Juntos otra vez - Metsy Hingle - E-Book

Juntos otra vez E-Book

METSY HINGLE

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Beschreibung

La rica Regan St. Claire había sido pura inocencia... y tentación. Pero entró en la vida de Cole Thornton demasiado pronto, antes de que él pudiera llegar a ser alguien. Cole creyó que eso a ella no le importaría, pero entonces lo abandonó y él juró que nunca más pensaría en ella... ¡Un bebé! Regan no podía creer que su sueño se estuviera haciendo realidad. Ni que el donante de esperma fuera Cole, el hombre al que su difunto padre la había obligado a abandonar. Aceptó volver a casarse con él, que ya era millonario, con la esperanza de demostrarle que su corazón siempre le había pertenecido. Pero, ¿podría su hijo salvar el amor que había entre ellos?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Metsy Hingle

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Juntos otra vez, n.º 986 - octubre 2019

Título original: The Baby Bonus

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-677-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

–¿Estoy embarazada? –repitió Regan St. Claire clavando las uñas en las palmas de sus manos. Miró a través del escritorio a su tía, la famosa especialista en fertilidad de Nueva Orleans, la doctora Elizabeth St. Claire–. ¿Estás segura, tía Liz? ¿No hay error?

La mujer mayor meneó la cabeza rubia plateada y sonrió.

–Estoy segura. Yo misma realicé las pruebas… dos veces. Estás embarazada, querida. De acuerdo con la fecha en que llevé a cabo el procedimiento de inseminación, desde hace cinco semanas.

Regan gritó de felicidad. Demasiado entusiasmada para quedarse quieta, se levantó de un salto y rodeó la mesa para abrazar a su tía.

–¡Voy a tener un bebé! ¡Un bebé! –repitió maravillada.

–Regan, pequeña, tranquilízate –reprendió su tía divertida.

–No puedo. Me siento demasiado feliz –replicó con lagrimas de gozo en los ojos. Ni siquiera en ese momento podía creer que un diagnóstico de endometriosis y posible infertilidad la hubiera llevado por ese camino cuyo resultado era un… un milagro. Porque eso era el bebé–. Hace tanto tiempo que lo anhelo. Desde que… –desde que había perdido a su primer bebé en un aborto años atrás… el hijo de Cole.

Como si le leyera los pensamientos, su tía le ofreció la mano. Regan la aferró y extrajo fuerzas de la mujer que había desempeñado el papel de madre durante la casi totalidad de sus veintinueve años de vida.

–Cariño, aún está en la primera fase –advirtió su tía Liz–. Esa diminuta vida que llevas dentro tiene mucho camino que recorrer antes de que fructifique.

–Lo sé –la sonrisa vaciló un poco al recordar su último embarazo.

Tenía diecisiete años y estaba locamente enamorada de Cole Thornton. Como si hubiera sido el día anterior y no doce años atrás, las imágenes de Cole llenaron su mente. Cole trabajando en el jardín de su familia, la piel oscura brillante por el sudor, los músculos hinchándose en sus hombros desnudos mientas clavaba la pala en la tierra. Alzando la cabeza y apartándose el pelo del color de la medianoche de la cara para mirarla con sus ojos plateados.

Siempre había algo peligroso y salvaje cuando la miraba. Había sido tan distinto de los chicos que conocía… tan serio y centrado, con una pasión contenida. Se había sentido atraída por él en el acto. Después de conocerlo, había admirado su marcado sentido del honor y la determinación de llegar a ser alguien. Hacer el amor con él había resultado tan básico como respirar. Al quedarse embarazada, el insistió en que se casaran… tal como Regan había imaginado. Lo difícil había sido convencerlo de que se fugaran. Sin embargo, incluso después del tiempo transcurrido, recordaba aquellos días mágicos como su esposa… cuando había tenido la certeza de que su amor era tan fuerte que sobreviviría a todo.

Hasta que su mundo se desmoronó y perdió tanto a Cole como al bebé.

