0,50 €
"La flecha negra" es la única novela de aventuras de Robert Louis Stevenson ambientada en la Edad Media; pero conserva la misma magia inigualable de sus otras obras. Publicada en 1888, "La flecha negra" es una de las novelas históricas más fascinantes que se han escrito.
"La flecha negra" transcurre durante los primeros años de la Guerra de las dos Rosas, a mediados del siglo XV, entre las casas inglesas de York (rosa blanca) y Lancaster (rosa roja) por el dominio territorial y la sucesión al trono, guerra caracterizada por las alianzas cambiantes entre las familias más influyentes de Inglaterra y la intermitente locura del débil rey Enrique VI, que tan pronto apoyaba a una facción como a la otra.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
LA FLECHA NEGRA
Crítico de mi país
Prólogo
LIBRO PRIMERO. Los dos mozalbetes.
1. En la posada del Sol, de Kettley
2. En el pantano
3. La barca del pantano
4. La cuadrilla de la Verde Floresta
5. «Sanguinario como el cazador»
6. Hasta el fin de la jornada
7. El encapuchado
LIBRO SEGUNDO. Moat House.
1. Dick hace algunas preguntas
2. Los dos juramentos
3. La habitación sobre la capilla
4. El pasadizo
5. Cómo cambió Dick de partido
LIBRO TERCERO. Lord Foxham.
1. La casa junto a la playa
2. Una escaramuza en las tinieblas
3. La Cruz de Santa Brígida
4. El Buena Esperanza
5. El Buena Esperanza (continuación)
6. El Buena Esperanza (conclusión)
LIBRO CUARTO. El disfraz.
1. La madriguera
2. «En casa de mis enemigos»
3. El espía muerto
4. En la iglesia de la abadía
5. El conde de Risingham
6. Otra vez Arblaster
LIBRO QUINTO. Crookback.
1. La aguda trompeta
2. La batalla de Shoreby
3. La batalla de Shoreby (conclusión)
4. El saqueo de Shoreby
5. Noche en el bosque: Alicia Risingham
6. Noche en el bosque (conclusión): Dick y Joanna
7. La venganza de Dick
8. Conclusión
Notas
Crítico de mi país:
Nadie sino yo sabe lo mucho que he sufrido y lo mucho que han ganado mis obras gracias a tu infatigable vigilancia y admirable tesón. Y aquí aparece una obra que se lanza al mundo sin tu imprimatur: ¡extraño acontecimiento en nuestra vida compartida, y por razones más extrañas aún! He observado con interés, dolor y al fin divertido, tus esfuerzos por examinar La flecha negra. Creo que me faltaría sentido del humor si dejase escapar la ocasión de colocar tu nombre en la dedicatoria del último de mis libros que nunca has leído… y que nunca leerás.
Espero que haya otros que desplieguen una constancia mayor. La historia la escribí hace algunos años para una audiencia muy especial y (me atrevería a decir) rivalizando con un autor en concreto. Creo que debo dar su nombre: el señor Alfred R. Phillips. En la época no estuvo desprovisto de recompensas. No he podido, en realidad, desplazar al señor Phillips de su bien ganada prioridad, pero a los ojos de los lectores que no pensaban demasiado bien de La isla del tesoro, La flecha negra representaba un gran avance. Los que leen libros y los que leen historias publicadas por capítulos en los periódicos pertenecen a mundos muy diferentes. El veredicto sobre La isla del tesoro fue el contrario en el otro tribunal: ¿ocurrirá lo mismo con su sucesor?
R. L. S.
Lago Saranac 8 de abril de 1888
John Amend-all [1]
CIERTA TARDE, muy avanzada ya la primavera, se oye en hora desusada la campana de Moat House, en Tunstall. Desde las cercanías hasta los más apartado rincones, en el bosque y en los campos que se extendían a lo largo del río, comenzaron las gentes a abandona sus tareas para correr hacia el sitio de donde procedía el toque de alarma, y en la aldea de Tunstall un grupo de pobres campesinos se preguntaba asombrado a qué se debería la llamada.
