. Lo primero es curarle, y para eso nos hizo Dios a los médicos. Porque, por más que digan, los rojos son hombres como tú y como yo.

—Claro, don Rafael. Por eso yo me dije, digo…

—No digas nada… Y la Blasa, ¿qué hizo?

—Las mujeres son tan asina… Se quedó poniéndole toallas para contener la morragia.

Movido por un impulso generoso, el médico era ahora quien seguía como su sombra al campesino.

Habría olvidado ya la cama olorosa de membrillos en el dormitorio templado por el rescoldo del brasero.

La noche parecía haber recobrado de pronto su atmósfera amarga, y el viento cortante se antojaba enemigo.

Don Rafael Blanco advirtió que se había apartado de su camino ordinario y estaba en las afueras del pueblo.

No se había cruzado con nadie. Por todas partes el toque de queda había hecho enmudecer hasta a los perros.

—Blas —dijo el doctor—; no es bueno mentir, pero a veces, es necesario. Si encontramos a la pareja del otro lado del río, diremos que está tu mujer muy mala.

—Lo que usted diga, don Rafael.

—Y que Dios no nos lo tome en cuenta. Y si ese rojo — porque seguro que lo es— no ha escapado ya al monte con los suyos, lo entregaremos a la justicia. No quiero líos con la Guardia Civil, y tú tampoco, ¿verdad, conejillo?

—De seguro, don Rafael… Pero vamos más de prisa.

—¿Más? Cómo se conoce que no has tenido que coser cabezas ni levantar muertos. ¡Ha sido horrible, Blas! Y lo más extraño es que, cuando las fuerzas llegaron para recoger el convoy, habían volado las armas y parte de los víveres. El cemento lo dejaron, porque sin duda no les hace falta. ¡Son el diablo esas gentes del monte! Y no es que hagan milagros, Blasillo; es lo que dice mi yerno: «En Puebla del Alcor hay más rojos de lo que parece». Y tiene razón. ¿Tú crees que esos bandoleros iban a poder trasladar a su cueva más de medio convoy del Gobierno en tan poco tiempo, si no contaran con la ayuda de muchos del pueblo?

—Yo no sé de eso, don Rafael.

—También es verdad. Los conejos no usáis mucho la cabeza. Pero no te quepa duda de que es cierto lo que te digo… Bueno, ya estamos en la otra banda del río, y no hemos visto a la pareja. ¡Bendito sea Dios! No me hubiera hecho maldita gracia la cosa… Claro, todos están en el pueblo. He oído que tienen reunión en el Ayuntamiento. Verás tú cómo de eso no sale nada bueno… ¡Qué tiempo vivimos! Pero ¿no es aquella tu casa? Y ese que está en la puerta, ¿no es tu hijo Blasillo?

—El mesmo, don Rafael.

Pasado el río, en un ligero declive en que se bifurcaban los caminos que iban a la sierra, se encontraba la casa de Blas Pérez, más conocido por el Conejo, a causa de lo agudo de sus facciones.

Su hijo mayor, Blas, estaba de pie ante la puerta de la vivienda campesina, que era de un solo piso y, como todas las del pueblo, aparecía sumida en silencio, y no dejaba escapar un solo resplandor delator de vida.

Al ver acercarse a su padre y al médico, Blasillo empujó la puerta, dejando el paso franco a los recién llegados con un quedo:

—Buenas noches, don Rafael.

Ya en el interior de la vivienda el doctor dirigió una mirada a Blas padre. Trató de hablar, y sintió paralizada la lengua. Esperaba encontrar a Blasa sola con el herido, y en lugar de eso eran tres hombres los que encontraba. Cierto que allá en el fondo de la habitación se veía junto a unos calderos humeantes a la mujer del viejo campesino, pero el aposento se llenaba con la presencia de tres hombres desconocidos.

Era la primera vez que don Rafael los veía. Los tres estaban requemados por el sol, como los labriegos de pueblo, pero había en ellos algo singular que intranquilizó al médico.

