La cordura del idiota - Marto Pariente - E-Book

La cordura del idiota E-Book

Marto Pariente

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Beschreibung

PREMIO NOVELPOL 2020 A LA MEJOR NOVELA NEGRA Toni Trinidad es un atípico policía de pueblo. Un tipo solitario e imperturbable, pero que se desmaya si ve una sola gota de sangre, sobre todo si es suya. Sin embargo, su tranquila existencia está a punto de cambiar: su puesto de trabajo pende de un hilo y por si esto fuera poco, su hermana Vega ―una de las pocas personas que le importan en este mundo― ha contraído una deuda que no puede pagar con un cruel narcotraficante de la zona que se hace llamar el Colmenero. Toni Trinidad comprobará que no es fácil mantener el tipo rodeado de narcos, policías, sicarios y políticos corruptos, sobre todo, cuando las circunstancias te obligan, una y otra vez, a verte rodeado de sangre y de violentos crímenes. Ambientada en lo más profundo de la campiña de Guadalajara, en un lugar en mitad de ninguna parte camino de los pantanos y con un elenco de personajes al más puro estilo Fargo, Marto Pariente narra, a ritmo de guion cinematográfico, una crónica sobre la soledad, la corrupción urbanística, los traumas infantiles y el amor incondicional entre hermanos.

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Ín­di­ce de con­te­ni­do
PRÓ­LO­GO: Country pulp
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Epí­lo­gos
Agra­de­ci­mien­tos

Tí­tu­lo: La cor­du­ra del idio­ta

© Mar­to Pa­rien­te, 2019

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: ju­nio 2019

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2019: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

En mi mun­do nun­ca cae la no­che.

Fas­ci­nan­te or­bi­tar en­tre tres es­tre­llas her­ma­nas.

Para Eva, Eli­sa­bet y Cris­ti­na.

Mis tres ra­dian­tes so­les.

«No fue por una trá­gi­ca amar­gu­ra

esta alma erran­te des­ga­ja­da y rota;

pur­ga un pe­ca­do ajeno: la cor­du­ra,

la te­rri­ble cor­du­ra del idio­ta».

Un loco, An­to­nio Ma­cha­do

«Cuan­do el dia­blo bajó a este mun­do,

se sen­tó a ob­ser­var,

no sin cier­ta ad­mi­ra­ción,

como su lu­gar ya lo ha­bía ocu­pa­do otro».

Sady Pi­ne­da.

«La ver­dad de un hom­bre re­si­de,

so­bre todo, en lo que ca­lla».

An­dré Malraux.

PRÓLOGO: Country pulp

La no­ve­la ne­gra siem­pre se ha con­si­de­ra­do un gé­ne­ro ur­bano.

Toda ciu­dad que se pre­cie tie­ne al me­nos un cro­nis­ta de sus ba­jos fon­dos. Des­de Los Án­ge­les de Chand­ler y Ell­roy, pa­san­do, o me­jor pa­sean­do, por la Bar­ce­lo­na de Mon­tal­bán y Le­des­ma, la Ate­nas de Mar­ka­ris, el Bos­ton de Leha­ne… po­dría­mos dar la vuel­ta al mun­do en 80 guías noir, si­guien­do el ras­tro de san­gre de los gran­des maes­tros del cri­men li­te­ra­rio.

Pero a pe­sar de oler a muer­to, el gé­ne­ro ne­gro está pas­mo­sa­men­te vivo. Por eso, en los úl­ti­mos años se ha po­pu­la­ri­za­do un mo­vi­mien­to que rom­pe con esta tra­di­ción ur­ba­na: el contry noir.

En ro­mán pa­la­dino, la no­ve­la ne­gra ru­ral.

El country noir fue acu­ña­do a fi­na­les del si­glo XX por el nor­te­ame­ri­cano Da­niel Woo­drell, pero ¿real­men­te es algo tan no­ve­do­so como pa­re­ce?

Por­que si echa­mos la vis­ta atrás, los clá­si­cos es­tán re­ple­tos de ca­dá­ve­res sil­ves­tres.

No ol­vi­de­mos que la Co­se­cha roja con que, para mu­chos, Ham­mett inau­gu­ró el gé­ne­ro trans­cu­rría en la pe­que­ña lo­ca­li­dad de Poi­son­vi­lle.

Por no ha­blar de que Nick Co­rey, el in­su­pe­ra­ble psi­co­pa­le­to idea­do por Jim Thom­pson era el co­rrup­to she­riff de un pue­blo de solo 1280 al­mas.

Y este año se con­me­mo­ra el cen­te­na­rio del na­ci­mien­to de Fran­cis­co Gar­cía Pa­vón, el crea­dor de Pli­nio, la pri­me­ra se­rie de gé­ne­ro de la li­te­ra­tu­ra y la te­le­vi­sión ne­ta­men­te es­pa­ño­la, que no trans­cu­rría en Ma­drid ni Bar­ce­lo­na, sino en un ol­vi­da­do lu­gar de la Man­cha lla­ma­do To­me­llo­so.

Aun­que de­jan­do a un lado la con­tro­ver­sia so­bre su ca­rác­ter re­vo­lu­cio­na­rio, lo que está fue­ra de toda duda es que los es­tan­tes de no­ve­da­des re­bo­san country noir. En­ton­ces, ¿qué tie­ne de es­pe­cial La cor­du­ra del idio­ta?

Que no bebe úni­ca­men­te de esta fuen­te cam­pes­tre. Tam­bién se em­bo­rra­cha del irre­ve­ren­te es­ti­lo ta­ran­ti­niano cas­ti­zo de Car­los Au­gus­to Ca­sas, para ser­vir­nos un nue­vo y ex­plo­si­vo cóc­tel li­te­ra­rio, el country pulp.

As­cuas es un tran­qui­lo pue­blu­cho de lo más pro­fun­do de la Al­ca­rria pro­fun­da, don­de nun­ca, ja­más, pasa nada.

Has­ta que pasa.

Has­ta que el Tris­te apa­re­ce ahor­ca­do.

En­ton­ces todo y to­dos apun­tan a que ha­cien­do ho­nor a su apo­do, el loco del pue­blo se ha sui­ci­da­do.

To­dos, sal­vo su ami­go Toni Tri­ni­dad, el jefe de Po­li­cía de As­cuas.

