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PREMIO NOVELPOL 2020 A LA MEJOR NOVELA NEGRA Toni Trinidad es un atípico policía de pueblo. Un tipo solitario e imperturbable, pero que se desmaya si ve una sola gota de sangre, sobre todo si es suya. Sin embargo, su tranquila existencia está a punto de cambiar: su puesto de trabajo pende de un hilo y por si esto fuera poco, su hermana Vega ―una de las pocas personas que le importan en este mundo― ha contraído una deuda que no puede pagar con un cruel narcotraficante de la zona que se hace llamar el Colmenero. Toni Trinidad comprobará que no es fácil mantener el tipo rodeado de narcos, policías, sicarios y políticos corruptos, sobre todo, cuando las circunstancias te obligan, una y otra vez, a verte rodeado de sangre y de violentos crímenes. Ambientada en lo más profundo de la campiña de Guadalajara, en un lugar en mitad de ninguna parte camino de los pantanos y con un elenco de personajes al más puro estilo Fargo, Marto Pariente narra, a ritmo de guion cinematográfico, una crónica sobre la soledad, la corrupción urbanística, los traumas infantiles y el amor incondicional entre hermanos.
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Título: La cordura del idiota
© Marto Pariente, 2019
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: junio 2019
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2019: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
En mi mundo nunca cae la noche.
Fascinante orbitar entre tres estrellas hermanas.
Para Eva, Elisabet y Cristina.
Mis tres radiantes soles.
«No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota».
Un loco, Antonio Machado
«Cuando el diablo bajó a este mundo,
se sentó a observar,
no sin cierta admiración,
como su lugar ya lo había ocupado otro».
Sady Pineda.
«La verdad de un hombre reside,
sobre todo, en lo que calla».
André Malraux.
La novela negra siempre se ha considerado un género urbano.
Toda ciudad que se precie tiene al menos un cronista de sus bajos fondos. Desde Los Ángeles de Chandler y Ellroy, pasando, o mejor paseando, por la Barcelona de Montalbán y Ledesma, la Atenas de Markaris, el Boston de Lehane… podríamos dar la vuelta al mundo en 80 guías noir, siguiendo el rastro de sangre de los grandes maestros del crimen literario.
Pero a pesar de oler a muerto, el género negro está pasmosamente vivo. Por eso, en los últimos años se ha popularizado un movimiento que rompe con esta tradición urbana: el contry noir.
En román paladino, la novela negra rural.
El country noir fue acuñado a finales del siglo XX por el norteamericano Daniel Woodrell, pero ¿realmente es algo tan novedoso como parece?
Porque si echamos la vista atrás, los clásicos están repletos de cadáveres silvestres.
No olvidemos que la Cosecha roja con que, para muchos, Hammett inauguró el género transcurría en la pequeña localidad de Poisonville.
Por no hablar de que Nick Corey, el insuperable psicopaleto ideado por Jim Thompson era el corrupto sheriff de un pueblo de solo 1280 almas.
Y este año se conmemora el centenario del nacimiento de Francisco García Pavón, el creador de Plinio, la primera serie de género de la literatura y la televisión netamente española, que no transcurría en Madrid ni Barcelona, sino en un olvidado lugar de la Mancha llamado Tomelloso.
Aunque dejando a un lado la controversia sobre su carácter revolucionario, lo que está fuera de toda duda es que los estantes de novedades rebosan country noir. Entonces, ¿qué tiene de especial La cordura del idiota?
Que no bebe únicamente de esta fuente campestre. También se emborracha del irreverente estilo tarantiniano castizo de Carlos Augusto Casas, para servirnos un nuevo y explosivo cóctel literario, el country pulp.
Ascuas es un tranquilo pueblucho de lo más profundo de la Alcarria profunda, donde nunca, jamás, pasa nada.
Hasta que pasa.
Hasta que el Triste aparece ahorcado.
Entonces todo y todos apuntan a que haciendo honor a su apodo, el loco del pueblo se ha suicidado.
Todos, salvo su amigo Toni Trinidad, el jefe de Policía de Ascuas.