Este volvió a mirar a Blas.

—Dispense si no le dije enenantes que eran cuatro. Lo hice por temor de que no viniera —explicó el campesino con gesto socarrón.

Uno de los desconocidos habló. Lo hizo con decisión. Era el más joven de los tres, y parecía el jefe.

—Este hombre no tuvo la culpa, don Rafael. Le obligamos a que fuera en busca suya. Ninguno de nosotros podía bajar en una noche como esta al pueblo. Creo que usted ha comprendido ya que somos del monte. Pero no somos asesinos.

Don Rafael se despojó de su capa y sacó un maletín, diciendo:

—No me importa lo que seáis. Sé cuál es mi deber. ¿Dónde está el herido?

Se adelantó Blasa hacia una puerta que estaba entornada, diciendo:

—Por aquí, don Rafael.

Tenía la mujer de Blas sesenta años, y estaba ágil y fuerte. No parecía amedrentarle la presencia de los guerrilleros, ni lo que ocurría en torno suyo.

—Ya no se queja el pobre. Yo creo que se va por la posta…

En la alcoba, cuya única ventana estaba cerrada, se percibía una atmósfera cargada de congoja. Una bombilla mortecina pendía del centro del techo, alumbrando un arcón grande y la ancha cama de cuatro colchones de Blas y Blasa, sobre la que ahora se veía el cuerpo de un extraño.

El hombre, tendido cuan largo era, daba la espalda a la puerta, y su rostro se clavaba en la almohada, empapada en sudor. La funda, rota en varios sitios por los dientes del herido, era viva muestra de su sufrimiento.

Pero al dolor había sustituido ahora una laxitud completa, y el cuerpo aparecía inmóvil sobre la colcha blanca, manchada de sangre.

El médico abrió su maletín y fue extrayendo sus instrumentos, que colocó sobre la mesilla de noche, al tiempo que ordenaba:

—Esa luz, hay que bajarla más. Blasa: agua caliente y palangana. Traigo pocos vendajes, hay que preparar más… A ver, un lienzo bien limpio…

Ya la vieja Blasa ponía ante el doctor una palangana y una olla de agua caliente. Enseguida sacó del arcón familiar una blanca sábana, y comenzó a rasgarla, sirviéndose de manos y dientes.

Con unas tijeras cortó el médico la ropa del herido, y apareció el hombro derecho, hinchado, negruzco y brillante.

—Este hombre se está desangrando vivo…

—¿Está grave? —preguntó a la espalda del médico la voz del guerrillero que se había dirigido a él a su llegada a la casa.

Buscando en su instrumental, don Rafael contestó:

—El tiro fue en el hombro. La bala está dentro… Voy a sacarla.

La alcoba de los Blases era como todas las alcobas de aquel pueblo andaluz. No faltaban en ella el salto de papel y la pila para el agua bendita, ni detrás de la puerta el manojo de espliego para sahumar.

Pero el dormitorio presentaba esta noche un aspecto nuevo con su luz de carbón encima de la cabeza del herido, el ir y venir de las manos hábiles del médico sobre los mordiscos del plomo, el seco rasgar de la sábana a que habíase entregado Blasa y, sobre todo, por las miradas febriles de los hombres, que al otro lado de la cama contemplaban la escena.

Rápidamente el doctor sacó de su maletín un frasco que contenía alcohol, vertió parte del líquido en la palangana y prendió una cerilla. Una llama azul lamió los instrumentos de acero que don Rafael había colocado en el recipiente. Y ya todo fue breve. Las manos enguantadas del médico hendieron y rasgaron aquella carne dolorida, que empezó a estremecerse. Fue necesario que varias manos sometieran al paciente, recobrado al contacto del bisturí, y cuyo cuerpo volvía a la vida con tremendo impulso.

—¡Cabrones!… ¡Mi brazo! —rugió el herido, abriendo los ojos y clavándolos en torno suyo con estupor.