Aun­que Tri­ni­dad no tie­ne mu­cha ma­de­ra de ma­de­ro, que di­ga­mos. Un tipo gran­do­te y sin san­gre, que pier­de el co­no­ci­mien­to con solo ver una gota.

Y por si el bueno de Toni no tu­vie­ra bas­tan­te con re­sol­ver el pri­mer ho­mi­ci­dio de su ca­rre­ra, ten­drá que sa­car a Vega del lío en que se ha me­ti­do. Por­que su al­coho­li­za­da her­ma­na Vega ha de­ci­di­do de­jar de ser una per­de­do­ra y dar un palo al Col­me­ne­ro. Y cla­ro, el ma­yor usu­re­ro de Gua­da­la­ja­ra no se que­da­rá de bra­zos cru­za­dos. Atrae­rá al pue­blo un en­jam­bre de es­per­pén­ti­cos ma­to­nes. Ase­si­nos tan pe­cu­lia­res como unos le­ña­do­res vas­cos fa­ná­ti­cos de Me­cano, con más ex­pe­rien­cia ta­lan­do tron­cos hu­ma­nos que ve­ge­ta­les.

Pero la se­gun­da obra de Mar­to Pa­rien­te es mu­cho más que un su­cu­len­to pla­to de fiam­bres para Re­ser­voir dogs. Es un ver­da­de­ro fes­tín de li­te­ra­tu­ra que al­ter­na con maes­tría la na­rra­ción en pri­me­ra per­so­na de Toni, con la de Vega en se­gun­da y la his­to­ria del res­to de per­so­na­jes en ter­ce­ra, ha­cien­do las de­li­cias de los pa­la­da­res más exi­gen­tes del gé­ne­ro.

Y no te ten­go más en as­cuas

Se­gu­ro que a es­tas al­tu­ras, pre­fie­res que sea Mar­to quien lo haga.

Ser­gio Vera Va­len­cia

Di­rec­tor de la co­lec­ción Off Ver­sá­til

1

As­cuas cre­cía en­tre ce­rros pe­la­dos y se­ca­rra­les, ca­mino de los pan­ta­nos. Ape­nas una ras­ga­du­ra. Se con­for­ma­ba con una do­ce­na de ca­lles tor­ci­das que sa­lían de la pla­za del pue­blo como las ve­ni­llas ro­tas de los al­cohó­li­cos. La lla­ga, el de­rra­me, es­ta­ba ce­ñi­do por un pu­ña­do de ca­rre­te­ras se­cun­da­rias que lo cons­tre­ñían como va­ri­ces en la pier­na de una an­cia­na.

A ve­ces me daba por pen­sar que si el pue­blo fue­se…, no sé, una per­so­na, al­guien como yo, se­ría un tipo per­di­do en mi­tad de nin­gu­na par­te con la mano ha­cien­do vi­se­ra bajo un sol de jus­ti­cia o bajo la llu­via, se­gún la épo­ca del año. En cual­quier caso, un fu­lano des­orien­ta­do con los za­pa­tos su­cios y sin sa­ber muy bien ha­cia dón­de ti­rar; en fin, ya sa­ben a lo que me re­fie­ro, qui­zá no esté ha­blan­do del pue­blo.

Da igual.

La cues­tión es que me le­van­té por la ma­ña­na, me cal­cé el uni­for­me de po­li­cía y me di­ri­gí a casa de mi vie­jo ami­go el Tris­te a to­mar café. En un mo­men­to dado, tras apu­rar de un tra­go el cal­do de su taza, sacó un pes­ca­do del bol­si­llo y co­men­zó a su­su­rrar­le.

No me sor­pren­dió, di­ga­mos que el Tris­te era el loco ofi­cial del pue­blo, hay uno en cada lo­ca­li­dad, a ve­ces más. Dejé de in­ten­tar com­pren­der­lo hace ya mu­cho tiem­po. Lo co­no­cía des­de que yo era un crío. De­bía te­ner más de se­ten­ta años, pero yo siem­pre lo re­cor­da­ba igual: des­car­na­do, la piel cuar­tea­da por el sol y el eterno me­dio ci­ga­rri­llo apa­ga­do y pen­dien­do de los la­bios.

No fu­ma­ba, pero en una oca­sión me dijo que a fal­ta de dien­tes, el fil­tro im­pe­día que se le ca­ye­se la baba.

¿El pes­ca­do?

Pche, pa­re­cía un per­ca­sol, aun­que no sa­bría de­cir­lo a cien­cia cier­ta, no sé mu­cho de pe­ces. En reali­dad, no sé mu­cho acer­ca de casi nada. Aho­ra, una cosa es­ta­ba cla­ra, fue­se lo que fue­se lo que le es­ta­ba con­tan­do, pa­re­cía ser de suma im­por­tan­cia para mi ami­go.

—¿Eres cons­cien­te de que le es­tás ha­blan­do a un pes­ca­do? —le pre­gun­té al rato.

—Cla­ro —me dijo—. Se me ol­vi­dó de­vol­ver­lo al agua. Pero pien­so echar­lo al pan­tano y don­de va, pue­de lle­var el re­ca­do.

Si se su­po­ne que eso de­bía te­ner al­gún sen­ti­do, yo no se lo en­con­tré. Y tam­po­co te­nía tiem­po para bus­cár­se­lo, en un rato te­nía que dan­zar ha­cia Ma­drid, te­nía con­sul­ta con el doc­tor Ba­rrios.

—Voy a pre­pa­rar unas tos­ta­das —dijo des­pués de guar­dar­se el pes­ca­do de nue­vo en el bol­si­llo—. ¿Quie­res?

—No. Ten­go que irme.

—¿Se pue­de sa­ber adón­de vas tan tem­prano? —me pre­gun­tó.

—A ver a un lo­que­ro —le dije.

Y a la que ti­ra­ba de la puer­ta, dejé al vie­jo con un ata­que de to­ses y fle­mas en la co­ci­na.

Se reía de mí a base de bien y no se lo re­pro­ché. Eso no lo voy a ha­cer. He vis­to la lo­cu­ra en sus ojos. Mu­chas ve­ces. Pero tam­bién me he mi­ra­do en el es­pe­jo y en fin…, creo que se­ría hi­pó­cri­ta por mi par­te si lo hi­cie­ra. El Tris­te era ofi­cial­men­te el loco del pue­blo, y lue­go…, bueno, lue­go es­tá­ba­mos to­dos los de­más.