–… y espero haber… haber hecho lo adecuado. Tu lo eres todo para mí, Regan. Lo único que deseo… lo único que he deseado siempre es que seas feliz.

Algo en el tono de su tía captó la atención de Regan.

–Soy feliz, tía Liz. Me has dado lo que más quiero en el mundo… un bebé. O al menos la oportunidad de tenerlo…

–A pesar de lo maravilloso que es un bebé –Liz frunció el ceño–, solo llena parte de tu vida. ¿Qué me dices de un marido? ¿Alguien con quien compartir tu vida? ¿No quieres que alguien sea padre de ese bebé, que haga más hijos contigo?

Regan suspiró.

–Tú no necesitaste a un hombre para hacer completa tu vida, tía Liz. Yo tampoco.

–No hablamos de mí, querida. Además, yo tuve a alguien una vez. Alguien que fui lo bastante tonta para perder. Soy una mujer mayor ya, con casi toda la vida a la espalda. Pero tú tienes la tuya por delante. No la desperdicies. No te conformes con recuerdos y pesares.

–No desperdicio mi vida –insistió Regan.

–¿Estás segura? No puedo evitar recordar la última vez que estuviste embarazada. Qué felices y enamorados estabais Cole y tú, y cuando os casasteis…

–Nuestro matrimonio fue un error. Éramos demasiado jóvenes para saber lo que hacíamos.

–Erais lo bastante mayores para saber que os amabais, para concebir juntos un hijo. A menudo me he preguntado que si tu padre no hubiera insistido en aquella anulación…

–Papá hizo lo que consideraba mejor –replicó Regan con un nudo en la garganta. Dio la vuelta y miró por la ventana.

–Cariño, sé que querías a tu padre. Era mi hermano, y yo también lo quería. Pero eso no significa que estuviera ciega a sus defectos. No era perfecto. A veces cometía errores, juzgaba a la gente de forma injusta. Se equivocó con Cole. Y se equivocó al interferir en tu matrimonio, en obligarte a tomar una decisión.

–Lo hecho, hecho está, tía Liz. No podemos dar marcha atrás –decidida a cerrar la dolorosa puerta del pasado, se volvió para mirarla–. Lo que importa es el futuro. Este bebé es mi futuro.

–Tienes razón –su tía deslizó una mirada nerviosa sobre el vientre de Regan–. Solo espero que lo que suceda…

–Tía Liz, ¿hay algo que no me hayas comentado? –alarmada, apoyó una mano sobre el vientre–. ¿Sucede… algo con el bebé?

–No. Oh, no, pequeña. No sucede nada.

–Entonces, ¿de qué se trata? ¿Por qué esa cara?

–Imagino que me preocupa ser tan mala como tu padre, porque en este momento soy yo quien interfiere en tu vida –meneó la cabeza y sonrió con gesto tenso.

–No lo has hecho –afirmó aliviada–. Me has dado un regalo invaluable.

–Pero, ¿y si…?

–Nada de «Y si» –insistió Regan–. Todo va a salir bien. Espera y lo verás. En esta ocasión nada va a salir mal.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Al regresar de los aseos a su despacho en la parte de atrás de la joyería, Regan reconoció que absolutamente todo parecía ir mal. Se llevó una mano al estómago aún revuelto y se sentó a la mesa de trabajo, donde sus herramientas de joyera y diversas gemas y piezas aguardaban su atención.

–Vamos, pequeño –suplicó, pasando la mano sobre el vientre aún plano–. ¿Qué te parece si le das un descanso a mamá? No puedo estar mareada también por la tarde –durante las dos semanas pasadas desde la confirmación del embarazo, había tenido mareos y náuseas a casi todas horas. Y tampoco había esperado que su nivel de energía descendiera de forma tan drástica. Suspiró y meneó la cabeza. Ese embarazo era tan diferente del anterior. De inmediato lamentó la comparación, ya que la invadieron recuerdos del aborto.