—No hay miedo que oiga nadie —dijo Blasa—. No hay gente en una legua a la redonda.

—Aquí está la bala —murmuró el médico—. Es de máuser. Ha rozado apenas el hueso.

Mostraba don Rafael en unas pinzas el proyectil, bruñido y manchado de sangre.

—Otra vez ha perdido el conocimiento. A este mozo le hace falta sangre. A ver quién de ustedes…

—Yo mismo.

El único de aquellos hombres que había despegado los labios se despojó precipitadamente de su cazadora de cuero y, entregando a uno de sus compañeros la cartuchera que le rodeaba la delgada cintura, dijo:

—Ten. Y atención afuera. Salirse.

Sin mirar al guerrillero que había hablado, el médico preparó la transfusión.

—¿Listo?

—Cuando usted quiera, doctor.

Tendido en el lecho, junto al paciente, el hombre que ofrecía su sangre al camarada de lucha difería poco de este en la palidez y resequedad de los labios. Pero el herido tenía los ojos cerrados, hundidos en las cuencas oscuras, mientras los ojos del otro, entornados, se fijaban en las vigas verdes del techo, sin el más ligero parpadeo.

—Ya está —dijo don Rafael—. ¡Ojalá que tengas buena sangre, muchacho!

—Los de La Aljama somos gente de buena cepa, doctor.

—¿Tú eres de La Aljama? —El médico contemplaba al herido.

Luego, mientras se quitaba los guantes de goma, don Rafael cruzó por primera vez la mirada con el desconocido. Fue solo un momento. Los ojos penetrantes, el cabello revuelto y a medio crecer la barba, era el rostro común a todos «los del monte». Sin embargo, una escondida fibra se estremeció en el médico de Puebla del Alcor al mirarle, aunque nada hizo por ahondar en los recuerdos, que pugnaban por brotar en ondas confusas.

—¿De La Aljama?… ¡Bueno!… ¡Qué me importa a mí de dónde seas! Blasa, ven acá.

Sacudió de las manos el talco que le dejaron los guantes.

—Aquí estoy, don Rafael.

—Llévate estos algodones y esos trapos. Quémalo todo en seguida. ¡Pobre Blasa!… Te quedaste sin sábanas, y quién sabe cuánto va a costarte todo esto.

—Todo saldrá bien, si Dios quiere, don Rafael.

La diligente Blasa salió con la palangana, en la que se veían trapos y algodones ensangrentados.

El guerrillero de La Aljama se abrochaba la cazadora. Estaba pálido.

El médico guardaba sus instrumentos sucios en el maletín.

Habló el patriota:

—Don Rafael, nunca agradeceremos bastante lo que ha hecho usted por nosotros. Gracias a su ayuda se habrá salvado un buen hijo de España. Pero solo completará su buena obra si sabe olvidar lo que ha pasado aquí esta noche en cuanto salga por esa puerta.

—¿Qué quieres decir, insolente?

—Esto no es cosa de juego, don Rafael. Usted sabe que se está jugando la cabeza como nosotros.

—No sé nada, ni me importa.

—Pues a nosotros nos importa que usted sepa que somos los que tendieron la trampa al convoy.

—¡Toma, eso ya lo suponía sin que tú me lo dijeras!

—Bastaría que usted abriera el pico —continuó el guerrillero— para que los fascistas se nos echaran encima y esta familia lo pasara mal.

—Claro que sí… Ya se lo dije antes a Blas.

—Pero usted es un hombre de corazón, y no será capaz de hacernos una trastada como esa.

—No lo haré, no señor. No lo haré por esta pobre gente. Solo por eso. No entiendo yo esa jerigonza vuestra, ni qué tenga que ver España con que yo le haya sacado una bala del cuerpo a un atracador…

—Doctor, no somos atracadores.

—No entiendo qué otro nombre merecen los que asaltan a la autoridad en despoblado.

—Para nosotros, los de Franco no son autoridad, son… perros rabiosos con los que hay que acabar.

