PRIVATE LIES / SCENES OF PASSION / FLIRTING WITH TEMPTATION - Cara Summers - E-Book

PRIVATE LIES / SCENES OF PASSION / FLIRTING WITH TEMPTATION E-Book

Cara Summers

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Beschreibung

Ómnibus Deseo 527 Mentiras inconfesables Wendy Etherington Roxanne Lewis solo quería llevar una vida normal con su normalísimo aunque sexy prometido, Gage Dabon. Con una familia llena de policías, no quería un marido que arriesgara su vida día tras día. Por eso, cuando descubrió que Gage era en realidad un agente secreto, se puso muy furiosa y decidió demostrarle que ella también sabía jugar... Escenas de pasión Suzanne Brockmann Maggie Stanton llevaba una vida tranquila e insatisfactoria, hasta que un desconocido le hizo hacer algo inimaginable: arriesgarse. Para su sorpresa, ese hombre resultó ser su mejor amigo de la infancia. El problema era que ahora su «amigo» quería llevarla al altar. Por un momento Maggie pensó que aquella boda era la unión de dos almas gemelas... hasta que se enteró del secreto de Michael. Jugando con la tentación Cara Summers Corie Benjamin era una chica de provincias dispuesta a vivir una aventura y ahí estaba el periodista Jack Kincaid, que la había arrastrado a la ciudad con la excusa de que tenía información sobre su padre. Corie solo podía pensar en llevárselo a la cama. Claro que quizá cambiara de opinión cuando descubriera sus verdaderas intenciones...

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Seitenzahl: 610

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 527 - noviembre 2023

© 2003 Wendy Etherington

Mentiras inconfesables

Título original: Private Lies

© 2003 Suzanne Brockmann

Escenas de pasión

Título original: Scenes of Passion

© 2003 Carolyn Hanlon

Jugando con la tentación

Título original: Flirting With Temptation

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-513-1

Índice

Créditos

Índice

Mentiras inconfesables

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Escenas de pasión

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Jugando con la tentación

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Capítulo Uno

A Roxanne Lewis le dio un vuelco el corazón.

–¡No puede ser! –exclamó angustiada.

Antoinette St. Clair, o Toni para todo el que quisiera llevarse bien con ella, levantó la vista del plato de salmón y la miró con pesar.

–Lo siento, Rox, pero Gage estaba en el Barrio Francés anoche.

–Se supone que está en Chicago.

–Pues no lo está.

En una mesa del rincón de su restaurante favorito del Barrio Francés, alejadas de las miradas indiscretas de los demás comensales, Roxanne empujó a un lado su plato de ensalada de cangrejo casi intacta. A Toni nadie la acusaba de ser antojadiza; no sin salir perdiendo. Si decía que había visto a Gage en Nueva Orleans, no mentía.

Roxanne intentó ahogar el pánico que le revoloteó en el estómago al recordar la noche del sábado anterior, cuando Gage y ella habían cenado tarde, y él le había deslizado la mano por el muslo...

–¿Qué estaba haciendo? –le preguntó rápidamente, en un intento de alejar de su mente aquellos pensamientos eróticos.

–Estaba apoyado contra la pared a la puerta de un bar.

Tal vez hubiera regresado con un día de antelación; o tal vez hubiera tenido alguna reunión a última hora. Últimamente tenía muchas reuniones a horas intempestivas.

–¿Estaba con alguien?

–No, pero no dejaba de mirar a la gente y mirar el reloj –dijo Toni–. Como si estuviera esperando a alguien.

A alguien, pero no a ella. ¿Cuántas veces se había preguntado lo que él vería en ella? Era él quien la había elegido; él quien le había propuesto matrimonio. Y, sin embargo, la inseguridad seguía ahí. Había partes de sí mismo que Gage no compartía con ella. Se había dicho que no importaba, puesto que él la llenaba de afecto, de devoción, de lealtad... Solo porque fuera sexy a más no poder, inteligente y rico no quería decir que todas las mujeres de Nueva Orleans estuvieran detrás de él.

Solo las comprendidas entre las edades de veinte y sesenta años. Roxanne dio un sorbo de agua e intentó tragarse el nudo que se le había hecho en la garganta.

–¿Crees que podría haber estado esperando a una mujer?

–Tal vez. Dios sabe que hasta yo he sentido tentación –su amiga sonrió.

–Venga, no bromees.

Toni ladeó la cabeza y dejó de sonreír.

–Lo digo en serio. Estoy muy enfadada. ¿Por qué tú no?

Ella no estaba enfadada; estaba muerta de miedo. Siempre había sabido que un día lo perdería.

–Basta –Toni le tiró de un rizo pelirrojo–. Sé lo que estás pensando. Tú eres una auténtica monada, Roxy.

Roxanne no se molestó en negarle a su amiga que le había adivinado el pensamiento. Hacía demasiados años que eran amigas.

–Estaría mejor con alguien como tú –dijo Roxanne–. Alguien más extrovertida.

–No te ofendas –le dijo mientras le tendía el plato al camarero que se acercaba en ese momento–. Gage es demasiado juicioso para mí. Sí, está como un tren. Pero los bancos, los trajes azules y las corbatas oscuras no me van.

Toni no lo había visto desnudo, sin traje y corbata.

–A mí me gustan así, sensatos. Eso no tiene nada de malo.

–Eso es porque tú te has criado en un entorno lleno de emoción, y no has tenido que soportar lecciones de modales veinticuatro horas diarias.

Roxanne no quería hablar de la madre de Toni, que era una neurótica. Esa sí que daba miedo.

Gracias a Dios, Toni se retiró un mechón de cabello rubio de la cara y continuó hablando.

–Y hablando de parientes fastidiosos, no puedes olvidar cómo te defendió Gage delante de tu familia. Si un hombre hace eso es que está loco por ti.

–Cierto.

El padre, la hermana y el hermano de Roxanne eran policías; nobles, valientes y fuertes. Trabajaban sin descanso para proteger a los débiles e indefensos, para que otras familias no sufrieran la clase de tragedia que había sufrido Roxanne: su madre había sido asesinada a manos de un asesino en libertad condicional, que había buscado castigar al padre de Roxanne por enviarlo a prisión.

Lo que le gustaba a Roxanne era la contabilidad, no el cuerpo de policía. Los números no mentían, los números tenían sentido... no morían.

–¿Entonces cuál es el plan? –preguntó Toni, mirándola con ojillos risueños.

–¿Qué plan? Le preguntaré qué estaba haciendo en el Barrio Francés anoche y por qué no me llamó. O por qué no vino a casa.

Toni repiqueteó con las uñas pintadas sobre la mesa.

–¿Tú? ¿Tú le vas a preguntar a Gage por qué ha mentido, y con quién había quedado?

–Sí –golpeó con el puño en la mesa, sabiendo que aquella conversación la animaría a continuar–. ¿Crees que debería enfadarme y pedirle que me dé una explicación, o hacerme la loca e intentar pillarlo mintiéndome?

–Ya lo has pillado mintiendo, y creo que deberías estar muy enfadada.

–Lo estoy.

–¿Entonces por qué te tiemblan las manos?

Roxanne suspiró y entrelazó inmediatamente los dedos.

–No puedo evitarlo. No sabré qué decirle.

–«¿Dónde diablos estuviste anoche, más que mentiroso?», me parece bien.

–Sé razonable, Toni.

–¿Por qué?

Roxanne se dio un masaje en las sienes; era incapaz de idear un argumento razonable en ese momento. Seguro que más tarde se le ocurriría algo, pero entonces se habría perdido el impacto. ¿Cómo lograba la gente acabar pensando con los pies?

–Como no tienes ningún plan, el mío es el mejor.

Roxanne sacudió la cabeza instintivamente. En el pasado, los planes de Toni las habían metido en suficientes líos.

Como de costumbre, Toni ignoró las protestas de su amiga.

–Creo que deberíamos seguirlo.

–No.

Si a Toni la sorprendió su rotunda negativa, no lo demostró.

