Una amante desconocida - Metsy Hingle - E-Book

Una amante desconocida E-Book

METSY HINGLE

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Beschreibung

Deseo 1533 Acabó casándose por chantaje… En ningún momento había llegado a saber el nombre de la mujer con la que había bailado, ni siquiera después de su noche de pasión. Pero claro, el millonario Peter Cartwright no esperaba volver a verla nunca más. Entonces recibió aquella carta informándolo del nombre de su amante "secreta" y amenazándolo con sacar a la luz que la modesta Lily Miller esperaba un hijo suyo. Peter no estaba dispuesto a ceder al chantaje. Y si eso significaba que tenía que casarse con una mujer a la que apenas conocía… que sonaran las campanas de boda.

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Seitenzahl: 206

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2006 Harlequin Enterprises Ulc

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una amante desconocida, n.º 1533 - octubre 2022

Título original: The Rags-To-Riches Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-313-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Haber ido aquella noche había sido un error. Ella no pertenecía a aquel lugar, pensó Lily Miller desde la entrada del salón de baile, mientras se fijaba en los hombres y mujeres elegantemente vestidos que tenía a su alrededor. Por su aspecto y las joyas que lucían, todos los miembros de la alta saciedad de Eastwick, Connecticut, habían asistido a aquella fiesta. Y, desde luego, aquél no era lugar para ella.

Debería irse enseguida, antes de romper a llorar y hacer el ridículo. Pero no podía irse sin antes decírselo a Bunny Baldwin. Después de todo, había sido Bunny quien había insistido para que Lily acudiera a aquel baile de máscaras e incluso se había tomado la molestia de facilitarle la ropa que debía llevar a aquel acto para recaudar fondos.

Reparando en el vestido que llevaba, Lily acarició la falda con las manos. Era un diseño negro, sin tirantes, lo más bonito que nunca había visto.

Era un vestido de princesa. Sólo que ella no era una princesa. Ella no era nadie, ni siquiera la hija de alguien. Luchando por contener las lágrimas, Lily trató de no pensar en la llamada telefónica que había recibido una hora antes del detective, informándola de que aún no tenía datos sobre la búsqueda de su madre.

«Admítelo. Si esa mujer te hubiera querido, nunca te habría dejado en esa iglesia. Es hora de dejar de gastar tiempo y dinero buscando a alguien que no te quiere, que nunca te quiso», pensó Lily.

–Baila conmigo.

Lily parpadeó y al levantar la mirada, se encontró con los ojos azules de un alto extraño de cabello oscuro. Llevaba esmoquin y usaba una máscara negra. Por un momento, Lily se preguntó si era real o si se lo estaba imaginando.

–¿Perdón? –dijo.

–Ven a bailar conmigo –dijo él y le extendió la mano.

–Gracias, pero no…

–¿Cómo puedes decir que no cuando están tocando nuestra canción?

Lily reconoció los primeros acordes de Music of the Night, de El Fantasma de la ópera.

–¿Nuestra canción? ¿Cómo podemos tener una canción cuando ni siquiera nos conocemos el uno al otro?

–Eso puede cambiarse –dijo él, y tomándola de la mano, la llevó a la pista de baile.

Lily no se resistió. Y el momento en que la tomó entre sus brazos, se sintió envuelta en una mágica tela de araña. Todo el dolor pareció desaparecer. Lo único que veía era aquellos ojos azules observándola como si fuese la única persona en el mundo. Lo único que sentía era el calor de su cuerpo contra el suyo y la calidez de su respiración en su cuello. Había algo excitante y a la vez seguro acerca de las máscaras. Con la máscara, era una mujer que deseaba, una mujer para la que no existía pasado o futuro, tan sólo el presente.

Un baile llevó a otro y a otro más. Y cuando él la condujo a la terraza y la besó, no sintió el frío de la noche. Lo único que sintió fue la fuerza de sus brazos y el deseo en su beso.

–Es casi medianoche. El baile terminará pronto –dijo él en un susurro.

–Lo sé.

–No quiero que termine la noche.

–Yo tampoco –admitió ella, y él la besó de nuevo.

