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Isabelle Von Fallois
Barcelona • Madrid • Santiago de Chile • Ciudad de México Cesena • Paris • Montréal
www.macroediciones.com
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Macro Ediciones no dispone de noticias o datos diferentes a los publicados. Las informaciones científicas, sanitarias, psicológicas, dietéticas y alimentarias proporcionadas en nuestros libros no comportan ninguna responsabilidad al editor en cuánto a su eficacia y seguridad en el caso de su puesta en práctica por parte de los lectores. Cada persona debe valorar con buen juicio e inteligencia el recorrido psicológico, curativo y nutricional más apropiado a su caso. Cada persona debe recabar las informaciones complementarias que considere necesarias, comparando los riesgos y los beneficios de las diversas terapias y regímenes dietéticos disponibles.
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Titulo original: Der Brief der Magdalena
Copyright © 2017, Isabelle Von Fallois Pubblicato in lingua originale da
Europa Verlag
Theresienstr. 18
80333 München, Germania
Coordinación editorial: Simona Empoli, Elio Bortoluzzi
Traducción: María Palma Carvajal Lara
Revisión: Inmaculada Rodríguez Lopera
Coordinación gráfica y portada: Roberto Monti
Maquetación: Valentina Pieri
eBook:ePUBoo.com
Colección: Nueva Sabiduría
ISBN: 9788494651618
Depósito legal: B 19536-2023
• Primera edición: noviembre 2023
© 2023 Macro
un marchio di Macro Gruppo Editoriale S.r.l.
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Cada capítulo de esta novela tiene como título el nombre del personaje del que trata y narra lo que le ocurre ese día.
Muchas partes de esta novela son fruto de canalizaciones que transmiten mensajes para la época actual, por lo que están escritas con una lengua y una terminología contemporáneas.
Prólogo
Primera parte – Los compañeros de viaje
Segunda parte – Las tramas del misterio
Tercera parte – En busca de respuestas
Cuarta parte – Aliados y enemigos
Quinta parte – Tras las huellas de María Magdalena
Sexta parte – Los elegidos, más allá de los peligros y las amenazas
Séptima parte – En vías de respuestas
Octava parte – La fuerza de la profunda amistad
Novena parte – Fe y amor para llevar a cabo la misión
Décima parte – El objetivo, los papiros, el descubrimiento
Epílogo
Obras musicales mencionadas en el libro
Agradecimientos
Biografía de Isabelle von Fallois
SALZBURGO, 19 DE JULIO DE 2013
Cuando el último acorde se desvaneció, reinó el silencio durante unos instantes en el Gran Festival de Teatro. La poderosa música de Tristán e Isolda de Wagner había hechizado a los oyentes.
Cuando el Maestro Jean Chevalier, el mejor intérprete wagneriano de su época, se inclinó ante los cantantes y la orquesta, con las manos juntas en oración sobre la frente, nadie se atrevió aún a moverse.
Solo cuando el director comenzó a abandonar su asiento resonaron los primeros «Bravo» por encima del aplauso atronador del público del estreno, reunido para la inauguración del Festival de Salzburgo.
Cruzando el estrecho pasadizo entre bastidores, Jean Chevalier se apresuró hacia el escenario para acoger a tiempo los aplausos. Una extraña sensación se había apoderado de él. ¿Se debería a que, después de tanto tiempo, su hija Marie había vuelto a una representación en la Ópera? No sabía cómo explicar aquella sensación. Y, de todos modos, ahora no tenía tiempo para pensar en ello, puesto que ya era el turno de Tristán e Isolda de recibir el homenaje del público y él sería el siguiente. El frenético aplauso del público se prolongó unos instantes más. Fue una gran alegría ver a su Tristán, alias Christian Dannenberg, y a su Isolda, cuyo nombre real era Greta Nordeng, recibir la ovación del público.
Cuando se encontró siendo el foco de atención, todo el teatro se puso en pie y lo aclamó como nunca antes. Buscó con la mirada a su hija sentada en primera fila y no pudo contenerse. Las lágrimas empezaron a caerle en silencio por el rostro.
Profundamente emocionado, abandonó el escenario para dirigirse, como hacía siempre después de una actuación, a su camerino y rezar una oración. En su corazón sabía que tenía que darse prisa. Dios lo entendería. Porque había asuntos importantes que debía tratar con su hija. Ya no era posible posponerlo más.
Lleno de ímpetu, subió los escalones hasta su camerino. Sentado en su silla frente al espejo iluminado, cerró los ojos y comenzó a rezar.
Entonces, la puerta se abrió con un ruido casi inaudible pero fuerte para el oído del Maestro, como un sacrilegio: ¿quién se atrevería a molestarlo? Ni siquiera Marie se habría atrevido, todo el mundo sabía la razón por la que se retiraba después de una actuación. Tal vez se había equivocado.
Pero volvió a oírse aquel ruido, como el de una respiración desconocida. Automáticamente, el Maestro Chevalier abrió los ojos y vio, no lejos de la puerta, a un hombre que nunca había visto antes. La tarjeta que llevaba al cuello lo identificaba como empleado del Festival de Salzburgo. Sin embargo, era extraño que llevara guantes.
—¿No sabes que después de una función, durante cinco minutos, no deseo que me molesten? —preguntó Jean Chevalier en voz baja pero firme.
—Disculpe, estimado Maestro —respondió el desconocido con un respeto fingido, haciendo una reverencia con la cabeza—. Tengo aquí algo que debe llegar con urgencia a manos de su hija.
—Entonces no pasa nada —respondió el Maestro en un tono más conciliador—. Dámelo a mí.
En ese mismo instante, el desconocido sacó un arma de su cinturón, apuntó al corazón de Chevalier y disparó. Sin emitir sonido alguno, el Maestro se desplomó herido de muerte.
El agresor se metió la pistola con silenciador bajo la chaqueta y salió con premura de la habitación.
Marie esperaba que su padre hubiera terminado su oración. Había tardado un poco en ir a verlo. Al doblar la esquina y buscar con la mirada las placas de las puertas, vio con asombro a un hombre que salía a paso ligero del camerino del director de orquesta. ¿Quién podía tener tanta confianza con su padre como para visitarlo justo después del espectáculo?
Intrigada, agarró el picaporte y abrió la puerta. Delante de ella estaba su padre sentado frente al espejo bañado de sangre. Un grito se le escapó y resonó por los pasillos. Marie se recompuso y corrió hacia su padre con la esperanza de poder salvarle la vida. ¿Qué iba a hacer ahora? Pasos apresurados en el pasillo, la ayuda estaba en camino. Pero una voz en su cabeza ya lo había concluido: cualquier ayuda llegaría tarde. Llorando desconsolada, se desplomó en el suelo junto a su padre.
Un aguacero de verano azotaba el tejado del piso de Marie, y ella esperaba que las ventanas de la casa, que estaban en mal estado, resistieran el golpe. Cuando había encontrado y alquilado el cómodo piso de Montmartre, no había tenido eso en cuenta. Conciliar el sueño era imposible. No solo por la tristeza. Desde niña la atormentaban pesadillas que, desde el asesinato de su padre unas semanas antes, se habían agravado aún más.
