Tras sus huellas - Cara Summers - E-Book
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Tras sus huellas E-Book

Cara Summers

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Beschreibung

La vida del agente de policía Jack DeRosa era un desastre. Después de una larga baja, lo único que le podía devolver su prestigio profesional era tener éxito en su próximo caso: investigar a una cuidadora de animales. Ya de incógnito, Jack se enfrentó sin demasiados problemas a los perros, y a los gatos que lo arañaban todo el tiempo; pero, con solo echar un vistazo a la guapísima sospechosa, se dio cuenta de que aquel caso no iba a resultarle tan sencillo...

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Seitenzahl: 194

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Carolyn Hanlon

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Tras sus huellas, n.º 1262 - octubre 2014

Título original: The Life of Riley

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-5588-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

Algo está podrido en Dinamarca!»

—Tienes toda la razón —le dijo Riley a su loro, Bard, sin ni tan siquiera molestarse en mirarlo. El animal tenía siempre a mano una frase de Shakespeare para cada situación.

Aquella era particularmente adecuada, pues Riley acababa de sacar de su bolsa un envoltorio de plástico con un sandwich enmohecido. Una vez más, su hermano se había llevado sus cosas por error. Pero lo que realmente llamó su atención fue una bolsa marrón de papel.

—«¡Algo está podrido en Dinamarca!».

—¡Está bien, está bien! Ahora mismo lo tiro.

En el momento en que sacó el decrépito sandwich, la bola de pelo de nombre Beowulf que dormía plácidamente delante del refrigerador alzó la cabeza y, lentamente, se fue poniendo de pie.

—No, Beowulf. Ni se te ocurra pensar que te voy a dar esto —dijo, mientras lo tiraba a la basura—. La boloñesa podrida no es comida para perros.

Una vez más, volvió su atención hacia la bolsa marrón de papel.

—«Ser o no ser, esa es la cuestión» —dijo Bard.

—No, la cuestión es, ¿debo o no debo mirar en esta bolsa de papel de mi hermano?

No quería invadir la privacidad de Ben. Su hermano y su tío trabajaban a tiempo parcial en su pequeña empresa de servicios, que se ocupaba del cuidado de animales domésticos.

Se suponía que cada uno tenía su propia bolsa con un horario de trabajo, instrucciones, comida para las mascotas y un juego de llaves para poder acceder a los hogares de sus clientes. Durante los seis meses de funcionamiento de su empresa, «Cuidados Foster», se había dado cuenta de que ella era organizada pero de que su tío y su hermano, no. Con frecuencia intercambiaban las bolsas, por lo que había optado por duplicar lo que ponía en ellas.

Pero aquella bolsa de papel no era suya. Ella siempre las usaba de plástico. Sacó su contenido sobre la mesa. Miró con curiosidad el broche de diamantes que sorprendentemente apareció ante sus ojos. Pero la curiosidad pronto se convirtió en angustia. Estaba segura de haber visto aquello antes.

Cuatro de sus clientes habían sufrido robos en las últimas semanas. Justamente el día anterior dos detectives habían ido a su casa a decirle que era la sospechosa numero uno. Su tío Avery le había aconsejado que se buscara un abogado, pero ella no estaba dispuesta a hacerlo. Ninguno de sus clientes sospechaban de ella. Se inclinó para ver mejor el broche y el teléfono sonó en aquel instante. Ella agarró la extensión que había en la pared de la cocina.

—Cuidados Foster, dígame.

—Soy el capitán Duffy —ladró una voz desde el otro lado de la línea—. ¿Es usted, señorita Foster?

—Sí —en aquel instante Riley recordó dónde había visto antes el broche. Una cascada de luces de colores se reflejaron en la pared de enfrente cuando la pieza se resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo.

Beowulf ladró.

—«¡Algo está podrido en Dinamarca!» —repitió Bard.

Riley se limitó a mirar el broche de brillantes que Hattie Silverman había lucido en varias ocasiones.