En aquella época, que era la del reinado de Enrique VI, el aspecto que presentaba la aldea de Tunstall era muy parecido al que actualmente tiene. No pasarías de unas veinte las casas, toscamente construidas con madera de roble, que se hallaban esparcidas por el extenso y verde valle que ascendía desde el río. Al pie de aquél, el camino cruzaba un puente y, subiendo por el lado opuesto, desaparecía en los linderos del bosque, hasta llegar a Moat House, desde donde continuaba hacia la abadía de Holywood. Hacia la mitad de camino se alzaba la iglesia rodeada de tejos. A ambos lados, limitando el paisaje y coronando las montañas se encontraban los verdes olmos y los verdeantes robles del bosque.
Sobre una loma inmediata al puente se erguía una cruz de piedra, a cuyo alrededor se había reunido un grupo —media docena de mujeres y un mozo alto vestido con un sayo rojizo— discutiendo acerca de lo que podía anunciar el toque de rebato. Media hora antes, un mensajero había cruzado la aldea, con tal prisa que apagó la sed con un jarro de cerveza sin desmontar siquiera del caballo, tan urgente era su mensaje. Mas ni él mismo sabía de qué se trataba; únicamente, que llevaba pliegos sellados de sir Daniel Brackley para sir Oliver Oates, el párroco encargado de cuidar de Moat House en ausencia del dueño.
Se oyó entonces el galopar de otro caballo, y al rato, saliendo de los linderos del bosque y cruzando con estrépito el puente, llegó a caballo el joven master Richard Shelton, que se hallaba bajo la tutela de sir Daniel. Él, al menos, sabría algo de lo que ocurría, por lo que, llamándole, le suplicaron que se lo explicara. El muchacho, un joven que aún no había cumplido los dieciocho años, de rostro curtido por el sol y ojos grises, con jubón de gamuza con cuello de terciopelo negro, verde capuchón sobre su cabeza y una ballesta de acero terciada a la espalda, detúvose de buena gana. Al parecer, el correo había traído importantes noticias. Era inminente la batalla. Sir Daniel había ordenado que todo hombre capaz de tensar un arco o de empuñar un hacha partiese inmediatamente hacia Kettley, bajo pena de incurrir en su enojo. Pero nada sabía Dick acerca de por quién habían de luchar ni del lugar donde se libraría la batalla. El mismo sir Oliver no tardaría en llegar y Bennet Hatch se estaba preparando en aquel momento, pues él había de acaudillar a los hombres.
—¡Esto será la ruina de esta tierra! —exclamó una mujer—. Si los barones viven en guerra constante, los campesinos tendrán que alimentarse de raíces.
—Nada de eso —dijo Dick—: El que nos siga recibirá seis peniques diarios, y los arqueros, doce.
—Eso será si viven —repuso la mujer—; pero ¿y si mueren, señor?
—Nada más honroso que morir por su señor natural.
—No será el mío —replicó el hombre del sayo—. Yo seguí a los Walsingham, y como yo, todos los de Brierley, hasta hace un par de años por la Candelaria. ¡Y ahora he de pasarme al bando de los Brackley! La ley lo hizo, y no la naturaleza. ¿Qué me importan a mí sir Daniel ni sir Oliver, que entiende más de leyes que de honradez? Yo no tengo más señor natural que el pobre rey Enrique VI, a quien Dios bendiga, ese infeliz inocente que no sabe cuál es su mano derecha ni cuál su izquierda.
—Mala lengua tenéis, amigo —dijo Dick—, si así difamáis a vuestro buen amo y a mi señor, el rey, en la misma calumnia. Pero el rey Enrique, ¡loados sean los santos!, ha recobrado el juicio y todo lo pondrá en orden pacíficamente. En cuanto a sir Daniel, muy valiente os mostráis a espaldas suyas. Pero no soy ningún chismoso, así que no hablemos más del asunto.
—Nada he dicho en vuestro agravio, master Richard —repuso el campesino—. Sois todavía un muchacho, pero cuando seáis un hombre, os encontraréis con la bolsa vacía. Y no digo más: ¡qué todos los santos del cielo ayuden a los vecinos de sir Daniel y la Virgen bendita proteja a sus pupilos!