Él sabía a champán. Sabía a deseo, y cada terminación nerviosa en el cuerpo de Lily despertó al rozar aquella boca.

–Entonces no dejemos que termine. Me quedo en el hotel esta noche. Habitación 503. Encuéntrate conmigo allí –dijo él metiendo su mano en el bolsillo y extrayendo la llave magnética de su habitación.

Nerviosa, Lily se llevó la mano al camafeo de oro en su cuello, el que llevaba grabada una letra «L», el mismo que llevaba cuando la monja la encontró a la puerta de la iglesia. Sólo que en aquel momento no lo llevaba. Recordó que se lo había quitado después de la llamada del detective. Y por primera vez en su vida no tenía su camafeo, al que acariciar para recordarle que ella era Lily Miller, una mujer sensata.

–¿Vendrás? –preguntó él.

–Sí –dijo ella tomando la tarjeta.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Mientras observaba a la multitud alrededor del ataúd, Lily Miller pensó que su secreto estaba a salvo. Un trueno sonó y las nubes oscurecieron el cielo de Eastwick, provocando una bajada de las temperaturas de mayo.

–Cenizas a las cenizas. Polvo al polvo –dijo el sacerdote.

Los ojos de Lily se llenaron de lágrimas y buscó un pañuelo en el bolsillo de su abrigo. Había ido a dar el último adiós a Lucinda Baldwin, conocida como Bunny, editora del Diario Social de Eastwick y mujer que, por extraño que pareciese, había sido su amiga. ¿Cómo era posible que hubiera muerto de un ataque cardíaco a los cincuenta y dos años?

Lily pensó en la última vez que había visto a Bunny dos días atrás. Estaba vibrante y excitada acerca de algún jugoso chisme que aparecería en uno de los siguientes números del Diario.

–Encomendamos el alma de nuestra hermana, Lucinda, a ti, Señor –continuó el sacerdote.

Lily se sintió culpable al recordar las miradas perspicaces de Bunny durante los pasados meses. Por esas miradas, Lily la había evitado durante semanas. Pero dos días atrás, Bunny había llegado pronto a una reunión en Eastwick Cares y esta vez no había podido evitarla. Cuando Bunny comenzó a hacerle preguntas acerca de la noche del baile de máscaras, se dio cuenta de que Bunny sabía la verdad y conocía su secreto. Lily incluso temía que fuese su secreto el que Bunny planeaba exponer en las páginas del Diario. Lily estaba dispuesta a pedirle a Bunny que no dijera nada, pero no había tenido ocasión.

Había deseado el silencio de Bunny y ahora lo tenía. Su secreto estaba a salvo. ¿Pero a qué coste? Sobrecogida por un sentimiento de culpa, Lily cerró sus ojos.

–Déjala vivir siempre en tu presencia, Señor –rezó el sacerdote.

Lily abrió los ojos y prestó atención al sacerdote, a cuya derecha estaba una mujer que lloraba silenciosamente sobre su pañuelo. La reconoció inmediatamente, Abby Talbot, la hija de Bunny. También reparó en el hombre alto de mirada intensa que abrazaba a Abby e imaginó que sería Luke, el marido de Abby. Nunca lo había conocido, pero según Bunny, él viajaba mucho y eso no le gustaba. Lily estudió a Abby. Aunque sólo había estado con ella una vez, le había agradado aquella mujer. Lily no se esperaba que alguien de la posición social de Abby Talbot fuera tan amable y predispuesta con alguien que no sólo carecía de dinero, sino también de una familia. Aun así, Abby la había tratado como a una igual. Lily sintió compasión al ver el sufrimiento de aquella mujer. Sabía por los comentarios de Bunny que ambas habían estado muy unidas.

Su amistad con Bunny había nacido del mutuo deseo de ayudar a los desfavorecidos. Había dedicado gran parte de su tiempo y de su dinero a Eastwick Cares.

