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En la pasión y el amor no había reglas que valieran… Marisa Donato, dueña de una tienda de lencería, quería tener un hijo lo antes posible, pero no enamorarse de un posible candidato a ser padre. ¿Debería acudir a un banco de esperma o tener un bebé del modo tradicional? Entonces recibió la visita de su mejor amigo, Jake, cuyo aspecto hacía estragos en su compostura… y en su resistencia. Jake Carmichael deseaba a su amiga, pero no se consideraba digno para el amor verdadero o la familia. Cuando se ofreció a Marisa para ser el padre de su hijo, en su corazón albergaba ser su amante para toda la vida. Pero cuando la pasión empezó a desbordarse, ¿podrían los dos controlar un amor que rompía todas las reglas?
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Seitenzahl: 149
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Michelle Celmer. Todos los derechos reservados.
JUEGO DE NIÑOS, Nº 1322 - septiembre 2012
Título original: Playing by the Baby Rules
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0847-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
–Te lo digo en serio, Lisa, lo que tú necesitas es una cánula.
–¿Qué?
–Una de ésas que se usan para regar el pavo cuando lo metes en el horno.
Marisa Donato levantó la mirada de la caja de velas aromáticas que estaba guardando en la estantería y fulminó a Lucy López, su demenciada socia, con la mirada.
–¿Que me fecunde con una cánula? Lo dirás de broma.
–Si tanto te disgusta el sexo, ¿por qué no?
Marisa hizo una mueca cuando dos chicas que estaban eligiendo sujetadores se miraron, divertidas. Hablar de sexo seguramente sería normal cuando la tienda era un sex shop, pero desde que ella la transformó en Secretos Íntimos, una boutique de ropa interior, la mercancía sexual era algo del pasado. El lenguaje descarado de su socia era, sin embargo, algo a lo que Marisa todavía no había podido poner freno.
–No me disgusta el sexo –le dijo en voz baja–. Me disgusta «ése» tipo de sexo. Y aunque considerase la idea de fecundarme con un artilugio de cocina, que no pienso hacerlo, ¿de dónde voy a sacar el... material genético?
Sin pensar en las clientas, Lucy contestó:
–No lo sé. ¿En un banco de esperma?
La respuesta fue una risita al otro lado de la tienda.
Marisa hizo una mueca.
–No creo que una pueda entrar y decir: «Hola, quiero retirar un depósito». Además, me parece una cosa rarísima.
–Bueno, pues olvidemos lo de la cánula –suspiró Lucy, sacando una caja de cerillas para encender una vela de sándalo–. ¿Por qué no haces lo que habíamos pensado desde el principio, fecundarte artificialmente?
–El médico me ha dicho que las posibilidades de éxito son de un diez a un quince por ciento por cada ciclo menstrual y se supone que es uno de los especialistas más importantes de Michigan. Así que podría costarme una fortuna. Me ha recomendado que lo haga de la forma natural.
–O sea, que o te gastas una fortuna o lo haces como todo el mundo.
–Exactamente. Y por culpa de la endometriosis, podría tardar meses en concebir.
Lucy apoyó los codos en el mostrador.
–Lo que tú necesitas es un hombre que quiera mantener relaciones sexuales sin compromiso.
–Sí, supongo que sí –suspiró Marisa, con un nudo en el estómago. Irónicamente, a su madre le habría encantado. Un hombre diferente cada noche y estaría en la gloria.
–¿Y qué hombre no aceptaría eso? –rió Lucy–. En Royal Oak por lo menos tiene que haber doscientos.
Eso era lo que ella se temía. La idea de mantener relaciones sexuales con un extraño le parecía tan... asquerosa. Desgraciadamente, se estaba quedando sin alternativas.
Lo que había empezado en su adolescencia como un par de días desagradables en cada ciclo menstrual era ahora un dolor insoportable. El chequeo anual con su ginecólogo reveló lo que ya sospechaba: que la operación era inevitable. Y si quería tener un niño, tendría que hacerlo rápidamente.