Respiró hondo e intentó desterrar el dolor que siempre acompañaba a los pensamientos de aquella época triste de su vida. Se recordó que todo era distinto en ese momento. Ya no era una chica soñadora inesperadamente embarazada. Era una mujer, sin ninguna ilusión necia sobre el amor. El embarazo era resultado de la planificación, no de la pasión. Y en siete meses, cuando sostuviera a su bebé en brazos, tendría todo lo que quería, todo lo que necesitaba.

Se palmeó el vientre.

–No te preocupes, pequeño –murmuró–. Todo saldrá bien. Ya lo verás. Ni siquiera echarás de menos no tener un papá porque voy a ser la mejor madre posible. Lo prometo.

El destello de los diamantes captó su atención. Convertirse en madre del año iba a tener que esperar un poco más. En ese momento tenía trabajo que la tienda necesitaba con desesperación, si quería pagar a tiempo la hipoteca ese mes. No por primera vez, eso hizo que frunciera el ceño. Nunca había imaginado que alguna vez tendría que preocuparse por cuestiones como la fiscalidad, acciones e intereses bancarios. Ciertamente, jamás había soñado que se hallaría en un caos financiero y en peligro de perder la joyería que llevaba cinco generaciones en su familia. Así como de momento había conseguido capear el temporal, bajo ningún concepto era una experta. Encendió el foco y acercó el esbozo que había hecho para un anillo, pero sus pensamientos volvieron a centrarse en las finanzas.

«Papá, tendrías que haberme informado de que tenías problemas. Al menos, podrías haberme dejado intentar ayudar».

Pero sabía por qué su padre no se lo había dicho. La había querido proteger… como siempre. Experimentó una ira renovada al recordar su súbita muerte y el descubrimiento de que Exclusives se encontraba al borde de la bancarrota. Pero el resentimiento dio paso a la culpa. No tenía derecho a enfadarse con su padre, no después de todo lo que le había dado. Fue él quien la había introducido en el mundo mágico de las gemas y fomentado sus sueños de diseño. Quizá en ocasiones se había mostrado demasiado protector, pero solo porque la quería. Sin embargo, había estado a su lado cuando lo necesitó. La ayudó a recoger las piezas de su vida cuando perdió a su bebé y a Cole. Le debía hacer que la joyería se recuperara y legársela a su propio hijo algún día. Juró que lo haría.

–No te decepcionaré, papá –prometió.

Secándose las lágrimas que parecían aflorar con tanta facilidad esos días, alzó el anillo en el que había estado trabajando antes de salir corriendo al cuarto de baño.

–¿Qué dices, pequeño? Basta de pataletas hasta que acabe esta pieza. ¿Vale?

Cuando su estómago permaneció en calma cinco minutos enteros, sonrió. Contempló el esbozo, luego el anillo y frunció el ceño. Pasó un dedo por la banda de oro, un regalo de aniversario para uno de los mejores clientes de la joyería, y estudió la pieza con ojo crítico. El rubí birmano de cuatro quilates que había en el centro era exquisito. Los diamantes que flanqueaban cada lado de la piedra lo resaltaban. El anillo era precioso y el cliente quedaría encantado. No obstante, Regan tuvo ganas de reemplazarlo por la esmeralda que tenía guardada en la caja fuerte.

Se apartó de la mesa y se dirigió a la caja fuerte para extraer la bandeja de gemas. La depositó en su mesa de trabajo en el momento en que sonó el intercomunicador de la tienda.

–¿Señorita St. Claire?

–Sí, Amy –giró y apretó el botón del teléfono, deseando que la nueva recepcionista la llamara Regan.

–Hay un tal señor Cole Thornton que desea verla.

Se quedó helada. De pronto le faltó aire en los pulmones. El estómago le hizo una cabriola y la habitación comenzó a dar vueltas. Con las rodillas flojas, se hundió en la silla e intentó respirar.

Cole Thornton en Nueva Orleans. ¿Para verla a ella? ¿Después de tanto tiempo?