Pero también había extendido su generosidad hacia ella. La había tratado con amabilidad y no sólo como a una empleada de Eastwick Cares. En muchos sentidos, la había tratado casi a una hija o, al menos, como a una amiga especial. Nadie había hecho sentir a Lily tan bien, excepto ella, teniendo en cuenta que se había criado en orfanatos y en casas de acogida. Por eso, nunca había creído en cuentos de hadas. A la edad de seis años, había aprendido que la vida no era un cuento. Y por esto, ella nunca había creído en cuentos de hadas, Papá Noel o el Ratoncito Pérez. Para cuando tenía seis años, ya había aprendido que la vida no era en absoluto como los cuentos para niños. Y a pesar de que la mayoría de las familias que la habían acogido habían sido amables, nunca se había llegado a considerar parte de ellas. Por ello, nunca había esperado tener ropa de marca ni vestidos de fiestas. Esas cosas estaban reservadas a soñadoras y jóvenes ingenuas.

Pero por alguna razón inexplicable, Bunny Baldwin se había propuesto que Lily Miller viviera la fantasía que nunca había tenido de niña, yendo a una fiesta con un bonito vestido y sintiéndose como si aquél fuera su sitio. Y no había elegido cualquier fiesta, sino una de máscaras para Eastwick Cares.

Como si hubiera sido ayer, Lily recordó aquel día de diciembre en el que Bunny había entrado en su oficina y le había dicho que tenía que asistir a la fiesta. Todas las protestas de Lily habían caído en saco roto. Bunny había insistido en que su empleo como consejera de la fundación requería que estuviese presente en el evento. Ésa había sido una de las mentiras piadosas de Bunny, como descubrió Lily a los diez minutos de llegar al baile. Por alguna razón, Bunny Baldwin se había convertido en su hada madrina. Era la única explicación que Lily encontraba para que aquella mujer la convenciera de asistir al evento e incluso facilitarle un elegante vestido para la ocasión. Bunny le había dicho que lo tenía en su armario. Lily había reconocido la calidad del tejido, pero no fue hasta que una de las invitadas se lo dijo que se enteró de que era un diseño de Dior.

Volvió a tronar y Lily salió de sus pensamientos. Mientras la climatología continuaba empeorando, Lily se encogió en su abrigo y se llevó la mano instintivamente al vientre. Debería irse. Ya se había arriesgado suficiente con ir a la iglesia. ¿Para qué tentar a la suerte? Toda la sociedad de Eastwick había acudido a presentar sus respetos. Y la familia Cartwright estaba entre la élite de la ciudad. Sin duda, Jack Cartwright había estado allí, entre los cientos de personas que habían asistido a la iglesia y ahora era de los pocos que estaba en el entierro. Hasta aquel momento, había logrado evitarlo. Pero ¿y si él la viera? ¿Qué pasaría si Jack la reconociera como la mujer misteriosa con la que se había acostado la noche del baile?

Cinco meses después del baile de máscaras, seguía sin creer su comportamiento de aquella noche. Pero lo cierto era que no había sido ella misma. Recordar aquel día y las ilusiones que se había hecho al despertar, la hizo sentirse frustrada.

Debería haber sabido que no tendría que haberse hecho ilusiones. Si había aprendido algo en sus veintisiete años de vida era a no esperar nunca que ocurriera lo que deseaba. Había comprobado que hacer eso siempre acababa en desilusión. Pero aun así lo había hecho. Había estado tan segura de que esta vez sería diferente… El detective que había contratado tenía finalmente pistas sólidas y eso le había hecho creer que por fin tendría las respuestas que llevaba toda su vida buscando acerca de quién era, de dónde venía y por qué la habían abandonado en la iglesia hacía años. Lo más importante era que había creído que por fin descubriría la identidad de su madre.

Sólo que las pistas no habían llevado al éxito. Lo único que sabía era que se llamaba Lily y que la habían abandonado con un camafeo de oro alrededor del cuello, en la puerta de una iglesia. Lily acarició el camafeo que colgaba de su cuello y lo apretó entre sus dedos.

Nunca debió ir a aquel baile en el estado anímico en el que se encontraba. Pero no había querido decepcionar a Bunny sabiendo que se había tomado la molestia de prestarle un vestido. Y tampoco había querido arriesgarse a perder su trabajo por no asistir. Así que fue, sólo para descubrir que, después de todo, su presencia no era necesaria. Luego, justo cuando estaba a punto de irse, aquel desconocido de pelo oscuro y ojos azules la había invitado a bailar. En ese momento, necesitaba lo que fuera para contener el dolor que sentía. Y una vez que estuvo en sus brazos, todo el dolor, toda la angustia de su desilusión, se habían desvanecido.

