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La solución estaba en la falda. Corie Benjamin era una chica de provincias dispuesta a vivir una aventura y experimentar todo lo que la vida le deparara. Pero de lo que no estaba segura era de querer vivir una noche de pasión con el periodista Jack Kincaid, que la había arrastrado a la ciudad con la excusa de que tenía información sobre su padre... Sin embargo, pese a todo, Corie no podía pensar en otra cosa más que en llevárselo a la cama. Claro que quizá cambiara de opinión cuando descubriera sus verdaderas intenciones...
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Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Carolyn Hanlon
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Jugando con la tentación, n.º 1280 - julio 2015
Título original: Flirting with Temptation
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6878-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Querida señora H,
¡Espectacular! Es la única palabra que se me ocurre para describir sus fotos de boda. El verde fue la elección perfecta para los trajes de las damas de honor. Pero lo cierto es que nuestros gustos siempre coinciden.
Mi investigación para el guión va bien. Las dos jóvenes que alquilaron mi apartamento me han dado muchas ideas. Les he prestado la falda que atrae a los hombres a las dos, y la aventura sin duda ha comenzado. La falda ha perdido algo de poder desde que me la dio. No se creería las visitas masculinas que han recibido estas jóvenes; desde obreros de la construcción macizos hasta investigadores de secuestros alienígenas. ¡Se lo digo en serio! Y yo que pensé que lo había visto todo cuando vivía en Manhattan.
Ya he acumulado muchas notas. El camino del verdadero amor nunca es fácil; ni siquiera con un poco de ayuda de la falda mágica.
Como le mencioné en mi última carta, me ha costado mucho encontrar a una tercera inquilina, gracias a todas las obras de construcción de otros edificios de esta manzana. Con suerte mi antiguo compañero de fraternidad, Jack Kincaid, no me fallará. Conoce a una joven, la bibliotecaria de una facultad en Fairview, Ohio. Si puede convencerla para que se venga, tal vez consiga el mejor tema de investigación. Su historia tiene posibilidades para ganar un Óscar al mejor guión: asesinato, desconcierto, viejos secretos del pasado y, por supuesto, amor de verdad.
Después más. Dele recuerdos a Pierre, y a Cleo y Antoine y a su nueva camada de cachorros. Y digales que la leyenda urbana de la falda sigue viva en San Francisco.
Ciao.
Franco Rossi.
«San Francisco, allá voy…»
Mientras aparcaba el coche delante de su casa, Corie Benjamin intentó ignorar la cantinela que llevaba todo el día repitiendo con el pensamiento. Nada más apagar el contacto, fijó la vista en el sobre que había recibido ese día y que había dejado en el asiento del pasajero. Dentro había un billete de avión a San Francisco. Aunque aún no había accedido a utilizarlo, Jack Kincaid se lo había enviado de todos modos. Sin duda aquel hombre sabía cómo tentar a una chica.
Tomó el sobre y pasó los dedos sobre su nombre escrito en la parte de atrás. La primera vez que había tenido noticias de él, le había dejado un mensaje en el contestador automático diciéndole su nombre y cómo contactar con él en La Crónica de San Francisco. Cuando lo había escuchado por segunda vez su voz la había embelesado del todo. Era una voz suave, sonora, con un acabado algo ronco; esa era la única descripción que se le ocurría. Ella le había devuelto la llamada, y lo que le había dicho él le había dejado aturdida. Si volaba a San Francisco, la ayudaría a encontrar a su padre.
A su padre. Jack Kincaid no podría haberle dicho algo más tentador. Se había pasado toda la vida preguntándose cosas sobre el hombre del cual su madre nunca había querido hablar. ¿Se parecería a él? ¿Sería él la razón de su desasosiego, de que se sintiera insatisfecha con la vida que llevaba en Fairview?
Mientras se abrazaba el sobre al pecho sin darse cuenta, pensó en que tal vez no le gustasen las respuestas que podía encontrar si viajaba a San Francisco.
Y tenía sus obligaciones para con la biblioteca. Dejarlo todo y marcharse a San Francisco sería algo irresponsable… aunque también atrevido y maravilloso.