Habían transcurrido doce años desde aquel día horrible en que la miró con hielo en los ojos antes de marcharse de la ciudad. No había vuelto a hablarle jamás. Ni una sola vez. Pero nunca lo había olvidado. ¿Cómo podía hacerlo cuando la ciudad que otrora le había dado la espalda al joven y pobre Cole estaba ansiosa por reclamar al magnate de las propiedades inmobiliarias como a uno de sus hijos predilectos? Había perdido la cuenta de las fotografías que había visto de él en diversos actos y galas benéficas a lo largo de los años. Por lo que ella sabía, solo una vez había regresado a Nueva Orleans, y recordar aquel encuentro fugaz aún le dolía. Su fría indiferencia. No quería volver a pasar por la misma angustia. Y menos en ese momento.

–¿Señorita St.Claire? ¿Hago pasar al señor Thornton?

–No –soltó–. Por favor, ofrécele al señor Thornton mis disculpas, Amy, y dile que no estoy disponible. Ah, te agradecería que no me pasaras llamadas –añadió antes de cortar la comunicación.

Un poco insegura, regresó a la mesa de trabajo y se sentó en el taburete. «Piensa en el trabajo», se ordenó. El trabajo había sido su refugio durante doce años. Ni siquiera se molestó en alzar la vista cuando unos minutos más tarde oyó que la puerta se abría.

–Sea lo que sea, Amy, me ocuparé de ello después. Ahora no tengo tiempo.

–Entonces te sugiero que lo saques.

El instrumento que Regan sostenía en la mano cayó con estrépito sobre la superficie de mármol al oír la voz que otrora le había provocado escalofríos.

–Señorita St. Claire, lo siento –dijo una nerviosa Amy apareciendo detrás de él–. Intenté explicarle al señor Thornton que no podía verlo…

–Y yo le aseguré a Amy que me verías –repuso Cole.

–Esta bien, Amy. Yo me ocuparé.

Amy se marchó y cerró la puerta a su espalda. Controlándose, Regan miró a Cole a la cara.

–¿Y cómo piensas ocuparte de mí, princesa?

Ella apretó los dientes al oír el apodo con que la había bautizado años atrás.

–¿Qué quieres, Cole? –intentó transmitir hielo en su voz. Los ojos de él se oscurecieron y centellearon con plata líquida, encendiendo recuerdos de las noches en que había yacido desnuda en sus brazos. Lo vio enarcar una ceja.

–¿Debo considerarlo una invitación?

–En absoluto –replicó con las mejillas encendidas. No era justo. Con treinta y tres años, Cole era incluso más atractivo que con veintiuno. Llevaba el pelo más corto, pero igual de tupido y oscuro como la medianoche. Tenía unas leves arrugas en los bordes de los ojos que no estaban allí doce años atrás, arrugas que le daban una expresión más dura y fría. Su cuerpo alto y esbelto no exhibía ningún kilo de más, y apostaría cualquier cosa a que los músculos que había debajo del traje de marca eran tan duros como el acero. Incapaz de detenerse, contempló su boca, la misma que la había besado con tanta ansiedad, que había probado cada centímetro de su cuerpo, que le había susurrado promesas de amor.

–Aún te ruborizas como una colegiala, princesa –indicó él–. ¿Cómo es posible?

–No tengo tiempo para juegos, Cole. Debo dirigir un negocio. ¿Por qué no me dices para qué has venido?

La boca de él se endureció un momento, pero en vez de contestar, se acercó al borde de la mesa y recogió el anillo.

–Lejos de mí desear que pierdas tu valioso tiempo. Después de todo –la miró–, sé por experiencia propia la prioridad que le das al negocio. Por eso he venido. Para hablar de negocios.

La palabra «negocios» la golpeó como una bofetada. De inmediato recordó a la espléndida pelirroja que lo había acompañado a la gala para recaudar fondos celebrada el año anterior en el acuario de la ciudad. El negocio de Regan era diseñar anillos únicos para Exclusives. Sintió un nudo en la garganta. Se dijo que no podía esperar que diseñara un anillo para su amante. Ni siquiera Cole podía ser tan cruel.