–Tienes derecho a saber qué está pasando –continuó Toni.

–Lo haré. Se lo preguntaré.

–¿Y si lo niega?

–Entonces...

Gage tenía labia, a veces demasiada. Roxanne no dudaba que podría contarle lo que quisiera y convencerla de que era la verdad.

–Vamos, Roxy. Nos disfrazaremos. Será como en el instituto. Ya he elegido el disfraz perfecto de la tienda.

Cuando había asistido a la inauguración de la tienda de Toni, La Diva Hortera, Roxanne había estado segura de que había utilizado todos sus ahorros para abrir la tienda de lencería, disfraces y trajes para fiestas solo para molestar a su familia, que era muy conservadora. Sin embargo la tienda llevaba casi diez años abierta con mucho éxito.

–Nada de disfraces –respondió con firmeza–. Nada de seguir a nadie, ni de grabar con cámara de video, ni de poner micrófonos.

–¿Y por qué no? Tienes derecho a saber la verdad.

–Un sentimiento no compartido con la hermana Katherine después de que le pincharas el teléfono de su oficina.

–Puedo conseguir un micrófono tan pequeño que se podrá deslizar junto a la batería del móvil.

A Roxanne le dio un vuelco el estómago. Aquella mañana se había sentido tan feliz, planeando su boda... ¿y de pronto pensar en pincharle el móvil a su prometido?

–No. ¿Y no es ilegal hacer eso sin que se entere la otra persona?

–¿Qué sentido tiene ponerle un micrófono a alguien y decírselo?

–Bueno...

Roxanne ahogó el impulso de volver corriendo a su oficina para esconderse debajo de la mesa hasta que pasara aquella tormenta. No quería espiar a su amante, ni tampoco enfrentarse a él. Deseaba...

Seguir siendo una tonta.

–Solo piensa en mi idea –le dijo Toni con mucha seriedad para lo animada que solía ser ella–. Si sigues mi plan podrás evitar enfrentarte a él de momento; y sabrás la verdad –le apretó la mano a su amiga para comunicarle su fidelidad y su comprensión–. Tú mereces saber la verdad.

–Lo sé, pero...

–Hablando del rey de Roma...

Toni se recostó en el asiento de cuero del reservado y entrecerró los ojos con expresión relajada. Roxanne no tuvo que volverse para saber quién acababa de entrar en el restaurante, pero de todos modos lo hizo, incapaz de resistirse a la tentación de ver simplemente cómo se movía.

Se volvió en el mismo momento en que el maître señalaba su mesa. Gage era fuerte y esbelto, y en esa ocasión vestía un traje azul marino muy elegante. Su apuesto rostro de facciones esculpidas y sus modales arrogantes, sin duda herencia de sus ancestros criollos, llamaban siempre la atención. Su cabello ondulado y negro como el azabache adoptó una tonalidad azulada bajo las luces de las arañas. Se movía con energía, como si nada pudiera apartarlo de su camino, de su objetivo.

–Oh, Dios mío –dijo en voz baja a Toni–. No estoy preparada para verlo.

–Sé fuerte. Yo estoy aquí. Pregúntale adónde fue anoche a cenar.

–Buenas tardes, cariño.

Roxanne aspiró hondo buscando en su interior la fuerza de los Lewis y alzó la cabeza para recibir un beso suave de Gage. Sus labios permanecieron sobre los de ella unos segundos más de lo apropiado a la hora del almuerzo. Pero lo cierto era que llevaban cuatro días sin verse, y que sus encuentros no solían ser tan públicos.

Por debajo de la mesa, Toni le dio una patada para que la otra reaccionara.

–¿Qué tal en Chicago? –le preguntó.

Al sonreír dejó ver unos dientes blancos y bien colocados.

–Hacía un frío que pelaba. Supongo que allí arriba no se dan cuenta de que estamos ya en mayo.

–Pero nada de retrasos –le preguntó Toni con la sonrisa superficial, mientras a Roxanne el corazón amenazaba con salírsele del pecho–. ¿Pudiste despegar esta mañana?

–El despegue fue muy suave, menos mal. Estaba deseoso de volver a estar con Roxanne.

Roxanne notó que ni había confirmado ni negado que hubiera despegado esa mañana. La vaguedad la fastidió, e intentó recordar otros viajes o itinerarios de los que pudiera haber hablado con la misma imprecisión. Se había ido a Nueva York hacía unas semanas; había dicho que se quedaría dos días y acabó quedándose cuatro. ¿Cuánto tiempo llevaría mintiéndole?

Roxanne sintió náuseas al ver que su amiga no se equivocaba. Merecía saber la verdad. Debía averiguar qué estaba pasando.

Gage se volvió hacia ella.

–Desgraciadamente, vamos a tener que cambiar nuestros planes para esta noche. Tengo una reunión imprevista.

¿Otra mentira? ¿Qué estaría haciendo? ¿Y con quién?

–¿De verdad? –le preguntó con expresión inocente y curiosa–. Acabas de volver. Estaba deseando llevarte a este restaurante nuevo. Es el primer negocio de un cliente mío. Necesita apoyo.

–Sé que es importante –dijo en tono compresivo, mientras se acercaba un poco más a ella.

Le llegó ese aroma especiado de su perfume, y Roxanne se aguantó las ganas de tocarlo. Tenía un cuerpo maravilloso, un cuerpo tan receptivo...

–Te prometo que el fin de semana que viene te compensaré –añadió él–. No he podido librarme de esta reunión. Estaré en la ciudad, pero debo quedarme en el hotel.

–Mmm –miró a Toni, que se tomaba el café fingiendo no estar tan pendiente de la conversación como en realidad lo estaba–. ¿Qué hotel?

–El Sheraton.

–Buena elección. Tienen una vista estupenda del río, ya sabes.

–¿Estás planeando darme una sorpresa y presentarte en mi habitación... –hizo una pausa y sonrió con picardía y entusiasmo– tal vez desnuda?

Sorprendida, Roxanne levantó la cabeza.

Él se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mandíbula que la hizo estremecerse.

–Sé que me encantaría, pero sin duda el director del departamento de contabilidad con el que voy a compartir habitación se quedaría sin palabras.

Roxanne intentó no dejarse arrastrar por su magnetismo; por el aroma viril y especiado de su piel, por el calor de su aliento sobre su mejilla, mientras se decía que él nunca había compartido habitación en un hotel con nadie. ¿Sería tal vez una respuesta halagadora para evitar que se presentara inesperadamente en el hotel? Antes jamás se le habría ocurrido interrumpir una de sus reuniones de negocios. Pero todo había cambiado desde que sabía que Gage le había mentido.

Le dolía la cabeza de tantas y tantas preguntas sin respuesta, pero de momento se tragó el miedo y la rabia. Necesitaba tiempo para planear qué hacer y cómo enfrentarse a ello.

–Te prometo que no me quedaré más de dos noches –continuó–, y que tendré el móvil conmigo por si me necesitas –le deslizó la mano por el muslo y al llegar al borde de la media le acarició la piel–. Dios, ¿sabes lo sexy que son estas cosas? –le susurró–. ¿Cómo me voy a concentrar en los negocios ahora?

Mientras sus dedos ágiles avanzaban hacia su entrepierna, Roxanne aspiró hondo. El calor le mojaba las braguitas. Le rozó la seda de la prenda íntima con las yemas de los dedos y Roxanne se revolvió en el asiento, preguntándose cómo podría conseguir pegarse más a su mano con discreción. Cuatro noches sin él y estaba jadeando. Era una locura, pero una locura tan emocionante...

El placer que le proporcionaba siempre era tan intenso, tan potente, que no podía dudar de sus sentimientos hacia ella. Aunque raramente se lo decía en voz alta. Y como él la colmaba de atenciones, ella confiaba en él. Hasta ese momento; hasta que el miedo, la sospecha y la duda se habían unido para desequilibrar todo lo bueno.

–Es una oportunidad estupenda para salir con tus amigas, ¿no Rox?