2

Ma­drid. Con­sul­ta del Doc­tor Ba­rrios, psi­quia­tra. Me­dia ma­ña­na. La sa­li­ta de es­pe­ra bien ilu­mi­na­da. Mo­der­nas e in­có­mo­das si­llas de plás­ti­co. En la na­riz, mez­cla de li­món, per­fu­me caro de mu­jer y ca­ra­me­los de men­ta.

Es­pe­ra­ba mi turno.

Lle­va­ba cer­ca de tres me­ses yen­do re­li­gio­sa­men­te a te­ra­pia to­dos los jue­ves. Y en esas es­ta­ba, pen­san­do en mis co­sas —bá­si­ca­men­te tra­tan­do de ave­ri­guar cómo con­ser­var mi em­pleo— y vien­do las mis­mas ca­ras fa­mo­sas.

Por su­pues­to que las co­no­cía, las ca­ras, digo. Asis­tía con re­gu­la­ri­dad un fut­bo­lis­ta ya re­ti­ra­do que in­ten­ta­ba cu­brir el tu­fi­llo a al­pis­te chu­pan­do ca­ra­me­los de men­ta que en­gu­llía a rit­mo de uno cada cuar­to de hora. Te­nía pro­ble­mas con el al­cohol y el jue­go. Cada jue­ves acu­día con nue­vos lam­pa­ro­nes en el vie­jo y arru­ga­do tra­je de siem­pre. Char­la­mos en una oca­sión. Me lla­ma­ba «ma­de­ro». No en­tró en de­ta­lles, pero me dio a en­ten­der que la vida le ha­bía cla­va­do un gol por toda la es­cua­dra.

De­du­je que ha­bía sido por­te­ro.

Pero no hay que ha­cer­me mu­cho caso, siem­pre he sido un poco flo­jo sa­can­do con­clu­sio­nes.

Y lue­go es­ta­ba el niño jun­to a su ma­dre; bueno, lo de jun­to a su ma­dre es un de­cir, pues no pa­ra­ba quie­to un solo se­gun­do. De he­cho, al­gu­nos jue­ves, po­dría ju­rar que ha­bía más de un chi­qui­llo co­rre­tean­do por la con­sul­ta. Me pre­gun­ta­ba cada dos por tres por qué no lle­va­ba pis­to­la, co­sas de ni­ños, su­pon­go. Se fi­jan en todo. El tema es que era hi­per­ac­ti­vo. Lo sa­bía por­que la mu­jer, una ve­te­ra­na de las ter­tu­lias del co­ra­zón, de ex­ten­sas ca­de­ras y en­cías ca­ba­llu­nas, gri­ta­ba por el mó­vil ha­cien­do par­tí­ci­pes a to­dos los de­más, des­de lo que una fi­li­pi­na le co­ci­na­ba ese día, has­ta la exi­gua pen­sión que per­ci­bía, tar­de mal y nun­ca, de su ex­ma­ri­do. El diag­nós­ti­co del crío no su­po­nía una ex­cep­ción.

Cuan­do el cha­val des­pa­rra­mó por se­gun­da vez el re­vis­te­ro que ha­bía so­bre una me­si­ta de cris­tal y es­tran­gu­la­ba con fre­ne­sí una lám­pa­ra de pie, se abrió una puer­ta la­ca­da en blan­co y aso­mó una mu­jer acom­pa­ña­da del doc­tor Ba­rrios; una jo­ven ac­triz con la piel ten­sa so­bre los hue­sos. Los ojos sin bri­llo como algo muer­to flo­tan­do en el fon­do de un pozo. Ha­bía he­cho de far­lo­pe­ra en una se­rie ju­ve­nil de mu­cho éxi­to, y a pe­sar de su al­tu­ra, cal­cu­lé que de­bía pe­sar me­nos de cua­ren­ta ki­los.

Mi turno; bi­go­ti­llo y son­ri­sa con pal­ma­di­ta en la es­pal­da in­clui­da, mien­tras Ba­rrios me acom­pa­ña­ba por el pa­si­llo rum­bo a la con­sul­ta.

Éra­mos ami­gos.

Den­tro de la con­sul­ta, en la pe­num­bra, di­ván y con­ver­sa­ción a me­dia voz. Tras vein­ti­cin­co mi­nu­tos de char­la, el doc­tor es­ta­ba sen­ta­do en el bor­de de la si­lla, li­bre­ta en mano, in­cli­na­do ha­cia de­lan­te y mi­rán­do­me a los ojos.

¿Si­len­cio in­có­mo­do?

No más que las mo­der­nas y ca­rí­si­mas si­llas de plás­ti­co de la sa­li­ta de es­pe­ra.

3

Co­no­cí a Ba­rrios por ca­sua­li­dad y, la ver­dad, a pe­sar de que se tra­ta­ba de un hom­bre­ci­llo so­fis­ti­ca­do de ciu­dad y yo soy un po­li­cía de pue­blo gran­do­te y con cara de pe­rro pa­chón, con­ge­nia­mos bas­tan­te bien des­de el prin­ci­pio.

Atro­pe­lló un cor­zo en una de las ca­rre­te­ras se­cun­da­rias al nor­te de As­cuas. Como ave­ri­gua­ría más tar­de, aque­lla ma­ña­na el doc­tor sacó el de­por­ti­vo del con­ce­sio­na­rio y pen­só que una bue­na for­ma de pro­bar­lo se­ría dar­se una vuel­ta en di­rec­ción a los pan­ta­nos. De re­gre­so a la ci­vi­li­za­ción, se con­fun­dió en un cru­ce y, mien­tras tras­tea­ba con el GPS del mó­vil, im­pac­tó con el ani­ma­le­jo, se sa­lió del ca­rril y se es­tre­lló con­tra una vie­ja en­ci­na.