Aunque Trinidad no tiene mucha madera de madero, que digamos. Un tipo grandote y sin sangre, que pierde el conocimiento con solo ver una gota.
Y por si el bueno de Toni no tuviera bastante con resolver el primer homicidio de su carrera, tendrá que sacar a Vega del lío en que se ha metido. Porque su alcoholizada hermana Vega ha decidido dejar de ser una perdedora y dar un palo al Colmenero. Y claro, el mayor usurero de Guadalajara no se quedará de brazos cruzados. Atraerá al pueblo un enjambre de esperpénticos matones. Asesinos tan peculiares como unos leñadores vascos fanáticos de Mecano, con más experiencia talando troncos humanos que vegetales.
Pero la segunda obra de Marto Pariente es mucho más que un suculento plato de fiambres para Reservoir dogs. Es un verdadero festín de literatura que alterna con maestría la narración en primera persona de Toni, con la de Vega en segunda y la historia del resto de personajes en tercera, haciendo las delicias de los paladares más exigentes del género.
Y no te tengo más en ascuas
Seguro que a estas alturas, prefieres que sea Marto quien lo haga.
Sergio Vera Valencia
Director de la colección Off Versátil
Ascuas crecía entre cerros pelados y secarrales, camino de los pantanos. Apenas una rasgadura. Se conformaba con una docena de calles torcidas que salían de la plaza del pueblo como las venillas rotas de los alcohólicos. La llaga, el derrame, estaba ceñido por un puñado de carreteras secundarias que lo constreñían como varices en la pierna de una anciana.
A veces me daba por pensar que si el pueblo fuese…, no sé, una persona, alguien como yo, sería un tipo perdido en mitad de ninguna parte con la mano haciendo visera bajo un sol de justicia o bajo la lluvia, según la época del año. En cualquier caso, un fulano desorientado con los zapatos sucios y sin saber muy bien hacia dónde tirar; en fin, ya saben a lo que me refiero, quizá no esté hablando del pueblo.
Da igual.
La cuestión es que me levanté por la mañana, me calcé el uniforme de policía y me dirigí a casa de mi viejo amigo el Triste a tomar café. En un momento dado, tras apurar de un trago el caldo de su taza, sacó un pescado del bolsillo y comenzó a susurrarle.
No me sorprendió, digamos que el Triste era el loco oficial del pueblo, hay uno en cada localidad, a veces más. Dejé de intentar comprenderlo hace ya mucho tiempo. Lo conocía desde que yo era un crío. Debía tener más de setenta años, pero yo siempre lo recordaba igual: descarnado, la piel cuarteada por el sol y el eterno medio cigarrillo apagado y pendiendo de los labios.
No fumaba, pero en una ocasión me dijo que a falta de dientes, el filtro impedía que se le cayese la baba.
¿El pescado?
Pche, parecía un percasol, aunque no sabría decirlo a ciencia cierta, no sé mucho de peces. En realidad, no sé mucho acerca de casi nada. Ahora, una cosa estaba clara, fuese lo que fuese lo que le estaba contando, parecía ser de suma importancia para mi amigo.
—¿Eres consciente de que le estás hablando a un pescado? —le pregunté al rato.
—Claro —me dijo—. Se me olvidó devolverlo al agua. Pero pienso echarlo al pantano y donde va, puede llevar el recado.
Si se supone que eso debía tener algún sentido, yo no se lo encontré. Y tampoco tenía tiempo para buscárselo, en un rato tenía que danzar hacia Madrid, tenía consulta con el doctor Barrios.
—Voy a preparar unas tostadas —dijo después de guardarse el pescado de nuevo en el bolsillo—. ¿Quieres?
—No. Tengo que irme.
—¿Se puede saber adónde vas tan temprano? —me preguntó.
—A ver a un loquero —le dije.
Y a la que tiraba de la puerta, dejé al viejo con un ataque de toses y flemas en la cocina.
Se reía de mí a base de bien y no se lo reproché. Eso no lo voy a hacer. He visto la locura en sus ojos. Muchas veces. Pero también me he mirado en el espejo y en fin…, creo que sería hipócrita por mi parte si lo hiciera. El Triste era oficialmente el loco del pueblo, y luego…, bueno, luego estábamos todos los demás.