La voz alegre de Toni interrumpió la fantasía sexual de Roxanne. Medio frustrada, medio sorprendida, se enderezó en el asiento y rezó para que Gage reaccionara con esa tranquilidad suya de siempre y no traicionara lo que había estado pasando debajo del mantel de lino.

–Me alegro de que estés con Toni para distraerte –dijo Gage mientras le retiraba la mano de la entrepierna y se la llevaba a la espalda.

–Oh, sí. Siempre podríamos ir de copas por el Barrio Francés –respondió Toni.

En los ojos gris plateado de Gage notó un destello de humor. Se volvió a mirar a Toni y sonrió, antes de volverse a mirar a Roxanne.

–Solo recuerda de quién eres, cariño –dijo en tono tenso.

Lo recordaba. ¿Y él? Buscó en su expresión algún signo de insinceridad, algo que le dijera que estaba mintiendo. Pero solo vio calidez y deseo. Gage tenía ese poder. La hacía sentirse como si no existieran más mujeres. Ningún hombre le había dado eso, ni siquiera su padre. Tal vez fuera adicta a esa sensación. Tal vez esa sensación la empujaba a pensar que estaba enamorada. ¿Pero cómo podía amar a un hombre al que en realidad no conocía?

Roxanne esbozó una sonrisa superficial.

–Tengo que marcharme –Gage le echó la mano al cuello y la besó con brevedad–. Piensa en mí.

Roxanne se mordió el labio inferior; deseaba abrazarlo y estrangularlo al mismo tiempo.

–Y bien –dijo Toni, asomándose por encima de su taza de café–. ¿Quieres que quedemos en la tienda a las tres?

–Desde luego.

Gage Dabon entró en el bar del Bayou Palace. Miró su Rolex, se sentó en un taburete y pidió un Jack Daniel’s Etiqueta Negra. Sacó un estuche de plata de ley del bolsillo interior de la chaqueta, encendió un cigarrillo y se acomodó en el asiento a esperar.

En su trabajo, como había aprendido tantas veces, la imagen lo era todo. La imagen y el coraje. Eso era lo que lo mantenía a uno vivo en ese mundo.

Mientras paseaba la mirada discretamente por el vestíbulo, intentó no pensar en Roxanne. Pero el pesar era mayor que sus esfuerzos.

Detestaba mentirle, cada día lo detestaba más, y las mentiras lo hacían ser aún más consciente de todo el tiempo que llevaba en aquel juego y de lo fácil que sería abandonar. Pero no podía dejar que ella descubriera aún la verdad, tanto por su seguridad como por la de ella. Estaba seguro de que a ella no le haría ninguna gracia saber que estaba prometida con el tipo de hombre con el que siempre decía que no podría vivir: con un policía.

Y no era un policía cualquiera. Era un agente del Servicio Secreto del Departamento del Tesoro Americano.

Sonrió con pesar. No. La perdería. Y eso no podía aceptarlo.

Había empezado con una adicción a su restaurante favorito, y de pronto parecía que también estaba adicto a ella, a su sonrisa, a sus caricias...

El hecho de haberle propuesto en matrimonio debería hacerle ver que aparte de perder la cabeza había perdido el nervio. Una mujer y una familia le hacían a uno vulnerable, evitaban que se le endureciera el corazón, lo obligaban a plantearse el ir demasiado lejos. Pero deseaba esa vida con Roxanne desesperadamente.

Su dulzura y su pureza eran como un bálsamo para un hombre que llevaba casi diez años siguiendo, capturando y viviendo entre la escoria de la sociedad. Ella lo hacía sentirse limpio, cuando él estaba tan harto de estar sucio.

Cada día se planteaba más seriamente el retirarse; o cada vez que tenía que dejarla; o cada vez que tenía que mentir. Si al menos terminara aquel caso de una vez...

Dejó de pensar en todo ello y dio otro trago del licor. En realidad detestaba el whisky, pero su imagen lo requería. Debía centrarse en lo que tenía entre manos. De momento, su compromiso la unía a él. Ya encontraría el modo de explicarle todo muy pronto.

Finalmente vio a su objetivo. Y la ridícula idiotez de los criminales volvió a sorprenderlo. El chico, que cumpliría veintidós años el mes siguiente, era un brillante ingeniero informático que venía de una familia de dinero.

Ese joven «héroe» podría haber elegido el trabajo que hubiera querido, podría haber tenido una bonita casa en la zona residencial de la ciudad, pero en lugar de eso Clark Mettles había decidido utilizar sus diversos talentos para falsificar dinero.

Gage sacudió la cabeza con fastidio, incluso mientras levantaba el índice para señalar al chico.

Maletín en mano, Mettles fue directamente hacia el taburete que había al lado de Gage.

–¿Señor... Angelini?

Suspiró para sus adentros al percibir cierto temblor en la voz del joven.

Gage señaló la barra.

–¿Una copa?

El chico miró el vaso de Gage.

–Esto... Tomaré lo mismo que usted.

Gage pidió la bebida al camarero, sabiendo que en su papel de mafioso italiano, Gage Angelini, jamás intentaría convencer a otro criminal para que se tomara una cerveza.

Como era moreno, le resultaba fácil pasar de ser un nativo criollo francés a ser un italiano, un irlandés negro o un hispano. Solo tenía que cambiar de ropa, de acento, de peluca, de lentillas de colores, y había nacido el espía.

–He traído unos de prueba –dijo Mettles mientras metía la mano en el maletín.

–Aquí no –le dijo Gage entre dientes.

Los documentos desaparecieron en el maletín. Aunque a Gage le hubiera encantado conseguir las planchas de falsificación, ver algunos billetes falsos, darle el dinero y finalmente ponerle las esposas al chico, sabía que este solo era un intermediario. Mettles no sería capaz de hacer un negocio tan redondo él solo.

Gage quería al jefe del chico; a Joseph Stephano, si la investigación secreta no se había equivocado. El Departamento del Tesoro llevaba quince años detrás de él; el FBI más.

El camarero le llevó la bebida, y Mettles se la bebió de un trago; entonces soltó un gemido entrecortado y se pasó al menos un minuto tosiendo antes de pedir agua.

Gage pidió agua y otra copa para él. Iba a ser una tarde muy larga.

Capítulo Dos

–¿Tengo la peluca torcida?

Mientras se desabrochaba el cinturón, Roxanne se fijó en la melena rubia platino de Toni. Su mejor amiga era una mezcla entre el papel que querían representar, turistas ricas con ganas de ligar, y una estrella de rock hastiada de la vida.

Tal vez fuera el pequeño cristal en forma de rombo que se había pegado junto al ojo derecho lo que terminaba de rematar el disfraz. Roxanne abrió el seguro de la puerta.

–Está muy bien.

Toni ladeó la cabeza para mirarse en el espejo retrovisor del coche.

–Me gusta el tono –dijo mientras se atusaba los rizos–. Tal vez me teñiré el pelo más claro la temporada que viene.

–Te favorece.

Roxanne giró el espejo hacia ella y examinó su disfraz por última vez. Debería haber previsto que Toni acabaría entusiasmándose con eso de ir de incógnito. Ni su propio padre lo reconocería si la viera.

Una peluca morena de rizos casi por la cintura le cubría su melena pelirroja. Llevaba mucho maquillaje, sombra oscura, la raya pintada de negro y unas lentillas que habían trasformado sus ojos marrones en verdes. Una crema bronceadora y unos polvos habían dado a su tez pálida un tono dorado. El lápiz de labios rojo oscuro le hacía los labios muy sensuales, y aquel mono negro tan ceñido destacaba sus curvas, acentuadas por unas almohadillas de silicona muy raras que se había metido en el sujetador.

Se sentía ridícula.

–Creo que deberíamos haber entrado por la otra puerta vestidas de señoras de la limpieza –le dijo a Toni.

–Yo no me pongo esos zapatos ortopédicos tan horribles ni loca.

–Damos mucho el cante.

Toni sonrió mientras se pintaba los labios con un carmín rosa chillón.

