La estupidez de la gente culta - G.K. Chesterton - E-Book

La estupidez de la gente culta E-Book

G.K. Chesterton

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Beschreibung

1912 es el año correspondiente a este séptimo volumen de los artículos de G.K. Chesterton. Año del hundimiento del Titanic; del setenta aniversario del semanario londinense The Illustrated London News para el que escribió entre 1905 y 1936; año del escándalo Marconi, que puso en jaque a David Lloyd George, Chancellor of the Exchequer (equivalente al ministro de Hacienda, en Inglaterra); año de la publicación de su revitalizadora novela Manalive, así como de la publicación del conjunto de ensayos The Great State de H. G. Wells, con quien continuará sus divertidas, inteligentes y lúcidas discusiones... sin olvidar a un contrincante habitual: el dramaturgo George Bernard Shaw. 1912, el año en que Chesterton funda The Players' Club, una compañía teatral, y cuando comienza a construir su estudio en Beaconsfield. Los intereses de Chesterton son muchos, pero su mirada no es dispersa sino precisa, rebosante en ingenio y humor hasta la hilaridad, a la vez que elegante y erudita, una mirada que parece no dejar nada fuera de su campo de visión: las feministas y la discusión sobre quiénes debían tener prioridad en las barcas de salvamento cuando el naufragio del Titanic; los intelectuales y la opinión pública; la apatía de la sociedad y los fundamentos del Estado; los legisladores y aquellos proyectos de ley que carecen de principios precisamente porque los políticos se ponen de acuerdo «sobre el principio» de tal proyecto; la literatura de Tolstoi, Dickens, Dostoievski, Byron, Wilde, entre otros; y la estupidez de la gente culta, esa que dice Chesterton se encuentra «en la gente próspera e incluso poderosa (...). Y la señal de esta estupidez, en todos los casos, es una total irreflexión; la costumbre de empezar una frase sin saber o preocuparse de cómo va a terminar».

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Seitenzahl: 378

Veröffentlichungsjahr: 2025

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G. K. Chesterton

La estupidez de la gente culta

Artículos 1912

Edición de Pablo Gutiérrez Carreras y María Isabel Abradelo de Usera

Traducción de María Isabel Abradelo de Usera y Montserrat Gutiérrez Carreras

© Ediciones Encuentro S.A. Madrid, 2025

© Edición de Pablo Gutiérrez Carreras y María Isabel Abradelo de Usera

Traducción de María Isabel Abradelo de Usera y Montserrat Gutiérrez Carreras

Índices onomástico y temático elaborados por Clara Abradelo Blasco

La traducción de la obra procede de la recopilación de G.K. Chesterton: Collected Works, vol. XXVIII, Ignatius Press, 1990. Se han conservado las notas al pie de página de dicha edición, a las que se han añadido las de los editores y las traductoras.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 164

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-219-6

ISBN EPUB: 978-84-1339-552-4

Depósito Legal: M-2367-2025

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com - [email protected]

Índice

Introducción

Artículos (1912)

Índice temático

Introducción

Un año más, un nuevo Chesterton que nos deleita en el Illustrated London News con sus comentarios sobre la realidad que vive intensamente día a día. Para él, 1912 es el año de empezar a construir su estudio en Beaconsfield para guardar su utilería teatral para las marionetas y los disfraces de las obras de teatro con fines benéficos. Funda una compañía teatral, The Players’ Club. Es también el año de declarar abiertamente su defensa de la alegría, de la risa y del optimismo con su novela Manalive, a decir de Ian Ker, su biógrafo, una de las novelas más autobiográficas que no deja de tener muchos elementos comunes con el resto de sus obras: la realidad viene a ser una sorpresa y la tristeza del hombre actual puede vencerse con el optimismo y la alegría. Desea que los hombres vivan la vida sin la cobardía de no tener sangre en sus venas sino en su máxima expresión, en la libertad y en el positivismo.

En la esfera política y social ocurren dos cuestiones que no le dejan indiferente: por un lado empieza a conocerse el caso Marconi, de negocios con información privilegiada sobre las acciones de bolsa que salpicó a David Lloyd George, Chancellor of the Exchequer (equivalente al ministro de Hacienda) y a alguno más de los ministros a quienes se le habían ofrecido acciones a precios especiales. Las acciones subieron y pronto se difundió el escándalo que no se acabaría de juzgar hasta 1913.

Por otra parte, la noche del 14 de julio se hundió el Titanic, el trasatlántico más grande construido y la prensa se hace eco de las diversas opiniones sobre la culpabilidad americana y la británica en este terrible drama en el que tantas personas fallecieron congeladas al caer al mar. Y las sufragistas intervienen en la disputa de quién debía de tener sitio en las barcas de salvamento.

Chesterton da conferencias, recopila sus artículos en antologías, y sigue denunciando, fiel sucesor de Dickens, los tremendos desequilibrios entre la forma en la que la justicia se aplica a los ricos y a los pobres y cómo las leyes se aprueban sin pensar en las consecuencias que van a tener para el pueblo.

Este periodista no olvidará a sus amigos, ni a sus enemigos. Shaw ocupa algunas páginas de este volumen, Shakespeare no puede faltar en cualquier ocasión. Y todo, narrado con sus finas paradojas, con su elegante falta de respeto por las imposiciones absurdas y su especialísimo sentido del humor. Este volumen tampoco va a defraudar a quienes busquen al concienzudo pensador y filósofo. En sus artículos de sábado, Chesterton tenía lugar para ser él mismo y también para preguntarse qué hace tan difícil la convivencia humana.