—Clipsby —dijo Richard—: Lo que estáis diciendo no puedo escucharlo, sin faltar a mi honor. Sir Daniel es un amo bondadoso para mí, y mi tutor.
—¡Vamos! ¿Queréis descifrarme un acertijo? —repuso Clipsby—. ¿De qué bando es sir Daniel?
—No lo sé —murmuró Dick, enrojeciendo, pues su tutor, en los disturbios de aquella época, cambiaba continuamente de partido, y a cada uno de esos cambios acompañaba algún aumento en su fortuna.
—Claro —repuso Clipsby—; ni vos ni nadie, pues, en verdad, se acuesta siendo de los Lancaster y se levanta de los de York.
En aquel preciso instante, el puente retumbó bajo los cascos de un caballo. Se volvieron los del grupo y vieron llegar, a galope, a Bennet Hatch. Era éste un hombre de rostro moreno, pelo entrecano y aspecto torvo; iba armado con espada y lanza, una celada cubría su cabeza y su cuerpo una cota de cuero. Hombre de relieve en aquellos lugares, se le consideraba la mano derecha de sir Daniel, lo mismo en la paz que en la guerra, y, a la sazón, por conveniencia de su amo, ejercía el cargo de alguacil.
—¡Clipsby! —gritó—: Corre a Moat House y manda a todos los rezagados por el mismo camino. Bowyer os dará cotas y celadas. Hemos de salir antes del toque de queda. Fíjate bien: al que sea el último en llegar a la puerta, sir Daniel le dará su merecido. Conque mucho cuidado, porque ya te conozco y sé que no eres hombre en quien se pueda confiar.
Y dirigiéndose a una de las mujeres, añadió:
—Nance, ¿dónde está el viejo Appleyard? ¿En la ciudad?
—En su campo, con toda seguridad —respondió la mujer.
El grupo se dispersó, y mientras Clipsby cruzaba pausadamente el puente, Bennet y el joven Shelton cabalgaban juntos por el camino, atravesando la aldea y dejando atrás la iglesia.
—Verás cómo ese cascarrabias —dijo Bennet— se pasa el tiempo murmurando y hablando sin ton ni son de Enrique V. ¡Y todo porque estuvo en las guerras de Francia!
La casa adonde se encaminaban era la última de la aldea, y se alzaba solitaria entre unas lilas. Más allá de ella, por los tres lados, se abría la pradera, elevándose hasta las márgenes del bosque.
Hatch desmontó, colocó las riendas sobre la cerca y echó a andar por el campo, llevando a Dick junto a sí, hacia donde cavaba el viejo soldado, hundido hasta las rodillas entre sus coles, tarareando con voz cascada una cancioncilla. Todo él iba vestido de cuero excepto la capucha y la esclavina, que eran de frisa negra, anudadas con cinta escarlata. Por el color y las arrugas, dijérase que su rostro era una cáscara de nuez; pero sus viejos ojos grises eran bastante claros y límpidos todavía, y perfecta su vista. Quizá porque era sordo, quizá porque no creyese digno de un viejo arquero de Agincourt prestar atención a semejantes disturbios, el caso es que ni las ásperas notas de la campana tocando a rebato ni la proximidad de Bennet y el muchacho parecieron impresionarle, y continuó cavando mientras con débil y temblorosa vocecilla entonaba la melodía:
Si he de ser, mi señora, de vuestra propiedad
os ruego que de mí tengáis piedad.
—Nick Appleyard —dijo Hatch—: Sir Oliver te saluda y te ordena que, antes de una hora, te dirijas a Moat House para encargarte del mando.
El viejo alzó la vista.
—¡Dios os guarde, señores míos! —repuso, sonriendo—. ¿Dónde va master Hatch?
—Master Hatch parte para Kettley con todos los hombres que puedan montar a caballo —contestó Bennet—. Parece que va a haber por aquellos alrededores una batalla, y mi señor espera refuerzos.