Envuelta en la bata de terciopelo azul de su padre, que le quedaba más que grande, Marie decidió prepararse un té japonés, su método favorito para evadirse del horror de sus sueños. No podía confesar a nadie que ya no sabía qué había sido de ella. ¿Dónde había ido a parar la joven y exitosa profesora de arte que hacía solo unos meses había recibido un premio internacional? ¿Era posible que ella y aquella mujer segura de sí misma fueran la misma persona? Marie ni siquiera tuvo el valor de confiárselo a Véronique, su mejor amiga. Mientras la tetera borboteaba con tranquilidad, Marie se sentó en el banco de la mesa de la cocina, con las rodillas apoyadas en el pecho y la cabeza metida entre los brazos, y dejó correr todas las lágrimas. Solo se sacudió cuando el silbido de la tetera la devolvió a la realidad y la hizo callar. Ojalá hubiera sido tan fácil acallar incluso las voces de su cabeza. Perdida en sus pensamientos, se quedó mirando la fotografía de su padre, que le hacía compañía allí, en la mesa de la cocina. En aquella época, en la flor de la vida, su cabello oscuro espeso solo estaba veteado por algunos mechones de plata, y sus ojos azules como el acero parecían observarla con amor y sabiduría al mismo tiempo. Su padre siempre había sido muy cercano a ella sin dejar de ser un enigma. ¿Por qué él, que siempre tenía una respuesta para todo, se había negado a educarla? ¿Por qué le había negado el acceso a los poderes superiores? ¿De verdad era tan terrible que se hubiera encomendado a la ciencia y a la investigación en lugar de a sus propias verdades espirituales a medias?
¡Cuántas veces se había avergonzado de él! Pero ¿cómo podía explicarse que un músico de gran éxito y director de orquesta de fama mundial como él se permitiera semejantes tonterías de vez en cuando? Que su padre fuera siempre tan imperturbable, lo que ella había vivido casi como una provocación; ese autocontrol, ella nunca habría sido capaz de tenerlo. Ahora que ya no podía hablar con él, lamentaba haberlo evitado durante los últimos años. Demasiadas diferencias con su forma de pensar. Y demasiado tarde se había dado cuenta del cariño con el que él siempre la había seguido con sus pensamientos, por muy lejos que le hubieran llevado sus viajes.
En aquel momento, nunca hubiera imaginado que lo echaría tanto de menos. Solo después de su muerte se dio cuenta de que estaba irremediablemente sola con ese dolor que la atravesaba como un puñal. Nunca volvería a verlo, nunca podría volver a hablar con él. Cuando se acordó, el té se había quedado frío y amargo y Marie decidió que era hora de irse a dormir. No soñar, al menos por una vez, era su mayor deseo. Se acurrucó debajo de la manta en posición fetal, rezando para que se le concediera una noche tranquila y reparadora.
Pasaron solo unos segundos y se encontró mirando a su alrededor, asustada y asombrada, cuando vio alzarse frente a ella la fachada de una gran catedral. Era noche profunda y, sin embargo, Marie tuvo la clara sensación de que la observaban una infinidad de figuras ocultas en la oscuridad. Un frío glacial la hizo temblar como una hoja.
Entonces un relámpago iluminó la noche, trazando una cruz en el cielo. No podía ser una casualidad. Era una señal, era para ella, Marie estuvo segura de inmediato, tenía que serlo, no se preveía ninguna tormenta. Pero seguía estando en peligro. Tenía esa intuición. Tenía que encontrar un escondite y, con una lentitud casi insoportable, se abrió paso con cautela entre las sombras de las paredes hasta una puerta lateral que sabía que estaba abierta. Automáticamente, dirigió una plegaria al cielo con la esperanza de que el crujido de la puerta no la delatara. A lo lejos, se oyeron los ladridos de un perro y Marie abrió la puerta con un fuerte golpe. El crujido la estremeció hasta la médula, pero el ruido quedó sepultado por los ladridos de los perros. Con pasos rápidos, se deslizó por el estrecho pasadizo que conducía a la iglesia. Lo que buscaba tenía que estar aquí. Así que comenzó a buscarlo con una desesperación del todo inexplicable, como con una sensación que le decía que las cosas solo podían ser así.
Marie se agachó entre las filas de bancos, arrodillada ante una hermosa estatua de la Virgen con el Niño. Una misión. Esta búsqueda era una misión que tenía que llevar a cabo. Pero ¿quién se la había encomendado? ¿Qué era esta misteriosa misión? ¿Qué buscaba? ¿Tal vez estaba demasiado ciega? ¿Y por qué tenía la absoluta certeza de que estaba en peligro? Marie escondió la cara entre las manos, acunándose con suavidad, hasta que un ruido la hizo estremecerse. Miraba fijamente a la oscuridad con los ojos muy abiertos por el miedo cuando oyó que alguien se acercaba. Más de una persona, a juzgar por los pasos.
Antes de que pudiera reaccionar, Marie se vio rodeada de figuras envueltas en ropas oscuras y con las cabezas cubiertas por un velo negro. Una voz aguda le preguntó:
—¿Qué buscas aquí, indigna? ¿O es que ya has robado lo que en realidad nos pertenece? —Unas manos invisibles la agarraron por detrás. Marie no pudo pronunciar ni una palabra.
La voz se hizo más amenazadora:
—¡Habla o sabrás lo que significa tener miedo!
Pero Marie parecía paralizada. La agarraron con más fuerza y la arrastraron cogida por los brazos a través de la catedral. Un hombre la asió con torpeza por detrás. Y luego continuaron por pasadizos subterráneos. Al final, la arrojaron al suelo desnudo como un saco empapado. Se le escapó un grito ronco, después apretó las mandíbulas con miedo y abatimiento. El horror no tenía fin, la agarraron y la encadenaron sobre una mesa gélida. Entonces, le quitaron los pantalones.
Con la fría punta de un puñal, uno de los hombres le cortó el encaje de las bragas para dejar a la vista de todos la parte más vulnerable de su cuerpo.
Marie sintió que le subía a la garganta un sollozo que amenazaba con ahogarla cuando alguien le susurró:
—¡Si no nos dices lo que queremos saber, pequeña zorra, te destrozaremos tanto el cuerpo que ya no podrás disfrutar de tu vida! ¿Me has entendido?
A Marie se le escapó un grito agudo de la garganta que la extrajo de la oscuridad de las catacumbas. Presa del pánico, se sentó en la cama, preguntándose dónde se encontraba.
Fue el sonido conocido de las campanas lo que se lo reveló, las campanas de la cercana Basílica del Sagrado Corazón anunciando la medianoche, y Marie reconoció su pequeña buhardilla y el familiar azul del albornoz de su padre tendido a su lado.
Su respiración se calmó. Aunque desde la muerte de su padre la habían perseguido varias versiones del mismo sueño, ninguna había sido tan terriblemente real como la que acababa de tener. ¿Cómo debía interpretarlo? ¿Acaso había deseos morbosos latentes en su subconsciente? ¿Era esta tal vez la razón por la que sus relaciones con los hombres nunca habían durado mucho tiempo?
Marie estaba disgustada. No era de extrañar que no tuviera el valor de contar sus tribulaciones nocturnas ni siquiera a su mejor amiga Véronique. Sobre todo porque el terror de haber sido torturada de aquella manera pérfida estaba tan vivo en sus ojos que no podía imaginarse el querer revivirlo hablando de ello.
Necesitaba aire, respirar. En cuanto pudo volver a moverse, llegó a la ventana y asomó la cara al aire nocturno. Qué bien le hacía. Y, sin embargo, se sentía sola bajo la bóveda celeste.