Pablo Gutiérrez Carreras

María Isabel Abradelo de Usera

Artículos (1912)

6 de enero 1912

El gobierno, en Inglaterra y en Italia

En uno de mis periódicos favoritos, que todas las semanas se anuncia en letras grandes como «El órgano del movimiento progresista en religión y en ética social,» esta semana se publica un artículo sobre la espantosa situación de Italia. Este país parece tener un desastre de Estado. Un enviado de este medio comentó que había estado en Italia; había puesto un pie en esa tierra salvaje que todos conocemos como la frontera brutal de la historia de la humanidad y de la civilización. Parece que Italia está en una situación que, a nosotros, en Inglaterra incluso nos resulta difícil concebir como posible. Es (aparentemente) imposible creer a ojos cerrados en el honor de los promotores de empresas y de los financieros. No hay rastro de esa dulce e imprudente seguridad con la que usted o yo nos comprometemos en cualquier especulación comercial o con la que confiamos en cualquier agente comercial. O, una vez más, en ese país hay gente que padece esa enfermedad, que apenas se puede ver en nuestro país, pero a la que sus brutos antepasados romanos dieron el nombre de fames, añadiendo cínicamente que era la mejor salsa. Las prácticas políticas de los italianos son igual de distantes y de repulsivas porque, según parece, de vez en cuando les da por meterse en guerras de anexión —un término local y técnico que no tengo espacio para explicar—. Ni tampoco ¡Dios mío!, su estado religioso resulta más simpático al humilde y compasivo observador; porque en Italia hay muchas personas que no creen en el credo atanasiano. Como dijo la solterona cuando vio a una gran actriz retorciéndose en el suelo como Cleopatra, «¡Qué diferente de la vida doméstica de nuestra querida reina ya fallecida!».

Lo siento; pero esto es lo que realmente dice este hombre. Dice que estas cosas «demuestran la honradez política que les falta a los italianos. Que son igualmente engañosos en sus negocios privados es la experiencia de cualquier viajero en esa tierra hermosa y privilegiada». ¡Qué diferente (lloro con la solterona) del estado de esta tierra aún más hermosa y todavía más privilegiada, donde nadie tiene malas experiencias en sus negocios privados, donde nadie encuentra nunca a nadie a quien le falte honradez! Dice que la situación económica es realmente triste, que «el país está plagado de mendigos, que tampoco se puede confiar en los comerciantes». ¡Qué diferente (exclamo de nuevo) del estado de Inglaterra, donde el lujo, la abundancia y la seguridad de las clases más bajas es tal que no se les puede pedir que mendiguen, aunque la policía constantemente les insta a que lo hagan! Dice, sobre el ataque a Trípoli, que la inmoralidad italiana queda de manifiesto por su desprecio del arbitraje y, sobre todo, «por la aprobación universal con que se considera esta campaña en Italia, el asombro y la indignación con la que recibe las críticas adversas de otras naciones del mundo sobre su actuación». ¡Qué diferente, una vez más, de nuestra moralidad inglesa, de la consideración fría, pero sensible que se dio a todos los aspectos posibles de la cuestión justo antes de la guerra del Transvaal! ¡Qué distinto de la lúcida penitencia y la humildad con la que recibimos el reproche general de Europa! Y dice que muchos italianos cultos «son en su mayoría ateos e infieles». ¡Qué diferente de la Inglaterra moderna! Supongo que si usted o yo nos encontrásemos con un agnóstico culto en sociedad apenas podríamos sobrevivir a la impresión.

Pero creo que mi párrafo favorito es el siguiente: describe con agudeza y vívidamente el contraste ente Italia y la Gran Bretaña moderna:

Parece a que Italia lamentablemente le falta espíritu público. Sus gentes no se enfrentan a sus propios problemas, sino que esperan que el gobierno tome la iniciativa en todas las reformas públicas. El resultado es una conciencia pública estancada, una falta de cooperación entre los ciudadanos mejor educados e influyentes, y una administración burocrática y lenta de los asuntos públicos, porque se necesita el estímulo constante de la conciencia privada y confederada para mantener en el mejor nivel a las autoridades cívicas.

Por supuesto, las autoridades cívicas en Inglaterra trabajan al máximo. Puedo confirmar esta triste pero cierta imagen de la esclavitud latina. También he recibido información veraz de Italia. En una carta secreta, sellada con siete dagas, una calavera y huesos cruzados, una corona papal y un gorro frigio (una carta traída de contrabando mediante soborno a la policía italiana, cruel pero afortunadamente corrupta) tengo delante de mí una revelación completa de una intriga llevada a cabo recientemente en el parlamento italiano. Parece que el ministro de Finanzas, el señor Loido Giorgione, ha presentado al Parlamento (aunque, por supuesto, no al pueblo) una propuesta para obligar a los violinistas, bandoleros, organilleros, artistas, heladeros, etc. ociosos, a todos los que forman parte de la población italiana, a que renuncien a una gran cantidad de macarrones ante la posibilidad de que algún día tomen una pequeña cantidad de medicamento; y esta especulación tan particular sería impuesta a todo individuo italiano que fuera algo pobre por esa fuerza bruta de la gendarmería que es como se dirige el gobierno en esa tierra ruinosa. Indudablemente, hay mucho más que decir sobre esta especulación; la malaria y el cólera son malos, y puede que sea bueno que todos los italianos pobres puedan dormir tranquilos ante su amenaza. Pero también está claro que hay que decir algo en contra; y es que en todas las provincias de Italia se ha criticado esto tanto por los heladeros como por los dueños de los comercios que los contratan; la experiencia de todos es que, en el curso de cualquiera de las acciones italianas más comunes, pasear por el Corso (lo que quiera que esto sea), flotar en una góndola, visitar un volcán en erupción, que le capturen a uno los bandidos, etc. se oyen protestas de todo tipo de gente, ya estén bien o mal informados, contra la propuesta. Según los criterios más justos, con las expectativas más bajas, existían dudas y divisiones en las voces representativas de la política de que existiera suficiente evidencia de que Italia tuviera instituciones representativas.