—¡Bueno!… No sé si he hecho bien o mal en esto, pero como médico, he cumplido.

Don Rafael se puso la capa.

El de La Aljama contemplaba a su compañero, que había empezado a lanzar débiles quejidos.

El médico dijo, dirigiéndose a él:

—A ti que te dé la Blasa un litro de leche, si es que todavía no le han requisado la vaca.

Miró en torno suyo; tomó el pulso al enfermo y murmuró:

—Volveré mañana, a ver cómo sigue.

—Mañana… —repitió el guerrillero—. Mañana estaremos lejos de aquí.

El doctor se volvió al mozo.

—¿Marcharse?… ¡Estás loco! Ese infeliz no podrá andar en un mes.

—No podemos estar aquí más tiempo, ni por nosotros ni por esta gente.

—Pero ese chico no irá lejos.

—Tenemos caballos.

—Necesita curarse. Alguno de vosotros tendrá que hacer de galeno… Pero hay que traer medicinas.

—Uno de nosotros irá con usted y las traerá.

—¡Qué disparate! ¿Crees que no están tomadas allá abajo todas las providencias?… ¡Pues no están hilando fino en el Ayuntamiento!

Sonrió el guerrillero.

Viéndolo, dijo el médico:

—¿A que me voy de la lengua?…

—Bueno —dijo el patriota—, arriesgaremos un poco más. Esperaremos hasta mañana… Desafiaremos a los sabuesos de Patas Cortas.

—Qué bien te sabes el apodo del alcalde —dijo el doctor, mirando al de La Aljama.

—Ya ve usted, don Rafael… Allá arriba sabemos más de lo que se cree en el llano.

—Ya lo veo, ya… En fin, vendré a primera hora con lo que hace falta. Podéis dar un poco de leche, rebajada con agua hervida, al herido… y suerte para todos.

—Muchas gracias, don Rafael —dijo el guerrillero—. Y si la cosa se pone más fea de lo que esperamos, no aporte usted por aquí. No se exponga más por nosotros.

Salieron de la alcoba. Ante el hogar, Blasa removía con un gancho los algodones y gasas empapados en sangre.

El guerrillero que parecía el jefe se volvió alarmado hacia la mujer de Blas:

—Está saliendo humo de la chimenea.

—¡Digo!… ¿Y por dónde tiene que salir, hijo?

—Como allá en el monte no se puede hacer humo — dijo otro de los patriotas.

Sonrió el de la transfusión:

—¡Pues no había olvidado que estamos en el pueblo!… Tú, Gil, acompaña aquí al doctor.

—Yo le acompaño —ofreció Blas.

—Mejón que vaya Blasillo —terció Blasa—. Tú estás muy cansado.

—Lo que tiene tu mujer es miedo de que vayas al pueblo a estas horas. Como hay que pasar por el Palomar, y a las pichonas las ha dejado el asalto sin parroquia —dijo el médico, sonriendo.

—¡Válgame Dios!… Qué buen humor tiene usted, don Rafael. Mi marido no está ya para estos trotes. Blasillo, hijo, acompaña al doctor.

Se abrió la puerta y apareció Blasillo. A la luz de la bombilla su rostro estaba rojo y brillante.

—Corre un viento helado que corta, y no se oye volar una mosca —dijo al entrar—. Parece que todo el mundo se ha muerto allá abajo.

Al regreso, el camino en pendiente fue más fácil de andar.

Cerca de su casa el doctor dijo al hijo de Blas:

—Ya puedes irte, galán. Y vete como una bala, no vayas a encontrarte por ahí arriba a alguien que no te guste.

Antes de separarse del médico, Blasillo se acercó mucho a él, pegó su rostro al de don Rafael, y le dijo:

—Don Rafael… Ya sé que usted comprenderá que todos hemos hecho esta noche lo que hemos hecho por caridad cristiana.

—¡Claro, hombre de Dios!… ¡Ni hablar de eso! ¿Qué nos va a vosotros ni a mí con esa gente?