Para sus adentros se repitió que no debía actuar impulsivamente, tal y como le había dicho su madre cientos de veces. La primera vez que Isabella Benjamin había dicho esas palabras Corie tenía seis años. Se había tirado del tejado después de leer Peter Pan y se había pasado seis semanas en cama con una pierna rota. Sin embargo, la cautela no era parte de su naturaleza. Tenía que trabajar en ello constantemente.
Miró su reloj y corrió a casa. En menos de cinco minutos Jack Kincaid la llamaría para preguntarle si iba o no a utilizar aquel billete. La decisión estaba en sus manos.
–¡Eh, Corie!
La había pillado, pensaba Corie al llegar al último escalón del porche.
–Buenas tardes, señora Ponsonby.
Como la madre de Corie había muerto dos meses atrás, Muriel Ponsonby, la pregonera de Fairview, había hecho su misión en la vida vigilar a Corie.
–Qué pronto has llegado hoy –con los ojos entrecerrados Muriel se acercó a las escaleras de su porche–. ¿Te encuentras bien?
Corie sonrió a Muriel de oreja a oreja.
–Estoy bien. Hace un día tan precioso que decidí salir un poco antes del trabajo.
Muriel frunció el ceño.
–¿Irás al club de bridge esta noche?
–No me lo perderé.
Muriel se había encargado de que Corie hubiera sido invitada a ocupar el puesto de su madre en el club de bridge, el grupo que se dedicaba a charlas sobre novelas y a hacer colchas. Corie agarró con fuerza el billete de avión. Si se quedaba en Fairview tendría la vida ya planeada. Se convertiría en su madre.
–He oído que te han llevado una carta certificada a la biblioteca hoy. De San Francisco. Espero que no sean malas noticias.
Corie sintió la tentación de decirle que era su amante de San Francisco que había conocido por Internet y que le había enviado un billete para ir a verlo.
Pero si hiciera eso, Muriel y todo el grupo que hacía colchas irían a intervenir. Desde que se había lanzado del tejado para volar, había tenido fama de temeraria; y una no se libraba nunca de la mala fama en Fairview.
–No es más que un artículo que pedí para Dean Atwell; sobre setas venenosas.
–¿Setas venenosas? –dijo Muriel, poniendo una cara como si fuera un perro rastreando un nuevo olor–. ¿Y para qué querrá algo así?
Muriel no esperó respuesta. En unos minutos las líneas telefónicas se calentarían, ya que todo el mundo en Fairview sabía que el divorcio de Dean Atwell no iba bien. De modo que Corie aprovechó para meterse corriendo en su casa. Había salido antes del trabajo para poder reflexionar tranquilamente; miró el reloj y vio que le quedaban menos de quince minutos para tomar la decisión de ir o no ir a San Francisco.
Si se marchaba a San Francisco tendría la oportunidad de escapar, de convertirse en una mariposa. Y, sobre todo, tendría la oportunidad de conocer al hombre que bien podría ser su padre y tal vez descubrir por qué su madre había mantenido en secreto su existencia todos esos años. Tal vez consiguiera llegar a entender por qué no era feliz con la vida que su madre había elegido. Y tal vez, sólo tal vez, podría averiguar quién era ella realmente.
Sólo de pensarlo se le formó un nudo de emoción en el estómago. Pero entonces miró la fotografía que tenía sobre la mesilla de noche. Los ojos de Isabella tenían una expresión tan seria; la misma expresión de su lecho de muerte, donde le había hecho a Corie prometerle por enésima vez que no se marcharía de Fairview.
–Sé que te prometí que no saldría de Fairview.
Ese tipo de promesas deberían ser sagradas, pero no era justo. Le habría prometido cualquier cosa a su madre durante esos días. La enfermedad había llegado de repente; un catarro mal curado que se le había extendido por los pulmones, y cuando los médicos lo habían tratado con antibióticos había sido demasiado tarde. Cori tocó la cara de su madre en la fotografía.
–Quiero tomar un avión a San Francisco el miércoles.
Aunque sólo el silencio le respondió, Corie recordó los ecos de las eternas discusiones entre su madre y ella. Desde que tenía uso de razón su ilusión había sido salir de Fairview. Su madre siempre se había opuesto a ello, diciéndole que era demasiado impulsiva para estar sola.
Mientras estudiaba la foto de su madre Corie experimentó aquella sensación tan familiar de frustración y amor.