¿Puede creerse que en este país maldito y predestinado la propuesta no llegó al Parlamento? El líder de la oposición, el señor Bonaro Legge, no se atrevió a votar contra el proyecto de ley. Sus seguidores no se atrevieron a votar en contra. Puede decirse que nadie, excepto Lansbiori, un obrero lombardo, y el Conde Roberto de Cecily, un aristócrata excéntrico, la han atacado. Se rechazó la enmienda más importante sin que hubiera división de opiniones. La segunda cámara italiana, ocupada por los Colonnas y los Strozzis1 la aprobó de inmediato. Ni siquiera la pospusieron para discutirla (cosa que podrían haber hecho según la nueva constitución italiana). El ministro de Finanzas fue quien lo gestionó con su indudable energía y destreza.

Bien, dijo que no podríamos tener un mejor ejemplo de lo que el Órgano del Movimiento Progresista tan sabiamente lamenta; la pena es que la gente (en Italia) «espera del gobierno que tome la iniciativa en todas las reformas públicas». Si nosotros, en Inglaterra, hubiésemos intentado un experimento así con el proyecto de ley sobre seguros, el plan entero se habría fraguado en los corazones de todo el mundo; todos habrían entendido el proyecto de ley; nadie habría tenido dudas sobre el mismo; no se habría necesitado ningún ministro enérgico y diestro para sacarlo adelante; ningún funcionario lo habría observado con temor fundado o infundado; ningún político lo habría votado con dudas o cobardemente. Inglaterra lo habría hecho todo; pero Inglaterra es muy diferente de Italia.

13 de enero, 1912

Creencias místicas y gobierno popular

Ojalá que los números del periódico de Navidad saliesen después de Navidad, y no antes, porque es después cuando la gente percibe su brillo. Estoy escribiendo esto justo antes de Navidad, y soy curioso y ambicioso; pero ustedes lo están leyendo justo después, y ya están saciados y serenos. Sin embargo, creo que hay que mantener la Navidad en la prensa, como en cualquier otro sitio, y un comentario de pasada me da una excusa. Cuando he señalado aquí últimamente que un cuadro de un tal Picasso me parecía una basura ininteligible, un picassiano respondió en un periódico que mis textos le parecerían una basura ininteligible a la gente normal. Y, en especial, eligió la proposición de que yo no podría explicar «al público» cómo puedo empeñarme en ser un radical avanzado y, sin embargo, aferrarme a ciertas «supersticiones» de las cuales la observancia de la Navidad es un ejemplo.

Bien, creo que puedo explicarlo fácilmente. Cuando la gente dice que no entiende las opiniones de Bernard Shaw, o las mías, quieren decir que no les gustan. No quieren decir que la estructura gramatical de las palabras no transmite una aserción inteligible. Si el Sr. Bonar Law dijese en el Parlamento «El taoísmo es la única religión verdadera», la gente se sorprendería muchísimo: podrían quedar desconcertados sobre los motivos o razones que tuviera. Pero es una tontería decir que les desconcierta el significado —su significado está totalmente claro—. Y cuando digo que, en mi opinión, el gobierno popular no puede existir sin las concepciones populares —como la Navidad— lo que quiero decir está perfectamente claro. Y podría comprometerme alegremente a explicar cuáles son mis razones a cualquier sala llena de personas adultas moderadamente civilizadas en cualquier lugar. Como acepto este reto, escribiré las tres o cuatro razones para creer que es necesaria una combinación de creencias místicas y de observancias en cualquier intento de gobierno popular. Aquí están: cualquiera puede decir que son una tontería, en el sentido de que sean una falacia, pero reto a cualquiera a decir que son una tontería en el sentido de que sean palabras vacías.

En primer lugar, la democracia se fundamenta en ciertos pensamientos o sentimientos. Si no se quiere denominarlo igualdad entre los hombres, puede llamarse similitud entre los hombres. Es el hombre considerado a la vista de las cosas que son habituales. El nacimiento, el sexo y la muerte son los ejemplos más evidentes. Pero el nacimiento se olvida muy frecuentemente, y el sexo suele estar muy especializado y a menudo queda muy reservado: de ahí que sea la muerte en la que se piensa con mayor facilidad cuando se reflexiona sobre el destino común de los hombres. Pero aquí surge otra complicación. Porque, aunque la muerte es el hecho más obvio y universal, es también el menos agradable. Los hombres siempre evitan pensar en ella, a no ser que se presente a la luz de la dignidad o de la esperanza. Los materialistas más civilizados naturalmente pensarán en la vida como su único interés. Sin embargo, desafortunadamente, así como lo que más iguala a los hombres es la muerte, lo que más los hace diferentes es la vida. Las enormes desigualdades en riqueza, sabiduría o belleza son lo más importante para la imaginación si no existe un trasfondo cósmico que los eclipse a todas. Y la gente no pensará en un trasfondo cósmico si el trasfondo es negro. Sólo lo universal puede hacer que la fraternidad sea posible. Sólo la fe puede hacer que lo universal sea soportable. En resumen: los hombres pueden aferrarse a la idea de «un hombre, un voto» si se asocia a la idea de «un hombre, un alma». Es seguro que no se detendrán en ello si solo se asocia a «un hombre, un ataúd».