Mientras la observaba con los ojos muy abiertos, vio pasar una estrella fugaz. Sin duda, era una señal, tenía que ser una advertencia. Y en ese mismo momento tuvo una revelación. El motivo era tal vez el siguiente: su subconsciente quería que resolviera el enigma que la atormentaba desde la muerte de su padre, ¡el secreto de la llave dorada! La llave que, ordenando los papeles de su padre, había encontrado en su caja fuerte, envuelta en una preciosa hoja de papel en la que estaban escritas las siguientes palabras:
Querida hija:
Con esta llave te dejo un legado tan valioso como peligroso. En cuanto se sepa que te has convertido en la nueva guardiana de este tesoro celestial, tu vida dejará de estar a salvo.
Me entristece muchísimo no tener ya tiempo para explicarte las cosas. Además, por desgracia no puedo protegerte, pero lo que queda de mi fuerza continuará viviendo en ti. Por favor, cuídate, mi querida niña. Créeme, todo lo que se interponía entre nosotros está olvidado. Por favor, nunca lo olvides: la llave debe estar absolutamente protegida. Y confía en mí por última vez.
Je t’embrasse fort. Un fuerte abrazo.
Tu padre
Pensativa, Marie observó las estrellas del cielo. No pudo resistirse a la sensación de tener, por una vez, que pedir ayuda. ¿Quién sabe si su padre habría escuchado la plegaria? ¿O alguna otra fuerza? Ni siquiera ahora podía creerlo, no del todo. Pero una cosa estaba clara: la versión oficial de la policía no arrojaba en absoluto ninguna luz sobre la muerte de su padre. La versión era que había sido un psicópata quien había asesinado a Jean Chevalier debido a una obsesión patológica por Richard Wagner. Por supuesto, Marie sabía que Tristán e Isolda, o más bien la Acción en tres actos, como el propio Wagner había llamado a esta gran ópera, producía efectos muy especiales. Se decía que esta música singular tenía el poder de elevar algunas almas y arrastrar a otras a la locura.
Marie había rechazado la idea encogiéndose de hombros, como hacía con todo lo relacionado con lo paranormal. Seguro que no tenía nada que ver con la muerte de su padre, pero tenía que haber algo más detrás. Recordaba muy bien a aquel desconocido que se había alejado del camerino del director de orquesta. Y estaba segura al cien por cien de que su actitud no había sido la de una persona con problemas mentales, sino que había actuado con la lúcida frialdad de un sicario. Como es natural, no podía confesárselo a nadie. Le habría parecido una idea descabellada. No, debía guardárselo todo para sí misma.
Pero sentía la necesidad de que la entendieran y la ayudaran.
Un escalofrío la recorrió cuando allí, en presencia de las estrellas, su pesadilla volvió a ella. Se armó de valor, volvió la mirada al cielo y, con voz vacilante, exclamó:
—Vosotros, seres de luz de ahí fuera, seáis quienes seáis, por favor, ayudadme a superar las pesadillas y a desvelar el secreto de la llave dorada. Por favor, seguid enviándome señales, quiero moverme por el mundo con atención. Por favor, ayudadme y mostradme el camino que debo seguir. Y, por favor, ¡protegedme del mal que acecha en la oscuridad de mis sueños y del que me advirtió mi padre!
En cuanto pronunció estas palabras, Marie se sintió envuelta en un capullo de amor y protección. Asombrada y extrañamente reconfortada, se apartó de la ventana y se fue a dormir sin dilación; en ese momento se sintió en paz consigo misma y con el mundo.
Era temprano por la mañana cuando Julien despertó de un sueño intenso. Estaba casi sin aliento y albergaba en su interior la vívida imagen de una mujer muy atractiva envuelta en luz. Por instinto, supo que no era su madre. Pensó en ella con gratitud, puesto que fue ella quien le había enseñado a darle importancia a los sueños y, a la hora de interpretarlos, a no dejarse llevar por las emociones, como aquel deseo ardiente que persistía en su interior. Julien le estaba agradecido a su madre, pues, desde niño, le había preparado para su verdadera misión sin descuidar su formación en canto. A menudo se preguntaba si ella habría tenido entonces el presentimiento de que no podría acompañarlo mucho tiempo en vida.
¿Quién era la mujer del sueño? No dudó ni un instante de que había una conexión con la realidad, con una mujer de carne y hueso. No obstante, no podía ser la joven que estaba allí, en su cama, sobre cuyo cuerpo desnudo se posó la mirada de Julien. No, definitivamente no. La compañera de placer que tenía al lado no era alguien importante para él. Lo sentía en la piel. Sin embargo, sueño o no, era una presencia muy real y él estaba más que dispuesto a dejarse llevar de nuevo por el placer. Se inclinó hacia la bella durmiente y comenzó a rozarle con los labios los pechos turgentes. Giulia reaccionó de inmediato, él vio que se había despertado y que se entregaba de buen gusto a la excitación que él despertaba en ella. Con la mirada aún somnolienta, lo observaba con adoración, como si fuera una estatua griega. Desde luego, Julien no era de mármol y, por la actitud de Giulia, estaba claro que quería darse el gusto una vez más.
Después de alcanzar varias veces la cima del placer, cayeron exhaustos sobre las almohadas de la cama enorme. Giulia susurró a Julien al oído:
—Te quiero, cariño. —Lo que desconcertó a Julien.
Se dio cuenta de que su «Tú también me gustas mucho» como respuesta era forzado. Miró el reloj.
—Son las seis y media, tengo que levantarme —añadió, dando un salto de la cama.
—¿Qué? ¿Ya? —replicó Giulia alterada, intentando llevarlo de nuevo a la cama. Pero Julien ya se había apartado y los sensuales movimientos de Giulia, que solían surtir el efecto deseado en los hombres, fueron en vano.
Julien agarró con rapidez su camiseta y su bóxer antes de salir del dormitorio.
En la sala de música lo recibió la luz del sol, feliz de que la estancia que utilizaba no solo para cantar y hacer música, sino también para sus ejercicios matutinos de yoga, estuviera orientada al este.
Desenrolló la esterilla de yoga azul sobre el parqué junto al piano Steinway, se recogió el pelo negro que le llegaba hasta los hombros y luego juntó las delgadas manos frente al pecho en el gesto del namasté.
Entonó el sonido sagrado «OM» y se sintonizó con la paz interior.
Cuando Julien se dio cuenta de que su respiración se había calmado, mientras disminuían las oleadas de placer que acababa de experimentar, se concentró por completo en el exigente saludo al sol que le encantaba practicar, aunque no había día en que aquellas punzadas insoportables en la rodilla izquierda no le recordaran el accidente que había sufrido en el escenario, pero eso no le impedía hacer su propia variante. Sabía que su cuerpo se beneficiaba de ello, que lo mantenía en forma y esbelto. Y someterse a esta disciplina le proporcionaba un gran placer, ni siquiera la mujer más bella y seductora podía distraerlo de sus ejercicios matutinos y de la sensación de ser uno con el universo.
A regañadientes, terminó primero sus ejercicios de yoga, ya que no quería irritar sin necesidad a Giulia. Julien sabía que no le gustaba que la desatendieran y la dejaran sola en la cama.
Se metió en la ducha, disfrutando del chorro de agua caliente sobre su cuerpo y lavando los últimos restos de lo que lo había oprimido.