—¡Bien! —dijo Appleyard—. ¿Y qué guarnición me dejáis?
—Te dejo seis hombres escogidos y, además, sir Oliver —contestó Hatch.
—No bastan para defender la plaza —observó Appleyard—. Se necesitarán cuarenta hombres para resistir como es debido.
—¡Cómo! ¿Para que nos salieras con eso te hemos venido a buscar, viejo pícaro? —replicó Bennet—. ¿Quién sino tú es capaz de hacerlo con semejante guarnición?
—¡Sí, cuando te aprieta el zapato te acuerdas del viejo! —repuso Nick—. No hay uno de vuestros hombres capaz de sostenerse a caballo ni de manejar una pica; y en cuanto a arqueros, si el viejo Enrique V resucitase, sería capaz de ofrecerse, por un ochavo cada vez, a servir de blanco en vuestros tiros.
—¡Vamos, Nick, que todavía hay alguien que sabe disparar un arco! —exclamó Bennet.
—¡Disparar un arco! —repitió Appleyard—. ¡Sí! Pero ¿quién sería capaz de dar en el blanco? Ahí es donde hay que tener buen ojo y la cabeza en su sitio. Si no, vamos a ver, ¿a qué llamaríais vos un tiro largo de ballesta?
—¡Hombre! Largo sería a una distancia como de aquí al bosque —contestó Bennet mirando en torno suyo.
—Sí, algo largo sería —murmuró el viejo, volviéndose para mirar por encima del hombro. Después se colocó la mano sobre los ojos y permaneció con ellos fijos en la lejanía.
—¿Qué miras? —preguntó Bennet entre dientes—. ¿Acaso ves a Enrique V?
El veterano siguió mirando hacia la colina. El sol brillaba esplendoroso sobre las praderas; ramoneaban algunas ovejas blancas. Todo estaba en silencio, turbado tan sólo por el lejano tañido de la campana.
—¿Qué ocurre, Appleyard? —inquirió Dick.
—Qué ha de ocurrir… Los pájaros.
Sobre la parte superior del bosque, desde donde descendía como una lengua a través de los prados, para terminar en un par de olmos verdes, a un tiro de flecha aproximadamente del lugar donde nuestros interlocutores se hallaban, una bandada de pájaros revoloteaba de un lado a otro con evidente alarma.
—¿Qué pasa con los pájaros? —preguntó Bennet.
—¡Verdaderamente —repuso Appleyard—, hacéis bien en iros a la guerra, master Bennet! Los pájaros son buenos centinelas; en los bosques suelen ser los que primero figuran en la línea de batalla. ¡Mirad! Si éste fuera un campamento, bien pudiera haber arqueros acechando para dar con nosotros, y, sin embargo, aquí estaríais como si tal cosa.
—¡Qué dices, condenado! —gritó Hatch—. ¡Si en torno nuestro no hay más hombres que los de sir Daniel, en Kettley! Estás más seguro que en la torre de Londres, y quieres asustarnos con unos cuantos gorriones o algún pinzón.
—¡Escuchadle! —rezongó Appleyard—. ¡Cuántos bribones se dejarían cortar las orejas con tal de darse el gustazo de podernos enviar una flecha a cualquiera de nosotros! ¡San Miguel nos valga! ¡Si nos odian como si fuéramos la peste!
—¡Cierto es que odian a sir Daniel! —repuso Hatch algo más sosegado.
—A sir Daniel y a todo el que le sirve —refunfuñó Appleyard—, y en primer término a Bennet Hatch y al viejo Nicholas, el arquero. Mirad: si allá lejos, en el extremo del bosque, hubiese un hombre forzudo y vos y yo permaneciésemos aquí a merced suya, como lo estamos, ¿a quién creéis que escogerían?
—Apuesto que a ti —repuso Hatch.