Si la masa de ciudadanos es la que va a gobernar, es absolutamente necesario que tengan principios comunes de pensamiento muy sólidos. Donde el Estado se gobierna por los deseos de unos pocos (por ejemplo, el rey o los nobles) su acción y unidad sólo están protegidos por la indefensión de las otras partes. Pero si se gobierna por las voluntades de muchos, estos deben tener alguna norma que consideren ortodoxia o, al menos, como sentido común. Esto está detrás de la media verdad de los que dicen que el arte y la ciencia (al menos las de carácter más salvaje) florecen mejor bajo una aristocracia. En una democracia no pueden permitirse ciertos tipos de relajación. Se puede construir un muro con grandes rocas sueltas, porque son pocas. Pero si se quiere construir un muro de guijarros, se necesita un cemento fuerte.

El ideal democrático se ve constantemente arrastrado por las fascinaciones naturales y legítimas, pero en última instancia anárquicas, de la belleza y el lujo terrenales. Para que pueda resistirse a ellos, es necesario que el ideal sea, a su manera, tan vívido y de colores tan brillantes como las pompas y vanidades de la tierra que lo rodea. Los dioses de los hombres deben ser tan personales como sus reyes. Gilbert se deleitaba con la incongruente conjunción de la Cámara de los Lores y las hadas en «Iolanthe»2. Pero es totalmente cierto que las hadas y los lores en algún sentido son rivales. Es totalmente cierto que cuanto menos se permita a la gente pensar en los gorros rojos de los elfos y las estrellas doradas, más se verán obligados a pensar en las túnicas rojas y en las coronas doradas. El himno nacional de Inglaterra es en realidad «Inclínense, clases medias inferiores»; pero esto es porque las clases medias bajas en Inglaterra saben muy poco del país de las hadas. En Irlanda, donde no se han deshecho de los Peri3 les ha resultado mucho más fácil deshacerse de los Pares. Pero la única forma sobrenatural que puede sostenerse firme y seriamente y, sobre todo, con bastante seguridad es la de alguna religión auténtica: cuando dicha religión se debilita, las idolatrías mundanas siempre se cuelan. Cuando un niño moderno oye de una flor que se llama «Lady Bedstraw» o «Lady’s fingers» erróneamente piensa que a Lady Smith o a Lady Robinson le pertenecen todas las flores salvajes de Inglaterra: lo que desde luego es cierto. Pero el término medieval era «Our Lady’s Bedstraw». La civilización moderna ha mantenido la palabra más aristocrática «lady» y ha quitado la palabra más democrática «nuestra». El esnobismo es la religión de los agnósticos. Puede que esté equivocado, pero ciertamente no soy ininteligible si digo que los jóvenes modernos podrían pensar más en san Jorge de Capadocia y menos en san Jorge de Hanover Square4.

Es imposible mantener una igualdad espiritual sin una autoridad espiritual, igual que es imposible tener una igualdad legal sin una autoridad legal. Porque la igualdad no es el caos; es un rango.

En resumen: el escéptico socava la democracia (1) porque no ve la importancia de la muerte y en cosas parecidas en las que hay total igualdad; (2) porque introduce primeros principios distintos, haciendo que el debate sea imposible: y el debate es la vida de la democracia; (3) porque la desaparición de las imágenes de personas sagradas deja al hombre demasiado dispuesto a respetar a las personas mundanas; (4) porque habrá más y no menos respeto por los derechos humanos si se tratan como derechos divinos.

Bien, todo lo anterior puede ser falso en teoría o falso de hecho o incongruente en el argumento; pero reto a cualquiera a decir que no tiene sentido, como el cuadro de Picasso no lo tiene. Y reitero mi criterio doméstico: que la señal y la prueba de que todo lo que no es un sinsentido es que puede (hasta cierto punto) explicarse claramente. Las cosas bellas pueden, más o menos, exponerse en público: aunque pocas de ellas pueden ser tan bonitas o tan populares como la Navidad.

20 de enero, 1912

Los riesgos del pensamiento extremo

Toda la gente pensante durante miles de años ha estado de acuerdo en que, cuando se ha dicho y hecho todo, existe algo llamado un término medio, aunque quizá la expresión en concreto no sea muy satisfactoria. El auténtico ideal es, más bien, el equilibrio o, en otras palabras, la nobleza. Hay algo que no es bueno en la palabra «medio», sin embargo, no es fácil encontrar una palabra que la sustituya que no tenga esa asociación negativa. No se puede esperar que nadie hable idealmente de su «medio»; el equilibrio se asocia con la aritmética y las finanzas; mientras que «médium» se asocia al espiritismo y a cierto tipo de chicle. El alumno de la escuela estuvo cerca cuando tradujo medio tutissimus ibis5como «el ibis siempre está más seguro en el medio». Pero lo tomemos como lo tomemos, el ibis de la mayor moderación, una moderación caballeresca y apasionada, debe siempre estar en la cumbre del cristianismo y de todas las civilizaciones cuerdas. A no ser que a ese pájaro tan sagaz se le permita estar en el medio, no habrá lugar para el pelícano de la caridad, el búho de la sabiduría o la paloma de la paz.

Pero, aunque como digo, cualquiera que piense puede ver que en casi todas las cosas los extremos son suicidas y diabólicos, este argumento se utiliza en algunos casos en los que no se puede aplicar. Existe un gran número de casos sencillos en los que uno podría equivocarse en una dirección y en otra: uno es el avaro y el otro el despilfarrador; uno es el violento y el otro es el manso. Pero, además de estos casos simples, hay muchos casos en los que lo que llamamos dos males opuestos son en realidad dos versiones ligeramente disfrazadas del mismo mal. Estamos plagados no solo de afirmaciones falsas, sino de alternativas falsas. Tenemos que guiar nuestro camino no tanto entre Escila y Caribdis como entre Tweedledum y Tweedledee6.