Sólo estaba él. La fuerza de sus brazos, su cálida sonrisa, la textura de su boca contra la suya. Por una noche, Lily abandonó su prudencia y su sensatez, dejó de ser la Lily Miller que nunca había hecho nada atrevido en su vida. Por una noche, se permitió experimentar pasión en lugar de leer acerca de ella. Por una noche, siguió los dictados de su corazón. Y porque lo hizo, estaba embarazada y esperando un hijo de Jack Cartwright.

–Garantízale un descanso eterno, Señor… –continuó el sacerdote.

Lily se deshizo de los recuerdos y respiró profundamente. Observó las caras de los presentes y varios de ellos le resultaron familiares. A muchos de ellos los había conocido a través de su trabajo en Cuidados para Eastwick Cares. A otros los conocía por las noticias o las noticias de sociedad. Entonces lo vio; el hombre alto y de cabello oscuro estaba dos filas detrás del sacerdote. Su pulso se aceleró. Aun sin ver su cara, supo por sus anchos hombros y su peinado que era Jack Cartwright.

Por supuesto, en la fiesta no sabía que era él. Si hubiera sabido que ese hombre elegante de seductora sonrisa detrás de la máscara era el nuevo miembro de la fundación Eastwick Cares, habría rechazado su invitación a bailar y, por supuesto, nunca habría aceptado las llaves de su habitación. Pero no sabía que era él, o tal vez no había querido saberlo. Había querido creer que usar máscaras y no intercambiar nombres significaba poder robar algunas horas de felicidad sin consecuencias.

Se había equivocado.

Aun así, no se arrepentía de lo que había pasado. ¿Cómo podía arrepentirse cuando el resultado era el bebé que esperaba? Acariciando su vientre, sintió una fuerte excitación al pensar que en cuatro meses, tendría a su hijo en brazos. Deseaba a aquel bebé desde el momento en que había sabido que estaba embarazada. Después de estar sola todos estos años, finalmente iba a tener una familia.

¿Estaba haciendo lo correcto al no decirle a Jack que iba a ser padre? ¿Cómo debía decirle a uno de los solteros más deseados de Eastwick que la extraña con la que había pasado la noche estaba embarazada de su hijo? ¿O es que estaba simplemente evitando la respuesta por miedo a ser rechazada? Ella podía asumir ser rechazada, pero no quería que lo fuera su hijo.

Como si se sintiera observado, Jack giró y miró en dirección a Lily. Buscó entre la multitud y sus ojos se encontraron. Lily se quedó de piedra, con la mirada fija en aquellos ojos azules. De repente, entrecerró los ojos y Lily se dio cuenta de que la había reconocido.

–Quiera el Señor que su alma y la de todos los creyentes que nos han dejado descansen en paz… –dijo el sacerdote.

Lily no esperó a que terminara su discurso. Simplemente se dio la vuelta y se fue.

 

 

Jack Cartwright se quedó mirando incrédulo. Ahí estaba la misteriosa mujer del baile. Jack había comenzado a pensar que esa noche había sido un sueño, que esa hermosa pelirroja nunca había existido, ni las horas de pasión que habían compartido en la habitación del hotel. Pero no había sido un sueño. Ella existía y se estaba yendo.

–¿Jack, adónde vas? El reverendo no ha terminado aún el servicio –susurró su madre, tirándole de la manga de la chaqueta.

Jack miró a su madre y a continuación a la pelirroja que se iba.

–Lo siento. Debo irme. Hay alguien a quien tengo que ver –dijo.

–Pero, Jack … –objetó Sandra.

Ignorando a su madre, Jack se abrió camino entre los presentes.

–Lo siento. Perdón –dijo mientras golpeaba hombros y eludía amplios sombreros.

Corrió por el césped hacia las puertas del cementerio y al llegar a ellas, miró en ambas direcciones. Había llegado demasiado tarde. Se había desvanecido, de la misma forma en que se había desvanecido de su cama mientras dormía.