—¡Apuesto mi capote contra un cinto de cuero a que seríais vos el elegido! —exclamó el viejo arquero—. Vos fuisteis quien incendió Grimstone, Bennet, y eso no os lo perdonarán nunca, amigo mío. En cuanto a mí, pronto estaré en lugar seguro, Dios mediante, lejos de los tiros de flecha y de los cañonazos también… y de todas las ruindades de mis enemigos. Ya soy viejo y me acerco rápidamente a mi última morada, donde el lecho está dispuesto. Pero vos, Bennet, quedaréis a merced de todos los peligros, y si llegáis a mi edad sin que os hayan colgado, será porque el genuino espíritu inglés habrá muerto ya.
—Eres el viejo mastuerzo de peor genio de todo el bosque de Tunstall —replicó Hatch, enojado por aquellos amenazadores presagios—. Anda de una vez a armarte antes de que llegue sir Oliver, y déjate, por una vez en tu vida, de charlas inútiles. Si a Enrique V le hablabas tanto, tendría más llenos los oídos que el bolsillo.
Silbó en el aire una flecha como un gigantesco abejorro y vino a clavársele al viejo Appleyard entre ambos omoplatos, atravesándole de parte a parte y haciéndole caer de cabeza sobre las coles. Hatch contuvo un grito y saltó en el aire; después, agachándose cuanto pudo, corrió a refugiarse en la casa. Entretanto, sir Dick Shelton se había ocultado tras unas lilas y con el arco tenso y apoyado en el hombro apuntaba hacia el bosque.
No se movía ni una hoja. Las ovejas pacían tranquilamente y los pájaros se habían apaciguado. Pero en el suelo yacía el viejo, con una flecha de una vara de largo clavada en la espalda. Hatch continuaba protegido bajo el alero del tejado, y Dick estaba alerta, agazapado tras el árbol.
—¿Veis algo? —gritó Hatch.
—No se mueve ni una rama —contestó Dick.
—Me da vergüenza dejarle ahí tendido —dijo Bennet, adelantándose de nuevo con vacilante paso y muy pálido el rostro—. No perdáis de vista el bosque, mas ter Shelton; vigiladlo bien. ¡Los santos nos asistan! ¡Buen tiro fue éste!
Bennet alzó al viejo arquero y lo apoyó sobre su rodilla. Todavía no estaba muerto. Su rostro se contraía, abría y cerraba los ojos maquinalmente, y tenía el horrible aspecto de quien sufre un gran dolor.
—¿Me oyes, Nick? —le preguntó Hatch—. ¿Deseas algo? ¿Tienes algo que decir antes de dejar este mundo, hermano?
—¡Arráncame esta flecha y déjame morir, por la Virgen María! —susurró Appleyard—. ¡Ya se acabó para mí la vieja Inglaterra! ¡Arráncamela, arráncamela!
—Master Dick —exclamó Bennet—, acercaos y dad un buen tirón a la flecha. Lo que él quiere es morir, el pobre pecador.
Dick dejó en el suelo su ballesta y, tirando de la flecha con todas sus fuerzas, consiguió arrancarla de la herida. Brotó un chorro de sangre, intentó el viejo arquero ponerse de pie y, pronunciando el nombre de Dios, cayó muerto.
Hatch, arrodillado entre las coles, oró con fervor por el descanso de su alma. Mas, en tanto que oraba, veíase que su atención se hallaba dividida: no dejaba de mirar ni un instante de reojo hacia aquel rincón del bosque de donde partiera el certero flechazo. Terminada su oración, se alzó de nuevo, se quitó una de sus manoplas de malla y se enjugó el pálido rostro, empapado de un sudor aterrado.
—Sí —dijo—, la próxima vez me tocará a mí.
—¿Quién habrá hecho esto, Bennet? —preguntó Richard, conservando aún en su mano la flecha.
—Sólo Dios lo sabe —respondió Hatch—. Quizá andan por ahí más de cuarenta cristianos a quienes él y yo hemos arrojado de sus casas y de sus tierras, persiguiéndolos después. Él ha pagado ya su deuda, pobre viejo, y acaso no tarde yo mucho en pagar la mía. Sir Daniel tiene la mano demasiado dura.
—Extraña flecha es ésta —dijo el muchacho contemplando la que tenía en la mano.