Me en­con­tré con el des­a­gui­sa­do por ca­sua­li­dad. In­ten­ta­ba en­con­trar un buen cha­pa­rro bajo el que es­ta­cio­nar el co­che pa­tru­lla con la in­ten­ción de des­pe­jar la ca­be­za tras el pleno mu­ni­ci­pal. Mi tra­ba­jo es­ta­ba en en­tre­di­cho. Con la his­to­ria de la cri­sis y los re­cor­tes y no sé qué ro­llos del dé­fi­cit, pu­sie­ron so­bre la mesa la po­si­bi­li­dad de pres­cin­dir del cuer­po de Po­li­cía Lo­cal, es de­cir, mi cuer­po. Soy el úni­co po­li­cía del pue­blo. En fin, que ru­mian­do aque­llo es­ta­ba cuan­do me topé con el fre­ga­do mon­ta­do en la ca­rre­te­ra. Fre­né a un cen­te­nar de me­tros de­jan­do el co­che pa­tru­lla en el ar­cén. Du­ran­te unos se­gun­dos, ba­ra­jé la po­si­bi­li­dad de lar­gar­me por don­de ha­bía ve­ni­do y bus­car un si­tio más tran­qui­lo don­de dar­le vuel­tas al asun­to. Nada, im­po­si­ble, el tipo ya me ha­bía vis­to y ha­cía as­pa­vien­tos en mi di­rec­ción. De ma­ne­ra que me dije: «Toni, écha­le una mano y com­pór­ta­te como un po­li­cía».

Y eso hice. Sa­qué unos pe­que­ños pris­má­ti­cos que siem­pre lle­vo en la guan­te­ra y bajé a echar un vis­ta­zo.

Di­cen que la di­fe­ren­cia en­tre un mal po­li­cía y un buen po­li­cía re­si­de en la ca­li­dad de sus pre­gun­tas. Yo me pre­gun­té qué des­en­to­na­ba más, si aquel sim­pá­ti­co hom­bre­ci­llo a lo Danny De Vito que no pa­ra­ba de ha­cer as­pa­vien­tos en mi di­rec­ción y con­du­cía un Mus­tang con ocho ci­lin­dros en uve —un de­por­ti­vo rojo, cuyo capó, y gra­cias a la en­ci­na, tam­bién te­nía aho­ra for­ma de uve— o todo el con­jun­to. Es de­cir, el hom­bre con su mi­núscu­lo bi­go­te, sus za­pa­tos bri­llan­tes y su co­cha­zo en aque­lla ca­rre­te­ra aban­do­na­da de la mano de Dios en­tre los tri­ga­les, cam­pos en bar­be­cho y los pol­vo­rien­tos ca­mi­nos de tie­rra.

A ver, de hom­bre­ci­llos que con­du­cen de­por­ti­vos sa­bía de poco a nada, pero de lo mío y mi pro­ble­mi­lla con la san­gre, por la cuen­ta que me traía, sa­bía un rato. De ma­ne­ra que de­ci­dí cer­cio­rar­me. Ro­deé el co­che pa­tru­lla y sa­qué el me­gá­fono del ma­le­te­ro.

La con­ver­sa­ción, más o me­nos así:

—¡Hola!

—Hola.

Mi voz, a tra­vés del me­gá­fono, sonó atro­na­do­ra, como de hom­bre­tón que sabe lo que se hace, al me­nos a mí me lo pa­re­ció. La de Ba­rrios, des­va­ne­ci­da y dis­tan­te.

—¡Veo que ha te­ni­do un ac­ci­den­te!

—Muy agu­do por su par­te, se­ñor agen­te. Sí, he atro­pe­lla­do a Bam­bi —me dijo.

Me sa­cu­dí un mos­car­dón que no pa­ra­ba de in­cor­diar­me, me ras­qué la ra­ba­di­lla con el me­gá­fono que sonó como una cre­ma­lle­ra y, tras pen­sar unos se­gun­dos, le dije:

—¡Vale, se­ñor! ¿Está us­ted san­gran­do o cree que pue­da es­tar­lo?

Ante todo pro­fe­sio­na­li­dad.

—No, es­toy bien.

—¿Está us­ted se­gu­ro?

—Bas­tan­te se­gu­ro —dijo pal­pán­do­se, como si bus­ca­se la car­te­ra.

—¿Y el ani­mal?

—¿El ani­mal?

—Sí. ¿Cómo se en­cuen­tra el ani­mal?

Ba­rrios se que­dó un ins­tan­te pa­ra­do y de­bió de pre­gun­tar­se si yo era im­bé­cil. Me ocu­rre a me­nu­do, de ma­ne­ra que no se lo tuve en cuen­ta. Al fi­nal de­bió de de­ci­dir que la si­tua­ción era de­ma­sia­do su­rrea­lis­ta como para ser una jo­di­da bro­ma y anadeó en di­rec­ción al cor­zo que ha­bía que­da­do pos­tra­do so­bre los cuar­tos tra­se­ros una vein­te­na de me­tros atrás, en­tre los ras­tro­jos.

Al rato vol­vió.

—Está he­ri­do, pero si­gue vivo. Creo que se ha roto las pa­tas —dijo.

—¡Vale! ¿Se veía mu­cha san­gre?

—¿Cómo dice?

—¡Digo… Si se veía mu­cha san­gre!

—No, no se veía mu­cha san­gre.

—¡Vale! ¡Es­pe­re un mo­men­to!

Guar­dé el me­gá­fono y di avi­so por te­lé­fono a la Guar­dia Ci­vil para que man­da­sen efec­ti­vos del SE­PRO­NA a ocu­par­se del ani­mal. A los de Trá­fi­co no les dije nada. Cuan­do me acer­qué, Ba­rrios me con­fe­só que es­ta­ba pro­ban­do el co­che y lo ha­bía sa­ca­do del con­ce­sio­na­rio sin se­gu­ro. Le dije que no se preo­cu­pa­se. Lo mis­mo pen­só que yo era un buen tipo o al­gu­na ton­te­ría por el es­ti­lo, pero la ver­dad es que no te­nía nin­gu­na gana de que lle­ga­sen los de Ates­ta­dos con sus má­qui­nas de me­di­cio­nes y sus cá­ma­ras fo­to­grá­fi­cas y sus pa­la­bre­jas téc­ni­cas que no ha­bía un dios que las en­ten­die­se.