Los medios artificiales le habían parecido la respuesta hasta que descubrió que costaba un dineral y que el porcentaje de éxito era más bien pequeño. La adopción de un niño extranjero también costaba una fortuna y que una chica soltera adoptase un niño del país era casi imposible.
Siempre existía el convencional «casarse y tener familia», pero los ochos divorcios de sus padres le habían enseñado una lección: la felicidad marital no era para ella. Cuando se fue a la universidad ya había perdido la cuenta de los «tíos» que vivieron con ella y su madre. Tíos que, cuando Marisa empezó a desarrollar, la miraban de una forma que la ponía enferma. Nunca se atrevió a dormir sin echar el cerrojo en su habitación. Por si acaso.
En sus circunstancias, debería haber olvidado lo de tener niños, pero últimamente cada vez que se cruzaba con una madre empujando un cochecito la habitual punzada de envidia se convertía en un angustia infinita. Marisa deseaba con todas sus fuerzas tener el cariño incondicional de un hijo y darle todo el amor que llevaba guardado en el corazón.
Pero, ¿acostarse con un extraño? ¿Podría bajar tanto el listón cuando llevaba toda la vida evitando esa frívola existencia?
–No sé si puedo hacerlo –le dijo a Lucy–. Y si pudiera, tendría que ser alguien con quien quisiera acostarme. Y, sobre todo, un hombre al que quisiera como padre de mi hijo.
–Tiene que haber alguien –suspiró su socia y amiga, apartándose un rizo de la frente–. A ver, dime qué estás buscando.
Marisa se sentó en el taburete que había tras la caja registradora.
–Bueno, para empezar, debería estar sano y no tener ninguna enfermedad genética.
–Me parece razonable. Tendrías que pedirle un historial médico. ¿Algo más?
–Tendría que ser atractivo. No hace falta que sea guapísimo, sólo razonablemente guapo. Y agradable. No podría acostarme con alguien que no me gustase.
–Eso no suena tan difícil –dijo Lucy, contando con los dedos: guapo, agradable, sano... ¿a quién conocemos que responda a esa descripción?
En ese momento sonó la campanita de la puerta y Marisa levantó la cabeza para saludar a la nueva cliente... pero no era una cliente. Era su mejor amigo, Jake. Con cara de agobio por el asfixiante calor de julio, camisa hawaiana y sandalias.
–Hola, chicas.
Marisa miró a Lucy, Lucy la miró a ella y las dos se volvieron para mirar a Jake.
–¿Marisa?
¿Ella y Jake? Sí, seguro. La idea era tan absurda como lo de la cánula del pavo. Jake y ella eran amigos desde el instituto. Sí, al principio le gustaba. En realidad, Jake Carmichael le gustaba a todas las chicas del instituto.
Pero ya no era una niña. Y no se arriesgaría a destrozar su amistad. Era demasiado importante para ella.
Marisa negó con la cabeza.
–De eso nada.
Jake miró de una a otra, sorprendido.
–¿Qué pasa?
–Nada –sonrió Marisa–. Pensé que estarías toda la tarde en el estudio.
–Necesitaba descansar un rato –dijo él, señalando la puerta–. Tengo sándwiches en el jeep y pensé que te apetecería comer en el parque.
–Qué buena idea –sonrió Lucy–. ¿A que es un chico muy agradable?
–Sí, Lucy, es muy agradable –asintió Marisa, enviándole un mensaje con la mirada: «cierra el pico».
Desgraciadamente, a su socia no se le daba bien entender los mensajes cifrados.
–Y hoy estás guapísimo, por cierto, Jake.
Él se pasó una mano por el pelo.
–¿De verdad?
–Desde luego. Y pareces muy sano. Seguro que en tu familia no hay ninguna enfermedad genética.
Bajo el mostrador, Marisa le dio un pisotón a su amiga, sin dejar de sonreír.