–No soy como tú, mamá –aún no–. Sé que una promesa es una promesa; pero me mentiste acerca de mi padre –por fin lo había dicho en voz alta–. Me dijiste que estaba muerto.
Y había una posibilidad bastante alta de que estuviera vivito y coleando, dirigiendo unas bodegas y un balneario en Napa Valley. Si Benjamin Lewis era su padre, también tenía más familia: dos medio hermanos y un tío Buddy. Había investigado todo lo que había podido acerca de ellos. Además, si iba a San Francisco también conocería a Jack Kincaid.
En las últimas dos semanas también lo había investigado a él. En el presente escribía para La Crónica de San Francisco. Antes de eso, había pasado ocho años de reportero de guerra de un lado a otro del planeta para distintos programas informativos, y había escrito un libro basado en sus experiencias, que fue galardonado con un Pulitzer. Lo sacó de la bolsa y lo dejó sobre la mesilla, junto a la foto de su madre. Lo había leído de cabo a rabo y se había quedado embelesada. Él había viajado a todos los lugares sobre los que ella sólo había soñado.
Aspiró hondo y miró de nuevo el retrato de su madre.
–No es que vaya a actuar guiada por un impulso. He pensado bien en esto, y creo que deberíamos llegar a un acuerdo. Pasaré una semana en San Francisco y luego volveré.
Intentó decirse que no estaría rompiendo una promesa, tan solo estirándola.
En ese momento el timbre estridente del teléfono la asustó. Corie miró el reloj. Aún le quedaban cinco minutos. Necesitaba cinco minutos más.
El teléfono sonó de nuevo. El número en la pantalla le dijo que el que llamaba era Jack Kincaid. Tenía que contestar. ¿Qué narices le pasaba? ¿Acaso tenía miedo del mundo como le había pasado a su madre? Descolgó.
–¿Diga?
–¿Corie, recibiste el billete?
–Sí.
–Bien. Saldrás de Columbus a las 7.15 a.m., pasado mañana miércoles; tienes que cambiar de avión en Chicago, y pasado el mediodía estarás en San Francisco.
Mientras Jack hablaba, intentó resistirse al efecto que su voz profunda de barítono parecía tener en ella; sin embargo un cosquilleo la recorrió de la cabeza a los pies.
–Te he buscado un sitio donde alojarte. El dueño del edificio, Franco Rossi, era mi compañero de cuarto en la facultad, y tiene un apartamento que podría utilizar. Otras dos mujeres lo compartirán contigo, pero de momento es todo tuyo. Y si decides quedarte en San Francisco, estoy seguro de que podrás llegar a un acuerdo con ellas.
Corie cerró los ojos mientras el cosquilleo le llegaba a los pies.
–¿Qué te parece? –le preguntó Jack.
–Perfecto.
Y Jack Kincaid era también casi perfecto. Abrió los ojos y miró la foto de él que venía en la cubierta del libro. Tenía el cabello negro y enmarañado, los ojos grises más oscuros que había visto en su vida, y un hoyuelo en la barbilla que le entraban ganas de tocar. Incapaz de resistirse, Corie lo hizo. Se lo estaba poniendo tan fácil Jack Kincaid.
Otra de las amonestaciones de su madre había sido que jamás confiara en un hombre encantador; porque le mentiría y ella se lo creería.
Corie ahogó un suspiro.
Jack Kincaid ya le había mentido; o al menos por omisión. Ni una sola vez cuando habían hablado del hombre que podría ser su padre le había dicho que durante un tiempo había estado relacionado con una familia de crimen organizado en Nueva Jersey. Por supuesto, en el presente los negocios de Benjamin Lewis iban viento en popa. Desde luego, según contaba Jack, se había convertido en un pilar de la comunidad. El viernes sería condecorado por construir el nuevo ala infantil en el Hospital Memorial de San Francisco.
–¿Entonces te recojo en el aeropuerto el miércoles por la mañana? –le preguntó Jack.
Corie miró de nuevo el retrato de su madre.
–Aún no he dicho que vaya a ir.
Se produjo un momento de silencio. Corie cerró los ojos y aspiró hondo. ¿Qué diantres le pasaba? Si él pasaba de ella, no debería extrañarle.
–Corie, eres muy dura de pelar.
Abrió los ojos. Él no le había hablado ni con fastidio ni con impaciencia, sino más bien con humor y paciencia.