De ma­ne­ra que lla­mé a mi her­ma­na para que se acer­ca­se con la grúa. Una hora más tar­de, Vega, que por al­gún ex­tra­ño mo­ti­vo aque­lla ma­ña­na se en­con­tra­ba lo su­fi­cien­te­men­te so­bria para con­du­cir, se lle­vó el Mus­tang y yo me ofre­cí a acer­car a Ba­rrios has­ta la puer­ta de su casa en el co­che pa­tru­lla. No sé por qué lo hice, la ver­dad. Da igual. No su­po­nía pro­ble­ma al­guno, pues era yo quien pa­ga­ba la ga­so­li­na de mi pro­pio bol­si­llo. Un apa­ño al que ha­bía lle­ga­do con el Ayun­ta­mien­to al no dis­po­ner de co­che pro­pio. Por el ca­mino ha­bla­mos…, bueno, más bien ha­blé yo, que si ci­lin­dros en uve, que si de co­ches de ren­ting, que si la co­rrup­ción, que si la cri­sis, que si el pro­ble­ma ca­ta­lán, que si de esto, que si de lo otro. En fin…, ya sa­ben. Ba­rrios te­nía las ore­jas en­tre­na­das y asen­tía cada poco sol­tan­do al­gún co­men­ta­rio gra­cio­so al res­pec­to. No so­lu­cio­na­mos nada, pero tra­ba­mos amis­tad rá­pi­da­men­te. Tan­to fue así, que en los es­ca­sos pe­rio­dos de si­len­cio, nin­guno de los dos pa­re­ció sen­tir­se in­có­mo­do.

De ca­mino, Ba­rrios ba­rrun­tó al aire la idea de pa­rar e in­vi­tar­me a co­mer en un res­tau­ran­te de ca­rre­te­ra.

Si lo dijo por de­cir, no lo sé. Yo, que ya te­nía el desa­yuno y el al­muer­zo de me­dia ma­ña­na a la al­tu­ra de los ta­lo­nes, acep­té.

La pri­me­ra pre­gun­ta obli­ga­da la dejó caer poco an­tes de los pos­tres: ¿Cómo un hom­bre con apren­sión a la san­gre ha lle­ga­do a Po­li­cía de un pue­blo como As­cuas?

Le ex­pli­qué que el al­cal­de, un vie­jo ami­go de mi pa­dre, me con­tra­tó hace ya más de vein­te años —una for­ma de evi­tar de­cir que apa­ña­ron la va­can­te para ad­ju­di­cár­me­la—, y des­pués le con­té por en­ci­ma la his­to­ria de mi vida. Ba­rrios me es­cu­chó con aten­ción y tras aca­ri­ciar­se el bi­go­ti­llo con los de­dos, dijo que po­día ayu­dar­me.

En la puer­ta de su casa de la Mo­ra­le­ja, un pa­la­ce­te con se­tos de for­mas geo­mé­tri­cas, tan bien re­cor­ta­dos como su mos­ta­cho, Ba­rrios me dio su nú­me­ro de te­lé­fono per­so­nal. No el de la con­sul­ta pues, como me dijo, me ha­brían dado cita para den­tro de un año y un in­far­to al in­for­mar­me de las ta­ri­fas. Esto úl­ti­mo de­bió de pa­re­cer­le gra­cio­so pues se pegó una bue­na risa. Yo me reí tam­bién, pero por acom­pa­ñar­lo más que por otra cosa. Lue­go, me guar­dé la tar­je­ta con el nú­me­ro y me mar­ché, no sin an­tes de­cir­le que Bam­bi era un cier­vo, no un cor­zo.

Ba­rrios, que de ani­ma­les de mon­te sa­bía lo jus­to, re­sul­tó ser uno de los psi­quia­tras más so­li­ci­ta­dos de la ca­pi­tal. Un tipo, como lue­go des­cu­bri­ría, co­ti­za­do por los ri­cos y fa­mo­sos, un doc­tor cuyo tiem­po se pa­ga­ba a pre­cio de oro y del que se de­cía que ga­na­ba un ver­da­de­ro pas­ti­zal.

¿Si era bueno en lo que ha­cía?

Ni idea, no es­ta­ba yo pues­to en ese mun­di­llo; me pa­sa­ba como a los que no en­tien­den de vi­nos. Para que se ha­gan una idea, se­ría ca­paz de ha­cer llo­rar a más de uno mez­clan­do un Vega Si­ci­lia con ga­seo­sa. Des­de lue­go una cosa es­ta­ba cla­ra, su con­sul­ta en el cen­tro, sus co­ches de­por­ti­vos y su casa en la Mo­ra­le­ja de­cían que sí era bueno en lo suyo.

Ade­más, no me cas­ti­gó con la se­gun­da pre­gun­ta de ri­gor: ¿Por qué no lle­va­ba el arma en­ci­ma?

De­bió de su­po­ner, por­que Ba­rrios es un tío muy lis­to, que si lle­va­ba una pis­to­la en­ci­ma y la uti­li­za­ba, en fin… pue­den ima­gi­nár­se­lo, en As­cuas nun­ca pasa nada. Pero por lo que sea, yo que sé… Ima­gi­nad que al dia­blo le da por en­re­dar y se pro­du­ce un atra­co en la Caja de Aho­rros del pue­blo. Saco el arma a pa­sear muy fla­men­co yo, y te­ne­mos a un cho­ri­zo san­gran­do y a mí, des­ma­ya­do y des­pa­rra­ma­do por el sue­lo como si me hu­bie­sen dis­pa­ra­do tam­bién.

Qui­ta, qui­ta…

A lo que iba, que no me pre­gun­tó al res­pec­to.

Y ha­brá quien diga que Ba­rrios era un sa­ca­cuar­tos, un ven­de humo. Ni idea, nun­ca he sido bueno juz­gan­do a las per­so­nas por la pri­me­ra im­pre­sión. Soy de los que pien­sa que to­dos so­mos bue­nos en lo nues­tro has­ta que se de­mues­tre lo con­tra­rio.

Lo de inocen­tes es otro can­tar.

Ha­ced­me caso, sé de lo que es­toy ha­blan­do.

4

En un mo­men­to dado se me fue el san­to al cie­lo y per­dí el hilo de la con­ver­sa­ción, así que me le­van­té y me di­ri­gí al es­cri­to­rio de Ba­rrios, cogí un ca­ra­me­lo del bote, lo desen­vol­ví, me lo metí en la boca y vol­ví a tum­bar­me en el di­ván.