–Mientras no nos pillen...

Toni se metió el lápiz de labios en el bolso.

–Tranquilízate. El hotel está lleno de turistas. Nos mezclaremos enseguida.

–No puedo creer que me mintiera... otra vez –dijo Roxanne mientras le echaba un vistazo al Mercedes de Gage, que estaba aparcado una fila más allá.

Después de pasar la mayor parte de la tarde con los disfraces, habían ido en coche al Sheraton para buscar en el aparcamiento el coche de Gage. Pero sin éxito. De modo que habían pasado por los aparcamientos de otros hoteles. En el tercero, el Bayou Palace, lo habían encontrado.

–Tal vez la reunión sea en el Palace y él se hospede en el Sheraton –dijo.

Toni hizo girar los ojos.

–Venga, eso no se lo traga nadie. ¿Y entonces para qué mudar el coche de sitio? Los hoteles están el uno casi enfrente del otro.

Roxanne suspiró.

–Gracias por estar aquí. No podría haber hecho esto sola.

–Vamos a divertirnos –salió del coche y se estiró del vestido rosa; los brazaletes de oro que llevaba en la muñeca tintinearon–. De acuerdo, Roxy, vamos allá.

Roxanne se paró en seco.

–Maldita sea, necesitamos nombres falsos.

Toni juntó las manos.

–Estupendo. Yo seré Brandy.

–Es nombre de chica de topless.

Toni aspiró hondo.

–Me gusta.

–¿Y yo?

Toni la miró de arriba abajo.

–Algo exótico. Mediterráneo. ¿Marina?

–Bien.

Se abrieron paso por el aparcamiento antes de tomar el ascensor. A Roxanne le latía con fuerza el corazón. ¿Qué haría si lo viera? ¿Y si lo encontrara sentado en el bar abrazado a otra mujer? ¿Se echaría a llorar y saldría huyendo? ¿O lo abofetearía?

Tal vez hubiera una explicación lógica a sus mentiras. Tal vez ella se hubiera equivocado de hotel. Posible, pero lamentablemente improbable. Gage era demasiado cuidadoso.

Finalmente estaban empujando las puertas giratorias de la entrada.

–Esto es un error.

Toni la agarró del brazo y tiró de ella hacia una mesa donde había teléfonos.

–Me detestarás mañana si dejo que te eches atrás –descolgó el teléfono y se lo pasó a Roxanne–. Además, resulta emocionante.

–¿Qué hago con esto?

–Dile a la operadora que te ponga con la habitación de Gage, por supuesto.

–¿En qué puedo ayudarla? –dijo una voz por teléfono.

–Con la habitación de Gage Dabon, por favor.

–Lo siento, no hay nadie registrado con ese nombre.

–¿Y a nombre de Primera Banca Nacional?

–Tampoco, señorita.

Estupendo. Roxanne sintió que la invadía una rabia sorda. ¿Su coche estaba allí, pero no su nombre? Tal vez la habitación estuviera a nombre de su compañero de cuarto. Maldición, debería haberle preguntado más cosas a Gage.

Roxanne colgó. Su amiga sonrió y miró a su alrededor en el opulento y atestado vestíbulo. Entonces agarró a Roxanne de la muñeca.

–Ahora vamos a darnos una vuelta por los bares.

–La próxima vez que se te ocurra una idea tan estúpida, recuérdame que te convenza para no ponerla en práctica.

Toni se echó a reír mientras tiraba de ella hacia el bar del vestíbulo. La happy hour estaba en pleno apogeo. Mientras se abrían paso entre las mesas y estiraban el cuello para ver mejor, un par de hombres de negocios jóvenes les cedieron sus taburetes con mucha galantería. Los hombres las invitaron a tomar unas copas, y mientras Toni charlaba con ellos, Roxanne buscaba a Gage con la mirada.

Aunque nunca lo había tenido por una persona hipócrita, sentía que Gage tenía un lado oscuro y peligroso. Irónicamente, dada su promesa de mantenerse alejada de los policías, se preguntó si esa característica en él podría haberla atraído.

Después de treinta minutos y ni rastro de Gage, le dio un codazo a Toni para que se marcharan.

Toni aleteó las pestañas en dirección al ejecutivo número uno.

–Un momento.

Entonces Roxanne se puso de pie y le dio a Toni un codazo tan fuerte que casi le echó la bebida encima.

–Bueno, de acuerdo –Toni apuró lo que le quedaba del té a la menta con ginebra–. Tenemos que irnos, chicos. Tal vez nos veamos después en el Barrio Francés.

Roxanne volvió a darle un codazo a su amiga.

–Vamos, Brandy.

Toni entrecerró los ojos brevemente antes de echar a andar en dirección a la salida del bar. Un botones les dijo que había un piano bar más tranquilo en la planta veintiséis, de modo que se dirigieron allí.

–No me importaría hacer este trabajo de espía –dijo Toni mientras inspeccionaba su cara en el espejo de una polvera.

Roxanne observó la secuencia ascendente de los números que marcaban las plantas.

–Te apuntaremos en la escuela de detectives privados en cuanto sea posible.

El maître estaba a la entrada del bar. ¿Cómo haría unas esas cosas? ¿Seguir a alguien, encontrarlo, enfrentarse a esa persona? Tragó saliva con fuerza. ¿Por qué no les había hecho más caso a sus hermanos y a su padre cuando hablaban de los casos?

Decidió olvidar sus nervios y sus pesares mientras oía cómo Toni le pedía al maître una mesa al fondo del bar. Las acompañó hasta una mesa pequeña junto a los ventanales que iban del suelo al techo, ofreciéndoles unas vistas maravillosas del Mississippi. Roxanne, que tenía náuseas, no pudo apreciar bien el paisaje.

Un camarero todo de negro les tomó nota. Roxanne se tomó una cola y Toni otro té con ginebra. Roxanne miró a su alrededor disimuladamente, pero no fue hasta que el camarero la miró con evidente apreciación que se acordó de su disfraz; era Marina, la exótica belleza mediterránea. Solo de pensar en lo poco que ella se parecía a una belleza mediterránea estuvo a punto de echarse a reír.

Cuando el camarero las dejó Roxanne se centró en mirar bien por la sala.

–A él le gustaría un sitio así.

–A mí me parece un poco agobiante –dijo Toni arrugando la nariz–. Pero es a Gage a quien buscamos –estiró un poco el cuello–. No está aquí.

–Creo que no.

Roxanne estudió a cada cliente detenidamente. Aunque había varios hombres morenos junto la barra vestidos de traje, ninguno de ellos era Gage. Ninguno poseía aquella virilidad, aquella serenidad, aquella sensualidad...

¡Caramba! ¿Qué era eso?

Al final de la barra un hombre volvió la cabeza y se llevó un vaso de líquido color ámbar a los labios. Algo dorado se movió en su muñeca. Tenía los hombros anchos bajo una americana negra. Sus modales eran tranquilos, confiados. Asintió sin sonreír al joven que estaba con él.

Era Gage.

El corazón empezó a latirle alocadamente; la boca se le secó. Se quedó mirando fijamente sus pómulos esculpidos y su mandíbula fuerte.

–Está ahí –le dijo a Toni, muy segura de lo que decía.

Toni volvió la cabeza.

–¿Dónde?

–En la barra, a la izquierda.

–Es demasiado joven.

–El que está al lado.

–Pero tiene...

–Cola de caballo, lo sé.

–¡Está fumando!

Roxanne también se había fijado. Estaba muy aturdida.

–Habría esperado verlo con una rubia maciza –dijo Toni.

Roxanne vio cómo Gage tamborileaba con los dedos sobre la barra. Frunció el ceño y negó con la cabeza; la coleta le rozaba el cuello de la americana. La imagen sofisticada que veía cada día había sido sustituida por una mala pinta que jamás habría asociado anteriormente con Gage. Era como si el hombre encantador que ella conocía, el hombre con quien vivía, fuera una farsa, y aquel extraño peligroso que vivía en él se hubiera manifestado para ocupar su lugar.