–¡Ay!
–Jake, me reuniré contigo enseguida. Espérame fuera.
Él las miró con cara rara, pero se encogió de hombros.
–He aparcado al final de la calle.
La puerta apenas se había cerrado cuando Lucy abrió la boca...
–¡No! –la interrumpió Marisa–. No lo digas.
–¿Por qué no? Sería perfecto. ¿Cómo puedes ser amiga de un hombre como Jake y no querer acostarte con él? Es incomprensible.
Marisa saltó del taburete, sacó el móvil de su bolso y lo guardó en el bolsillo.
–Nosotros no tenemos ese tipo de relación.
–¿Por qué no?
–Porque no. Y la idea de buscar a un extraño para quedarme embarazada... es repulsiva. No puedo hacerlo, Lucy. Tendremos que pensar en alguna otra solución.
Las chicas que estaban buscando sujetadores se acercaron entonces.
–¿No era ése Jake Carmichael, el saxofonista? –preguntó una de ellas, dejando un sujetador rosa sobre el mostrador.
Admiradoras. Uf.
–El mismo –dijo Marisa.
La que hablaba le dio un codazo a la otra.
–Ya te dije que era él. Jo, está buenísimo.
Marisa levantó los ojos al cielo.
–¿Queréis una vela aromática?
–Te he visto en el bar donde toca –siguió la chica–. Siempre estás sentada en la primera fila. ¿Es tu novio?
–Bueno, es que no podemos decir nada –sonrió Lucy, conspiradora–. Aún no es oficial.
–No se lo contaremos a nadie. ¿Verdad que no?
Su amiga asintió, entusiasmada.
–No se lo contaremos a nadie. Te lo prometo.
–Bueno, si lo prometéis... –dijo Lucy, inclinándose un poco–. Están prometidos. Van a casarse en primavera.
–¿De verdad? –a la chica del sujetador no pareció hacerle mucha gracia–. Qué suerte tienes.
Marisa sonrió.
–Le diré que me he encontrado con dos de sus fans. Le hará ilusión.
De eso nada. A pesar de su popularidad, Jake siempre sería el mismo. Lo de las fans le ponía la piel de gallina.
–Podrías presentarnos –insistió la chica–. Así le pediríamos un autógrafo.
–O un mechón de pelo –murmuró Lucy.
Marisa se mordió el carrillo para evitar una carcajada.
–Seguro que podríamos arreglarlo –dijo, guardando el sujetador en una caja–. Volved cuando queráis.
Cuando las clientas salieron, Lucy hizo un gesto de disgusto.
–Jo, qué pesadas son las fans.
–Y tú no deberías contar tonterías.
–¿Por qué no? Era una broma. Y sobre el asunto del sexo...
–No –la interrumpió Marisa–. No vamos a hablar más del tema.
–Venga...
–No. Me voy, volveré dentro de un rato –dijo, abriendo la puerta–. Llámame al móvil si pasa algo.
–Piénsatelo –insistió Lucy–. ¡Jake sería perfecto!
Marisa estaba despidiéndose de la bocazas de su amiga y, al volverse, chocó contra un sólido torso masculino.
–¡Eh! ¡Qué prisas! –sonrió Jake.
La puerta se cerró entonces, golpeándola en el trasero y empujándola hacia él. Marisa apoyó una mano en su torso y, por primera vez, se percató de que era un torso duro, lleno de músculos. La repentina imagen que apareció en su mente, es decir lo que Jake y ella tendrían que hacer para tener un niño, hizo que sintiera un escalofrío.
Ella nunca había pensado en Jake de esa forma... Todo era culpa de Lucy, se dijo.
Pero no podían hacerlo. Imposible.
–¿Para qué soy perfecto? –preguntó él entonces, tomándola del brazo.
¿Lo había oído? Horror.