—Aque­llo ya pasó —dijo Ba­rrios re­to­man­do la con­ver­sa­ción—. Su­ce­dió. De acuer­do, es algo trau­má­ti­co, pero re­cuer­da que acep­tar es vi­vir.

—No es lo que hice, Ba­rrios, es lo que sen­tí, es lo que sien­to —le dije.

—¿Y qué sen­tis­te? ¿Qué sien­tes si se pue­de sa­ber?

—Nada.

Y era ver­dad. Pue­de que al­gún día me cru­ce con vo­so­tros por la ca­lle y os de­di­que mi me­jor son­ri­sa, os dé los bue­nos días y pue­de que has­ta un poco de pa­li­que si me in­vi­táis a un café. Pero la ver­dad es que qui­tan­do a la gen­te que me im­por­ta, y creed­me si os digo que los pue­do con­tar con los de­dos de una mano, no sien­to nada, bueno, casi nada. Tam­po­co es cues­tión de ha­cer­se pa­jas men­ta­les al res­pec­to, va­mos, digo yo.

—Y tu her­ma­na, ¿lo sabe? ¿Sabe lo que hi­cis­te por ella?

—No. Nun­ca se lo con­té.

Si­len­cio de nue­vo.

Un mos­qui­to zum­bó en­tre los dos.

—De­jé­mos­lo —le dije—. No me ape­te­ce ha­blar de ello.

—Acep­ta­ción —in­sis­tió Ba­rrios mar­can­do cada sí­la­ba—. Han pa­sa­do trein­ta y seis años. Eras solo un niño de tre­ce. Da igual todo: lo gua­po o feo que seas, si eres bue­na o mala per­so­na. Esto va de…

—Jus­ti­cia.

—¿Qué? —pre­gun­tó ar­quean­do una ceja.

—Lo he es­ta­do pen­san­do…, lo que le ocu­rrió al Ave­llano fue jus­to y jus­to es que car­gue con las con­se­cuen­cias yo solo.

—¿Con­se­cuen­cias?

—Sí, con la he­ma­to­fo­bia o he­mo­fo­bia como tú di­ces. Des­ma­yar­me cuan­do veo san­gre y todo eso, ya sa­bes.

Si­len­cio y ca­rras­peo.

—A ver, Toni, cuan­do ha­blo de acep­ta­ción no quie­ro de­cir que asu­mas esa car­ga, si no que acep­tes lo que ocu­rrió, ya está, solo eso. ¿Tan di­fí­cil es de en­ten­der?

Lo miré como de­ben mi­rar las va­cas al tren. Y es que, a ve­ces, so­bre todo cuan­do me in­tere­sa, soy duro de mo­lle­ra.

Da igual. La cues­tión es que Ba­rrios se dio por ven­ci­do, se le­van­tó, co­rrió las cor­ti­nas, sacó un re­ce­ta­rio y ga­ra­ba­teó en él.

—Creo que he­mos ter­mi­na­do por hoy —dijo—. Tó­ma­te una de es­tas. Solo si vuel­ven las pe­sa­di­llas; son algo más fuer­tes que las an­te­rio­res, te ayu­da­rán a dor­mir. Nada de al­cohol, nada de dro­gas, eso por des­con­ta­do. Algo de ejer­ci­cio fí­si­co te ven­dría bien, con tu al­tu­ra y tu tra­ba­jo siem­pre sen­ta­do en el es­cri­to­rio o en el co­che pa­tru­lla…, tam­po­co mu­cho, lo jus­to para lle­gar can­sa­do al fi­nal del día. Y so­bre todo…

—No dar­me de co­mer des­pués de me­dia no­che, como a los grem­lins.

—Jo­der, esa es bue­na. Mira como me río.

—¿No ha te­ni­do gra­cia? Lo sien­to.

Me acom­pa­ñó de vuel­ta por el pa­si­llo. Pal­ma­di­tas en la es­pal­da de nue­vo. «Creo que lo es­tás su­peran­do», me dijo. «Haz­me caso, sé de lo que ha­blo». Asen­tí con la ca­be­za. Oja­lá, pen­sa­ba, oja­lá.

Tras la puer­ta en la sala de es­pe­ra, el crío hi­per­ac­ti­vo cre­yó que se­ría bue­na idea in­ten­tar sal­tar la me­si­ta de las re­vis­tas al gri­to de «¡Ge­ró­ni­mo!». Tras­ta­bi­lló con los cor­do­nes y par­tió el cris­tal con la cris­ma. La bre­cha en mi­tad de la fren­te san­gra­ba pro­fu­sa­men­te.

—No sé que voy a ha­cer con­ti­go, de ver­dad que no lo sé. —La ter­tu­lia­na se des­ga­ñi­tó in­ten­ta­do cor­tar la he­mo­rra­gia con unas toa­lli­tas que lle­va­ba en el bol­so.

Esto es lo úl­ti­mo que oí an­tes de caer des­plo­ma­do.

Ape­nas cin­co mi­nu­tos des­pués, tras unos cuan­tos za­ran­deos, abrí los ojos. Como siem­pre, atur­di­do, sin sa­ber muy bien dón­de me en­con­tra­ba. Me si­tuó el bi­go­ti­llo del doc­tor Ba­rrios a un par de cen­tí­me­tros de mi cara y el ex­fut­bo­lis­ta lla­mán­do­me «ma­de­ro» y le­van­tán­do­me y sa­cu­dién­do­me las pier­nas como si me hu­bie­se dado un ca­lam­bre. Me pre­gun­té de ma­ne­ra ab­sur­da si Ba­rrios usa­ba go­mi­na o al­gún tipo de gel para dar­le lus­tre al mos­ta­cho. Giré la ca­be­za y me cer­cio­ré. Ya se ha­bían lle­va­do al niño y a la arra­ba­le­ra de su ma­dre. «Arri­ba, gran­du­llón», me dije. Me sa­cu­dí la ropa, di las gra­cias algo aver­gon­za­do, como siem­pre que me des­plo­ma­ba y me lar­gué.