—Si se sabe que han estado en nuestra casa «los del monte», nos colgarán a todos; pero usted no saldrá mejor parado.

—No me gusta ese tonillo…, ¿sabes, mocoso? Todavía tengo arrestos para meterte un pescozón, y…

—Claro que sí, don Rafael… Eso es verdad… Pero no se le olvide que, si se sabe que han estado en mi casa Juan Caballero y sus hombres, a todos nos huele la cabeza a pólvora… ¡Con Dios, don Rafael!

El mozo se apartó del médico:

—¡Eh, tú!… ¡Diablo de gazapo!… ¿Dices que aquel era Juan Caballero?

—Sí, don Rafael.

—¿El que dio sangre al herido?

—El mesmo.

—Pero ¿no andaba por Málaga?

—Esos se corren en la sierra como las estrellas en el cielo.

—Blas… Oye: ¿no es el hijo de…?

—El mesmo, don Rafael; el hijo de Manuel Caballero, el que mataron a palos en La Aljama… ¡Hasta en la Puebla se habló de aquello!

—¡Juan Caballero! —murmuró por lo bajo el médico—. Bueno, Blasillo, hijo mío, vete ya, y suerte.

El reloj del pueblo dio dos campanadas.

—Son las dos. Pronto amanecerá… ¡Adiós, zagal!

—¡Con Dios, don Rafael!

Don Rafael iba pensando: «Algo me decía que lo había conocido antes… ¡Juanele!… ¡Por vida de…! ¡Y qué pronto me conoció! ¡Juanele, el Juan Caballero de la partida!».

Como hubiera llegado ante su casa sacó una llave y se dispuso a abrir, pero en aquel momento la puerta se abrió, dejando paso a su yerno, Pedro Fuentes, y a Vargas, el secretario del Ayuntamiento.

Pedro estaba muy pálido.

Vargas trataba de aparecer indiferente.

Bajo la luna, las figuras de ambos, envueltas en abrigos oscuros, parecían gemelas.

Pedro clavó los ojos negros, escrutadores, en su suegro:

—¿Todavía en la calle? Ya hace tres horas que salió usted del hospital.

—Sí, hijo, pero ¿cuándo descansa un médico? Si el sueño no se ha hecho para nosotros…

—Bueno, a fin de cuentas, ¿de dónde sale usted, papá?

—¿Que de dónde vengo? De traer otro crío a este pícaro mundo. De asistir a un parto. ¡Con lo poco que hay de comer, y que la gente tenga todavía humor para traer niños!… Pero ¿qué manera es esa de preguntar? ¿Es que en el partido os mandan que seáis tan dominantes con la familia? ¿Y a dónde vas tú?… ¡Vamos, creo que también tengo derecho!…

—Yo no dormiré en casa esta noche. Tenemos reunión con las autoridades, y luego guardia en el partido, no sea que les tiente volver a esos…

—¿Volver?… —dijo el médico—. No se deben haber ido de vacío a juzgar por la sangría que han hecho.

—Éntrese ya, papá —dijo Pedro—. Y cuidado con la lengua.

—¡Está bien, hombre! ¡Está bien!

Pedro y su acompañante se alejaron.

Sus pisadas, pariguales, tenían resonancia fúnebre en el callejón del Viento, donde la casa se encontraba.

Era esta de una sola planta, con dos grandes ventanas a la calle, en las cuales, rompiendo la tradición andaluza, no había una sola maceta.

Don Rafael entró en ella. Sin encender la luz, a tientas, corrió el cerrojo de la puerta. Oyó enseguida la sonora palpitación del reloj del comedor y sintió el suave roce de un gato contra sus piernas.

—¿Eres tú, Tiberio?

Al oír su voz, el gato empezó a maullar débilmente.