Madrid. Consulta del Doctor Barrios, psiquiatra. Media mañana. La salita de espera bien iluminada. Modernas e incómodas sillas de plástico. En la nariz, mezcla de limón, perfume caro de mujer y caramelos de menta.
Esperaba mi turno.
Llevaba cerca de tres meses yendo religiosamente a terapia todos los jueves. Y en esas estaba, pensando en mis cosas —básicamente tratando de averiguar cómo conservar mi empleo— y viendo las mismas caras famosas.
Por supuesto que las conocía, las caras, digo. Asistía con regularidad un futbolista ya retirado que intentaba cubrir el tufillo a alpiste chupando caramelos de menta que engullía a ritmo de uno cada cuarto de hora. Tenía problemas con el alcohol y el juego. Cada jueves acudía con nuevos lamparones en el viejo y arrugado traje de siempre. Charlamos en una ocasión. Me llamaba «madero». No entró en detalles, pero me dio a entender que la vida le había clavado un gol por toda la escuadra.
Deduje que había sido portero.
Pero no hay que hacerme mucho caso, siempre he sido un poco flojo sacando conclusiones.
Y luego estaba el niño junto a su madre; bueno, lo de junto a su madre es un decir, pues no paraba quieto un solo segundo. De hecho, algunos jueves, podría jurar que había más de un chiquillo correteando por la consulta. Me preguntaba cada dos por tres por qué no llevaba pistola, cosas de niños, supongo. Se fijan en todo. El tema es que era hiperactivo. Lo sabía porque la mujer, una veterana de las tertulias del corazón, de extensas caderas y encías caballunas, gritaba por el móvil haciendo partícipes a todos los demás, desde lo que una filipina le cocinaba ese día, hasta la exigua pensión que percibía, tarde mal y nunca, de su exmarido. El diagnóstico del crío no suponía una excepción.
Cuando el chaval desparramó por segunda vez el revistero que había sobre una mesita de cristal y estrangulaba con frenesí una lámpara de pie, se abrió una puerta lacada en blanco y asomó una mujer acompañada del doctor Barrios; una joven actriz con la piel tensa sobre los huesos. Los ojos sin brillo como algo muerto flotando en el fondo de un pozo. Había hecho de farlopera en una serie juvenil de mucho éxito, y a pesar de su altura, calculé que debía pesar menos de cuarenta kilos.
Mi turno; bigotillo y sonrisa con palmadita en la espalda incluida, mientras Barrios me acompañaba por el pasillo rumbo a la consulta.
Éramos amigos.
Dentro de la consulta, en la penumbra, diván y conversación a media voz. Tras veinticinco minutos de charla, el doctor estaba sentado en el borde de la silla, libreta en mano, inclinado hacia delante y mirándome a los ojos.
¿Silencio incómodo?
No más que las modernas y carísimas sillas de plástico de la salita de espera.
Conocí a Barrios por casualidad y, la verdad, a pesar de que se trataba de un hombrecillo sofisticado de ciudad y yo soy un policía de pueblo grandote y con cara de perro pachón, congeniamos bastante bien desde el principio.
Atropelló un corzo en una de las carreteras secundarias al norte de Ascuas. Como averiguaría más tarde, aquella mañana el doctor sacó el deportivo del concesionario y pensó que una buena forma de probarlo sería darse una vuelta en dirección a los pantanos. De regreso a la civilización, se confundió en un cruce y, mientras trasteaba con el GPS del móvil, impactó con el animalejo, se salió del carril y se estrelló contra una vieja encina.