–Demonios –dijo atusándose el cabello.

Ella se había ido una vez más. No sabía su nombre ni la manera de encontrarla.

–¿Jack? Jack Cartwright, ¿eres tú? –dijo alguien detrás de él.

Jack reconoció la ronca voz de Delia Forrester. Apretando las mandíbulas, se giró hacia la mujer trofeo de Frank Forrester. No le gustaba esa mujer, no le había gustado desde el momento en que Frank, de setenta años de edad, entrara en el club de campo de Eastwick y presentara a la estilizada rubia como su nueva prometida. Jack se consideraba a sí mismo suficientemente liberal y tolerante como para no prejuzgar a Delia por los treinta años de edad que existían entre ella y Frank. Después de todo, había sido testigo del éxito que había tenido desde mayo y hasta diciembre el matrimonio de Stuart y Vanessa Thorpe, durante el último año de vida de Stuart. Y Jack tampoco prestaba oídos a los rumores acerca de Delia gastando el dinero de Frank como si fuera agua. Lo que tenía en contra de Delia era el hecho de que la mujer lo hubiese intentado seducir ante las narices de su marido. Jack no confiaba en Delia y no podía entender cómo Frank lo hacía.

–Hola, Delia –dijo Jack y volvió a mirar hacia la calle, con la esperanza de divisar a su misteriosa mujer una vez más.

–Pensé que eras tú el que abandonaba el servicio con tanta prisa. ¿Estás buscando a alguien? –dijo Delia y miró en la misma dirección que él.

–Creí haber visto a alguien que conozco y estaba esperando encontrarla –dijo Jack.

–¿Cómo se llama? Tal vez la conozco –dijo ella, tratando de llamar su atención.

Jack no pudo evitar preguntarse cómo aquella mujer podía caminar con los zapatos de tacón que llevaba. Ella agitó seductoramente su melena de color rubio platino y lo observó con sus ojos marrones. Luego se pasó la lengua por los labios, haciendo que el color rojo de su lápiz de labios brillara aún más.

Jack se percató de su comportamiento y no pudo evitar reparar en el marcado contraste entre su pelirroja misteriosa y Delia. La posibilidad de que Delia conociera a su mujer misteriosa era nula.

–Lo dudo. Ella no se mueve en tus círculos.

–Bueno, estoy segura de que estará apenada de no haberte visto. Yo lo estaría –dijo Delia.

–¿Dónde está Frank? –dio Jack eligiendo ignorar la sugerencia.

–Está esperando en el coche. Sabes lo débil que ha estado desde su ataque al corazón y como parecía que iba a llover, no quería que estuviese a la intemperie –dijo Delia y suspiró.

–Qué considerado por tu parte –dijo Jack.

–Estaba tratando de serlo –dijo ella, con una mirada un tanto herida en sus ojos.

Jack pensó que no estaba siendo justo y se arrepintió de su tono mordaz. Tal vez, estaba juzgando mal aquella mujer. Por lo que sabía, aquella mujer había estado cuidando de Frank desde su infarto.

–Hiciste bien en dejar a Frank en el coche. Probablemente esta humedad no sea buena para él.

–Eso fue lo que le dije. Por desgracia, no es fácil para él estar inválido y tampoco lo es para mí. Hay tantas cosas que ya no puede hacer… –dijo Delia bajando su mirada por un momento y luego observando a Jack otra vez.

–Entonces supongo que es afortunado de tenerte a ti para ayudarlo –dijo Jack pensando que, decididamente, no había juzgado mal a Delia después de todo.

–Eso es lo que dice Frank también. Y a mí no me importa hacerlo. Pero de vez en cuando se vuelve insoportable. Me hace desear tener yo misma alguien en quien apoyarme, alguien que pudiera ocuparse de mis propias necesidades –continuó Delia y se acercó un poco más a Jack.

–Tal vez deberías conseguir una enfermera que te ayudara con Frank. Estoy seguro de que su doctor podría recomendar una –sugirió Frank, ignorando la obvia provocación, y se alejó un paso.