—Sí; ya sé que quieres comer… Pero en el pueblo hay muchos como tú, y nadie se queja…

Extendiendo los brazos para no tropezar anduvo un corto pasillo que le separaba de la sala. Una vez allí, advirtió que en la alcoba de su hija y de Pedro había luz. Vislumbró a Natividad, envuelta en su chal de lana morada, trenzado el cabello negro sobre los hombros finos, sentada a los pies de la cama.

—¿Es usted, papá?

La voz de Nati llegó del fondo de la casa.

—Yo soy, hija… ¿Por qué no te acuestas? Hace mucho frío… Tenemos vendaval en puerta.

2

—Onos adelantamos a ellos o nos dan morcilla.

Patas Cortas dio un puñetazo en la mesa.

El vaso de vino que el alcalde tenía delante saltó bruscamente, y se derramó sobre el abrigo del propio jefe municipal, enfureciéndole más.

—Necesitamos hacer una gorda porque, si no, tenemos partiditas hasta en la sopa. ¿Qué ha pasado en Villanueva? ¿Qué ha pasado en Hoya del Río?… ¡Y todo por tener mano blanda!

Intervino el sargento de la Guardia Civil:

—Dispense, señor alcalde. En todos esos lugares la Benemérita había sentado la mano a los rojos.

—¡Sentar la mano! —repitió el alcalde—. Unos fusilamientos con lujo de proceso y todo… ¡Hum!…

Patas Cortas se rebulló en su sillón e hizo una mueca horrible, mostrando su dentadura de oro.

—¡Quiero aquí un escarmiento!

—Lo habrá, señor alcalde.

—Vamos… ¿Está ahí ya el informe oficial?

—Aquí está, señor alcalde.

Pepe Vargas, el secretario, sacó el informe en que se registraba el ataque guerrillero acaecido horas antes en el lugar, y empezó a leerlo:

—«Puebla del Alcor, a seis de marzo de 1942. Al excelentísimo señor gobernador…».

—¡Al grano! ¡Al grano! —gruñó el alcalde.

—«Por la presente manifestamos a V. E. que, a las siete de la tarde del día de la fecha, una partida…».

—¿Qué es eso de partida? —interrumpió Patas Cortas—. ¿Así se cumplen aquí las disposiciones? Borra eso y pon «banda»; eso es: «banda de forajidos». Sigue.

—«Una banda de forajidos asaltó el convoy que conducía el Ejército, escoltado por cuatro parejas de la Guardia Civil y una motorizada. A la altura del kilómetro ocho de la carretera general de Puebla del Alcor…».

El alcalde volvió a interrumpir al secretario del Ayuntamiento, mientras se sonaba ruidosamente la nariz:

—Y volverá a ocurrir, porque esos bandoleros tratan de entorpecer el artillamiento de Sierra Carbonera… ¿No es eso? —Miraba a los hombres que le acompañaban—. A ver, qué más.

—«El convoy se componía de dos camiones de víveres, dos de municiones y ametralladoras…».

—Todas ellas flamantes y de la mejón calidad… —remachó el jefe municipal.

—«… y el resto —prosiguió tímidamente el funcionario del municipio— de cemento, destinado a las obras de defensa que se llevan a cabo en…».

—Etcétera, etcétera —tornó a interrumpir el alcalde a su subordinado.

—«Las bajas por nuestra parte…».

—¿Eh? ¿Qué has puesto?

—La verdad, señor alcalde.

—¡La verdad! ¡La verdad!… Pon ahí lo que yo te diga: «Ligeras bajas por nuestra parte, y numerosos muertos al enemigo».

—¿Qué dice usted, sargento Ávalos? No podemos dejar en mal lugar a la Benemérita.

—Lo que usted diga, don Justo.

—Sigue, muchacho —ordenó el alcalde al secretario.

Justo Fuentes, alcalde en Puebla del Alcor, más conocido por Patas Cortas, se retrepó en su asiento.