Me encontré con el desaguisado por casualidad. Intentaba encontrar un buen chaparro bajo el que estacionar el coche patrulla con la intención de despejar la cabeza tras el pleno municipal. Mi trabajo estaba en entredicho. Con la historia de la crisis y los recortes y no sé qué rollos del déficit, pusieron sobre la mesa la posibilidad de prescindir del cuerpo de Policía Local, es decir, mi cuerpo. Soy el único policía del pueblo. En fin, que rumiando aquello estaba cuando me topé con el fregado montado en la carretera. Frené a un centenar de metros dejando el coche patrulla en el arcén. Durante unos segundos, barajé la posibilidad de largarme por donde había venido y buscar un sitio más tranquilo donde darle vueltas al asunto. Nada, imposible, el tipo ya me había visto y hacía aspavientos en mi dirección. De manera que me dije: «Toni, échale una mano y compórtate como un policía».
Y eso hice. Saqué unos pequeños prismáticos que siempre llevo en la guantera y bajé a echar un vistazo.
Dicen que la diferencia entre un mal policía y un buen policía reside en la calidad de sus preguntas. Yo me pregunté qué desentonaba más, si aquel simpático hombrecillo a lo Danny De Vito que no paraba de hacer aspavientos en mi dirección y conducía un Mustang con ocho cilindros en uve —un deportivo rojo, cuyo capó, y gracias a la encina, también tenía ahora forma de uve— o todo el conjunto. Es decir, el hombre con su minúsculo bigote, sus zapatos brillantes y su cochazo en aquella carretera abandonada de la mano de Dios entre los trigales, campos en barbecho y los polvorientos caminos de tierra.
A ver, de hombrecillos que conducen deportivos sabía de poco a nada, pero de lo mío y mi problemilla con la sangre, por la cuenta que me traía, sabía un rato. De manera que decidí cerciorarme. Rodeé el coche patrulla y saqué el megáfono del maletero.
La conversación, más o menos así:
—¡Hola!
—Hola.
Mi voz, a través del megáfono, sonó atronadora, como de hombretón que sabe lo que se hace, al menos a mí me lo pareció. La de Barrios, desvanecida y distante.
—¡Veo que ha tenido un accidente!
—Muy agudo por su parte, señor agente. Sí, he atropellado a Bambi —me dijo.
Me sacudí un moscardón que no paraba de incordiarme, me rasqué la rabadilla con el megáfono que sonó como una cremallera y, tras pensar unos segundos, le dije:
—¡Vale, señor! ¿Está usted sangrando o cree que pueda estarlo?
Ante todo profesionalidad.
—No, estoy bien.
—¿Está usted seguro?
—Bastante seguro —dijo palpándose, como si buscase la cartera.
—¿Y el animal?
—¿El animal?
—Sí. ¿Cómo se encuentra el animal?
Barrios se quedó un instante parado y debió de preguntarse si yo era imbécil. Me ocurre a menudo, de manera que no se lo tuve en cuenta. Al final debió de decidir que la situación era demasiado surrealista como para ser una jodida broma y anadeó en dirección al corzo que había quedado postrado sobre los cuartos traseros una veintena de metros atrás, entre los rastrojos.
Al rato volvió.
—Está herido, pero sigue vivo. Creo que se ha roto las patas —dijo.
—¡Vale! ¿Se veía mucha sangre?
—¿Cómo dice?
—¡Digo… Si se veía mucha sangre!
—No, no se veía mucha sangre.
—¡Vale! ¡Espere un momento!
Guardé el megáfono y di aviso por teléfono a la Guardia Civil para que mandasen efectivos del SEPRONA a ocuparse del animal. A los de Tráfico no les dije nada. Cuando me acerqué, Barrios me confesó que estaba probando el coche y lo había sacado del concesionario sin seguro. Le dije que no se preocupase. Lo mismo pensó que yo era un buen tipo o alguna tontería por el estilo, pero la verdad es que no tenía ninguna gana de que llegasen los de Atestados con sus máquinas de mediciones y sus cámaras fotográficas y sus palabrejas técnicas que no había un dios que las entendiese.