Fue­ra ron­da­ban los trein­ta y cin­co gra­dos. En el cie­lo de Ma­drid, como en mi ca­be­za, con­ges­tión, un en­jam­bre de po­lu­ción so­bre el te­rra­zo de las azo­teas. Te­nía el co­che pa­tru­lla apar­ca­do fren­te a la con­sul­ta. Un vi­ni­lo pá­li­do por el sol re­za­ba: «Po­li­cía Lo­cal de As­cuas». Al­guien ha­bía co­lo­ca­do una pe­ga­ti­na en la ven­ta­na tra­se­ra de­re­cha, en ella se apre­cia­ba la si­lue­ta de dos po­li­cías uni­for­ma­dos be­sán­do­se. Me hizo gra­cia y pasé de qui­tar­la. La fra­se de Ba­rrios —«Creo que lo es­tás su­peran­do»— aún en­ros­ca­da en mi ca­be­za.

Por­que es mi ami­go y no me co­bra, sino era para po­ner­le una re­cla­ma­ción, ¿que no?

Y mien­tras arran­ca­ba me acor­dé de otra cosa, metí la mano en el bol­si­llo y sa­qué la re­ce­ta: ¿pas­ti­llas para dor­mir ha­bía di­cho?

Hice una bola con el pa­pel y la tiré por la ven­ta­na al gi­rar la es­qui­na.

Yo no ne­ce­si­to ayu­da para dor­mir. Lo que ne­ce­si­to son pas­ti­llas para no so­ñar, jo­der, que no es lo mis­mo.

5

La par­te por el todo.

De an­tes de su paso por la casa ama­ri­lla, Toni guar­da­ba po­cos re­cuer­dos. Su her­ma­na Vega, que por aquel en­ton­ces ten­dría cua­tro o cin­co años, nin­guno. Re­cor­da­ba un piso con pa­re­des de un des­vaí­do pa­pel pin­ta­do y un mue­ble cuyo hue­co para el te­le­vi­sor ocu­pa­ba una vie­ja ra­dio a pi­las. Ha­bía un bra­se­ro bajo la mesa, de eso tam­bién se acor­da­ba. Lue­go es­ta­ba el des­cam­pa­do tras el blo­que de pi­sos don­de so­lía ju­gar con su her­ma­na; un lu­gar con las si­lue­tas de los edi­fi­cios al fon­do y los rui­dos de la ciu­dad a lo le­jos. Re­cor­da­ba ga­tos es­que­lé­ti­cos y ra­tas ro­lli­zas co­rre­tean­do por aquel tro­zo de te­rreno don­de solo cre­cían je­rin­gui­llas, con­do­nes y cris­ta­les ro­tos.

Y el in­cen­dio.

Tam­bién re­cor­da­ba el in­cen­dio.

Una tar­de, una de tan­tas, ju­ga­ban fue­ra, ha­bía ano­che­ci­do y ape­nas se veía, di­bu­ja­ban en la tie­rra con un palo. Cuan­do el ca­lor se hizo pa­ten­te en sus me­ji­llas, le­van­ta­ron la ca­be­za y vie­ron cómo las lla­mas se en­ros­ca­ban a la fa­cha­da. Fu­ma­ro­la de humo ne­gro. Los dos her­ma­nos nun­ca ha­bían vis­to nada pa­re­ci­do. El fue­go, que siem­pre ha te­ni­do algo de hip­nó­ti­co para los ni­ños, los ha­cía mi­rar fas­ci­na­dos, como si fue­ra la erup­ción de un vol­cán. Los bom­be­ros tar­da­ron en lle­gar. Toni re­cor­da­ba el rui­do de las man­gue­ras del agua a pre­sión y las vaha­ra­das de ca­lor cada vez más in­ten­so que lle­ga­ban has­ta ellos e in­ten­ta­ban tras­pa­sar su piel.

La par­te por el todo.

Los bom­be­ros no pu­die­ron ha­cer nada por sal­var el edi­fi­cio ni a los des­gra­cia­dos que to­da­vía se ha­lla­ban den­tro. Fa­lle­cie­ron un to­tal de ocho per­so­nas, en­tre los que se en­con­tra­ban los pa­dres de Vega y Toni que, a pe­sar de mo­rir cal­ci­na­dos, ape­nas se en­te­ra­ron de nada. Cuan­do el fue­go los al­can­zó, an­da­ban con los ojos vuel­tos y ba­bean­do sue­ños. Aca­ba­ban de re­nun­ciar a las preo­cu­pa­cio­nes y a los su­do­res fríos con un par de chu­tes de ca­ba­llo mien­tras el fue­go arran­ca­ba en una de las co­ci­nas de la plan­ta baja del edi­fi­cio.

Una se­ma­na más tar­de, y al no te­ner más fa­mi­lia que el uno al otro, el Es­ta­do de­ci­dió in­ter­ve­nir y se lle­vó a los dos her­ma­nos a un or­fa­na­to a las afue­ras de Ciu­dad Real.

Para Toni, los re­cuer­dos de esta par­te de su vida eran pá­ja­ros des­pis­ta­dos es­tam­pán­do­se con­tra una ven­ta­na. Re­cuer­dos que de­ja­ban mar­cas en el cris­tal y ca­dá­ve­res que caían a plo­mo.

El hos­pi­cio te­nía un nom­bre ins­ti­tu­cio­nal, un nom­bre lai­co, lar­go y te­dio­so. Los que pa­sa­ban tiem­po allí por un mo­ti­vo u otro, tra­ba­ja­do­res y huér­fa­nos en su ma­yo­ría, se re­fe­rían al edi­fi­cio como la Casa Ama­ri­lla.

La par­te por el todo.

En reali­dad, de ama­ri­llo te­nía el por­tón de en­tra­da, la cer­ca del huer­to, las re­jas cla­va­das en la pie­dra y los dien­tes del ce­la­dor jefe, el Ave­llano. Todo lo de­más, era de un gris os­cu­ro casi ne­gro. In­clui­das las no­ches que Vega hubo de pa­sar y los ver­du­go­nes que de­ja­ba la vara de ave­llano en la piel de los críos.

6

Tiré Ber­na­béu aba­jo por la pa­ra­le­la de la Cas­te­lla­na. En el atas­co eché un ojo al te­lé­fono. Te­nía una par de lla­ma­das per­di­das del juez de paz y me pre­gun­té qué tri­pa se le ha­bría roto esta vez.