Jake tenía unas manos grandes y fuertes, pero el roce era sorprendentemente delicado. Y Marisa tuvo que hacer un esfuerzo para apartarse.
–¿Qué te pasa?
Se dio cuenta entonces de que estaban en medio de la acera, interrumpiendo el paso. Y se dio cuenta también de que sentía calor no sólo en el brazo, sino en otras zonas de su cuerpo.
–Estoy bien. Vámonos.
–¿Para qué sería perfecto? –insistió él.
–Para nada –contestó Marisa. Sentía las gotas de sudor cayendo por su escote... Debía haber más de cuarenta grados en la calle, pero el sol no tenía la culpa. Sin duda, Lucy había conseguido su propósito. Si hubiera mantenido la boca cerrada...
–Después de diecisiete años, sé cuándo estás mintiendo –sonrió Jake–. Venga, dímelo.
–Es mejor que no lo sepas.
–¿Por qué?
–Porque sí.
–Marisa, ¿por qué te has puesto colorada?
Por favor...
–Venga, date prisa –lo interrumpió ella, casi corriendo hacia el jeep. Como Jake le sacaba una cabeza, no tenía ningún problema para seguirla, mientras a ella estaba a punto de darle un infarto.
–No voy a dejar de preguntar, así que será mejor que me lo digas.
–No puedo.
Él pestañeó con esas pestañas que serían la envidia de cualquier mujer.
–Por favor.
–No.
–Por favor, Marisa, porfa...
Estaba segura de que seguiría incordiándola hasta que se lo dijera, de modo que...
–Venga, dímelo. ¿Para qué sería perfecto?
–Sexo, Jake –dijo ella por fin–. Lucy cree que serías perfecto para un revolcón.
¿Sexo?
Jake caminaba hacia el parque en asombrado silencio. ¿Lucy pensaba que él sería perfecto para un revolcón? A él no le iban las relaciones formales, pero un revolcón, así, en frío...
–Ya te lo advertí –suspiró ella al ver su cara–. Pero como te has puesto tan pesado...
De nuevo, se había dejado llevar por la curiosidad, pero algún día aprendería a no meter las narices donde no debía, pensó. ¿Cuántas veces, de niño, su curiosa naturaleza provocó que su padre le pegara con el cinturón?
Cuando llegaron al parque, fueron caminando automáticamente hasta el roble que había al lado de la fuente. Bajo un palio de hojas y ramas, él extendió la manta y dejó en el suelo la nevera portátil. Después, se quitó la camisa, hizo una pelota con ella y apoyó la cabeza.
Marisa se sentó a su lado, apartándose el largo pelo castaño de la cara.
–¿No vas a decir nada?
–Es que no sé qué decir.
Marisa arrugó el ceño y él levantó los ojos al cielo. No quería herir sus sentimientos... pero, ¿Lucy?
–Lucy es muy agradable y sé que sois muy buenas amigas, pero... no es mi tipo.
–¿Lucy? –repitió ella. Entonces soltó una carcajada.
Marisa tenía una risa musical y a él le encantaba hacerla reír, le gustaba verla feliz. Aunque estaría bien saber de qué demonios se estaba riendo.
–¿Te importaría compartir la broma?
–¿Crees que Lucy quiere acostarse contigo?
–¿No es eso?
Marisa volvió a soltar una carcajada.
–No te preocupes, Jake. Lucy no quiere acostarse contigo. Hablaba hipotéticamente.
–Ah, bueno. Pues supongo... que me siento halagado.
Lo que realmente quería saber y nunca se atrevería a preguntar era qué pensaba ella. Y por qué habían estado hablando de ese tema. ¿Marisa habría pensado alguna vez en él como hombre y no como amigo?
No. Imposible. Mejor decirse que era imposible que albergar absurdas esperanzas. Jake había aprendido a no esperar algo que nunca iba a ocurrir. Especialmente «eso».
Él no estaba destinado a casarse y tener hijos. Si lo hiciera, lo lamentaría siempre. Aunque si las cosas fueran diferentes...