—Ha habido otro robo. Una de sus clientes, Hattie Silverman, acaba de llamar. Quiero verla en mi oficina a la una y media —ladró el capitán Duffy.

Riley trató de recordar cuándo había sido la última vez que había visto a Hattie llevando el broche, pero tenía demasiadas preguntas rondándole la cabeza. ¿Cómo había llegado a su bolso? ¿Cómo se lo iba a explicar a la policía?

—Capitán Duffy —dijo ella—. No se va a creer esto, pero…

—No quiero excusas —respondió Duffy—. Si no está en mi oficina a la una y media, enviaré a dos oficiales a arrestarla. ¿Entendido?

—Pero…

—Hattie Silverman dice que usted no tiene nada que ver con el robo —le aseguró Duffy—. Pero ayer estuvo en su apartamento. Fue a sacar al perro mientras ella iba al médico, ¿no es así?

Por segunda vez, el broche se le cayó al suelo.

—Sí, así es —mintió ella. Porque no había sido ella la que había estado en casa de la señora Silverman, sino que había sido Ben.

—A la una y media —insistió él antes de colgar.

Riley se apretó la mano contra el estómago, para apaciguar el nudo que la apretaba.

No podía ser que por unas pocas discusiones con Ben sobre si debía o no ir a la universidad lo hubieran llevado a él a robar a sus clientes. No. ¿Cómo podía ni tan siquiera pensar eso durante un segundo? Tenía que haber otra explicación.

—«¡Algo está podrido en Dinamarca!».

Ella frunció el ceño.

—Exacto.

En el momento en que oyó aquel sonido, una especie de grito de dolor de un animal, Riley Foster se dio la vuelta a toda prisa y se chocó con el hombre iba detrás.

De pronto, tuvo la impresión de haberse chocado contra una dura roca.

—Lo siento —murmuró y lo miró. El adjetivo que le vino a la mente al ver su rostro fue «duro». Sus facciones angulosas eran parte de ello, pero, sobre todo, sus ojos, unos ojos que no podía dejar de mirar. Nunca había visto una mirada tan intensa y tan fría. Y reconocía aquella mirada. Era la de un depredador de la jungla.

—¿Está usted bien? —la voz áspera y profunda no hizo sino reforzar la imagen que se había formado de él.

—Sí, estoy bien, gracias —le aseguró ella y continuó su camino, mientras pensaba en la extraña reacción que le había provocado aquel encuentro.

Al llegar ante la puerta de unos grandes almacenes, Riley miró el reloj. Eran las doce y veinte. No podía permitirse llegar tarde. Todavía no había decidido qué iba a hacer con el broche de diamantes. Si se lo daba al capitán se arriesgaba a que la arrestara de inmediato. La mujer detective que la había interrogado había concluido que ella estaba detrás de un grupo organizado de ladrones.

De pronto, aquel lamento de animal herido la sobresaltó de nuevo. Venía de la callejuela que separaba los dos edificios.

Se aproximó hasta allí y trató de ver algo. Pero los grandes bloques impedían el paso de aquel intenso sol de abril, por lo que estaba muy oscuro.

Se aventuró a pasar, hasta que, unos pasos más allá vio a un pequeño gatito.

—Tranquilo —le dijo. Pero en el momento en que trató de acercarse, el pequeño echó a correr.

Ella lo siguió, hasta que ambos llegaron al final del callejón.

—Tranquilo —repitió una vez más.

La gata bufó.

—Sí, ya sé que tienes miedo. Veo que has estado en una pelea —metió la mano en la bolsa y sacó comida—. Seguro que tienes hambre.

Echó un reguero de comida que, lentamente lo obligó a ir acercándose, hasta comer de su mano. Mientras le hablaba dulcemente, lo agarró en brazos y se lo acercó al cuerpo, hasta que lo tuvo bien sujeto. Luego, lo metió en la bolsa y la cerró para impedir que se escapara, dejándole suficiente espacio para respirar.

—Muy bien —le dijo al gatito.

—Denos la bolsa.