De­ci­dí que no to­ma­ría por el tú­nel de Ma­ría de Mo­li­na y aban­do­né la ca­pi­tal por la ave­ni­da de Amé­ri­ca. Cir­cu­lé de­jan­do a un lado el edi­fi­cio de los sin­di­ca­tos; y al otro, una tien­da de los chi­nos, un ita­liano y una tin­to­re­ría es­pe­cia­li­za­da en lim­pie­za en seco. En los se­má­fo­ros, los ven­de­do­res de pa­ñue­los com­pe­tían con los ma­la­ba­ris­tas ca­lle­je­ros. Por la ace­ra, como si hu­bie­sen per­di­do algo y se afa­na­sen en en­con­trar­lo en sus te­lé­fo­nos mó­vi­les, per­so­nas con las nu­cas al aire ca­mi­na­ban con pri­sa, rau­dos. Pa­sa­ban jun­to a un in­di­gen­te que leía un li­bro so­bre su car­tón; a su lado, un pe­rro con tra­ba­jo fijo vi­gi­la­ba su car­tel de tra­zos grue­sos y su lata de mo­ne­das. Por en­ci­ma de to­dos ellos, en las mar­que­si­nas, las gran­des mul­ti­na­cio­na­les per­dían di­ne­ro anun­cian­do per­fu­mes ca­ros, via­jes y lo úl­ti­mo en te­le­fo­nía mó­vil.

No hay quien lo en­tien­da, lo sé.

Des­pués, con­du­je va­rios ki­ló­me­tros más de au­to­pis­ta has­ta el lí­mi­te de pro­vin­cia con Gua­da­la­ja­ra don­de el pai­sa­je cam­bió a po­lí­go­nos in­dus­tria­les, dis­per­sas y en­ne­gre­ci­das chi­me­neas de fá­bri­cas aban­do­na­das y enor­mes cam­pos de cul­ti­vo que se ex­ten­dían has­ta el río.

Más allá, de­jan­do a mi iz­quier­da la pe­que­ña ciu­dad al­ca­rre­ña, co­ro­né la cues­ta del toro que con­ti­nua­ba en su lu­gar tan­tos años des­pués. Du­da­ba si se­guía sien­do de Os­bor­ne. Dán­do­le vuel­tas a esto, en­fi­lé ha­cia los pan­ta­nos y en­cen­dí la ra­dio. Un tipo ofre­cía una se­su­da ex­pli­ca­ción an­tes del ini­cio de cada can­ción. Mú­si­ca de sa­xo­fón y una voz rota de mu­jer. La me­lo­día era pe­ga­di­za; sin em­bar­go, la le­tra, in­com­pren­si­ble para mí como tan­tas otras co­sas, se es­cu­rría jun­to a su sig­ni­fi­ca­do por la ven­ta­ni­lla. Cuan­do cogí el des­vió que ha­bía de de­jar­me en As­cuas, sen­tí vi­brar el mó­vil. El vie­jo co­che pa­tru­lla no dis­po­nía de ma­nos li­bres, de ma­ne­ra que ac­ti­vé el al­ta­voz, dejé el te­lé­fono en el asien­to del acom­pa­ñan­te y apa­gué la ra­dio.

Era mi her­ma­na Vega. La voz pa­re­cía algo to­ma­da.

—Toni ¿es­tás por el pue­blo?

—¿An­das bo­rra­cha?

—No, to­da­vía no. Oye…, atien­de que esto es im­por­tan­te.

Da igual el mo­ti­vo de la lla­ma­da, para Vega siem­pre es im­por­tan­te. No es muy es­ta­ble, por de­cir­lo de al­gu­na de ma­ne­ra. Va­mos, que no está bien. Cla­ro, que sien­do mi her­ma­na como era, en fin…, cues­tión de ge­nes, por­que eso de los ge­nes, cuan­do les da por sa­lir re­vi­ra­dos, no hay quien los en­de­re­ce.

Al me­nos eso creo yo.

Y en­ton­ces, como me ocu­rría a me­nu­do cuan­do pen­sa­ba en mi her­ma­na y en los ge­nes y en to­das esas ton­te­rías, des­co­nec­té y mis pen­sa­mien­tos se dis­per­sa­ron. Im­po­si­bles de aga­rrar, como cuan­do so­plá­ba­mos de ni­ños un dien­te de león. Así me su­ce­día siem­pre que pen­sa­ba en Vega.

La cues­tión es que por mi ca­be­za des­fi­la­ron la casa ama­ri­lla y el Ave­llano y Chi­mo…, el puto Chi­mo.

¿El puto Chi­mo?

El ma­ri­do de Vega. Des­apa­re­ció sin de­jar ras­tro des­pués de pro­pi­nar­le una pa­li­za que la man­dó al hos­pi­tal. No fue una gran tra­ge­dia para mi her­ma­na, la des­apa­ri­ción digo, el pa­li­zón sí, jo­der. Casi la mata. La his­to­ria es que, a par­tir de ahí, la re­la­ción de Vega con la bo­te­lla se in­ten­si­fi­có y la cosa, des­de en­ton­ces, fue de mal en peor. Pero lo que digo, que no tra­ta­ba bien a mi her­ma­na y ade­más se de­di­ca­ba a tra­pi­chear con dro­gas.

Todo un fi­gu­ra ese Chi­mo.

En lo que a mí res­pec­ta, ja­más moví un dedo para sa­ber qué ha­bía sido de mi cu­ña­do, aun­que fue­se solo de cara a la ga­le­ría, ya sa­ben a qué me re­fie­ro. Un pro­ble­ma me­nos. Sen­tía una es­pi­na cla­va­da, eso sí, por no ha­ber in­ter­ve­ni­do a tiem­po y lue­go…, bueno, lue­go la frus­tra­ción ló­gi­ca de no sa­ber cómo ayu­dar a mi her­ma­na con la pu­ñe­te­ra be­bi­da.

Sin em­bar­go, dudé res­pec­to a la ebrie­dad de Vega en ese pre­ci­so mo­men­to, no­ta­ba a tra­vés del te­lé­fono, no sé, el deje de preo­cu­pa­ción en su voz.

Cor­ta el ro­llo Toni.

—¿Si­gues ahí?

—Cla­ro.

—Coño, te has ca­lla­do tan­to tiem­po que pen­sa­ba que se ha­bía cor­ta­do. Han en­con­tra­do al Tris­te —me dijo.

Una pau­sa.