Ya relajado por completo, se secó, se puso su camisa favorita sobre unos vaqueros ajustados que realzaban su figura esculpida por el ejercicio y luego se dedicó a su brillante cabello negro. Con una sonrisa, se fijó en el mechón plateado a la altura de la raya. Una pizca de vanidad, combinada con su talento como cantante, le correspondía, lo sabía, y le garantizaba el éxito con las mujeres. Con cautela, se asomó a la puerta del dormitorio. Giulia seguía profundamente dormida, así que decidió preparar el desayuno y servírselo en la cama. Tarareando, cortó la fruta en trozos pequeños y los dispuso en forma de mandalas en dos platitos de porcelana fina. Después, sirvió un poco de té Sencha, anticipando el placer de saborear su té verde favorito. Echó otra mirada crítica a la fruta y a las dos tazas muy frágiles de la bandeja lacada y asintió con la cabeza.
Cuando Giulia abrió los ojos, al principio quiso enfurruñarse, pero al ver el desayuno preparado con tanto esmero, se sentó en la cama con los ojos brillantes. De inmediato se puso el picardías transparente que al parecer había tirado al suelo la noche anterior y se dedicó a los manjares. Cuando Julien le metió un trozo de mango en la boca, se le iluminó la sonrisa. Ella conocía de sobra la reputación que tenía como tenor, pero ¡encima también tenía estas cualidades! Giulia ya se había dado cuenta de que Julien de la Tour era un partido excelente durante los ensayos en Salzburgo, pero nunca había esperado que el tenor más solicitado del mundo fuera también un amante tan experimentado. Fue mucho más que una influencia positiva en su carrera como primera cantante de ópera. Y decidió que no solo quería ser una de sus muchas famosas e infames aventuras amorosas, sino que lo ataría durante mucho tiempo.
Marie saltó de la cama. La siesta corta pero sin sueños la había restaurado. Además, eran las vacaciones entre semestres y nada le impedía disfrutarlas. Una mirada al espejo del baño le reveló las huellas que le habían dejado las pesadillas. Nunca había tenido unas ojeras tan profundas. Las semanas de insomnio empezaban a notarse. Decidió que un buen sorbo de té seguro que la ayudaría o, al menos, la haría sentir mejor.
Sin embargo, la foto de su padre sobre la mesa de la cocina despertó el dolor de su corazón. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Ojalá hubiera podido resolver el enigma de la llave al menos. Jean Chevalier ya no podía darle una respuesta.
Sin darse cuenta, su mirada se perdió en los ojos azules del cuadro y se oyó a sí misma decir en voz alta:
—Hola, papá, aunque en realidad no creo en lo sobrenatural, supongo que puedes oírme. Te pido que me perdones por no haber sabido apreciar lo suficiente tu apoyo y por llamarte tan de vez en cuando. Pero si puedes oírme ahora, ¡ya sabes cuánto lo lamento! Si de verdad existe ese otro lado detrás del velo del que siempre me has hablado, ayúdame, por favor, y dame una respuesta. También prestaré atención a las señales, te lo prometo. Después de la muerte de mamá me hablaste de esas señales. De cómo habían sido inequívocas para ti y, para mí, un pequeño consuelo también. ¡Háblame! ¡Te lo suplico! ¡Te lo imploro!
Marie respiró hondo, invadida por una sensación de plenitud. Entonces, oyó un leve susurro procedente de la ventana de la cocina. En el alféizar había una paloma blanca como la nieve, con un capullo de rosa de un color rosa suave en el pico. Se le encogió el corazón, pues sintió que aquella paloma era la señal que tanto esperaba.
¿Y si la paloma no estaba allí solo para consolarla? ¿Su padre también quería enviarle algún tipo de señal que la ayudara a resolver el misterio de la llave? Mirando fijamente al animal, tuvo la certeza de que así era: su padre le había enviado un mensaje.
Todavía perdida en la contemplación del blanco intenso del animal, la mente de Marie empezó a trabajar a pleno rendimiento. ¿No le había dicho una vez su padre que la paloma no solo era un símbolo del Espíritu Santo, sino que, combinada con una rosa de color rosa, simbolizaba también el vínculo del amor divino y puro entre Jesucristo y la otra María, «su» María Magdalena?
¿Se había iniciado de verdad su padre en el supuesto misterio de la línea de sangre de Jesucristo y María Magdalena? ¿Lo había agraviado ella sonriéndole cuando afirmaba con convicción que Jesucristo, el hijo de Dios, había sido un maestro del amor a todos los niveles? ¿O había guardado silencio él sobre su implicación en esto, sabiendo que era un conocimiento muy peligroso? Podría haber seguido especulando sin cesar sin descubrir lo que en realidad lo había conmovido.
Cuando sonó el teléfono, Marie casi agradeció poder dedicarse a otra cosa y volver así a la realidad. Al primer tono de llamada, la paloma había alzado el vuelo y ahora allí, en el alféizar de la ventana, no había nada que confirmara que no había sido solo un sueño. Pero, aunque hubiera sido un sueño, una paloma de la paz era, de un modo u otro, una señal mucho más grata que la oscura y opresiva pesadilla de la noche.
Marie se sintió aliviada cuando oyó la voz familiar y risueña de su mejor amiga al otro lado del teléfono:
—¡Salut, soy yo, Véronique! ¿Cómo estás, ma chére?
Sentía que el corazón aún le latía con fuerza y se le iba a salir por la garganta, pues el sonido del teléfono la había sacado de sus pensamientos con brusquedad. Se quedó un momento pensativa:
—Estoy… Estoy un poco confusa.
—¿Confusa? ¿Por qué motivo?
—Bueno, la verdad es que no sé si puedo hablarte de ello, y menos por teléfono.
—¿Qué quieres decir? ¿Estás en peligro? ¿Quieres que vaya a verte?
—Ojalá lo supiera… Pero me encantaría verte. Si tan solo supiera lo que… —Se quedó sin palabras.
—¿Has pedido ya ayuda a los ángeles? —preguntó Véronique con cautela, conociendo muy bien a su amiga.
—¡Vamos, ya sabes que no creo en esas cosas!
Véronique sonrió.
—Sí, lo sé muy bien. Pero a veces merece la pena intentarlo, cuando no hay más remedio… —Véronique no se rendía.
—Eh… Puede que tengas razón —respondió Marie—. ¿Sabes? Antes le he pedido a mi padre que me diera una señal. Y poco después se ha manifestado de verdad. Quizás también debería probar con los ángeles.
—Y ya verás como funciona —contestó Véronique riendo por teléfono. La felicidad brillaba en su voz: por fin su amiga había decidido seguir su consejo y probar también el camino que a ella le había sido tan útil.
—Querida, necesito un poco más de tiempo para mí, pero te llamaré más tarde, ¿vale?
—¡Muy bien, Marie! ¡Hasta luego! Qué contenta estoy.
—¡Yo también! ¡Adiós!
En cuanto colgó la llamada, Marie se escuchó a sí misma. Una oración. Pidiendo ayuda a los ángeles. De repente supo dónde hacerlo. Iría a la Basílica del Sagrado Corazón. Desde niña se había sentido extrañamente como en casa en esa iglesia aunque no creyera de verdad en Dios, Jesucristo o cosas por el estilo.
Se puso al instante su vestido de verano favorito, un par de sus adorados tacones de aguja y se recogió sus largos rizos castaños. Después se echó un pañuelo sobre los hombros, podía hacer frío en la iglesia, y por el camino cogió también las gafas de sol y el móvil. Silbando, bajó las escaleras empinadas, arriesgándose a chocar con una limusina oscura aparcada justo delante de su puerta. En el último momento logró esquivarla, comprobando con asombro que los turistas se habían adentrado hasta las callejuelas más recónditas de Montmartre. Qué locos estaban estos extranjeros. Divertida, pensó entonces que, al verla subir las escaleras del Sagrado Corazón, alguien pensaría que ella también estaba loca.