De manera que llamé a mi hermana para que se acercase con la grúa. Una hora más tarde, Vega, que por algún extraño motivo aquella mañana se encontraba lo suficientemente sobria para conducir, se llevó el Mustang y yo me ofrecí a acercar a Barrios hasta la puerta de su casa en el coche patrulla. No sé por qué lo hice, la verdad. Da igual. No suponía problema alguno, pues era yo quien pagaba la gasolina de mi propio bolsillo. Un apaño al que había llegado con el Ayuntamiento al no disponer de coche propio. Por el camino hablamos…, bueno, más bien hablé yo, que si cilindros en uve, que si de coches de renting, que si la corrupción, que si la crisis, que si el problema catalán, que si de esto, que si de lo otro. En fin…, ya saben. Barrios tenía las orejas entrenadas y asentía cada poco soltando algún comentario gracioso al respecto. No solucionamos nada, pero trabamos amistad rápidamente. Tanto fue así, que en los escasos periodos de silencio, ninguno de los dos pareció sentirse incómodo.
De camino, Barrios barruntó al aire la idea de parar e invitarme a comer en un restaurante de carretera.
Si lo dijo por decir, no lo sé. Yo, que ya tenía el desayuno y el almuerzo de media mañana a la altura de los talones, acepté.
La primera pregunta obligada la dejó caer poco antes de los postres: ¿Cómo un hombre con aprensión a la sangre ha llegado a Policía de un pueblo como Ascuas?
Le expliqué que el alcalde, un viejo amigo de mi padre, me contrató hace ya más de veinte años —una forma de evitar decir que apañaron la vacante para adjudicármela—, y después le conté por encima la historia de mi vida. Barrios me escuchó con atención y tras acariciarse el bigotillo con los dedos, dijo que podía ayudarme.
En la puerta de su casa de la Moraleja, un palacete con setos de formas geométricas, tan bien recortados como su mostacho, Barrios me dio su número de teléfono personal. No el de la consulta pues, como me dijo, me habrían dado cita para dentro de un año y un infarto al informarme de las tarifas. Esto último debió de parecerle gracioso pues se pegó una buena risa. Yo me reí también, pero por acompañarlo más que por otra cosa. Luego, me guardé la tarjeta con el número y me marché, no sin antes decirle que Bambi era un ciervo, no un corzo.
Barrios, que de animales de monte sabía lo justo, resultó ser uno de los psiquiatras más solicitados de la capital. Un tipo, como luego descubriría, cotizado por los ricos y famosos, un doctor cuyo tiempo se pagaba a precio de oro y del que se decía que ganaba un verdadero pastizal.
¿Si era bueno en lo que hacía?
Ni idea, no estaba yo puesto en ese mundillo; me pasaba como a los que no entienden de vinos. Para que se hagan una idea, sería capaz de hacer llorar a más de uno mezclando un Vega Sicilia con gaseosa. Desde luego una cosa estaba clara, su consulta en el centro, sus coches deportivos y su casa en la Moraleja decían que sí era bueno en lo suyo.
Además, no me castigó con la segunda pregunta de rigor: ¿Por qué no llevaba el arma encima?
Debió de suponer, porque Barrios es un tío muy listo, que si llevaba una pistola encima y la utilizaba, en fin… pueden imaginárselo, en Ascuas nunca pasa nada. Pero por lo que sea, yo que sé… Imaginad que al diablo le da por enredar y se produce un atraco en la Caja de Ahorros del pueblo. Saco el arma a pasear muy flamenco yo, y tenemos a un chorizo sangrando y a mí, desmayado y desparramado por el suelo como si me hubiesen disparado también.
Quita, quita…
A lo que iba, que no me preguntó al respecto.
Y habrá quien diga que Barrios era un sacacuartos, un vende humo. Ni idea, nunca he sido bueno juzgando a las personas por la primera impresión. Soy de los que piensa que todos somos buenos en lo nuestro hasta que se demuestre lo contrario.
Lo de inocentes es otro cantar.
Hacedme caso, sé de lo que estoy hablando.
En un momento dado se me fue el santo al cielo y perdí el hilo de la conversación, así que me levanté y me dirigí al escritorio de Barrios, cogí un caramelo del bote, lo desenvolví, me lo metí en la boca y volví a tumbarme en el diván.
—Aquello ya pasó —dijo Barrios retomando la conversación—. Sucedió. De acuerdo, es algo traumático, pero recuerda que aceptar es vivir.