No estaba con una mujer, ¿pero y el disfraz? Un sinfín de emociones confusas la asaltaron: alivio, confusión, preocupación, rabia. ¿Qué demonios estaba pasando?

Mientras observaba a su prometido actuando como si fuera otra persona, con la apariencia de otra persona... algo se agitó en su interior; algo cambió de repente.

Gage miró con rabia al joven, al supuesto falsificador.

–¿Dónde está él, Mettles?

Mettles tragó saliva visiblemente.

–Dijo que estaría aquí –miró a su alrededor–. Pero no parecía muy contento.

Gage se tragó un comentario desagradable dirigido a la falta de valentía de aquel joven. Necesitaba estar sereno para enfrentarse a Stephano. Se habían trasladado a aquel bar más tranquilo en la última planta del hotel después de que Mettles recibiera una llamada de su jefe indicándoselo así. Aunque las vistas del río eran espectaculares, Gage sintió una extraña aprensión.

Se volvió, esperando encontrarse finalmente cara a cara con el jefe de Mettles, pero solo vio a otros clientes tomando copas y charlando tranquilamente.

Entonces la vio.

Al fondo de la sala había una mujer de pechos turgentes y aspecto exótico, con el pelo largo y rizado. En principio Gage pensó que era una prostituta. Pero mientras la observaba llevarse la bebida a los labios percibió una elegancia y un estilo en ella que uno normalmente no encontraba en las mujeres de la noche.

Una turista rica en busca de emociones, pensó, aunque aquella mujer y su amiga tenían algo que le resultó familiar. ¿Las habría visto antes? Tal vez en el bar del vestíbulo.

La amiga de pelo rubio notó su mirada de aprobación y le hizo un gesto. La belleza morena lo miró, y seguidamente desvió la mirada, algo de lo que Gage se alegró. No podía permitirse llamar demasiado la atención. Sobre todo del tipo de mujer a quien le resultara irresistible el peligro que emanaba la persona de Gage Angelini.

Como nada parecía ir bien esa noche, no se sorprendió al ver de reojo que las dos mujeres se ponían de pie. Dejaron algo de dinero sobre la mesa y entonces, tras una breve discusión, la rubia salió del bar y la morena fue directamente hacia él.

–¡Maldición! –susurró entre dientes.

Dio un trago de bourbon y esperó a que ella llegara hasta él. Seis meses de trabajo en aquel caso estaban a punto de irse al garete por culpa de un corazón solitario.

Su perfume le llegó primero. Especiado y misterioso, lo excitó más de lo que hubiera esperado.

–¿Gage? –dijo con voz sensual.

Se volvió y la miró fijamente a los ojos, que eran de un verde esmeralda; tenía la tez dorada y una figura esbelta y generosa. No la conocía, sin embargo tenía algo que le resultaba familiar. ¿Sería la forma de su cara? ¿Su expresión?

Ella frunció la boca con irritación.

–¿Qué estás haciendo aquí?

La sensación de aprensión en la nuca se volvió más intensa, pero de algún modo recordó su papel. Sonrió.

–Tomándome una copa, bella; quédate conmigo.

Mettles se revolvió un poco en el asiento.

Gage sabía lo que estaba pensando. Que a su jefe no le iba a gustar aquello.

–Muévase para que se siente la señorita, Mettles.

Mettles así lo hizo, y Gage le tomó la mano a la belleza morena y la ayudó a sentarse en el taburete. La visión de su escote bien dotado le resultó impresionante, pero Gage estaba demasiado ocupado pensando en cómo salir de aquella como para fijarse bien en su cuerpo.

–¿Una copa? –le preguntó.

Ella asintió.

–¿Qué tomas tú?

–Jack Daniel’s Etiqueta Negra.

Lo miró directamente a los ojos.

–Pero tú no... –se calló y sonrió con sensualidad–. Yo tomaré lo mismo.

¿Qué le pasaba a la gente esa noche? Esa bebida destrozaba el estómago.

Le pidió el whisky al camarero, pero continuó mirando a la mujer. Algo no encajaba allí; algo fallaba.

Por primera vez se preguntó si le estarían tendiendo una trampa. Desde luego no Mettles, pero tal vez Stephano lo estuviera poniendo a prueba, buscando un modo de tenderle una trampa.

Gage sacó la pitillera del bolsillo y le ofreció un cigarrillo a la dama.

Ella frunció los labios con desdén.

–No, gracias.

Él encendió un cigarrillo y presionó con habilidad un botón escondido en el lateral de la pitillera mientras se la guardaba de nuevo en el bolsillo. La pitillera era además una cámara, y Gage tenía intención de pasar el rostro de aquella preciosa mujer por la base de datos criminales del departamento federal.

Dio una larga calada al cigarrillo, e intentó no toser. Se inclinó hacia delante y le habló en voz baja de modo que solo ella pudiera escucharlo.

–¿Me vas a decir de dónde te conozco, o no?

Ella se puso seria.

–Bueno, la otra noche resultó bastante interesante, aunque algo apresurado.

Esa vez su voz era distinta, menos sensual. Y la conocía. La conocía muy bien.

¡Maldición!

Capítulo Tres

Por un momento Gage se puso tenso de pies a cabeza, el corazón dejó de latirle, el cerebro se le paralizó. Se arrellanó en el asiento y miró a su prometida.

–No puede ser –murmuró.

–Pues lo es –sacó pecho y bajó la vista.

Gage, notando que tenía mucho más pecho de lo habitual, bajó la vista también. Allí, entre los pechos preciosos que había mordisqueado y saboreado unas noches antes, descansaba el colgante de zafiro que le había regalado por su cumpleaños. Apartó la vista de nuevo...

–Rox...

Ella le puso el dedo sobre los labios.

–Angelini.

Gage se dio la vuelta. Un hombre alto y esbelto de cabello canoso, que tenía más pinta de ejecutivo de un banco que de mafioso, estaba junto al tembloroso de Mettles.

Gage tiró de Roxanne para que bajara del taburete y se colocó delante de ella mientras le hacía un gesto al hombre.

–¿Señor...?

Él ladeó la boca.

–Stephano –dijo con suavidad mientras tomaba asiento primero para pasear seguidamente la mirada por el cuerpo de Roxanne, embutido en aquel ajustado mono negro.

A Gage le costó disimular su fastidio.

–¿Qué va a tomar?

–Escocés, solo –asintió con la cabeza a Roxanne–. No sabía que hubiéramos quedado en concertar una cita doble. Aunque Mettles no le llega a esta señorita ni a la suela del zapato.

Con el corazón en un puño, Gage recordó su papel y sonrió.

–Cierto, pero ella es más cara.

El mafioso soltó una risotada y Roxanne emitió una exclamación entrecortada.

–Pero qué... –empezó a decir.

Gage le tiró del brazo, de modo que aterrizó sobre el taburete que había detrás de él. Se volvió a mirarla, intentando mantener la calma y la compostura. Sus ojos, normalmente de una suave tonalidad marrón, eran como dos bolas de fuego verdoso.

Gage solo podía pensar que Roxanne estaba en peligro, y por culpa suya. Pero el miedo y la culpabilidad lo empujaron a actuar con mayor resolución; de modo que mientras con una mano le agarraba el mentón, se metió la otra en el bolsillo y sacó la tarjeta que accedía a su habitación.

–Ve a mi suite, cariño. Yo iré más tarde –le rozó la mejilla con los labios y le susurró–: Por favor. Te lo explicaré. Por favor, márchate.

Stephano le dio una palmada en el hombro.

–Ah, deja que se quede. Una mujer bella siempre es una agradable ampliación a un grupo –le sonrió con lascivia a Roxanne.

Gage gruñó por lo bajo.

–¿No te gusta compartir, verdad Angelini? –Stephano apuró su copa de un trago y miró a Roxanne con ojos brillantes–. Yo podría hacerle pasar un rato muy bueno.