Por ejemplo, mientras escribo, mis ojos se posan sobre un párrafo de un periódico acerca de una Nueva Religión, que tiene una forma completamente nueva de instruir y de elevar a la humanidad. «Es constructiva, no destructiva». Cientos de personas me han dicho y me han escrito esto. ¿Puede alguien decirme lo que significa? ¿Cómo puede algo ser constructivo sin ser destructivo? ¿Qué significan estas palabras cuando se utilizan para cualquier actividad habitual de la vida doméstica o de la vida al aire libre? Un hombre corta árboles y construye una cabaña; ¿esto es constructivo o destructivo? Un hombre corta leña y hace fuego; ¿es constructivo o destructivo? Un hombre dice que la tierra no es plana, sino redonda; ¿es constructivo o destructivo? Un hombre dice que Mumbo Jumbo no es el dios supremo porque lo es Jumbo Mumbo; ¿es constructivo o destructivo? En una media hora, cuando me haya deshecho de este lamentable artículo, voy a recortar figuras en una lámina de cartulina para un teatro de niños pequeños; ¿Es constructivo o destructivo? En realidad no es una cuestión de que uno quiera destruir o no destruir; es una cuestión de si quieres un bosque o una cabaña, si quieres madera o quieres fuego, si crees en un mundo plano o uno redondo, si crees en Mumbo Jumbo o en Jumbo Mumbo o, (como es apenas posible) en otro. Por encima de todo, en mi caso, es una cuestión de si prefieres las imágenes de cartulina coloreada o una hermosa lámina de cartulina en blanco. Si vieras las figuras, me temo que preferirías la cartulina en blanco.

Este es uno de los peores males que causa el uso falso de los partidos y de las etiquetas de los partidistas. No es solo que nos pidan que elijamos entre cosas que son igualmente malas. Es que a menudo tenemos que elegir entre cosas que son exactamente lo mismo. En toda Europa se hacen reproches a los que no quieren implicarse en el duro enfrentamiento del zar contra los nihilistas, o de los ateos contra el clero, o del charlatán contra el patriotero. Lo mismo le reprocharon a Erasmo y a sus amigos porque insistieron en ser reformistas y se opusieron a ser puritanos. Pero la realidad es que estos hombres ven no solo lo negativo en ambos lados sino los mismos aspectos negativos en los dos lados. Lo que no le gustaba a Tomás Moro en un evangelista arrogante era exactamente lo mismo que le disgustaba de un cardenal arrogante: su arrogancia.

Hoy ocurre lo mismo hoy en toda Europa. Veamos Alemania, a modo de primer ejemplo. Lo que irrita a un radical honrado en el aristócrata prusiano es exactamente lo mismo que irrita a un conservador honrado en el socialista prusiano. No es una cuestión de extremos opuestos. No es una cuestión (como dice la gente «progresista» indefensa) de que Bebel7 «haya ido demasiado lejos» o de que Bismarck «no haya ido lo suficientemente lejos». La filosofía de Bismarck y la filosofía de Bebel llegaron tan lejos como pudieron y ambas llegaron al mismo punto; un punto que nunca se menciona en una revista familiar. La objeción sustancial es que ambas son materialistas; es decir, ambas mentes están hechas de un tipo de barro endurecido. Tanto el oficial prusiano que piensa que la victoria de Prusia es inevitable, como el socialista prusiano que piensa que la victoria del socialismo es inevitable están equivocados, afortunadamente para ellos y para todos los demás. Pero no solo están equivocados; ambos cometen el mismo error. El junker8 que desprecia el socialismo y el socialista que desprecia al cristianismo no se oponen. No son tipos de personas contrarias: son la misma clase de personas; son el tipo de personas que se resumen filosóficamente en el Libro de los Proverbios bajo el título místico de los necios. No es que el aristócrata tenga un defecto y el revolucionario el defecto opuesto. Los dos tienen exactamente los mismos defectos, que se describen en el Libro Inglés de Oraciones como orgullo y vanagloria y ceguera y dureza de corazón.

Podría repasar la mayoría de los países europeos si tuviera sitio, y mostrarles que pasan las mismas cosas; la antítesis falsa entre cosas que son espiritualmente las mismas. En Francia, por ejemplo, donde el vicio principal es cierta autocomplacencia grosera y cínica, equilibrada con un poco de virilidad y de autodefensa como virtud principal, hay mucha menos diferencia de la que a primera vista parece entre el burgués más valiente y somnoliento y el apache9 más sanguinario e imprudente.

El apache podría dignificarse si se le diera el vino y la comida adecuados; y el burgués sería capaz de convertirse en un apache si no se le da. De la misma manera, los mejores jueces rusos dicen que, si la revolución fue desordenada, se alzó contra un gobierno casi igualmente desordenado; que la imprudencia de los rebeldes era sólo la contrapartida nacional de la negligencia de los funcionarios. En breve, si el policía ruso es mucho más cruel con los anarquistas, es porque él mismo también tiene bastante de anarquista. En muchos de los relatos de las atrocidades de las prisiones rusas que abundan en nuestra prensa liberal, a menudo he reparado en la extraña expresión de que el alguacil o el guardián saltaron sobre el prisionero «con las botas puestas». Creo que se trata de una gran crueldad, dentro y fuera de las cárceles, en Inglaterra, en Francia, en Alemania y en América. Pero ¿puede alguien imaginarse a un policía inglés aplicando la tortura de saltar con las botas? Sospecho que, en todos los países, los dos extremos son las dos caras del mismo defecto nacional. Puede existir poca duda sobre nuestro defecto nacional. Un agudo observador ruso dijo que a Rusia le falta «el cemento de la hipocresía». A nosotros no.