—Sí, por cierto —exclamó Bennet—. Negra y guarnecida de plumas, también negras. Nada tiene de bonita ni de alegre, porque dicen que el negro es presagio de entierro. Y aquí se ven algunas palabras escritas. Limpiad la sangre y leedlas. ¿Qué dicen?
—Para Appleyard, de John Amend-all —leyó Shelton—. ¿Qué significa esto?
—¡No lo sé; pero no me gusta nada! —contestó el servidor sacudiendo la cabeza. ¡John Amend-all! Vaya nombre para uno de esos bribones rebeldes. Pero ¿qué hacemos aquí, sirviendo de blanco? Cogedle por las rodillas, master Shelton, que yo le levantaré de los hombros, y dejémosle en su casa. ¡Buen disgusto va a darle esto a sir Oliver! Más blanco que la cera se quedará cuando lo sepa, y ni un molino de viento gruñirá más que él.
Entre los dos llevaron el cuerpo del viejo arquero a su casa, donde había vivido completamente solo. Allí le dejaron tendido en el suelo, para no manchar el colchón de la cama, y colocaron sus miembros lo mejor que pudieron.
La casa de Appleyard era de aspecto limpio y sencillo. Sólo contenía una cama con colcha azul, un aparador, un gran arcón, un par de taburetes y una mesa con goznes en un rincón junto a la chimenea. De la pared colgaba la armería del viejo soldado: sus arcos y su coraza. Hatch comenzó a mirar en torno suyo con curiosidad.
—Nick tenía dinero —dijo—. Debe de tener escondidas unas sesenta libras. ¡Cómo me gustaría encontrarlas! Cuando se pierde un buen amigo, master Richard, el mejor consuelo es heredarle. Mirad ese arcón. Apostaría cualquier cosa a que contiene cerca de su buena media fanega de oro. Appleyard el arquero tenía la mano dura para recoger, y también para guardar. ¡Que Dios le haya perdonado sus pecados! Cerca de ochenta años se ha mantenido en pie, y siempre recogiendo y guardando; pero al fin ha tenido que tenderse de espaldas para siempre, ¡pobre viejo huraño!, y ya se han acabado para él todas las necesidades… Sin duda, pienso yo, si sus bienes van a parar a manos de un buen amigo, se alegrará de ello y se sentirá más feliz allá en el cielo.
—¡Vamos, Hatch! —exclamó Dick—. Respetad esos ojos cerrados para siempre… ¿Seríais capaz de robarle ante su propio cadáver? ¡Echaría a andar para impedirlo!
Hatch hizo la señal de la cruz varias veces, pero luego volvió el color a su rostro, y no fue fácil disuadirle de sus propósitos. La hubiera emprendido con el arcón si en aquel momento no se hubiera oído ruido en la puerta de la cerca, y si poco después no se hubiese abierto la de la casa, dando paso a un hombre alto, corpulento y colorado, de ojos negros, de unos cincuenta años de edad, cubierto con negro traje talar y sobrepelliz.
—Appleyard —entraba diciendo el recién llegado; pero al contemplar el cuadro se quedó paralizado de asombro—. ¡Ave María! —exclamó—. ¡Dios y los santos nos asistan! ¿Qué escándalo es éste?
—Frío escándalo para Appleyard, señor cura —contestó Hatch sin asomo de humor—. Acaban de asesinarle a la puerta de su casa, y llega en este momento al Purgatorio. ¡Verdaderamente, si es cierto lo que cuentan, allí no han de faltarle carbón ni lumbre!
Con vacilante paso se dejó caer sir Oliver sobre uno de los taburetes, demudado el rostro y sintiéndose desfallecer.
—¡Esto es la ejecución de una sentencia! —dijo—. ¡Oh! ¡Qué golpe! ¡Qué golpe! —exclamó sollozando. Y enseguida comenzó a rezar infinidad de oraciones.
Hatch, entretanto, se despojaba respetuosamente de su celada e hincaba su rodilla en tierra.