—No es lo que hice, Barrios, es lo que sentí, es lo que siento —le dije.
—¿Y qué sentiste? ¿Qué sientes si se puede saber?
—Nada.
Y era verdad. Puede que algún día me cruce con vosotros por la calle y os dedique mi mejor sonrisa, os dé los buenos días y puede que hasta un poco de palique si me invitáis a un café. Pero la verdad es que quitando a la gente que me importa, y creedme si os digo que los puedo contar con los dedos de una mano, no siento nada, bueno, casi nada. Tampoco es cuestión de hacerse pajas mentales al respecto, vamos, digo yo.
—Y tu hermana, ¿lo sabe? ¿Sabe lo que hiciste por ella?
—No. Nunca se lo conté.
Silencio de nuevo.
Un mosquito zumbó entre los dos.
—Dejémoslo —le dije—. No me apetece hablar de ello.
—Aceptación —insistió Barrios marcando cada sílaba—. Han pasado treinta y seis años. Eras solo un niño de trece. Da igual todo: lo guapo o feo que seas, si eres buena o mala persona. Esto va de…
—Justicia.
—¿Qué? —preguntó arqueando una ceja.
—Lo he estado pensando…, lo que le ocurrió al Avellano fue justo y justo es que cargue con las consecuencias yo solo.
—¿Consecuencias?
—Sí, con la hematofobia o hemofobia como tú dices. Desmayarme cuando veo sangre y todo eso, ya sabes.
Silencio y carraspeo.
—A ver, Toni, cuando hablo de aceptación no quiero decir que asumas esa carga, si no que aceptes lo que ocurrió, ya está, solo eso. ¿Tan difícil es de entender?
Lo miré como deben mirar las vacas al tren. Y es que, a veces, sobre todo cuando me interesa, soy duro de mollera.
Da igual. La cuestión es que Barrios se dio por vencido, se levantó, corrió las cortinas, sacó un recetario y garabateó en él.
—Creo que hemos terminado por hoy —dijo—. Tómate una de estas. Solo si vuelven las pesadillas; son algo más fuertes que las anteriores, te ayudarán a dormir. Nada de alcohol, nada de drogas, eso por descontado. Algo de ejercicio físico te vendría bien, con tu altura y tu trabajo siempre sentado en el escritorio o en el coche patrulla…, tampoco mucho, lo justo para llegar cansado al final del día. Y sobre todo…
—No darme de comer después de media noche, como a los gremlins.
—Joder, esa es buena. Mira como me río.
—¿No ha tenido gracia? Lo siento.
Me acompañó de vuelta por el pasillo. Palmaditas en la espalda de nuevo. «Creo que lo estás superando», me dijo. «Hazme caso, sé de lo que hablo». Asentí con la cabeza. Ojalá, pensaba, ojalá.
Tras la puerta en la sala de espera, el crío hiperactivo creyó que sería buena idea intentar saltar la mesita de las revistas al grito de «¡Gerónimo!». Trastabilló con los cordones y partió el cristal con la crisma. La brecha en mitad de la frente sangraba profusamente.
—No sé que voy a hacer contigo, de verdad que no lo sé. —La tertuliana se desgañitó intentado cortar la hemorragia con unas toallitas que llevaba en el bolso.
Esto es lo último que oí antes de caer desplomado.
Apenas cinco minutos después, tras unos cuantos zarandeos, abrí los ojos. Como siempre, aturdido, sin saber muy bien dónde me encontraba. Me situó el bigotillo del doctor Barrios a un par de centímetros de mi cara y el exfutbolista llamándome «madero» y levantándome y sacudiéndome las piernas como si me hubiese dado un calambre. Me pregunté de manera absurda si Barrios usaba gomina o algún tipo de gel para darle lustre al mostacho. Giré la cabeza y me cercioré. Ya se habían llevado al niño y a la arrabalera de su madre. «Arriba, grandullón», me dije. Me sacudí la ropa, di las gracias algo avergonzado, como siempre que me desplomaba y me largué.