Riley se sobresaltó y se volvió. Nada más ver a los dos jóvenes que tenía delante, sintió pánico. Eran grandes y cada vez se acercaban más. El más joven de los dos debía tener doce o trece años, mientras que el otro no superaba los dieciséis.

—No se le ocurra gritar —dijo el mayor.

El miedo le impedía hacerlo de cualquier forma.

—Queremos la bolsa y la chaqueta —dijo el más joven.

«Una persona en sus sano juicio no se metería en un callejón y, mucho menos, en Manhattan», pensó Jack DeRosa después de ver a la mujer con la que se había chocado meterse allí. En lo callejones no ocurría nada bueno. Rápidamente, le vino a la memoria el recuerdo de su propia experiencia, pero trató de borrarlo.

Era mejor que pensara en ella. ¿Qué habría ocurrido si no se hubiera quedado mirándola después de haberse chocado con ella? Durante un instante su cuerpo y el de ella había estado a solo unos centímetros de distancia, y algo había sucedido entre ellos. No es que ella fuera extraordinariamente atractiva, pero tenía unos embriagadores ojos azules.

¿Qué demonios estaría haciendo en el callejón? Por la decisión con que se había dirigido hacia allí, sabía exactamente a dónde iba. Muchos negocios dudosos tenían lugar en esos lugares.

Jack DeRosa se aproximó y se detuvo ante la entrada del estrecho pasadizo, diferenciando tres siluetas al fondo, cerca de las basuras. Años de experiencia como policía lo impulsaron a poner su espalda contra la pared y buscar la pistola. Pero no la encontró. Un policía de baja laboral no podía ir armado.

Se aproximó lentamente, tratando de ignorar el estado de nervios que le provocaba la situación.

Aquellos eran miembros de alguna banda callejera, de modo que tendrían armas. No parecía portar pistolas, con lo cual se trataría de cuchillos.

Al acercarse, vio que uno de ellos tenía un asa de la bolsa de ella en la mano. De pronto, la mujer se lo arrancó. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿No sabía que no se debía discutir con los ladrones?

Se apartó de la pared y corrió hacia ellos, tratando de ignorar el punzante dolor de su pierna.

—Dos contra una —dijo, parándose a unos pocos metros de ellos—. No parece muy justo.

El mayor de los dos chicos se dio la vuelta. En el momento en que Riley vio el brillo del filo de la navaja, se le nubló la visión. El recuerdo de aquella noche volvió a atormentarlo. Sintió miedo, tanto miedo como había sentido entonces, y sus reflejos se ralentizaron, haciendo inevitable que le asestara una cuchillada sobre la manga de la cazadora. Su pierna enferma casi cede y lo deja caer. Jack cambió el apoyo a la pierna sana y antes de que le pudiera clavar una vez más el afilado acero, le dio al muchacho un golpe en el cuello y lo lanzó al suelo.

Un grito lo instó a volverse y vio que la mujer estaba apoyada contra la pared, apuntando al pequeño con una pistola. El chico se frotaba los ojos mientras retrocedía.

Ella se unió a Jack y apuntó al mayor.

—Cuento tres para que os vayáis. Uno, dos…

El muchacho se levantó y salió corriendo, pero el pequeño seguía gimoteando. Ella se acercó a él.

—Solo te he echado vinagre. Te lo puedes enjuagar y se te pasará el dolor.

Jack no pudo sino mirarla perplejo.

—Tengo pañuelos de papel en el bolso —dijo mientras rebuscaba.

—¿Pañuelos de papel? —Jack lo agarró y le retorció la muñeca.

—¿Qué está haciendo? —preguntó ella, tratando de liberar al muchacho.

—La estación de policía está aquí al lado. Lo voy a llevar allí.

—No, déjelo marchar. No es más que un niño.

Como policía, se jactaba de hacer siempre lo que debía. Pero quizás, en aquella ocasión, unos increíbles ojos azules fueron más fuertes que su sentido del deber. O, tal vez, la mirada asustadiza del pequeño también tuviera algo que ver.