Gracias a su experiencia, Gage consiguió continuar representando su papel. Rápidamente valoró todo lo que había pasado desde que Roxanne se había presentado, incluida la sorpresa suya al ver su aspecto, algo que Mettles había presenciado.

–Puede causarnos problemas. Se suponía que debía quedarse en la habitación.

A Stephano le brillaron los ojos.

–Me gustan los líos.

Gage arqueó una ceja, como si de hecho estuviera reflexionando sobre la idea de compartir.

–¿De verdad?

Roxanne soltó una exclamación entrecortada. Levantó la mano, Gage sospechó que para abofetearlo, pero él se la agarró y le besó la cara interna de la muñeca.

–Tendría que ser algo sustancioso. Es muy buena.

Roxanne intentó retirar la mano, pero Gage se la tenía agarrada con fuerza. Podría golpearlo después, aunque no podía imaginarse a Roxanne levantándole la mano.

Stephano echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse.

–Ah, creo que trabajaremos bien juntos, Angelini.

Mientras Stephano pedía otro whisky, Gage deslizó la mano por la parte de atrás de la cabeza de Roxanne y notó el borde de la peluca. No pudo sino admirar su coraje. Se había dado cuenta de que ella había sospechado de él durante el almuerzo, pero jamás habría imaginado que se le ocurriera llevar a cabo algo tan atrevido. De pronto se acordó de su amiga, y supo que la idea de los disfraces había sido de Toni.

Y desde luego era fantástico. Lo había engañado a él, a un veterano que llevaba diez años de agente secreto. Como si fuera una profesional, había trasformado totalmente su apariencia, pero también entendido el secreto de un cambio: la actitud. No solo la apariencia bastaba para engañar. La trasformación de Roxanne le había dejado de piedra.

Ella siempre había despertado su deseo, pero aquella belleza morena era un contraste tan fuerte a su agradable y elegante prometida que se sintió aún más excitado de lo normal. Aunque nunca se le había ocurrido que algo así pudiera gustarle, lo cierto era que estaba deseando que llegara el momento en el que pudiera transformar su rabia en pasión, descubriendo su cuerpo y afianzando su presencia en su corazón.

Sin duda tendría que echar mano de toda la delicadeza que poseía para hacerlo. Pero no la dejaría escapar. Eso si conseguían salir de esa.

La estrechó contra su cuerpo, ignorando los furibundos latidos de su propio corazón. Conseguiría sacarla de allí sana y salva; alejarla del peligro y de la maldad en la que él se movía.

Roxanne se puso roja de rabia y se negó a mirarlo.

–Vamos, nena. Sabes que solo estaba bromeando –la besó con suavidad en los labios y notó que los tenía fríos–. Sígueme la corriente, Rox. Puedes hacerlo. Corremos un grave peligro.

Ella resopló y asintió con discreción. Esa pequeña muestra de confianza le dio más esperanzas de las que probablemente se merecía.

–¿Qué te parece un poco de champán, nena? –chasqueó los dedos en dirección al camarero–. Tengo que hacer unos negocios, pero después te sacaré.

–Traiga una botella –ordenó Stephano al camarero–. A Mettles le gusta también el champán –Stephano le dio un codazo nada delicado a su empleado–. ¿No es así?

Mettles se agarró a la barra para no caerse.

–Sí, señor.

Stephano frunció el ceño mientras el camarero descorchaba la botella y servía el champán en dos copas.

Gage alzo la mano.

–Yo seguiré con el Etiqueta Negra.

Stephano asintió.

–Eso sí que es una bebida. Con eso se hará un hombre, Mettles.

–Si usted lo dice, señor.

–Brindemos –Stephano alzó el vaso; los otros tres hicieron lo mismo–. Por el éxito y por la pasta.

Gage observó que Roxanne se bebió más de media copa de un trago. Roxanne raramente bebía. Seguidamente se bebió lo que le quedaba y extendió el brazo para que le sirvieran más. El camarero lo hizo, mientras Gage no dejaba de darle vueltas a la cabeza. Aquello iba a ir de mal en peor si no salían del bar enseguida.

Pero Stephano se le adelantó.

–Mettles, ve a sentarte con la señorita... –hizo una pausa–. Eh, Angelini, no me has presentado a tu chica.

–Esta es...

–Marina –Roxanne le tendió la mano y Stephano se la besó.

–Encantadora –Stephano le soltó la mano, a Gage le pareció que de mala gana–. Mettles, vaya a entretener a la encantador a Marina mientras Gage y yo hablamos de negocios.

Mettles se bajó de su taburete y los demás se movieron para hacerle sitio y que se sentara junto a Marina.

Gage no tenía ni idea de lo que ella podría hablar con un ingeniero informático, pero él comenzó por alabar su atuendo.

–¿Por qué no nos encontramos después para cenar juntos? –le dijo a Stephano, seguramente de manera algo tensa, ya que no podía soportar que Roxanne quedara expuesta a la compañía de esa gentuza.

–¿Para celebrar nuestro trato? –Stephano pasó el dedo por el borde de su vaso, y Gage lo vio de pronto como el monstruo despiadado que sabía que era en realidad–. Si es que hay trato.

–Por supuesto –Gage había elaborado su papel con mucho cuidado; solo necesitaba alejar a Roxanne del peligro–. Pero Marina no es una chica a la que le vayan mucho las fiestas. La dejaré aquí.

Stephano señaló a espaldas de Gage, y este se volvió y vio que Mettles le rellenaba de nuevo la copa.

–A mí me parece que se lo está pasando muy bien.

–Al señor Stephano no le gusta que lo decepcionen –comentó Mettles con nerviosismo.

Stephano sonrió.

–Sí. Dígale al señor Angelini lo que les ocurre a los tipos que me decepcionan.

Mettles tragó saliva y miró a su alrededor con nerviosismo.

–Acaban muertos –susurró.

Roxanne apuró su copa de champán, y Mettles hizo lo mismo. Entonces miró a Gage horrorizada. Stephano, por supuesto, se echó a reír.

–A Marina le encantaría acompañarnos a cenar –Gage se obligó a sí mismo a decir, aunque no tenía intención de que Roxanne continuara con él durante aquella investigación.

Escuchó atentamente mientras Stephano volvía a conversar del trato, de su posible tanto por ciento, del dinero que quería que transfiriera si decidía dejar que Gage «invirtiera». Gage activó la grabadora escondida en su reloj, pero no esperó conseguir mucho. El gángster tuvo el suficiente cuidado como para utilizar eufemismos y un código distinto, de modo que nunca utilizó palabras como «dinero» o «planchas». La clave de la investigación era dar con el lugar donde se elaborara todo y poder demostrar que Stephano era el cabecilla, con el fin de poder arrestarlo.

Roxanne echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Gage intentó centrarse en lo que decía Stephano, mientras se preguntaba con qué facilidad podrían escapar al tiempo que intentaba ahogar el deseo provocado por la risa de Roxanne. Tenía unos labios preciosos, carnosos y sensuales, y cuando ella lo besaba...

Oh, Dios. Se movió un poco en el asiento, ya que la tirantez de su entrepierna empezaba a molestarlo.

–¿Cuándo quieres que empecemos? –le preguntó a Stephano, desesperado por no perder la concentración.

Stephano sonrió.

–Pronto.

Gage pensó en su entrepierna. Y en los labios de Roxanne. Nunca habían estado esas dos partes juntas, pero Gage había soñado con ello repetidamente. Probablemente más de lo debido. Pero Roxanne era tímida y dulce. El animarla a... explorar su cuerpo siempre le había parecido algo muy... alocado. Pero eso no le había impedido pensar mucho en ello.

–Tengo varios tratos cociéndose en este momento –continuó Stephano.

Gage intentó de nuevo centrarse en el negocio entre manos. ¿Juegos? ¿Prostitución? Todo ello le producía náuseas.

–Lo entiendo –comentó, intentando adoptar un tono hastiado.

–Ya sabes que soy muy peculiar en lo tocante a los negocios.

Gage miró a los fríos ojos de aquel hombre.