Fuera rondaban los treinta y cinco grados. En el cielo de Madrid, como en mi cabeza, congestión, un enjambre de polución sobre el terrazo de las azoteas. Tenía el coche patrulla aparcado frente a la consulta. Un vinilo pálido por el sol rezaba: «Policía Local de Ascuas». Alguien había colocado una pegatina en la ventana trasera derecha, en ella se apreciaba la silueta de dos policías uniformados besándose. Me hizo gracia y pasé de quitarla. La frase de Barrios —«Creo que lo estás superando»— aún enroscada en mi cabeza.
Porque es mi amigo y no me cobra, sino era para ponerle una reclamación, ¿que no?
Y mientras arrancaba me acordé de otra cosa, metí la mano en el bolsillo y saqué la receta: ¿pastillas para dormir había dicho?
Hice una bola con el papel y la tiré por la ventana al girar la esquina.
Yo no necesito ayuda para dormir. Lo que necesito son pastillas para no soñar, joder, que no es lo mismo.
La parte por el todo.
De antes de su paso por la casa amarilla, Toni guardaba pocos recuerdos. Su hermana Vega, que por aquel entonces tendría cuatro o cinco años, ninguno. Recordaba un piso con paredes de un desvaído papel pintado y un mueble cuyo hueco para el televisor ocupaba una vieja radio a pilas. Había un brasero bajo la mesa, de eso también se acordaba. Luego estaba el descampado tras el bloque de pisos donde solía jugar con su hermana; un lugar con las siluetas de los edificios al fondo y los ruidos de la ciudad a lo lejos. Recordaba gatos esqueléticos y ratas rollizas correteando por aquel trozo de terreno donde solo crecían jeringuillas, condones y cristales rotos.
Y el incendio.
También recordaba el incendio.
Una tarde, una de tantas, jugaban fuera, había anochecido y apenas se veía, dibujaban en la tierra con un palo. Cuando el calor se hizo patente en sus mejillas, levantaron la cabeza y vieron cómo las llamas se enroscaban a la fachada. Fumarola de humo negro. Los dos hermanos nunca habían visto nada parecido. El fuego, que siempre ha tenido algo de hipnótico para los niños, los hacía mirar fascinados, como si fuera la erupción de un volcán. Los bomberos tardaron en llegar. Toni recordaba el ruido de las mangueras del agua a presión y las vaharadas de calor cada vez más intenso que llegaban hasta ellos e intentaban traspasar su piel.
La parte por el todo.
Los bomberos no pudieron hacer nada por salvar el edificio ni a los desgraciados que todavía se hallaban dentro. Fallecieron un total de ocho personas, entre los que se encontraban los padres de Vega y Toni que, a pesar de morir calcinados, apenas se enteraron de nada. Cuando el fuego los alcanzó, andaban con los ojos vueltos y babeando sueños. Acababan de renunciar a las preocupaciones y a los sudores fríos con un par de chutes de caballo mientras el fuego arrancaba en una de las cocinas de la planta baja del edificio.
Una semana más tarde, y al no tener más familia que el uno al otro, el Estado decidió intervenir y se llevó a los dos hermanos a un orfanato a las afueras de Ciudad Real.
Para Toni, los recuerdos de esta parte de su vida eran pájaros despistados estampándose contra una ventana. Recuerdos que dejaban marcas en el cristal y cadáveres que caían a plomo.
El hospicio tenía un nombre institucional, un nombre laico, largo y tedioso. Los que pasaban tiempo allí por un motivo u otro, trabajadores y huérfanos en su mayoría, se referían al edificio como la Casa Amarilla.
La parte por el todo.
En realidad, de amarillo tenía el portón de entrada, la cerca del huerto, las rejas clavadas en la piedra y los dientes del celador jefe, el Avellano. Todo lo demás, era de un gris oscuro casi negro. Incluidas las noches que Vega hubo de pasar y los verdugones que dejaba la vara de avellano en la piel de los críos.
Tiré Bernabéu abajo por la paralela de la Castellana. En el atasco eché un ojo al teléfono. Tenía una par de llamadas perdidas del juez de paz y me pregunté qué tripa se le habría roto esta vez.