El chico salió corriendo en cuanto lo soltó.

—Gracias —dijo ella.

—Si me da las gracias por algo, démelas por esto —le agarró la pistola de agua y se la quitó de la mano.

—¡Oiga! Necesitaba algo con lo que defenderme.

—Sí, pero si le da un falso coraje, no la ayudará en absoluto —la agarró del brazo y se la llevó con él hacia la salida de la callejuela.

—Creo que nos ha ayudado a los dos a salir de un aprieto.

—Solo porque ha tenido suerte por esta vez… —maldijo entre dientes.

—¡Está herido! ¿Le han dado una cuchillada en la pierna?

—No. Esta es una vieja herida —sin saber cómo había llegado allí, reparó en que su mano estaba en la de él. Lo agarraba con fuerza lo que no le sorprendió. Pero sí le sorprendió no haber apartado la mano de inmediato.

—¿Necesita ir a un médico o a un hospital?

—No —dijo en un tono irritado.

—De acuerdo —respondió ella—. Y ahora, si me puede devolver mi pistola…

Jack la miró perplejo, pero su mirada azul lo perturbó una vez más.

—Verá —dijo finalmente—. La pistola la voy a dejar en la comisaría de policía, y solo se la devolveré cuando haya probado que la lleva solo para defenderse.

—¡Yo no tengo tiempo ahora para…

—Pues sáquelo de donde pueda —dijo él, con su mejor mirada de policía.

Jack tardó mucho más de lo que le habría gustado en llegar hasta la comisaría. Aunque el dolor de la pierna había disminuido ligeramente, seguía cojeando, y respiraba con dificultad. El fisioterapeuta había trabajado con él dos veces a la semana desde que había sufrido la herida, y le había dicho que los músculos estaban fuertes y los tendones estaban bien, por lo que acabaría recobrándose. Pero el dolor seguía allí y era real, no era producto de su imaginación. Se detuvo un instante y se frotó la pierna con la mano. Lo último que podía hacer era entrar cojeando en la oficina del capitán. Solo le quedaba esperar que Duffy no se diera cuenta. Esperanza vana y absurda, sin duda.

Dudó ante la puerta del departamento de detectives del segundo piso. Respiró profundamente. Tenía que convencer a su jefe como fuera para que le permitiera volver al trabajo. Si tenía que quedarse treinta días más en su apartamento, se iba a volver loco, quizás tanto como la mujer con la pistola de vinagre.

Cerró los ojos y respiró profundamente.

No quería pensar más en ella.

Al entrar en la comisaría, lo había seguido. La había guiado hasta el mostrador y le había pedido al sargento de guardia que le diera información sobre clases de autodefensa. Así no acabaría convirtiéndose en una criminal.

Por fin se decidió a empujar la puerta de cristal y entrar en la sala. El olor a café quemado, comida rápida y humo de cigarrillos lo asaltó por sorpresa. Estaba de nuevo en casa. Comenzó a caminar entre las mesas, en dirección a la suya. De pronto, se detuvo al ver que su sitio estaba ocupado. Estaba a punto de dirigirse hacia el intruso, cuando una voz lo detuvo.

—¡DeRosa!

Jack se volvió y vio a una atractiva mujer de pelo castaño, vestida con un traje de diseño, que se acercaba a él. Alexandra Markham era uno de los mejores detectives del departamento, pero sus métodos no eran muy ortodoxos. Estaba tan centrada en lograr éxitos personales, que hacía lo que fuera necesario para conseguir un arresto. La sonrisa que le lanzó solo le creó desconfianza.

—Duffy ha salido hace un momento llamándote y no se ha puesto precisamente feliz al ver que no estabas.

Jack se tragó un suspiro. Su jefe era un hombre irascible que valoraba la puntualidad tanto como el trabajo bien hecho.

—Yo tampoco estoy muy contento de ver a alguien sentado en mi escritorio.

Alexandra le dio unas palmaditas en la espalda y camino a su lado en dirección al despacho del capitán.