–Sí.

–Solo te conozco de oídas.

Gage asintió.

–Estoy pensando en sellar este trato contigo, pero no me vayas a engañar –hizo una pausa–. Como ha dicho Mettles, puedo resultar... difícil.

Gage reconoció la advertencia, la sangre fría de aquel hombre. La cabeza le daba vueltas, pero no del alcohol. Había vertido la mayor parte de las copas que se había pedido con Mettles en una planta que había allí al lado. Su vida profesional y su vida personal se habían juntado, y aquello era para él la peor de las pesadillas.

–Creo que nos entenderemos bien –dijo Gage antes de apurar el resto de su whisky.

Stephano se puso de pie.

–Ve con tu chica a refrescaros un poco; nos encontraremos en el vestíbulo dentro de una hora.

Gage encendió un cigarrillo; tal vez su sistema nervioso necesitara de verdad un cigarrillo en ese momento.

–Claro.

–Lo celebraremos. Hay un restaurante italiano excelente en la calle Chartres. Tomaremos mi limusina y nos relajaremos.

–De acuerdo.

Stephano sonrió a Roxanne.

–La veré durante la cena, Marina.

Ella alzó la vista despacio. Gage se fijó en sus pupilas dilatadas y en el modo exagerado en que levantaba la mano para darle unas palmadas a Stephano en la mejilla. Maldijo para sus adentros.

–Claro, cariño –dijo antes de dar otro trago de champán.

Stephano sonrió y le besó la mano; entonces la miró unos segundos más de lo necesario.

–Dentro de una hora. Mettles, venga conmigo –le ordenó antes de darse la vuelta.

Gage se quedó allí con los puños apretados junto a su prometida, la flor que había luchado tanto por proteger. Y había fallado miserablemente.

–Vayámonos.

Ella dejó la copa de champán sobre la barra y se bajó del taburete.

–Claro, Gage, cariño. Esto ha sido una pasada.

No estaba tan borracha como para no infundir un tono irónico a sus palabras. Incluso mientras Gage admiraba su coraje, se preguntó cómo conseguiría salvar la mejor, en realidad la única, relación que había tenido en su vida.

Roxanne se retiró para dejar que Gage abriera la puerta de su habitación mientras la invadía una mezcla de miedo y rabia. Él abrió la puerta y asintió con la cabeza para que ella entrara primero. Roxanne paseó la mirada por la elegante suite, notando que el dormitorio estaba a la izquierda. Fue directamente hacia una de las ventanas y plantó las manos sobre el cristal; con los ojos llenos de lágrimas, se quedó mirando las luces de la calle. La noche entera parecía un sueño; o más bien una pesadilla.

Pensó en Toni. Al menos había tenido el sentido común suficiente, tal vez por instinto, de pedirle a su amiga que saliera del bar. Había preferido enfrentarse sola a Gage.

–Necesito llamar a Toni. Está esperando abajo.

Gage le puso la mano en el hombro.

–Yo...

Ella se encogió de hombros.

–No me toques.

Silencio. Gage retiró la mano. Su respiración parecía el único ruido que rompía el silencio, y Roxanne deseó darse la vuelta para buscar su mirada. Pero esos ojos le habían mentido demasiado.

–Te llevaré abajo –dijo–. Podrás marcharte.

Ella asintió. Pero primero tenía que hacerle una pregunta.

–¿Quién eres, Gage? –le preguntó en voz baja.

Él suspiró. Entonces Roxanne sintió que se apartaba de ella y se volvió a mirarlo. Gage se paseaba junto a la mesa de cromo y cristal. Y aunque tuvo ganas de lanzarle algo, no pudo evitar admirar de nuevo su figura apuesta. Sabía que jamás volvería a conocer a un hombre al que deseara tanto como a Gage. Hasta esa noche no se había dado cuenta de que lo amaba. Sin embargo, en ese momento sintió que la traición, el miedo y la rabia se apoderaban de ella. Intentó serenarse; quería darle tiempo para que se explicara. Aunque no podía imaginar cómo todo aquello podría tener sentido.

Finalmente se paró y la miró directamente a los ojos.

–Maldita sea, Gage, ¿qué demonios está pasando?

–Soy policía. Del Servicio Secreto. Estoy trabajando en una misión secreta para el Departamento del Tesoro.

A ella le dio un vuelco el corazón.

–¡Vamos!

Él desapareció en el dormitorio y volvió momentos después con una placa que rezaba: Gage C. Dabon, Departamento del Tesoro de Estados Unidos.

–Los agentes del Servicio Secreto protegen al presidente.

–Esa es solo una de nuestras funciones. También investigamos una variedad de crímenes financieros.

Aturdida, sabiendo que no era del champán, levantó la vista.

–¿Qué es la «C»?

No conocía el segundo nombre de su novio. ¿No era eso una ridiculez?

Él sonrió de medio lado.

–Colin. Por mi padre. Es también mi jefe –hizo una pausa–. Él informa directamente al subsecretario de los servicios secretos.

Le había dicho que sus padres se habían jubilado y se habían ido a vivir a Florida. ¿Compartirían acaso algo real? ¿Lo sabría ella alguna vez? ¿Le importaba en realidad?

Gage era un poli. Un policía federal. Soltó una risotada histérica.

Gage se arrodilló junto a ella.

–Estás disgustada.

–Desde luego que sí.

–Y enfadada. Me has acusado dos veces en un rato.

–Lo merecías.

–Nunca volverá a ser lo mismo, ¿verdad?

–No –respondió despacio, casi sin aliento, sabiendo que desde luego nada volvería a ser lo mismo–. No lo creo.

Mientras se centraba en controlar su respiración una parte de ella empezó a aceptar la situación. Gage no era un banquero. Le había mentido en todo. Ese lado peligroso que había percibido en él era una realidad, no una de sus fantasías sexuales. Sus pensamientos del bar volvieron a ella. El hombre encantador que había conocido, con el que había vivido, era una farsa, y en su lugar se había levantado un extraño peligroso.

Esa era la realidad. Aspiró hondo y soltó el aire despacio. Mientras se ponía de pie él la abrazó, y de repente la tensión empezó a cambiar. Recordó demasiadas noches de pasión susurrada y de deseo compartido. Con unas cuantas caricias la satisfacía de un modo que jamás había conocido antes de estar con él. El estómago se le encogió de pensarlo, un intenso calor comenzó a extenderse entre sus piernas y por el resto de su cuerpo. Cuando él se movía dentro de ella, Roxanne se sentía poderosa, invulnerable.

Deseaba experimentar de nuevo esas sensaciones.

Pero el mundo se le había vuelto del revés, y él le había hecho daño. Por mucho que deseara tocarlo, no lo hizo.

–Siento haberte metido en esto, Rox.

–Estoy segura de ello.

Él le acarició la espalda.

–Sin duda entenderás por qué no había podido decírtelo.

Ella retrocedió un paso.

–No lo entiendo –añadió–. Entiendo que no lo hicieras en un principio, pero no después de que... intimáramos –supuestamente estaban enamorados–. Se suponía que nos íbamos a casar, Gage.

Él se quedó inmóvil.

–¿Íbamos?

Roxanne se dio cuenta de que había hablado de su relación en tiempo pasado. ¿Sería para convencerlo a él? ¿O a sí misma?

Pero ella no iba a ir a ningún sitio. Entre ellos había aún demasiadas mentiras, demasiadas cuestiones que resolver.

–¿Y Mettles y Stephano? ¿Quiénes son ellos?

–Son parte de un caso. En realidad no puedo divulgar...

Ella le plantó el índice en el pecho.

–Pues será mejor que empieces a divulgar, chico. No pienso marcharme de aquí hasta que me digas qué demonios está pasando.

Él hizo una mueca.

–¿Vas a seguir despotricando?

Ella frunció el ceño.

–Estoy en medio de este tinglado. Empieza a hablar. Además, me debes una explicación.

Él la miró en silencio un momento; finalmente se metió las manos en los bolsillos y empezó a hablar.