Se perdía casi en la inmensidad del sillón de alto respaldar, y sus brazos se extendían sobre la mesa, mientras los dedos de la mano derecha, llenos de sortijas, tamborileaban con impaciencia sobre el vaso que tenía delante. La cabeza, de pelo hirsuto, se le hundía entre los hombros anchos y carnosos. Tenía las facciones abultadas, los ojos pequeños y vivos, y pobladas las cejas. Envolvía su figura un amplio abrigo, color gris, y su cuello sanguíneo lo ceñía una bufanda de lana blanca.

A su derecha estaba su hijo, Pedro Fuentes, seco y pálido, jefe de la Falange local y administrador de la Crepa, organismo fiscalizador de Abastos. A su izquierda se veía al sargento Ávalos, jefe de la Guardia Civil en Puebla del Alcor, y al teniente Darío Laguardia, responsable del acantonamiento militar del pueblo. No faltaban Andrés Sánchez, secretario general del sindicato falangista, ni otros representantes de la autoridad y fuerzas vivas del lugar.

Presidiendo la sesión en la sala de actos del Ayuntamiento, de blancas paredes lisas, se veía el retrato de Francisco Franco, luciendo la banda de «generalísimo» fascista.

—«Certifican lo anterior —continuó el secretario— el jefe de las fuerzas militares, teniente Laguardia; el sargento de la Guardia Civil, Néstor Ávalos, y los miembros del referido Cuerpo, números… Faltan las firmas».

—¡Enterados! —resumió, tajante, el alcalde—. Nos matan a varios hombres y no sabemos a quién le debemos la gracia… Y nosotros aquí escribiendo cartitas al gobernador. Yo no soy melitar ni ocho cuartos, pero, vamos, eso de que no se hayan hecho prisioneros, no cabe en mi caletre. Eso más que estupidez se llama traición… ¡Ahí le duele!… ¡Traición!…

Bajó de color el de la Benemérita:

—Señor alcalde: en el Cuerpo al que me honro en pertenecer, no hay traidores. Y si se pone en cuarentena la honorabilidad de mis hombres, me veré obligado…

Dio un salto en su sillón el alcalde:

—¿Renunciar usted? ¿Quién habla de eso, sargento? ¿Renunciar una joya del «movimiento salvador»? ¡Ni por pienso!

—No digo yo eso, pero sí abrir paso a una investigación seria, que determine responsabilidades.

—Si se pone en duda el patriotismo del Ejército y su lealtad al Caudillo… —insinuó el jefe del acantonamiento militar.

—Veo que no se me ha interpretado como es debido, señores —dijo Patas Cortas—. Quiero decir que debe procurarse siempre hacer prisioneros, para hacer de cantá, ¿está claro?

Intervino Pedro Fuentes:

—Mi padre cree que así nos sería ahora más fácil saber con qué clase de enemigo nos las habemos, ¿verdad, papá?

—Exactamente. Ignorando qué banda tenemos enfrente, siempre llevamos las de perder.

—Eso es verdad —aprobó el benemérito.

—Pero a lo hecho, pecho. Ya solo queda tomar providencias para el futuro y castigar a los culpables… Porque no cabe duda de que en el pueblo hay compinches de esos criminales… Me gustaría conocer la opinión del teniente Fuentes en este caso.

Pedro Fuentes había adquirido el grado de teniente en el Ejército franquista durante la guerra, y al retirarse a la vida civil habíasele conferido el cargo administrativo «por méritos contraídos en campaña». Para todos seguía siendo el teniente Fuentes, y a su padre, el alcalde, le agradaba aludir al grado militar de su hijo en los momentos que consideraba solemnes.

—Por mi parte —dijo Pedro—, debo insistir en lo que vengo diciendo a los camaradas del partido: en Puebla del Alcor hay más rojos de lo que parece.

—Pero… —trató de intervenir el teniente Laguardia.