Julien aún tenía el sabor del mango en la boca mientras tenía la vista fija en Giulia. No solo era atractiva, era guapa, tenía éxito, era un poco insaciable, pero en general un buen partido. Sin embargo, no podía deshacerse de esa sensación de vacío, la sensación de que ella seguía sin ser la mujer a la que podía amar con todo su corazón. Resurgió aquella vieja sensación de asfixia, el miedo a la cercanía y sobre todo a un vínculo estable. De forma involuntaria, sacudió la cabeza. Hasta entonces solo había conocido a una mujer que no despertara en él ese sentimiento. Se llamaba Véronique y era compañera suya en la Ópera de la Bastilla, la Ópera de París. Véronique no era cantante, sino una primera bailarina con la que había coincidido por casualidad en varios actos y a la que había llegado a conocer mejor. Era una de las pocas mujeres que no se le había insinuado. Una mujer especial en todos los sentidos. Por un lado, sus modales amables recordaban a los de un ángel, pero, por otro, su cuerpo atlético irradiaba tal fuerza que parecía una diosa etérea con forma humana. Era increíblemente atractiva, pero Julien nunca se había enamorado de ella. A él también le parecía muy extraño. Hablar con ella sería un alivio. Julien, que había aprendido a hacer caso a su instinto sin demora, agarró su móvil y le explicó a Giulia que una vieja amiga esperaba su llamada, sabiendo que Giulia no hablaba bien francés.
Tuvo suerte, porque Véronique contestó al primer tono y su alegre «¡Hola!» hizo que Julien se sintiera de inmediato más aliviado. Se dio cuenta de que estaba sonriendo sin querer.
—Hola, Véronique, soy yo, Julien. ¡Qué bien que haya podido hablar contigo tan pronto!
—¡Ah, hola, Julien! No pensaba que fueras tú.
—¿Qué quieres decir? ¿Que estabas esperando la llamada de un admirador? —bromeó Julien.
—¡Claro que no! Me alegro mucho de hablar contigo.
—Ya lo sé, querida —replicó Julien con una sonrisa en los labios.
—Es que mi mejor amiga Marie no está bien y he estado esperando a que me devolviera la llamada, pero puedo llamarla con el iPhone si es necesario.
A Julien se le ocurrió de pronto que debía de ser la hija de Jean Chevalier, al que habían asesinado hacía poco.
—Oye, ¿estás hablando de Marie Chevalier?
—Sí, ¿por qué? —Véronique sabía que ambos nunca se habían conocido en persona.
—Bueno, no es de extrañar que no se encuentre bien, si incluso a mí me ha afectado mucho esta terrible pérdida —suspiró Julien.
—Sí, es cierto. Pero seguro que no me has llamado por eso, ¿verdad?
—Exacto. Solo quería preguntarte si te apetecía quedar para tomar un café o un té.
—Con mucho gusto, Julien. ¿Quedamos hoy?
—¿Por qué no?
—¿Y dónde?
—Creo que estaría bien volver a vernos en las mesas del Café de Flore. ¿Qué te parece?
—Buena idea. ¿Quedamos esta tarde a las cinco? ¿Te viene bien?
—¡Sí, perfecto! Entonces nos vemos allí. ¡Cuánto me alegro!
—Yo también. Hasta luego, Julien.
Tras colgar la llamada, Julien continuó la conversación en su cabeza, contándole a Véronique lo que en realidad le costaba admitir: que durante los ensayos de Carmen en el Festival de Salzburgo había conocido a una joven cantante italiana y se había sumergido en un apasionado romance del que apenas podía esperar para salir. Y ya este monólogo interior lo convenció de que era exactamente así.
Poco a poco, se abrió paso entre una multitud de turistas para entrar en la iglesia a la que tanto cariño tenía. Buscó con decisión un banco en el centro de la basílica para tener una vista óptima del gran mosaico de Jesucristo en el ábside. Estaba allí, respirando hondo para lograr la calma interior, cuando se dio cuenta de que la observaban. Sintió el corazón en la garganta. ¿No había empezado así su pesadilla? Marie miró a su alrededor y su mirada se posó en un joven sentado en el otro extremo del banco. Tragó saliva, porque su belleza le pareció de otro mundo. Con aquel pelo rubio que le llegaba hasta los hombros, para Marie era el arcángel Miguel en forma humana. Cuanto más intentaba apartar la mirada de él, más atraída se sentía como por un imán.
«¿Es un hombre de carne y hueso? ¿O de verdad estoy viendo a un ángel a mi lado?», se preguntó ansiosa. Se sacudió y lo miró más de cerca. ¿Sería posible? ¿Sería posible que llevara un traje de motorista?
Fue como si este último pensamiento hubiera roto el hechizo, la necesidad de seguir mirando, y Marie levantó la vista hacia el mosaico. Allí estaba Jesús, el fiel compañero de su infancia. En aquella época, sentía un amor muy especial por el Hijo de Dios. Incluso estaba convencida de haberlo conocido en persona. Tal vez no fuera casualidad que hubiera nacido un Viernes Santo. Pero los días en los que había buscado consuelo en aquel mosaico quedaban muy muy en el pasado. Al igual que los atroces sufrimientos que la habían perseguido cuando caía con regularidad enferma el Viernes Santo. En su delirio febril, había tenido a menudo visiones de la crucifixión, como si hubiera participado en ella. En esos momentos, solo su padre era capaz de animarla y contener sus lágrimas. Ay, cuánto deseaba pedirle que lo hiciera de nuevo.
Marie contempló la imagen de Jesús con el corazón en llamas, rodeado por una corona de espinas y los brazos extendidos. En la aureola destacaba una cruz isósceles, cuya parte inferior estaba cubierta por la cabeza de Jesús, lo que creaba así un efecto muy especial. Era como si surgiera de la nada, en perspectiva, como si de verdad pudiera llegar hasta él. Como era evidente, conocía al autor: el pintor Luc-Olivier Merson, que ya a principios del siglo xx había conseguido producir en el enorme mosaico ese efecto tridimensional, la sensación de una presencia fuerte y viva.
Al fin, Marie pudo abandonarse al recogimiento y alejar la sombra del hombre angelical vestido de motorista. Sin embargo, la angustia y las preguntas no desaparecieron, ni tampoco el misterio de la muerte de su padre y la llave.
Movida por este estado de ánimo, y también porque recordaba la promesa que le había hecho a Véronique de intentarlo, al menos una vez se dirigió directamente al Jesús del mosaico, hablándole como en una plegaria:
—Aunque durante muchos años no quise saber más, querido Jesús, ahora estoy tan desesperada que quiero rogarte que me ayudes. Si de verdad existes, sabes cuánto me atormentan mis pesadillas, y tengo miedo de perder la razón. Supongo que todo esto tiene que ver con la llave dorada que me ha dejado en herencia mi padre. ¡Por favor, ayúdame a desvelar el misterio de la llave dorada! Así podré volver a encontrar la paz.
Implorando, Marie se retorció las manos sin darse cuenta de que el rubio angelical no la había perdido de vista ni un instante, evaluándola con miradas que eran cualquier cosa menos inocentes.
Suspiró y un ruido la sobresaltó. De pronto, se dio cuenta de la multitud de turistas, sus murmullos y el repiqueteo de sus pasos. Al alejarse del banco, notó que el joven de aspecto angelical se levantaba en ese mismo instante. La precedió en su salida de la iglesia y, en cuanto estuvo fuera, se volvió y le preguntó:
—¿Quieres tomar un café conmigo?