–No podría confiar el cuidado de Frank a nadie y menos después de lo que le pasó. No sé qué haría si le sucediera algo y lo perdiera. Pero basta de hablar sobre Frank y mis problemas. Lo que quiero saber es si los rumores son ciertos. ¿Estás planeando en serio presentarte a candidato para el Senado?

–¿Dónde has oído eso? –preguntó Jack frunciendo el ceño.

–Eso no importa. ¿Es cierto?

 

 

Jack supuso que había sido ingenuo de su parte pensar que la noticia no correría. Un grupo de líderes de negocios se había acercado a él, proponiéndole que postulara para el cargo, que pronto estaría vacante. Todavía no se había decidido. Aún no estaba seguro de estar listo para soportar una campaña y su vida en el punto de mira público, razón por la que no quería que la noticia se difundiera.

–No he decidido aún si me presentaré, pero lo estoy considerando –se sinceró Jack.

–Oh, pero tienes que hacerlo, Jack. Serías un magnífico senador. Todo el mundo lo piensa. Y, por supuesto, sabes que puedes contar con mi apoyo.

–Gracias –dijo él.

–Tienes que dejarme organizar una fiesta para ti.

–De veras que te lo agradezco, pero todavía no sé si lo haré o no –dijo Jack y volvió a tronar–. Debería ir a presentar mis respetos a Abby y Luke antes de que comience a llover. Dale recuerdos a Frank.

–¿Vas a ir a la casa de Abby, verdad? –dijo Delia subiéndose el cuello del abrigo y observando el cielo amenazante.

–¿Para qué?

–Para la recepción después del funeral. En un momento como éste, Abby necesita el apoyo de todos sus amigos. Yo voy a llevar una tarta.

Jack se quedó sorprendido. No hubiera considerado a Delia como una amiga de Abby. Todo el mundo en Eastwick sabía que Abby era parte del club de las debutantes, el nombre que los miembros del club de campo le había dado a aquel grupo de mujeres que se encontraba regularmente para almorzar en el club. Por lo que él sabía, Delia no era parte de ese círculo.

Delia pareció leer sus pensamientos.

–Será mejor que me vaya. Frank me espera. Pero deberías ir a casa de los Talbot. Tal vez tu amiga esté allí –dijo.

Jack dedicó una hora a recorrer todas las estancias de la casa de Abby y Luke Talbot, pero no estaba allí.

–Jack, hijo, te he estado buscando –dijo alguien a su espalda, y posó una mano en su hombro.

Jack se volvió y miró a su padre. A los sesenta y ocho años, John era delgado y atlético y aún mantenía el bronceado que había adquirido el fin de semana anterior jugando al golf, lo que acentuaba sus ojos grises y su cabello canoso.

–Hola, papá.

–Parecías tener algo de prisa cuando te fuiste del funeral. ¿Está todo bien?

–Todo está bien –respondió Jack.

Su padre lo miró escépticamente.

–¿Estás seguro de que no hay problemas en la oficina? Porque si los hubiese, sabes que yo estaría feliz de poder ayudar.

–Relájate, papá. Todo está bien en la oficina –dijo Jack sabiendo que soltar las riendas de la firma legal que él mismo había fundado no había sido fácil para su padre, aun habiendo deseado la libertad del retiro.

–Es sólo que vi a alguien durante el funeral a quien levaba un tiempo intentando localizar.

Su padre arqueó una ceja.

–¿Llegaste a hablar con ella?

–Nunca dije que fuese una mujer. Pero no, se me escapó. Dijiste que me estabas buscando. ¿Necesitabas algo?

–Tu madre quería que te dijera que trajo un quiche de espinacas. Es una de sus nuevas recetas y quiere que lo pruebes. Está en el salón principal –dijo John.

Jack hizo una mueca. Su madre era una pésima cocinera. Durante su infancia, la mujer se las había arreglado para quemar, dejar crudas o virtualmente arruinar más comidas de las que su estómago podía recordar. Desafortunadamente, a ella le encantaba cocinar y ni él ni sus dos hermanas, ni tampoco su padre habían tenido jamás el valor de decirle lo pésima que era cocinando. Y su madre continuaba sorprendiéndolos con nuevas recetas.