—Es algo temporal. Su nombre es Carmichael y va a estar aquí solo durante un mes. A menos que vayas a estar de baja más tiempo.

—Pensaba pedirle al capitán que me dejara volver hoy.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Y tu pierna?

—Está casi bien —y habría estado mejor, sino se hubiera metido en aquel callejón. Además, habría llegado a tiempo.

—No te precipites, Jack —le dijo Alexandra, con el ceño fruncido por la preocupación.

Claro que le preocupaba la situación. Le preocupaba que él se llevara el ascenso que ella estaba esperando.

—¿Markham?

Los dos se volvieron. Carmichael se había levantado.

—Una llamada de la tienda de empeños que visitamos ayer. Dice que tiene algo que quiere que veamos.

Alex se volvió hacia Jack.

—Sé que odias que te den consejos, y supongo que no vas a aceptar el que te voy a dar, pero no creo que debas regresar hasta que no estés totalmente curado —sonrió—. Bueno, me tengo que ir. Buena suerte con el capitán.

Jack vio cómo se alejaba y se alegró de no tener que contestar. No quería formular ni en alto ni para sí mismo sus miedos de que, quizás, jamás volviera a estar totalmente recuperado.

En aquel momento, Duffy gritó su nombre desde dentro.

—¡DeRosa!

Jack entró en el despacho y Duffy le indicó con la mano que se sentara.

—Llega tarde y sigue cojeando.

—Sí, señor, ambas cosas son ciertas —no iba a poner ninguna excusa, porque contar lo del callejón, teniendo en cuenta que no había podido arrestar a ninguno de los dos delincuentes no iba a ayudarlo mucho.

—¿Y bien? —preguntó Duffy, mientras daba golpecitos en la esfera de su reloj—. Le quedan cinco minutos de los quince que le iba a dedicar.

Jack miró a su jefe fijamente

—Quiero volver.

Duffy emitió una especie de gruñido.

—He hablado con los médicos y dicen que ya está bien. Pero el psicólogo no está tan convencido.

Jack sabía que el informe achacaba el dolor de su pierna a una proyección psicológica del trauma sufrido tras ver cómo asesinaban a su compañero. Lo que no conseguía entender aquel maldito psicólogo era que solo volviendo a trabajar lograría superar todo aquello.

—Si tengo que quedarme en mi apartamento otro día… —Jack se contuvo antes de terminar la frase.

—Hasta que le den el alta, yo no puedo hacer nada. A menos que…

—¿Qué?

—Hay un asunto que necesita ser tratado con delicadeza. Oficialmente no puedo hacer nada. Estoy atado de pies y manos.

Jack estudió a su jefe. Le extrañaba la rapidez con que había sacado aquel tema.

—¿Se trataría de hacer un trabajo encubierto?

—Exacto. Nadie, excepto Markham y Carmichael, puede saber qué está haciendo. Ellos dos están trabajando en el caso.

—Un momento, ¿de qué es exactamente de lo que me está hablando?

Duffy agarró una carpeta.

—He hecho una copia del archivo. Tenemos una banda de ladrones en el área de Central Park. Normalmente, roban joyas. Siempre se apoderan de cosas que están a mano. No han abierto ni una sola caja fuerte.

—Aficionados —dijo Jack.

—Eso es lo que Markham y Carmichael piensan. Los primeros tres robos ocurrieron en el mismo edificio y las tres víctimas, mujeres mayores, eran miembros del mismo club de bridge. Se reúnen todos los jueves por la tarde. Hace dos días, ocurrió lo mismo en otro bloque cercano. Lo que tienen en común es que utilizan el mismo servicio de cuidado de animales, que pertenece Riley Foster. Ella tiene un tío y un hermano adolescente que trabajan para ella a media jornada. Todos tienen las llaves de los apartamentos. Todo está aquí reflejado en el archivo.

Jack miró la carpeta que el capitán le ofrecía.

—¿Qué se supone que debo hacer con esto? Por lo que dice, ya tienen a los delincuentes.