—Dispense, teniente —prosiguió Pedro Fuentes—. Ya sé lo que va usted a decir: «En Puebla se hizo justicia integral». Es un criterio anticuado. En los primeros días del Movimiento se dieron muchos paseos, es cierto, pero ¿qué ha pasado en otros lugares? La justicia total, que de momento parece amedrentar al enemigo, a la larga le fortalece si uno se echa a dormir. No podemos subestimar el tesón de los otros. Los rojos fuera de la ley luchan bien. Han aprendido de los bolcheviques rusos. No, camaradas. No hay que dormirse en los laureles. Hay que mimar la revolución. Todo aquel que no está de corazón con nosotros es un enemigo embocado. Estamos rodeados de rojos. No importa que hoy vayan a misa y digan «Arriba España»; son enemigos. Lo vemos en los chistes que circulan; lo vemos en los sindicatos. Los trabajadores no van a las reuniones, ni se interesan en el movimiento sindical. ¿Eso qué significa? Yo lo veo en el trato con los campesinos. El Servicio Nacional del Trigo se ha visto en la pena, más de una vez, de aplicar a nuestra administración el calificativo de «Ayuntamiento moroso», debido a la resistencia del campesino a entregar la cosecha al Gobierno. Estamos adoptando medidas fuertes, ya que la situación económica del país es catastrófica, como todos sabemos. Para el beneficio del erario, hemos establecido ahora contribución por los almacenes de aperos de labranza, por el ganado y por los perros. ¡Que se enteren quién manda ahora en España!

—¡Muy bien! —exclamó el alcalde.

Los miembros de la reunión creyeron oportuno imitar al jefe municipal y dijeron a su vez:

—¡Muy bien!

Los reunidos parecían emocionados por la elocuencia del vástago del alcalde; movían las cabezas y se sonaban las narices.

Excitado por su triunfo, Pedro continuó:

—El generalísimo expedirá en estos días un decreto que obligará a los campesinos a entregar la cantidad de trigo que se les señale, siembren o no siembren.

—¡Ese es el camino! —volvió a exclamar el alcalde.

—Ya habrán comprendido ustedes los alcances de esta disposición —creyó oportuno aclarar Pedro—. Ahora los campesinos tendrán que sembrar, ya que de todas maneras deberán responder ante el Servicio Nacional del Trigo.

—El Caudillo es un estadista genial —dijo el de los sindicatos verticales.

—Eso está bien dicho, pero el movimiento se demuestra andando —dijo Pedro Fuentes—. Hay que colaborar, cada uno desde su modesto lugar. Ha llegado el momento de salir de esta apatía que se observa en el pueblo, de esta condescendencia con el enemigo…

—Es lo que yo digo —volvió a meter baza al alcalde—. ¡Se acabaron las contemplaciones! Van a saber quién es el alcalde. Usted, teniente, ¿cómo está de fuerzas?

—Eso depende del número de atacantes… Aún no sabemos a quién tenemos delante —contestó Laguardia.

—¡Ahí le duele!…

—No deben ser pocos desde el momento en que les fue fácil el asalto al convoy —dijo Pedro.

—Últimamente decían que andaba cerca el Vidrio — dijo uno de las fuerzas vivas.

—Menos mal —habló un comerciante—. Creo que es más numerosa la partida del Torrente de Andalucía.

—Pues no se coman ustedes de vista a Juan Caballero…

Al oír este nombre el alcalde se estremeció en su sillón.

—Señores —volvió a tomar la palabra—: les repito que no es patriótico hablar de partías en ese tono. Lo de esta noche solo ha sido un aviso, que no debemos dejar de tener en cuenta, pero nada de temblar; garrotazo y tente tieso.

—¡Muy bien, señor alcalde!

—Procede hacer una visita domiciliaria en las próximas horas —dijo el hijo del alcalde—: eso siempre da buen resultado.

—Me gusta la idea —dijo Patas Cortas.

—El partido se pone a las órdenes de la Benemérita para tan patriótica labor —ofreció el jefe falangista.

—Los campesinos son muy socarrones —intervino el sargento de la Guardia Civil—, pero una visita intempestiva les impone un tantillo…

—Veo que estamos de acuerdo, y creo oportuno levantar la sesión —anunció el alcalde.