Aunque a sus propios ojos él creía tener un motivo para serlo. Pensaba que ella lo había traicionado. Nunca la había creído cuando luego le explicó los motivos para solicitar la anulación del matrimonio, que lo había hecho para salvarlo. El resultado había sido el mismo. Lo había herido, le había desgarrado el orgullo en un momento en que era todo lo que le quedaba. ¿Qué mejor venganza que encargarle que diseñara el anillo de boda de su futura esposa? Contempló el anillo que él sostenía y recordó el día en que le había puesto una alianza en el dedo y prometió amarla para siempre. Siempre había durado únicamente diez días. Se negó a someterse a ese tipo de dolor.

–Como ya he dicho, me encuentro ocupada. Le diré a mi ayudante que te atienda.

–¡Y un cuerno! –se apartó de la mesa y pegó la cara a la de ella–. No pienso tratar con ningún asistente en algo tan importante. Trataré contigo, princesa. Solo contigo.

Aturdida por la súbita vehemencia, Regan retrocedió un paso. Recordó las otras dos ocasiones en que lo había visto de esa manera: el día en que le dijo que quería la anulación y cuando le contó que había perdido al bebé. Respiró hondo para serenarse.

–Me gustaría que te marcharas.

–¿Qué sucede, princesa? ¿Has vuelto a cambiar de parecer? Es un poco tarde para eso, ¿no crees?

Ella frunció el ceño, desconcertada tanto por el comentario de Cole como por su hostilidad.

–No sé de qué estás hablando y, para serte sincera, tampoco me importa. Solo quiero que te vayas.

–Ni lo sueñes.

–Entonces no me dejas otra alternativa que llamar a la policía –aseveró con más convicción de la que sentía. Se dirigió hacia el teléfono en el instante en que el pequeño decidió que ese día no había terminado de jugar. Se le revolvió el estómago y la dominó una oleada de náuseas–. Perdona –musitó y trató de pasar junto a Cole antes de expulsar delante de él lo que le quedaba del almuerzo.

–No –le bloqueó el paso–. No hasta que hablemos.

–Apártate de mi camino –ordenó ella, conteniendo las náuseas–. Hablo en serio, Cole. Apártate de mi camino o vas a lamentarlo.

–¿Más que hace doce años cuando te diste cuenta del error que habías cometido al casarte con un pobre bastardo? Oh, olvidé que eso ya no importa ahora que tengo dinero, ¿verdad?

Durante un momento, los puntos que ella veía ante los ojos se despejaron ante el impacto de su amargura. Regan contuvo las lágrimas de ira.

–Vete al infierno.

–No, gracias, encanto. Ya estuve allí una vez por ti. Y no tengo intención de regresar. De hecho, ahora que te encuentras embarazada…

La sorpresa de sus palabras fue como un golpe, seguido de otra oleada de náuseas. Se llevó una mano a la boca y empleó la otra para empujarlo. Cole la agarró por el hombro y le dio la vuelta para que lo mirara. Entonces fue demasiado tarde. Vomitó sobre sus zapatos caros.

 

 

Aturdido, Cole se quedó helado unos segundos. Mientras luchaba con la furia que lo había dominado ante la reacción de Regan, registró la palidez de ella, las gotas de sudor que perlaban su frente.

–Lo siento –musitó Regan con expresión horrorizada antes de soltarse y huir.

–Espera –gritó Cole, persiguiéndola. Se detuvo cuando la puerta del cuarto de baño se cerró en su cara. Llamó con el puño–. ¡Regan!

–¡Vete!

–Abre –probó el picaporte, en vano.

–¡Vete!

Liz no le había contado que sufría mareos. Regan jamás se ponía mala… al menos no que él recordara. Ni siquiera durante aquel breve embarazo tantos años atrás. Ni un solo día estuvo mareada… no hasta el aborto.