Duffy dejó la carpeta sobre la mesa.

—Todavía no hemos pillado a la señorita Riley con ninguno de los objetos robados. No tenemos pruebas. Sus clientes, además, confían ciegamente en ella. Ayer recibí una llamada del comisionado, diciendo que su madrina, una adorable ancianita que coordina el club de bridge, quiere que dejemos en paz a la dueña de su servicio de cuidado de mascotas.

Mientras le explicaba lo que pensaba de los comisionados con madrinas excéntricas que juegan al bridge, Duffy cortó el final del puro que acababa de sacar de la caja. Antes de encendérselo, le ofreció uno a Jack.

—¿Quiere uno, DeRosa?

Jack miró primero al puro y luego a su jefe. Duffy jamás antes le había ofrecido un cigarro como aquel. Sin duda, estaba desesperado.

Jack rechazó el ofrecimiento y continuó preguntando.

—¿Qué es, exactamente, lo que quiere haga?

—Quiero que trabaje desde dentro. «Cuidados Foster» lo va a contratar como ayudante. En cuanto consiga una prueba, hará un arresto.

—¿Y si no consigo ninguna prueba?

—Las encontrará. Estoy harto de tener al comisionado como una sombra, detrás de mí en todos y cada uno de los casos que se investigan. Esta vez quiero poder trabajar con libertad. Markham y Carmichael piensan que esa tal Riley Foster es culpable. Quiero pruebas pero todavía sería mejor si pudiera pillarla en el momento del robo. En su defecto, nos serviría que encontrara alguna de las joyas en su poder. Entonces la madrina del comisionado podría irse a paseo.

En lugar de agarrar el archivo y zanjar el asunto, Jack se metió las manos en los bolsillos.

—Y, en cuanto consiga las pruebas, me permitirás volver a trabajar.

El capitán lo miró con cara de pocos amigos.

—¿Está regateando conmigo?

—Lo toma o lo deja.

El teléfono de Duffy sonó en aquel momento.

—¿Sí? —ladró él y miró a Jack—. Sí, señor comisionado, estoy llevando las cosas tal y como usted me sugirió. Tengo a uno de mis mejores hombres en el caso —tapó el auricular—. Llévese el archivo y póngase manos a la obra. Enseguida estaré con usted.

Jack salió del despacho de su jefe y se sentó en uno de los asiento que había fuera a revisar el caso.

Según iba leyendo se iba convenciendo de que, efectivamente, alguien de «Cuidados Foster» estaba cometiendo los robos. La dueña, Riley Foster, de veintitrés años, licenciada por una cara universidad privada, era toda una princesita de Park Avenue. Su madre había muerto cuando ella tenía doce años. Recientemente se había visto totalmente desvalida y empobrecida después de que su padre muriera en un accidente de avión.

Como siempre, la investigación de Alexandra era precisa y meticulosa. Incluía parte del informe de la FAA en el que se señalaba como posible causa del accidente de su padre el suicidio. El padre de la señorita Foster estaba a punto de ser acusado de malversación de fondos de la empresa para la que trabajaba, justo cuando ocurrió el accidente.

Después del funeral, Riley se había ido a vivir con su tío a Park Avenue donde, por el aspecto que tenía la casa, podía mantener el nivel de vida al que estaba habituada. Poco después había comenzado con su empresa de servicios, trabajando para las ancianitas ricas de la zona, que estaban encantadas con ella y que se la recomendaban unas a otras.

Cerró la carpeta y contempló la posibilidad de que ella pudiera ser la ladrona. Sin duda el tipo de negocio que tenía era perfecto. La señorita Riley podría ser la ladrona. Pero también estaba su hermano adolescente que la ayudaba después del instituto y los fines de semana. Y no había que olvidar al tío, un actor medio retirado, cuya carrera había empezado a tambalearse en los últimos años. Jack pensó que en tres o cuatro días habría conseguido las pruebas suficientes como para hacer un arresto. Y, al menos, aquel caso le daría la opción de no estar todo el día encerrado en su apartamento.