27 de enero, 1912

La censura puritana y el teatro

Lo más peligroso del mundo es un puritano que está abriendo su mente. Es igual que un bárbaro que expande su imperio. Cada vez toma en consideración más y más cosas; pero esto sólo quiere decir que cada vez hay más cosas sometidas a su poder opresor y deprimente. Arroja sobre las ciudades de la tierra un crepúsculo desastroso, por citar a uno de los puritanos más antiguos y más fuertes que tenía una cultura amplia y un credo estrecho, en lugar de tener, como los predicadores populares puritanos de hoy, una cultura estrecha y un credo amplio. Pero «crepúsculo desastroso» es la expresión exacta para este modernismo confuso y sombrío, esta extraña y respetable combinación de embotamiento y de duda. Hoy día, los puritanos más agradables son los más estrechos, la gente humilde y pasada de moda que todavía se puede encontrar apacentados en sus capillitas independientes, entre los pescadores y los mineros, especialmente en el oeste. En sus capillitas de hojalata, cada una con su cosmos, uno puede a veces sentir ese fuego elemental y esa libertad que es genuina de una religión con autoridad. Es en los grandes espacios y en las salas de conferencias donde uno siente que se ahoga. Uno siente que el universo entero se ha convertido en una sala de conferencias.

El caso más evidente de esto es la injerencia de los puritanos «de mente abierta» en el teatro y en el asunto de la censura. Sus padres se alejaron del teatro por completo. No soy tan malévolo de decir que mejoraron, pulieron, y purificaron el teatro al alejarse, pero sí digo que no lo perjudicaron. Y también digo que sus antepasados, que destrozaron todos los teatros y azotaron y marcaron a todos los actores y actrices, hicieron mucho menos daño al teatro de lo que los puritanos modernos pueden causar ahora al aplicar su peculiar moralidad a una institución que nunca han entendido y nunca, cuando eran lógicos, toleraron. The Nation ha convocado un Simposio sobre Censura de líderes divinos, inconformistas, hombres que sostienen o al menos han sido preparados para sostener funciones teatrales horribles. Esto me parece lo que en el teatro serio se llama «irracional» y, en nuestro teatro menos profundo, «un poco espeso». Respetaré la opinión de un hombre cuando se presente como abstemio, pero no cuando se presente también como catador de vinos. Si un hombre se opone tradicionalmente a las carreras de caballos, le brindaré el mismo respeto que tengo por el señor Hawke; pero no le concederé ese tipo de confianza especial y mística que reservo para el capitán Coe. La influencia de un grupo que hasta hace poco odiaba el teatro porque era teatro no es difícil de predecir. Debe inclinarse no a hacer el teatro menos inmoral, sino simplemente a hacerlo menos teatral. Y me gusta el teatro teatral, como me gusta que los poemas sean poéticos.

Sin embargo, ha ocurrido algo mucho más extraño, en lo que todo el mundo habrá reparado recientemente. No es sólo que los puritanos hayan intervenido en el mundo dramático sino que también han influido en los dramaturgos cuyas obras habrían horrorizado a sus coherentes antepasados teológicos. Si los antiguos puritanos azotaron y marcaron a los que actuaban en las obras de teatro frívolas, bien los podrían haber quemado vivos por actuar en las obras de tesis. Pero los puritanos, al salir de su retiro, se han aliado con los dramaturgos de las obras de tesis, con todos los fervientes jóvenes estetas y ateos que dedican cinco actos a intentar averiguar si existe la moral. Casi todos los ministros eminentes reunidos en el concilio de La Nación tuvieron buenas palabras para el drama moderno de cuestiones profundas: es decir, para Ibsen, Granville Barker, Hauptmann o Shaw. La mayoría de estas obras no solo plantea la pregunta, «¿es el matrimonio un fracaso?» sino que se lo cuestiona (como solíamos decir en la gramática latina) esperando la respuesta, sí. La alianza de estas ideas con las de la iglesia es, por tanto, a primera vista un poco sorprendente. Pero los dos están aliados, por supuesto, en su odio común a la farsa francesa representada por el nuevo censor, el Sr. Charles Brookfield, a quien los futuros historiadores probablemente describirán con el título oficial de «Dear Old Charlie».