—¡Ay, Bennet! —murmuró el clérigo, algo repuesto de su asombro—. ¿Qué puede ser esto? ¿Quién será el enemigo que se ha atrevido a ejecutarlo?
—Aquí tenéis la flecha, sir Oliver. Mirad: lleva escritas unas palabras —observó Dick.
—¡Cómo! —exclamó el cura—. ¡Esto es abominable! ¡John Amend-all! ¡Un nombre digno de un lollardo [2]! ¡Y negro el color de la flecha, como de mal agüero! ¡Caballeros, esta maldita flecha no me gusta nada! Pero lo importante ahora es que deliberemos de dónde puede venir. Ayúdame a pensar, Bennet. Entre tantos que nos quieren mal, ¿quién será el que tan audazmente nos reta? ¿Simnel? No lo creo. ¿Los Walsingham? No, no han llegado aún hasta ese punto; aún confían en imponérsenos cuando las cosas cambien. También pudiera ser Simon Malmesbury. ¿Qué crees tú, Bennet?
—¿Podría ser, señor —repuso Hatch—, Ellis Duckworth?
—No, Bennet, no. Eso nunca —dijo el cura—. Jamás una revolución se fraguó entre los de abajo, Bennet, y esta opinión la comparten todos los cronistas sensatos. Las rebeliones se encaminan de arriba abajo. Cuando Dick, Tom y Harry la toman por su cuenta, averigua siempre dónde está el personaje que ha de aprovecharse de ella. Puesto que sir Daniel se ha unido, una vez más, al partido de la reina, ha caído en desgracia con los señores de York. De ahí viene el golpe, Bennet; por qué medios, es cosa que no puedo precisar aún; pero ahí está el meollo del asunto.
—No quisiera que lo tomarais a mal, sir Oliver —repuso Bennet—, pero tanto se ha apretado la soga al cuello de las gentes, que esto está a punto de estallar; eso mismo veía venir el pobre Appleyard. Y si me lo permitís, os diré que la gente nos odia tanto que no necesitan que los espoleen los de York ni los de Lancaster. Oíd lo que yo pienso: vos, que sois clérigo, y sir Daniel, que tan pronto navega a uno como a otro viento, os habéis apoderado de los bienes de muchos y habéis hecho apalear y colgar a no pocos hombres. Ahora os piden cuentas de todo ello; pero como, al fin, no sé por qué, siempre os favorece la ley, creéis que todo queda arreglado. Pero permitidme que os diga, sir Oliver, que el hombre que habéis despojado de sus bienes y mandado apalear es el que más indignado está ahora, y un buen día, azuzado por el diablo, echará mano de su arco y os meterá en el cuerpo una flecha.
—No, Bennet, estás en un grave error. Deberías agradecerme que te corrija —replicó sir Oliver—. Eres un charlatán, Bennet, un chismoso; tienes la lengua demasiado larga. Tienes que corregirte. Bennet, tienes que corregirte.
—Bien, no diré una palabra más. Haced lo que os plazca —repuso el escudero.
Se levantó el cura del taburete en el que estaba sentado y del estuche que llevaba pendiente del cuello sacó cera y una vela pequeña, pedernal y eslabón, procediendo con todo ello a sellar con las armas de sir Daniel el arcón y el armario, mientras Hatch le miraba con profundo desconsuelo. A continuación salieron todos de la casa, algo atemorizados, y se dispusieron a montar a caballo.
—Ya hace rato que debiéramos estar en camino, sir Oliver —dijo Hatch, al sostenerle el estribo para que montara.
—Es cierto; pero las cosas han cambiado, Bennet —repuso el cura—. Ya no tenemos a Appleyard, que en paz descanse, para encargarse del mando de la guarnición. Por tanto, tú vas a quedarte conmigo, Bennet. Necesito a mi lado un hombre de confianza en estos tiempos de traidoras flechas negras. «La flecha que de día vuela…», dice el Evangelio. Y no recuerdo lo que sigue. ¡Verdaderamente soy un cura holgazán, demasiado ocupado de los asuntos humanos! Mas cabalguemos, master Hatch. Nuestros hombres deben de estar ya en la iglesia.