Decidí que no tomaría por el túnel de María de Molina y abandoné la capital por la avenida de América. Circulé dejando a un lado el edificio de los sindicatos; y al otro, una tienda de los chinos, un italiano y una tintorería especializada en limpieza en seco. En los semáforos, los vendedores de pañuelos competían con los malabaristas callejeros. Por la acera, como si hubiesen perdido algo y se afanasen en encontrarlo en sus teléfonos móviles, personas con las nucas al aire caminaban con prisa, raudos. Pasaban junto a un indigente que leía un libro sobre su cartón; a su lado, un perro con trabajo fijo vigilaba su cartel de trazos gruesos y su lata de monedas. Por encima de todos ellos, en las marquesinas, las grandes multinacionales perdían dinero anunciando perfumes caros, viajes y lo último en telefonía móvil.
No hay quien lo entienda, lo sé.
Después, conduje varios kilómetros más de autopista hasta el límite de provincia con Guadalajara donde el paisaje cambió a polígonos industriales, dispersas y ennegrecidas chimeneas de fábricas abandonadas y enormes campos de cultivo que se extendían hasta el río.
Más allá, dejando a mi izquierda la pequeña ciudad alcarreña, coroné la cuesta del toro que continuaba en su lugar tantos años después. Dudaba si seguía siendo de Osborne. Dándole vueltas a esto, enfilé hacia los pantanos y encendí la radio. Un tipo ofrecía una sesuda explicación antes del inicio de cada canción. Música de saxofón y una voz rota de mujer. La melodía era pegadiza; sin embargo, la letra, incomprensible para mí como tantas otras cosas, se escurría junto a su significado por la ventanilla. Cuando cogí el desvió que había de dejarme en Ascuas, sentí vibrar el móvil. El viejo coche patrulla no disponía de manos libres, de manera que activé el altavoz, dejé el teléfono en el asiento del acompañante y apagué la radio.
Era mi hermana Vega. La voz parecía algo tomada.
—Toni ¿estás por el pueblo?
—¿Andas borracha?
—No, todavía no. Oye…, atiende que esto es importante.
Da igual el motivo de la llamada, para Vega siempre es importante. No es muy estable, por decirlo de alguna de manera. Vamos, que no está bien. Claro, que siendo mi hermana como era, en fin…, cuestión de genes, porque eso de los genes, cuando les da por salir revirados, no hay quien los enderece.
Al menos eso creo yo.
Y entonces, como me ocurría a menudo cuando pensaba en mi hermana y en los genes y en todas esas tonterías, desconecté y mis pensamientos se dispersaron. Imposibles de agarrar, como cuando soplábamos de niños un diente de león. Así me sucedía siempre que pensaba en Vega.
La cuestión es que por mi cabeza desfilaron la casa amarilla y el Avellano y Chimo…, el puto Chimo.
¿El puto Chimo?
El marido de Vega. Desapareció sin dejar rastro después de propinarle una paliza que la mandó al hospital. No fue una gran tragedia para mi hermana, la desaparición digo, el palizón sí, joder. Casi la mata. La historia es que, a partir de ahí, la relación de Vega con la botella se intensificó y la cosa, desde entonces, fue de mal en peor. Pero lo que digo, que no trataba bien a mi hermana y además se dedicaba a trapichear con drogas.
Todo un figura ese Chimo.
En lo que a mí respecta, jamás moví un dedo para saber qué había sido de mi cuñado, aunque fuese solo de cara a la galería, ya saben a qué me refiero. Un problema menos. Sentía una espina clavada, eso sí, por no haber intervenido a tiempo y luego…, bueno, luego la frustración lógica de no saber cómo ayudar a mi hermana con la puñetera bebida.
Sin embargo, dudé respecto a la ebriedad de Vega en ese preciso momento, notaba a través del teléfono, no sé, el deje de preocupación en su voz.
Corta el rollo Toni.
—¿Sigues ahí?
—Claro.
—Coño, te has callado tanto tiempo que pensaba que se había cortado. Han encontrado al Triste —me dijo.
Una pausa.