Sus modales le parecieron un poco descarados, pero tan atractivos que no podía apartar los ojos de él.
—Bueno, ¿qué dices, ma belle? —Casi podía sentir físicamente la seducción de su encantadora sonrisa.
Entonces, se oyó a sí misma responder con voz débil:
—¿Por qué no? ¿A dónde vamos?
—¡Qué bien! Por cierto, soy Lucius. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Marie. Bueno, ¿tienes alguna propuesta?
—Venga, vamos al Café des Deux Moulins.
—¡Buena idea!
—¿Eres valiente?
—Yo diría que sí. ¿Por qué?
—¿Te apetece sentarte detrás de mí en la moto?
De manera involuntaria, se le dibujó una sonrisa en la cara; llevaba años montando en moto.
—¿Desde cuándo hace falta valor para hacer eso? Por lo que sé, solo necesitas un casco. ¿Tienes uno extra?
—Sí, lo tengo —respondió sorprendido—. Venga, baja las escaleras y nos vamos.
Marie se sorprendió de sí misma mientras estaban en la escalera. De verdad se había dejado llevar. Pero era demasiado guapo. De lo contrario, jamás en su vida habría dicho que sí. Pero la curiosidad pudo más que el ligero fastidio y se subió decidida a la Ducati Diavel Carbon, que no tenía nada que envidiar a su BMW Roadster.
Sin el menor aviso, Lucius aceleró y Marie no tuvo más remedio que rodearle la cintura con los brazos, entregándose con él a las curvas. Pasando a toda velocidad, Lucius se abrió paso entre el tráfico, esquivando a duras penas los parachoques, y más de una vez Marie notó cómo se aferraba por instinto a él, asombrada por la agradable sensación que le producía el contacto con su cuerpo tonificado.
Cuando llegaron al Café des Deux Moulins, al bajar de la pesada moto, Marie notó el calor que hacía y fue más que feliz de quitarse el casco. Enseguida encontraron fuera una mesita y dos sillas libres, como si hubiera estado reservada solo para ellos.
Cuando se sentó en la pequeña mesa junto a Lucius, Marie no se sintió del todo cómoda. De algún modo, aquel hombre la desconcertaba, y aún más su propia reacción. Por lo general, estar cerca de un hombre apuesto no la hacía sentirse insegura. Estaba familiarizada con este efecto parecido al que ella también tenía a veces en el género masculino. Con demasiada frecuencia los había visto balbucear y gesticular. Pero solo cuando se sentó en la moto detrás de Lucius se dio cuenta de cuánto echaba de menos la cercanía masculina y cuánto anhelaba el contacto físico. Las señales de su cuerpo eran inequívocas.
Hacía mucho tiempo, desde antes de la muerte de su padre, que no quería ningún compromiso y que prefería la vida de soltera. No había habido nadie que le pareciera lo bastante interesante como para convencerla de que renunciara a su libertad.
«¿Qué me está pasando? ¿Por qué me siento de repente como una niñita inmadura?», se preguntó preocupada. «Me harían falta unas palabras de Véronique para aclararme las ideas. ¡Tenemos que quedar hoy!».
Marie se alegró mucho cuando Lucius se marchó un momento para ir al servicio. Sacó su móvil de inmediato. Era el momento de escribirle un mensaje: «¡Querida, ha ocurrido algo extraño! Estaba en el Sagrado Corazón, para tranquilizarme. Y allí he conocido a un hombre que parecía el arcángel Miguel en carne y hueso… ¡De una belleza sobrenatural! Ahora estoy aquí sentada con él en el Café des Deux Moulins. ¿Podemos vernos a las tres? ¿Vienes? Sería estupendo. Besos, Marie».
Acababa de terminar de escribir cuando él regresó, solo le quedaba enviar el mensaje.
Lucius la miró interrogante, a lo que Marie respondió con una sonrisa:
—¡Ah, bueno, ya sabes! La charla habitual entre mujeres.
—Ya veo —bromeó Lucius con una sonrisa de pillo.
Pero Marie se dio cuenta de que solo sonreía con los labios y no con los ojos, y de repente se puso en guardia.
¿Quién era ese hombre y qué quería de ella? De pronto, se puso del todo en alerta.
Lucius le dirigió una mirada inquisitiva con sus ojos azules como el acero y, sin embargo, fríos de algún modo. Pero ahora Marie era capaz de responder con calma a aquella mirada, había recuperado por completo el control de sí misma, era una joven segura de sí misma.
Lucius asintió al camarero y Marie se dio cuenta de que, en cierto modo, estaba bajo presión.
Le preguntó con inocencia:
—¿Cómo se te ha ocurrido hablarme?
—Bueno, la verdad es que tienes que admitir que ni tú ni yo parecemos los típicos turistas. Me preguntaba qué hacía una mujer tan guapa como tú en una basílica tan abarrotada.
—¡Buena pregunta! ¿Y qué hacía allí, en el Sagrado Corazón, un joven atractivo corriendo con una moto rápida por las calles de París?
—¡Yo te he preguntado primero, querida! ¿Y bien?
Marie se rio:
—Muy sencillo, para mí el Sagrado Corazón es un lugar de reflexión y recogimiento. ¿Y para ti?
—Nunca lo había pensado así. Estoy trabajando en un proyecto de investigación sobre los símbolos de la Iglesia. Por eso he visitado el Sagrado Corazón y te he encontrado.
—Vaya, ¡qué interesante! ¿Qué tipo de símbolos en concreto?
—¿Sabes algo sobre el tema? ¿O por qué lo preguntas?
—Yo diría que sé mucho: soy profesora de Historia del Arte y Pintura en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París.
—¡Vaya! ¿Cuántos años tienes?
—¿Te parece esa una pregunta para hacerle a una mujer? —replicó, sonriendo.
—¡Bueno, tómate como un cumplido el que piense que eres demasiado joven para ser ya profesora!
—Sí, de eso no me voy a quejar. —Marie sonrió—. Tengo treinta años. ¿Y tú?
—Yo tengo treinta y ocho.
—¿Y qué haces además de escribir libros?
—Trabajo para una fundación cultural que aprecia mis conocimientos de arte.
—Eso significa que trabajamos en el mismo campo, por así decirlo.
—Por así decirlo, sí —contestó Lucius, divertido por el hecho de que prácticamente estaba repitiendo las palabras de Marie al pie de la letra.
—Ha sido el destino el que nos hayamos encontrado —añadió ella.
—Puede ser. —Fue la lacónica respuesta de Lucius.
Sintió que Lucius se había vuelto más prudente desde que ella había pronunciado la palabra destino.
—¿No crees en el destino? —le preguntó.
—Es un tema muy amplio… No quiero hablar de eso. Por favor, perdóname. No tiene nada que ver contigo.
—¡No pasa nada! No quiero ser demasiado entrometida.
—¡Al contrario! Pregúntame lo que quieras sin miedo. —La sonrisa de Lucius volvió a detenerse en la comisura de sus labios.
Automáticamente Marie se retrajo, sorbiendo pensativa su café con leche. Él la observaba y ella no sabía cómo reaccionar ante su descaro. Esperaba que Véronique contestara pronto, así que cogió el móvil.
«¡Fantástico, querida! Sí, puedo ir. Excepto que a las cinco ya he quedado en el Café de Flore con Julien, el tenor. Podrías acompañarnos, ya que hace tiempo que quiere conocerte. ¿Se lo pregunto? Un abrazo, Véronique».