Pero las cosas no eran diferentes. Nunca lo serían y de vez en cuando tenía que recordarse eso a sí mismo.
Jake abrió la nevera portátil y sacó dos sándwiches, una ensalada de patata y dos refrescos.
–¿De atún o de pollo?
–No deberías ir por ahí medio desnudo –dijo Marisa, tomando el sándwich de pollo–. Todas las chicas del parque te están mirando.
Jake miró alrededor y notó que varios pares de ojos femeninos estaban clavados en él. Pero cuando se volvió hacia Marisa comprobó que ella estaba muy ocupada quitando la cebolla de su sándwich.
Sonriendo, tiró de la manga de su blusa, preguntándose cómo no se derretía con aquel calor. Por razones que nunca entendería, Marisa siempre escondía sus voluptuosas curvas bajo metros de tela.
–Me pondré algo si tú te quitas algo.
–Eres muy gracioso.
–Lo digo en serio. Tienes un cuerpo muy bonito. ¿Por qué vas siempre tan tapada?
–Creeme, si tú tuvieras el cuerpo que yo tengo también irías tapado.
–A muchos hombres les gustan las mujeres voluptuosas.
«¿A ti te gustan las mujeres voluptuosas?», le habría gustado preguntar. Pero no lo hizo. Para empezar, porque sabía que le gustaban altas, rubias y flacas, la antítesis de ella misma, que era bajita, morena y llena de curvas. Y segundo, porque daba igual. Jake era su mejor amigo, su colega. Él no la miraba como a una mujer.
–A lo mejor a mí no me gustan los hombres a los que les gustan las mujeres con curvas.
Sabía exactamente a qué clase de hombre le gustaban las mujeres como ella: la clase de hombre que sólo busca sexo. La clase de hombre que su madre solía llevar a casa. La clase de hombre que, cuando se cansaba de su madre, se volvía hacia ella. Una adolescente. Aunque ninguno la había tocado nunca, sus miradas eran suficiente como para que se sintiera sucia.
Quizá su madre podía vivir así, pero ella no; ella nunca sería ese tipo de mujer.
Al otro lado del parque oyó las risas de los niños y se obligó a sí misma a no mirar. Ella no podría acostarse con un extraño. Tendría que aceptarlo y ahorrar lo suficiente para someterse al proceso de fecundación artificial o para adoptar un niño. Hasta entonces no habría niños en su vida. Y si no podía pagarlo o el proceso de fecundación no funcionaba, tendría que aceptar que no iba a ser madre. Así de sencillo.
La posibilidad era como un cuchillo en su corazón y, por un momento, estuvo segura de que se le estaba rompiendo.
–¿Marisa? ¿Qué te pasa, estás llorando?
Jake alargó la mano para tocar su cara y, avergonzada, ella se secó las lágrimas con la mano.
–Lo siento. Lo decía de broma. No quería herir tus sentimientos.
–No has sido tú. Es que... hoy tengo muchas cosas en la cabeza. Ya sabes, lo de los niños.
Él se dio un golpe en la frente.
–El especialista en fertilidad. Se me había olvidado. ¿Qué te ha dicho?
–No parece que vaya a pasar pronto –murmuró Marisa, dejando caer las lágrimas–. Pero da igual, no te preocupes.
Jake había aprendido tras años de experiencia que soledad era lo último que Marisa deseaba en un momento como aquél. Tenía la mala costumbre de darle mil vueltas a las cosas hasta que acababa deprimiéndose.
–Ven aquí.
Ella lo miró, sus ojos marrones llenos de pena.
–Estoy bien, de verdad.
–No, no estás bien. Sé lo que significa para ti tener un hijo –dijo Jake, acariciando su pelo. Marisa lloraba, dejando que las lágrimas rodasen por su rostro y cayeran sobre su torso, hasta la cinturilla del pantalón. La sensación era casi... erótica.