–Estoy investigando una operación de falsificación. Stephano es el cabecilla.

–¿Y Mettles?

–El cerebro.

–Estás de broma.

–Es un ingeniero informático que cree que el crimen da dinero.

Roxanne sacudió la cabeza con desagrado.

–Los chicos de hoy en día.

–Los dos pensamos del mismo modo, cariño.

Ella se puso tensa. Tenían tan poco en común que le entraron ganas de llorar.

Gage se acercó a la pequeña barra de mármol negro y se sirvió una copa.

–¿Te apetece beber algo?

Se frotó las sienes.

–No. Sí. Un café –se sentó en el sofá y suspiró mientras se preguntaba si la cafeína la ayudaría a poner en orden sus pensamientos o solo la dejaría irritada y nerviosa–. ¿Y Gage Angelini?

–Un hombre de negocios acaudalado y poco honesto, deseoso de invertir en el proyecto a cambio de una parte de los beneficios –puso el café y fue a sentarse en la mesa, frente a ella–. ¿Qué te parece peor, mi identidad falsa o descubrir que soy policía?

Roxanne se miró las manos y entrelazó los dedos con nerviosismo; entonces alzó la vista y vio cómo él la miraba con mucha seriedad. Muchas veces le había dicho lo que opinaba de que sus seres queridos estuvieran en la policía.

–No estoy segura –respondió por fin.

Él dio vueltas al vaso que tenía en las manos y no dijo nada.

Así de lado, con la cabeza ligeramente agachada, la cola de caballo le llamó la atención. En realidad, aquel lado oscuro de su persona la fascinaba; descubrir que ese lado peligroso existía de verdad en él le resultaba más emocionante de lo que debería.

Pero entonces recordó que él le había mentido y engañado, porque en realidad él pasaba de ella. Solamente la estaba utilizando... Aunque la verdad era que no podía imaginar para qué.

Dejó de pensar en eso y se concentró en la cola de caballo. Tenía que ser un postizo, por supuesto; Gage llevaba el pelo muy corto. Aun así el deseo de tocarle el pelo pudo con ella, y levantó la mano para hacerlo.

–Es una extensión –dijo Gage.

Roxanne retiró la mano Aquel hombre era un extraño. Le había mentido, pero también le había propuesto el matrimonio. Por eso había mentido aún más. Nada de aquello era real; él era tan solo una farsa.

–¿Cómo? –dijo, como si no supiera que estaba respondiendo a su curiosidad.

–La coleta. Es un postizo tejido a la parte de atrás de la cabeza.

Dejó el vaso a un lado sobre la mesa y entonces se enrolló en el dedo un mechón de cabello negro de Roxanne.

–Supongo que es una peluca.

–Pues claro. Tú llevas lentillas marrones.

Él asintió.

–Y tú verdes. Imagino que ha sido idea de Toni.

–Su tienda no nos ha venido mal.

–Hoy en el restaurante sospechabas algo.

Ella presionó un momento los labios. Debería haber sabido que no iba a engañarlo.

–Te vio en el Barrio Francés anoche. Supongo que con este caso.

–Había quedado con un intermediario para poder quedar con Mettles –continuó mientras le acariciaba la cara–. Lo siento tanto. Nunca fue mi intención hacerte daño.

Se lo había hecho, y los dos lo sabían. Le resultaba ridículo negar sus sentimientos.

Él le pasó el pulgar por el pómulo, y Roxanne se estremeció de deseo, a pesar de los esfuerzos que estaba haciendo para apartarse de él.

–El maquillaje tostado complementa el disfraz a las mil maravillas –su mirada se tornó sensual, misteriosa; asomó a sus ojos una expresión de deseo que conocía demasiado bien–. ¿Si no te conociera...?

Le gustaría haberle preguntado qué haría con ella si no la conociera. Incluso mientras le corría por las venas la emoción prohibida de pensar en poder ligar con Gage en un bar, llevárselo a la habitación de un hotel y explorar su cuerpo, se preguntaba si una mujer tan confiada como para hacer todo eso se habría dejado engañar por sus mentiras.

–Es crema bronceadora y polvos cobrizos –dijo.

Él bajó la vista, deteniéndose un instante en el vertiginoso escote.

–Desde luego parecíais dos turistas de ligue.

Sintió una mezcla de placer y sorpresa mientras recordaba esos primeros momentos en los que se había acercado a él. Al principio él no había tenido idea de quién era ella.

–Pues te convencimos.

–Sí –reconoció de mala gana–. Tu actitud acentuó la eficacia del disfraz. Fuiste muy valiente.

–¿De verdad?

Él continuó acariciándole el pómulo y después el lóbulo de la oreja, y esbozó una sonrisa de complicidad. Sin saber por qué la coleta y los ojos marrones parecían estar afectándole la libido.

–Mmm. Valiente y atrevida.

Gage sintió un apetito tremendo. La deseaba más de lo que la había deseado nunca, y cuanto antes mejor. El hecho de que ella lo deseara también debería haberlo preocupado. En lugar de eso, lo hizo sentirse fuerte.

–¿Te gustó?

Su aliento cálido le acarició la mejilla.

–¿Estuve sexy?

–Oh, sí –se inclinó hacia delante, con los labios casi pegados a los de ella–. Muy sexy. Nada que ver contigo.

Mientras su boca cálida y persuasiva se unía a la suya, Roxanne deseó desesperadamente dejarse llevar y olvidarse de las circunstancias que los habían llevado a aquel lugar. Recordó sus caricias suaves, exigentes a veces, y la satisfacción que solo él podía darle. Pero sus palabras volvieron a colarse en su pensamiento.

«Muy sexy... Nada que ver contigo».

Roxanne le plantó la mano en el hombro y se apartó.

–No lo creo –dijo en tono firme mientras se ponía de pie.

Tal vez fuera el disfraz de Marina que había despertado en ella alguna fuerza desconocida, o tal vez fuera lo enfadada que estaba, pero se apartó de él con resolución. En el pasado se habría abrazado a él y le habría dejado hechizarla con su pasión. Pero en el presente no. Tal vez nunca más.

La confianza que había tenido en él se había roto esa noche. Y jamás le permitiría que volviera a romperle el corazón. Pasara lo que pasara, él era un policía.

–Pensé que me estabas engañando –lo miró de frente.

Él se quedó quieto. Había pensado muchas cosas de él esa noche, y ninguna buena.

–Yo no... no podría...

Maldición. Por culpa de sus mentiras ninguna respuesta parecía la correcta. La cabeza le daba vueltas de tanto pensar: mientras por una parte quería hacer cualquier cosa porque ella volviera a confiar en él, por otra luchaba por encontrar el modo de salvar su investigación. Se suponía que iban a casarse. Y se casarían. Y pillaría también a Stephano.

–¿Qué ibas a decir? ¿Que no eres de esa clase de hombre? –le preguntó en tono burlón–. ¿Que no me mentirías? ¿Que no me engañarías?

Cuando se dio la vuelta, él fue hacia ella.

–Roxanne, yo...

¿Qué podía decirle? Sabía lo que estaba haciendo y lo había hecho. Negarlo sería ridículo. La cafetera empezó a silbar, puntuando el silencio con su monotonía.

–Iré a por tu café.

Mientras le preparaba el café con leche y azúcar, como a ella le gustaba, no dejaba de darle vueltas a la cabeza. Tenía que sacarla del hotel sin que nadie se diera cuenta. Y tendría que marcharse mucho antes de la reunión con Stephano. No dejaría que aquel criminal asqueroso volviera a ponerle la mano encima a Roxanne. De algún modo se las arreglaría para aplacar el enfado del hombre cuando viera que no podía estar con Marina.

Salvaría la única relación que le importaba de verdad. Aunque iba a ser difícil.

Mientras le llevaba el café a Roxanne, hizo mentalmente una lista de sus prioridades. Primero la pondría a salvo, después se ocuparía de Stephano, y por último de ellos dos. Le pasó la taza.