De pronto la idea de que Regan y su bebé pudieran correr peligro le heló la sangre. Jamás tendría que haberla provocado de esa manera. Se pasó una mano por la cara. Si algo le sucedía al bebé, sería por su culpa. Sintió un nudo en las entrañas. Estaba asustado. Llamó a la puerta de nuevo, en esa ocasión con gentileza.

–¿Princesa? ¿Te encuentras bien? –al no obtener respuesta, llamó otra vez. La imaginó tirada en el suelo, desvalida y sufriendo–. Princesa, ¿me oyes? Abre la puerta. Déjame entrar para ayudarte. Tras unos momentos de silencio, oyó el sonido de alguien devolviendo. Luego un gemido suave y el agua al correr. Pensó en tirar la puerta abajo–. ¿Estás bien? –exigió–. Maldita sea, Regan, contesta.

–Estoy bien.

Pero no lo parecía. Sonaba como una gatita recién nacida. Intentó controlar el torrente de emociones que lo recorrió.

–Abre la puerta, princesa –instó–. Sé que te encuentras mareada. Por favor, abre… deja que te ayude.

–No quiero tu ayuda –repuso con más pasión de la que creía posible–. Solo quiero que te vayas.

«Ni lo sueñes», pensó, apretando los dientes. Después de todo, el bebé era el motivo por el que se hallaba allí. Se mesó el pelo y suspiró. Según la revista Dinero, él era un hombre inteligente, casi un genio de los negocios. Entonces, ¿cómo diablos se había metido en ese lío? ¿Cómo había permitido verse involucrado otra vez con Regan St. Claire?

La respuesta era sencilla: Liz, su amiga más querida y antigua, la mujer que había dado cobijo a un chico problemático de la calle, brindándole la oportunidad de llegar a ser algo más. le debía más de lo que jamás podría pagarle en una vida. Pero en esa ocasión la tía de Regan había ido demasiado lejos, pensó, recordando la conversación:

–Olvídalo, Liz. Si Regan necesita un donante de esperma, tendrás que encontrar a otro. Quizá a uno de esos ricos con un pedigrí de un kilómetro de largo.

–Perfecto –había acordado Liz con presteza.

Demasiada. La mujer era más aguda que una aguja y no se rendía con tanta facilidad. Entrecerró los ojos y la miró, sabiendo que tramaba algo.

–Hablo en serio, Liz.

–He dicho que no pasaba nada, ¿verdad?

¿Pero?

–Pero, ¿qué? –preguntó con inocencia.

–Sea lo que fuere lo que tengas planeado, no funcionará –Cole suspiró.

–Haces que parezca una mujer intrigante y manipuladora.

–Porque a veces lo eres, pero, de todos modos, te quiero –ella alzó la barbilla–. ¿Por qué no sueltas lo que te traes entre manos?

–Me decepcionas, Cole Thornton. Jamás pensé que permitirías que el orgullo se interpusiera en tu camino y te impidiera tener una cosa que siempre has querido.

–Si piensas que aún estoy loco por Regan –rio–, has pasado demasiado tiempo cerca del éter, doctora. Enredarme una vez con tu sobrina ha sido más que suficiente. Créeme, no tengo ningún deseo de repetir el error.

Los ojos castaños de ella brillaron de un modo que expresaron que lo tenía atrapado.

–¿No es interesante que pensaras que me refería a Regan? –Cole frunció el ceño, irritado con Liz y consigo mismo–. Me refería al bebé. Más específicamente, a tu bebé –exhibió una expresión serena–. Recuerdo lo destrozado que quedaste cuando… cuando Regan sufrió el aborto. Sé lo mucho que deseabas a aquel bebé, cuánto anhelabas ser padre.

El dolor lo atravesó al recordar aquel terrible día en que Regan le había dicho que había perdido a su bebé. Incluso después de tanto tiempo, dolía pensar en que su pequeña no había tenido la oportunidad de vivir.

–Olvídalo, Liz.

Ella alargó el brazo y le tocó la mano.