–El problema es que si no vienes jamás sabrás si Benjamin Lewis es de verdad tu padre. ¿Podrás vivir con esa duda toda la vida?
El hombre desde luego sabía cómo dar en el clavo. En ese momento llamaron a la puerta y Corie se volvió rápidamente. Vio a Muriel Ponsonby detrás del cristal y por un momento sintió la tentación de meterse debajo de la mesa para esconderse. Demasiado tarde; Muriel ya estaba agitando la mano para saludarla.
–Espera un momento –le dijo a Jack–. Llaman a la puerta.
En cuanto la abrió la señora Ponsonby sonrió de oreja a oreja.
–La señorita La Rue no puedo venir a jugar al bridge esta noche, y Harold Mitzenfeld ha accedido a ocupar su puesto. Me aseguraré de que sea tu pareja.
Por un momento Corie sintió deseos de desmayarse. No podría ser tan difícil. Lo único que tendría que hacer sería cerrar los ojos y dejarse caer al suelo. Entonces Muriel tendría que buscar a otra persona para pareja de Harold Mitzenfeld. De mediana edad y regordete, Harold Mitzenfeld era profesor de Geología en la facultad y había enviudado recientemente. En las pocas ocasiones en las que se lo había encontrado en la biblioteca, su conversación no había pasado de las rocas.
–Te has quedado sin habla –comentó Muriel, frotándose las manos–. Lo sabía. Es tan difícil encontrar a un buen partido en Fairview, pero sé que tu madre esperaría que hiciera lo mejor por ti. Y Harold le habría parecido bien. Bueno, no llegues tarde –Muriel agitó la mano y se dio la vuelta.
Corie se quedó mirando a la mujer, pero no la veía en realidad. Lo único que veía era su vida en Fairview: interminables reuniones en el club de bridge, haciendo colchas, charlando de libros… ¡y con Harold Mitzenfeld!
Se volvió, cerró la puerta y regresó a la mesa del pasillo. Jack le sonreía desde la cubierta del libro; pura tentación. Entonces miró la foto de su madre; pura culpabilidad.
Se miró al espejo que ocupaba la pared sobre la mesa. La persona reflejada no parecía pertenecer a la gran ciudad de San Francisco. Unos mechones de cabello castaño claro se habían soltado del moño que llevaba casi siempre. Incluso a sus veinticinco años, tenía el aspecto precisamente de lo que era; una bibliotecaria aburrida y del montón. En resumen, era del tipo de mujer que a sus vecinas le parecía perfecta para Harold Mitzenfeld.
¡Y ella no quería ser esa mujer!
El pánico y la frustración se agolparon en su interior. Se había sentido precisamente así el día en que se subió al tejado con idea de volar. No quería ser Corie Benjamin, una bibliotecaria gris. Y si iba a San Francisco durante una semana, intentaría echar a volar y ser otra persona.
Agarró el teléfono y aspiró hondo.
–De acuerdo. Sí.
Nada más decirlo sintió que le temblaban las rodillas y se dejó caer sobre la silla más cercana.
–¿Entonces vendrás? –Jack Kincaid le preguntó despacio.
Corie aspiró hondo de nuevo; la segunda vez le resultó más fácil.
–Sí. Podré tomar el vuelo de las siete y cuarto el miércoles.
–Estupendo. Te esperaré en el aeropuerto. Iré con un amigo que seguro no se te pasará por alto; tiene un gusto vistiendo muy extravagante.
Hablando de vestir… Si iba a ser una persona distinta iba a necesitar ropa distinta también. Y el pelo… también tendría que hacer algo.
–Sólo tengo una petición. Dijiste que harías cualquier cosa para ayudarme a tomar esta decisión.
–Sí.
–Antes de ponerme en contacto con… el señor Lewis, me gustaría un arreglo.
Se produjo un momento de silencio.
–¿Un arreglo?
–Sí –dijo, a punto de sonreír al oír, por primera vez, un deje de sorpresa en la voz de Jack Kincaid–. Estoy segura de que lo habrás visto en la tele. Trasforman a una persona bastante gris y corriente y le cambian totalmente el estilo de pelo, el maquillaje y la ropa. Yo lo pagaré, por supuesto. Sólo quiero estar lo mejor posible si voy a conocer a mi nueva familia.