Qué día tan extraño. Llevaba semanas sin conocer a ningún hombre interesante. Y ahora, de repente, uno tras otro, y el segundo al parecer era especialmente atractivo. Su padre le había hablado de Julien, pero a ella nunca le habían gustado esos tipos egocéntricos, a cuyos pies caían las mujeres en masa. Por eso siempre lo había evitado, a pesar de que su padre y Véronique siempre habían abogado por él. Quizás había llegado el momento de comprobarlo ella misma.
—¿Todo bien? —preguntó Lucius. Debió de notar que Marie se había quedado pensativa.
—Sí, todo bien —reiteró—. Es que tengo que irme dentro de poco.
—Entiendo. ¿Continuamos nuestra conversación en otro momento? ¿Quieres darme tu número de teléfono?
Marie no se lo pensó, es más, le dio su número al instante para que lo guardara en la agenda. En cuanto terminó, se levantó con la intención de despedirse sin contacto alguno. Pero no había contado con Lucius, que en cuestión de segundos la atrajo hacia sí para que pudiera sentir con claridad su cuerpo masculino. Se ruborizó. Iba demasiado deprisa. Pero la sensación era agradable.
Marie se levantó para caminar hacia su moto, pero entonces se dio cuenta de que había llegado allí con Lucius ya a su lado.
—¿Puedo llevarte a algún sitio?
—Sí, por favor, a casa —contestó sorprendida.
Marie, satisfecha, examinó a su amiga. Qué bien le había hecho contárselo todo. Véronique no solo conocía las dificultades que había encontrado con las creencias de su padre, sino que, a pesar de todo, había seguido creyendo a lo largo de los años en los ángeles y en el poder de la fe, incluso cuando Marie tenía dudas. Todo había comenzado tras la muerte de su madre en un accidente. Sin embargo, por fortuna, nunca había puesto en peligro su amistad. Y ahora, por fin, le había confiado todo a su amiga: el hallazgo de la llave, las pesadillas e incluso lo de la daga. Véronique la había abrazado, estrechándola, y de pronto Marie comprendió el dicho «mal de muchos, consuelo de tontos». Fue un alivio ver cómo Véronique respetaba sus sentimientos cuando Marie le confesó que ahora también se refugiaba en la oración y recibía señales. Nunca antes la palabra destino había significado tanto para ella, y ahora tenía una amiga unida a ese destino y que pertenecía a la misma línea de sangre de la que su padre le había hablado una vez sin volver a mencionarla debido a su perplejidad. Sonriendo de manera involuntaria, Marie miró a Véronique, que le devolvió la sonrisa con una mirada brillante. Eso le recordó a Lucius. Tras un instante de vacilación, Marie también le contó a Véronique lo de aquel hombre apuesto vestido de motorista. Y justo cuando estaba terminando su relato, le llegó un mensaje al móvil del propio Lucius.
«Querida Marie, ha sido un placer conocerte hoy y quiero volver a verte lo antes posible. ¿Estás ocupada esta noche? Besos, Lucius».
—Vaya, parece que lo has impresionado de verdad. —Rio Véronique mientras Marie le leía el mensaje.
—¿Tú crees? No estoy muy segura, no sé, era un poco extraño. Su sonrisa siempre se detenía en sus labios, no se le reflejaba en los ojos.
—¿Qué quieres hacer entonces?
—No lo sé. ¿Qué me aconsejas?
—Pero ¿te gusta?
—¿Pero cómo puede no gustarte un hombre que parece un ángel? ¡Qué clase de preguntas me haces! —exclamó Marie sacudiendo la cabeza.
—Lo entiendo. Pero ¿también te gusta como persona?
—En realidad, no lo sé, después de todo, no hemos hablado tanto. Digamos que me ha confundido mucho. Y no me queda claro por qué.
Marie no sabía cómo describir la sensación que había experimentado sentada detrás de él en la Ducati, con sus cuerpos tan juntos.
—Bueno, entonces deberías volver a verlo de todos modos. Pero no hoy, vaya a ser que se sienta demasiado confiado —interrumpió Véronique los pensamientos de Marie.
—¡Es cierto! Entonces, también tiene sentido esperar un momento antes de contestarle —reflexionó Marie.
—¡Por supuesto! —coincidió Véronique—. Pero ahora vamos a pensar cómo debes proceder con respecto a la herencia de tu padre.
—¡Sí, es verdad! ¡Cómo es posible que Lucius me haya distraído tanto de lo esencial!
—Bueno, ya sabes cómo son las cosas, los hombres guapos tienen cierto efecto… —susurró Véronique, batiendo las pestañas y haciendo que Marie se doblara de risa.
—¡No sabía que fueras tan buena actriz!
—Como bailarina de ballet aprendes muchas cosas.
—¡Me lo imagino! —replicó Marie, guiñándole un ojo—. ¿Sabes qué? Me hace bastante bien volver a hablar contigo con calma. Te agradezco de todo corazón que te hayas limitado a escucharme sin bombardearme a consejos como habría hecho la mayoría de la gente en tu lugar. Me siento mucho mucho mejor. ¡Gracias!
Entonces, Marie se levantó de la mesa de la cocina, fue detrás de la silla de Véronique y le posó con suavidad las manos sobre los hombros. Se quedaron un instante en silencio para disfrutar con plenitud de aquel momento de profunda comunión.
Al final, Véronique se volvió hacia Marie con los ojos humedecidos por las lágrimas. Como en trance, le susurró:
—Nuestras almas decidieron caminar juntas en esta vida mucho antes de que naciéramos. Para compartir los momentos decisivos, para apoyarnos mutuamente cuando fuera necesario, para aprender de nuevo que el amor puro nos ayuda de verdad a superar todo dolor y nos recuerda quiénes somos en realidad.
Al oír estas palabras, los ojos de Marie también traicionaron su emoción; la embargaba un sentimiento de amor infinito. Era un sentimiento de pertenencia que les unía estrechamente. ¿Podría haber sido la línea de sangre la que hubiese producido algo así?
Marie se dejó caer de nuevo en la silla, abandonándose por completo a esa sensación, porque sabía que era curativa. Y aunque nunca antes había tenido una experiencia así, era consciente de que algo en ella había cambiado. Como si se hubiera abierto una puerta. Una ventana a la luz.
Agradecida, miró a Véronique, que incluso sin palabras comprendió lo que le había ocurrido a Marie. Se levantaron al mismo tiempo y se abrazaron. Sabían que, les pasara lo que les pasara, lo superarían juntas.
Tras volver a la realidad con una taza de té verde, Marie le preguntó a Véronique:
—¿Y ahora qué sugieres que hagamos?
—Si te sientes tan atraída por el Sagrado Corazón, yo estoy muy unida a la iglesia de Saint-Sulpice. Creo que deberíamos visitarla también.
—¡Vale! —respondió Marie—. ¿Hay también allí algo especial, como lo es para mí el mosaico de Jesucristo?
—Yo diría que sí. Al contrario que en muchos lugares de culto, allí percibo tanto la presencia de María Magdalena como la de la Virgen.
—Es motivo suficiente para que vaya.
Marie se dio cuenta de que el día anterior no habría reaccionado así; esto le hizo sonreír y sentir una profunda satisfacción por haber aprendido entretanto a confiar en las señales.
Poco después se dirigieron hacia la BMW Roadster de Marie, que estaba aparcada en el patio trasero. Véronique ocupó su lugar en la moto azul real detrás de Marie. Y, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaban bajando a toda velocidad por la calle.