Pues bien, debo confesar que esta posición de los puritanos defendiendo las obras de tesis me parece intelectualmente indefendible. Si la farsa francesa ligera y licenciosa es inmoral, debería violar alguna moral positiva. No existe otro significado para la palabra inmoral. Pero el problema de las obras de tesis es que no admiten ninguna moral positiva en el comienzo, sino que buscan descubrir alguna moral original o inesperada al final. Si se acepta que la moral es dudosa y no es fija, entonces no puede existir objeción a investigarla desde ningún punto de vista. Si el tema está abierto a la discusión ¿por qué no se abre a la discusión humorística? Si todavía no sabemos lo que es el matrimonio, sería bueno que lo averiguásemos; aunque muchas generaciones parecen haberse dedicado a investigarlo de la forma más práctica y científica. Pero si, por ir en búsqueda de la verdad, debemos admitir la postura de que el matrimonio es un fracaso, que el matrimonio es una fábula, que el matrimonio es un negocio, que el matrimonio es un delito ¿por qué no podemos admitir que el matrimonio es una broma? Si sabe la verdad, dígamela; en ese caso, al menos el noventa y nueve por ciento de las obras de teatro no valen para nada y sobrevivirá la que llegue a la conclusión acertada. Si no sabe la verdad, deje que la gente la encuentre por los métodos que le parezcan, burlas y travesuras incluidas. Pero es pedir demasiado que ayunemos y nos lamentemos por una moral que no está. Es pedir demasiado que respetemos el santuario cuando ustedes, iconoclastas, están destruyendo al dios. Es absurdo que un círculo negro de puritanos con sombreros negros de copa tenga que rodear el lugar, pidiéndonos a todos que estemos en silencio y nos pongamos solemnes, mientras escuchamos dentro los enérgicos y alegres cotorreos del Sr. Shaw o el Sr. Barker derribando cada ideal moral sobre el cual cualquier hombre sano siempre guardó silencio o solemnidad. Yo no creo que esté mal ni siquiera reírse de una moral en la que creo. Ciertamente creo que es correcto reírse de una moral en la que no creo. Y me reiré todo lo que pueda de una moral que todavía nadie ha descubierto.

Por mi parte, estoy en contra del Sr. Charles Brookfield porque es el censor, pero en absoluto porque sea el querido viejo Charlie, si me permite que le llame así. Quiero decir que los queridos viejos Charlies, como clase, me parecen adecuados para representar al público como los serios y jóvenes Granville. Pero dudo que se pueda confiar en que algún tipo especial de hombre, elegido por sí mismo, para juzgar imparcialmente una corriente de trabajo tan incesante y variada como la de todas las obras de teatro publicadas e inéditas. Creo que sería preferible la censura de algún organismo electo. Creo que sería todavía mejor la censura de un jurado común. Creo que la censura de los gatos muertos y de los huevos podridos, lanzados justo después de que se cometa el delito sería todavía mejor. Pero en ninguno de estos principios puedo encontrar defensa para la gente que persigue la inmoralidad mientras que busca la moralidad; algo que eternamente se les escapa. No encuentro excusa para los que no tienen principios serios pero quieren sostener un tema serio. No existen los temas serios; sólo las afirmaciones son serias. Las palabras que las componen no son ni serias ni frívolas en sí mismas. Nuestros puritanos modernos deben decidir defender el matrimonio y hacer la guerra al teatro de tesis, o bien repudiar el matrimonio y permitir la farsa francesa.

3 febrero, 1912

Sobre las tradiciones censuradas e imperfectas

Parece que hay un pub abstemio en un famoso jardín urbano. Se llama «The Skittles»10 El nombre me parece innecesariamente patético, y evoca el esplendor perdido. Podrían haberlo llamado «La… y skittles» directamente. Este tipo de énfasis por omisión puede resultar muy irritante si se aplica a nuestro idioma o a la literatura. El actor juguetón que hiciera el papel de Falstaff tendría que decir con la habitual bravuconería empalagosa: «Qué, porque eres virtuoso no habrá más pasteles y…» y se detendría ahogado por la emoción; la dama que le acompañara, leyendo una novela en voz alta, diría «el buen almirante Sharksteeth estaba contando unas anécdotas de algunos de sus pintorescos ancestros del viejo mundo sobre las nueces y ...» y tosería ligeramente y se retiraría. En el salón no se podría cantar ninguna otra antigua canción inglesa que no fuera «Bebe a mi salud, solo con tus ojos», que supongo que, en cierto sentido, podría cantar a coro a gritos todo el Ejército de la Banda Azul.

Pero no aceptaré ninguna de estas tradiciones imperfectas y limitadas. Si un hombre considera correcto o necesario convertirse en un abstemio total, que lo haga como un caballero, como dijo el príncipe Florizel de Bohemia11 sobre el acto análogo del suicidio. Beberé agua con cualquiera si no puedo permitirme el vino. Jugaré a las consecuencias12 como un hombre si es la voluntad general de la comunidad en la que vivo. De buena gana concedo a los moralistas que la vida no es sólo cerveza y jugar a los bolos; pero pienso que sería aún más parcial y monocromática si sólo fueran bolos. «Skittles» en sí es una exclamación muy popular de oposición. Contaré mis pintorescas anécdotas del viejo mundo mientras tomamos almendras y vino con cuantos almirantes sea necesario. Pero no soy capaz de hacerlo (como dice la frase del argot) de ninguna manera13. Los frutos secos son una recompensa para los monos, no para las personas; y yo aviso a los Sres. Eustace Miles14 y Edgar Saxon15, y a todos sus amigos que, si me alimentan con frutos secos, me comportaré consecuentemente. En cuanto a entretener a las damas con mis anécdotas pintorescas del viejo mundo, las limitaré a gritos de alegría, pero las arrancaré los sombreros y los tocados en el momento en que entren en la habitación, acompañando mis alegres saltos, rascándome, con el ruido de un fuerte parloteo.

No encuentro otra forma de expresar mi seria opinión sobre este movimiento. No se puede preservar una antigua festividad con una selección minuciosa; las personas con nuevas nociones del bien y del mal deberían inventar nuevas fiestas propias para expresarlas. Que uno no pueda nadar y guardar la ropa se aplica a todas las cosas del mundo16. El tabernero idealista moderno del Garden City no debería poner a su local el nombre de un antiguo juego inglés que hace referencia a algo que él no aprueba. Debería darle el nombre de un pasatiempo nuevo y puro: «Las consecuencias» o «El número perfecto», o «Animal, Vegetal y Mineral», o «¿Cómo, cuándo y dónde?» aunque este último tiene un sonido bastante vago y vinoso y sugiere los vapores y falacias de las tabernas más antiguas: tal vez no sea un buen nombre para una taberna modelo. En cualquier caso, «The Skittles» no es un nombre adecuado para un pub: si no existe la antigua camaradería, los bolos se mantienen de pie tristes y solitarios como los pilares de Stonehenge. Vemos en las cosas potentes que nos quedan aquellas grandes cosas aún más grandes que el tiempo se ha llevado.