–Un cambio de imagen –dijo Jack–. Lo arreglaré. Estoy seguro de que no será un problema. ¿Algo más?
Corie entrecerró los ojos y se miró de nuevo en el espejo. ¿Sería su imaginación o le parecía que ya tenía otro aspecto? Desde luego tenía las mejillas más sonrosadas; y los ojos más brillantes.
–No.
–Bien. No te arrepentirás, Cori. Creo que las pruebas que he recopilado te parecerán de lo más interesantes.
Cori se quedó allí sentada unos minutos después de colgar el teléfono. Desde que Jack Kincaid le había revelado aquella información y le había vuelto la vida del revés, ella también había registrado la casa buscando pruebas que lo apoyaran; y había descubierto algunas interesantes. Se puso de pie, fue al armario y sacó una caja del estante superior. La había encontrado bajo una baldosa suelta del dormitorio de su madre.
Quitó la tapadera, retiró un sobre marrón y sacó su partida de nacimiento. En la partida el nombre de su padre era Lewis Benjamin, no Benjamin Lewis. La dejó de nuevo en el sobre y miró el montón de cartas. Habían sido escritas durante veintiséis años y contaban cada evento importante de su vida. Había fotos de todo, desde su primer baño hasta su primera cita. Incluso había una foto de la mancha de nacimiento que tenía en el brazo derecho; la que su madre siempre había dicho que era de herencia. Los sobres estaban sin sellar y sin cerrar. Las cartas habían sido todas escritas por su madre y dirigidas a un hombre llamado Benjamin Lewis. Pero jamás habían sido enviadas. Las había llamado las «cartas Benny» porque todas empezaban con: «querido Benny».
¿Sería Benjamin Lewis el hombre encantador que le había mentido a su madre? Eso sospechaba Corie. Y esa era sola la primera de muchas preguntas. ¿Si Benny era su padre, por qué había huido su madre? A Corie sólo le había hecho falta leer las cartas para saber que su madre había amado al hombre a quien iban dirigidas. ¿Entonces por qué no las había enviado? ¿Y por qué había mantenido en secreto la existencia de Benny?
Debajo del paquete de cartas Corie sacó la única otra cosa que había encontrado en la caja; un menú de El Café de Edie, un restaurante localizado en la misma ciudad donde estaban Las Bodegas Lewis. Había llamado a información telefónica y se había enterado de que el café ya no existía; pero cuando había llamado a la Cámara de Comercio le habían informado de que El Café de Edie se llamaba Grill Saratoga. No había llamado, pero tenía intención de ir allí en persona. Tal vez alguien pudiera contarle más cosas de su madre.
Mientras cerraba la caja Corie deseó que fuera igual de fácil cerrar el paso a las sensaciones que corrían por sus venas. Al día siguiente daría el primer paso en un viaje que podría llevarla a realizar el sueño de su vida: tener una familia de verdad.
¿Cuántos años había esperado a poder salir de aquella casa?
Si su madre no hubiera muerto tan de repente dos meses atrás, tal vez jamás habría podido salir de allí; tal vez no se hubiera enterado nunca de que tenía padre y una familia fuera de Fairview. En lugar de eso podría incluso haber acabado casándose con Harold Mitzenfeld. Corie se estremeció sólo de pensarlo. Entonces se miró al espejo y se estremeció de nuevo. Tal vez no fuera la mujer que veía en el reflejo. ¿No merecía la oportunidad de averiguarlo?
Y quería averiguar las respuestas a muchas preguntas. Era lo bastante realista para saber que tal vez no le gustaran las respuestas. Pero se debía a sí misma el averiguar por qué su madre se había pasado toda la vida como una reclusa; y por qué quería que Corie hiciera lo mismo.
Había tomado la decisión correcta.
Si al menos pudiera librarse de aquella voz insidiosa que no dejaba de recitarle la tercera amonestación de su madre: «cuidado con lo que deseas».
Jack dio la vuelta a la esquina, aspiró hondo y se preparó para el próximo esprint que le llevaría hasta el final del muelle 39. A las seis de la mañana la zona del Muelle del Pescador era uno de sus rincones favoritos. Más tarde las tiendas y pasadizos estarían abarrotados de gente. Los barcos pitarían, anunciando sus salidas a Alcatraz o Sausalito, y habría pruebas suficientes que demostrarían que sólo Disneylandia o Disney World superaban al Muelle del Pescador como atracción turística.