Por el rabillo del ojo, Marie volvió a ver que una limusina negra salía de un aparcamiento y empezaba a seguirlas. La asaltó un escalofrío y no pudo evitar pensar que aquel Mercedes negro era una fuente de peligro. Pero ahora no era el momento de ocuparse de ello. Tenían un destino en mente y buscaban el consejo de María Magdalena.
En silenciosa devoción, entraron en la iglesia de Saint-Sulpice, sumidas en el silencio tras el rugido de la moto. Ambas se dieron cuenta de que estaban en un lugar muy especial donde se sentían como en casa. Se trataba de un lugar sagrado de lo divino femenino. La iglesia estaba impregnada no solo de la energía inmaculada de la Virgen María, sino también de la energía más terrenal de María Magdalena, y ambas eran conscientes de ello.
Conmovidas hasta la médula, las dos amigas se sentaron en dos sillas en el centro de la iglesia y cerraron los ojos a la espera de los acontecimientos.
Mientras Marie intentaba tan solo tranquilizarse, Véronique comenzó a respirar, siguiendo técnicas que practicaba desde hacía tiempo para alcanzar un estado de profunda relajación y receptividad que tal vez le permitiera comprender por qué había sentido el fuerte impulso de ir a ese lugar sagrado.
No pasó mucho tiempo y Véronique empezó a percibir la presencia de la Virgen María, muy familiar para ella desde hacía muchos años. En el fondo de su ser, percibió las siguientes palabras:
—Querida hija, me alegro de poder hablarte. Lo que tengo que decirte es muy importante. A Marie Madeleine, tu hermana del corazón, en esta vida se le ha encargado una enorme misión que no puede cumplir sola. No obstante, ha sido elegida para llevarla a cabo mucho antes de morir en este país como Juana de Arco. Todavía no es consciente de la gran fuerza que lleva dentro, así que te corresponde a ti estar a su lado y ayudarla a recordar de nuevo. ¿Estás preparada, querida hija?
Con gran fervor, Véronique asintió. Y María continuó hablando:
—Como ya has visto, Marie está en grave peligro. Una alianza de almas oscuras se ha propuesto impedir que complete la tarea de su vida. Por supuesto, nosotros, los poderes celestiales, haremos todo lo posible para preservarla de los peores males, pero también depende de vosotras que mantengáis los ojos abiertos para reconocer las señales de la luz y las de la oscuridad, para que podáis planear vuestros pasos bajo nuestra guía. Te doy las gracias, hija mía, por tu gran pureza que te permite comunicarte con tanta facilidad con los seres de luz. Os envío saludos a ti y a Marie. Y que ahora te envuelva mi manto de luz para que brilles aún más.
Véronique pudo percibir con claridad cómo María colocaba su manto aguamarina sobre sus hombros mientras se sentía invadida por una luz de una intensidad sobrenatural. La calma descendió sobre ella junto con la certeza de que todo lo que iba a suceder, sucedería.
Marie y ella formaban parte de algo más grande y harían todo lo que estuviera en sus manos para completar su tarea por el mundo.
Llena de gratitud, Véronique prometió ayudar a Marie a cumplir su misión, pasase lo que pasase.
La luz que más tarde la deslumbró no era de este mundo. Véronique supo así que Marie había aceptado su acción de gracias y que el mensaje era cierto. Cuando volvió a abrir los ojos, dirigió su mirada hacia Marie, que se encontraba allí sentada, absorta. La miró con cariño, agradecida de que su amiga, antes tan confusa, estuviera ahora tan en paz.
Marie pareció darse cuenta de que alguien la observaba, porque comenzó a entrecerrar los ojos y se volvió despacio hacia Véronique. Por la expresión radiante de Marie, adivinó que había experimentado algo igual de profundo. Se abrazaron en silencio, con plena conciencia y comprensión de la experiencia de la otra. Se levantaron y caminaron hacia la salida.
De repente, Marie se detuvo, irresistiblemente atraída por la Piedad de Jean-Baptiste-Auguste Clésinger. A diferencia de otras representaciones similares, el Jesucristo flagelado yacía en brazos de su madre, pero esta también tenía a María Magdalena a sus pies, hundiéndose en sí misma mientras rozaba la cabeza de Jesús con la suya.
El infinito dolor y la profundidad de sentimientos que desprendía esa escultura le llegaron a Marie al corazón. Sin quererlo, comenzó a llorar y a revivir con ansiedad la escena de la crucifixión con la misma intensidad que los sueños que la habían atormentado el Viernes Santo. La experiencia de revivir aquellos sueños fue tal que Marie comenzó a tener escalofríos incontrolados. Véronique abrazó a su amiga para intentar calmarla. Gracias a largos años de formación en diferentes escuelas mistéricas, pudo conectar con Marie en el plano del alma y sintonizar con sus visiones. Cuando se dio cuenta de por lo que estaba pasando Marie, por fin hizo lo que debería haber hecho hacía tiempo: con la ayuda del arcángel Raziel, el mago entre los arcángeles, y de la diosa Isis, liberó a Marie del trauma que había sufrido en su vida pasada, en la época de Jesucristo.
Su implicación fue tal que pudo sentir el dolor que abandonaba a Marie cuando empezó a enderezarse por dentro y por fuera.
Tras unas cuantas respiraciones profundas y conscientes que la devolvieron al aquí y ahora, Marie apretó a Véronique agradecida, consciente de la ayuda espiritual que le había ofrecido. Con una inclinación de cabeza, caminaron hacia la salida de la iglesia.
La puerta se abrió y de pronto se encontraron frente a Lucius. Se acercó a ellas con paso ligero. Del susto, Marie se quedó muda. ¿Cómo sabía él que ella estaba aquí?
Lucius parecía menos asombrado y, sonriendo, dijo:
—¡Qué casualidad! Nos volvemos a encontrar hoy por segunda vez.
—Pero ¿qué haces aquí? —dejó escapar Marie, poniéndose la mano delante de la boca asustada; algo en el silencio de la iglesia le sugería que estaba en peligro.
—Ya sabes que estoy investigando para mi libro y estudiando los símbolos de las iglesias.
—Ah, sí, es verdad —respondió Marie, tratando de controlar su miedo. Recordó lo útiles que son las acciones habituales cuando las emociones amenazan con desbordarnos, así que añadió—: Por cierto, esta es mi amiga Véronique.
Y, dirigiéndose a Véronique, dijo:
—Este es Lucius, a quien he conocido hoy en el Sagrado Corazón.
Asombrada, se dio cuenta de que Lucius le dirigía una mirada de adoración a su amiga. Marie no podía creer lo que veían sus ojos, pues era muy evidente su parecido físico. De no haberlo sabido, seguro que habría pensado que estaba viendo a un hermano y una hermana. Ambos tenían la apariencia de ángeles de carne y hueso descendidos del cielo. «¿Qué sentido tiene todo esto?», se preguntó Marie mentalmente mientras Lucius y Véronique intercambiaban saludos amistosos.
Luego se dirigió de nuevo a Marie:
—¿No has recibido mi mensaje?
—Sí, pero aún no he tenido tiempo de contestarte.
—Entonces, ¿qué? ¿Tienes tiempo esta noche?
—No, no lo tengo porque Véronique y yo ya teníamos otro compromiso. En otra ocasión.
—¡Qué lástima! No pasa nada, después de todo, no puedo esperar que una mujer tan guapa como tú esté deseando conocerme —reiteró Lucius en un tono de coqueteo.