Pero no he presentado a mi amigo, al honrado tabernero, como pretexto para hablar de la abstinencia total y de la moralidad de las bebidas fermentadas. Ya escribí mucho sobre esto cuando se imponía a la gente la teoría puritana; pero ahora la batalla está ganada definitivamente; y el centenario de Dickens se celebra apropiadamente con la liberación de su espíritu social de una persecución raquítica e insultante. Utilizo al tabernero de Garden City como ejemplo de una verdad mayor, una cualidad de la vida moderna que se aplica a millones de otras cosas además de la cuestión de las hospederías y la hostelería pública. De la misma manera que el tabernero de Garden City quiere mantener los bolos y quitar la cerveza, nuestra vida diaria está marcada por constantes intentos de revivir cosas pasadas de moda omitiendo el alma humana que las convirtió en algo más que modas. Así, tenemos las canciones populares, pero ridiculizadas; tenemos las antiguas religiones, pero racionalizadas. Porque los modernos tienen tanto miedo a lo sobrenatural como a lo natural: y lo mismo que quieren tener arlequinadas sin arlequines, quieren tener obras de teatro de milagros17, sin milagros. Pero lo que aquí me preocupa es la omisión del elemento terrenal exuberante. Hablamos de representar Hamlet sin el Príncipe de Dinamarca; pero creo que es todavía más imposible para un director de escena producir Punch y Judy18 sin Punch. Y sabemos que, juzgándolo por los criterios que los puritanos utilizan para las comedias francesas, Punch es una persona mucho más dañina y debería eliminarse de la obra. En todos estos temas, se admite la tesis que defiendo. Todos sabemos que las obras de teatro modernas y las novelas exigen la libertad realista de Aristófanes o de Rabelais, pero se enorgullecen de omitir una frivolidad que los modernos llamarían irresponsabilidad, y un vigor verbal que los modernos denominarían barro. Todo lo que no es casto, todo lo que es impuro, todo lo que tiene mala reputación, lo han copiado y renovado cuidadosamente, pero se jactan de que han reproducido el pecado y han conseguido perderse el placer. Todos estos ejemplos lo han demostrado suficientemente; pero es curioso observar que el proceso va mucho más allá y se aplica a muchas otras cosas. Un ejemplo más reciente es el caso de lo que la gente llama ser «personal». Ser «personal» significa abusar de una persona: no quiere decir alabar a una persona —no puedo imaginarme por qué—. Si me dirigiera a un respetable capitalista en Threadneedle Street y le dijese «¡Qué bueno y valiente es usted! Su cara expresa una hermosa delicadeza y santo valor» —le dejaría completamente atónito—. Podría montar una escena. Podría congregar a una multitud. Sin embargo, no sería «personal» —esta palabra queda reservada para el ataque. «Personal» siempre se utiliza para insultar al cuerpo, no al alma— aunque el alma sea lo único personal.

Pues bien, he advertido, especialmente en algunas revistas en rebelión (generalmente, en rebelión con mucha razón) que se observa cierto resurgimiento de esta antigua costumbre de la sátira física. Los socialistas empiezan a denunciarse unos a otros por ser calvos o por tener malas digestiones; la caricatura una vez más intenta ser cruel. No lo lamento del todo. Es una reacción a una adulación y a las tonterías podridas que realmente ponían en peligro el bien común, haciendo imposible decir que un hombre de noventa años no era joven o que un hombre de cuatro pies de altura no tenía un tamaño enorme. Si este elogio sin sentido hubiera continuado, su alcance no habría tenido límites. Un hombre de cara amarilla y coleta podría haber sido primer ministro, y nadie se habría atrevido a decir que parecía chino. Un negro podría haber sido duque de Norfolk y Conde Mariscal de Inglaterra y ningún periódico se hubiera atrevido a mencionar que era negro. Agradezco un retorno a la rudeza de los viejos tiempos, cuando Lutero atacó a Enrique VIII por ser herético y estar gordo; cuando Milton y su oponente holandés dedicaron miles de páginas de su controversia a la discusión de cuál de los dos era más feo.

Pero aquí radica la diferencia esencial. Los que organizan controversias actualmente van contra lo personal, pero no son bruscos —no tienen fuerza—. Llaman a un hombre degenerado físico, en lugar de llamarlo tipo feo. Dicen que el pelo rojo es la marca de la estirpe celta decadente, en lugar de llamarlo «zanahorias». Dicen que la palidez es señal de insuficiencia mental, en lugar de decirle maldito negro del diablo, al loco de cara pálida. Han dejado de ser corteses; pero no son lo suficientemente felices como para ser insolentes.

10 febrero 1912

La compasión por las bestias

Hay algo muy extraño y divertido en los titulares que los periodistas escriben al principio de las columnas de sus periódicos, columnas que a menudo son sensatas y se explican por sí mismas. Supongo que son dos personas distintas las que escriben la columna y el titular, lo primero se le encarga a un ser humano común y corriente y lo segundo a un lunático frívolo. Estoy seguro de que debe de ser así al menos en América; porque en los periódicos americanos se pueden encontrar a menudo artículos inteligentes sobre la Sra. Eddy19