Aquella mañana Jack había doblado la distancia que solía hacer a diario, con la esperanza de relajar la tensión que sentía. Pero no le había servido de nada.
Debería sentirse aliviado y contento de haber persuadido a Corie Benjamin para que fuera a San Francisco. En lugar de eso había pasado las últimas dos noches sin dormir, e incluso en ese momento tenía esa sensación de ansiedad en el estómago, la misma que tenía cuando seguía alguna pista y algo estaba a punto de salir mal.
Nada más ver el muelle, Jack empezó a aminorar el paso. El sol brillaba sobre el agua y los coches avanzaban lentamente a través del puente Golden Gate en la distancia. «San Francisco en su mejor momento», habría dicho su tía Mel.
Sólo de pensar en ella Jack sonrió. Con cinco años sus padres habían fallecido en un accidente de coche. La hermana de su padre, Melanie Kincaid, estaba en la marina en esa época, y había tardado seis meses poder volver para acogerlo. Los meses que había pasado en los hogares para niños huérfanos habían sido los peores de su vida. Los años con la tía Mel los mejores.
–Somos los últimos Kincaid, chico. Tenemos que permanecer unidos.
Y así había sido hasta que él había ido a la universidad.
–¿Por qué te tienes que ir tan lejos? ¿Qué vas a encontrar en Nueva York que no puedas encontrar aquí en San Francisco?
Jack pensó que todo. O al menos eso era lo que había creído en ese momento. Dejó de sonreír al llegar al final del muelle, donde se apoyó en la barandilla. No había ido allí para sentirse culpable, sino porque necesitaba el consejo de su tía, y siempre se sentía cerca de ella en ese lugar.
Desde que había desaparecido hacía doce años, había ido allí cada vez que su trabajo se lo permitía. Jack bajó la vista y observó las aguas negras que chocaban contra las piedras.
Corie Benjamin era la persona que necesitaba para saber lo que de verdad le había ocurrido a su tía cuando había desaparecido. Entonces había estado seguro, y lo estaba en ese momento, de que Benny Lewis había estado ocultando la desaparición de su tía. Melanie Kincaid había estado trabajando como jefa de cocina de la familia Lewis, y había descubierto algo de la familia que la había trastornado. No había querido decirle qué era, sólo que necesitaba averiguar más cosas. Más tarde se había enterado de que había desaparecido a las pocas horas de llamarlo, aquel mismo día.
Si al menos hubiera estado más cerca, tal vez habría…
Jack ahuyentó con impaciencia aquel pensamiento. La culpabilidad no cambiaría el hecho de que había estado tan lejos, y cuando había vuelto a San Francisco la pista se había enfriado y nadie había querido escuchar su teoría. Incluso entonces, Benny Lewis tenía ya una fama bien establecida de líder en la comunidad vinícola y de filántropo. La policía había localizado incluso a un testigo que había visto a una mujer de la descripción de su tía tirándose desde el muelle donde estaba en ese momento.
Lo que Jack sabía con seguridad era que su tía jamás se habría quitado la vida. El hecho de que la familia Lewis hubiera insistido en celebrar una misa de funeral en memoria de la cocinera fallecida le había enfurecido aún más. Rabioso y triste, había ido hasta la mansión de los Lewis y había acusado a Benny de matar a su tía. Desde ese momento había sido persona non grata en las Bodegas Lewis, y un artículo reciente que había escrito, parte de la serie Crímenes de Familia en el Siglo XXI había avivado la vieja llama.
Durante años había albergado la esperanza de que tal vez su tía estuviera viva. Hasta ese día estaba seguro de haberla visto en la ceremonia de graduación en la universidad. Su compañero de cuarto, Franco Rossi, le había dicho que había sido su imaginación, pero Jack no estaba convencido. Después estaban las cartas anónimas de una fan durante los ocho años que había estado de reportero en el extranjero, cubriendo historias y escribiendo los artículos que después formarían su primer libro. Pero ninguna de ellas estaba firmada, y los matasellos habían sido de lugares diferentes.
Doce años después volvía a hacerse la misma pregunta. ¿Si su tía estaba viva, por qué no había contactado con él? Pero de una cosa estaba seguro: Benny Lewis era la clave para encontrar la respuesta a todas sus preguntas.