Emprendieron, pues, la marcha camino abajo, con el viento que hacía flotar los hábitos del cura a su favor, y dejaron tras ellos algunas nubecillas que velaban el sol poniente. Pasaron tres de las casas dispersas que componían la aldea de Tunstall, y, al volver un recodo, apareció ante ellos la iglesia. A su alrededor se apiñaban diez o doce casas, mas en la parte posterior el cementerio parroquial lindaba con los prados. Ante el pórtico se hallaban reunidos unos veinte hombres, montados unos y de pie otros junto a sus caballos. Iban armados y montados de diversas formas: unos con lanzas, otros con picas o con arcos y cabalgando algunos caballos de labor, salpicados todavía del lodo de los surcos. Al fin y al cabo no eran más que la hez del pueblo, ya que los mejores hombres y los mejor equipados se hallaban ya en el campo con sir Daniel.
—No lo hemos hecho del todo mal, ¡alabada sea la cruz de Holywood! Sir Daniel se pondrá contento —murmuró el cura, contando para sí los que formaban la tropa.
—¿Quién vive? ¡Alto, si eres de los nuestros! —gritó de pronto Bennet.
Acababa de ver a un hombre deslizarse por entre los tejos del cementerio. Mas aquél, al escuchar su requerimiento, abandonó su escondite y puso pies en polvorosa en dirección al bosque. Los hombres que se hallaban en el pórtico, que no se habían percatado hasta entonces de la presencia del intruso, se dispersaron. Los que habían echado pie a tierra volvieron a montar precipitadamente, y el resto salió en persecución del fugitivo. Pero tuvieron que dar un rodeo en torno al lugar sagrado y era evidente que se les escaparía la presa. Hatch, lanzando un juramento, dirigió su caballo hacia los setos para cortarle el paso, pero la bestia rehusó saltar y dejó a su jinete tendido sobre el polvo. A pesar de que se levantó al instante y de nuevo se apoderó de las riendas, había transcurrido el tiempo suficiente para que el fugitivo ganase una buena ventaja, perdiéndose así toda esperanza de capturarle.
Quien mostró tener más cabeza fue Dick Shelton. En lugar de empeñarse en la inútil persecución, descolgó la ballesta que llevaba a su espalda, la armó, colocó en ella una saeta, y mientras los demás desistían ya de la persecución, se volvió hacia Bennet y le preguntó si debía disparar.
—¡Dispara! ¡Dispara! —gritó el cura con sanguinaria violencia.
—Apuntad bien, master Dick —exclamó Bennet—, y dad con él en tierra como manzana madura.
El fugitivo se hallaba a pocos pasos de su refugio; pero esta última parte del prado ascendía en pronunciado declive, de forma que su carrera resultaba, proporcionalmente, mucho más lenta. Entre la grisácea luz del ocaso y la irregularidad de movimientos del fugitivo, el blanco no tenía nada de fácil. Por otra parte, Dick, al alzar su arco, sintió una especie de lástima y un vago deseo de errar el tiro. Voló al fin la saeta.
Vaciló el hombre y cayó; sus enemigos prorrumpieron en triunfal vocerío. Pero su alegría fue prematura. El hombre había sufrido una caída sin importancia; rápidamente se puso en pie, se volvió para agitar su gorro mofándose de ellos, y pronto desapareció entre la espesura del bosque.
—¡Mala peste se lo lleve! —gritó Bennet—. ¡Tiene pies de ladrón! ¡Por san Banbury que sabe correr! Pero le disteis, master Shelton; aunque os ha robado la saeta. ¡Ojalá no tenga nunca más suerte que la que yo le deseo!
—Pero ¿qué hacía rondando la iglesia? —preguntó sir Oliver—. Mucho me temo que haya cometido alguna maldad. Clipsby, desmonta y mira con cuidado por y entre esos tejos a ver si encuentras algo.
Partió Clipsby y al rato volvía con un papel en la mano.
—Esto encontré clavado en la puerta de la iglesia —dijo, entregándoselo al párroco—. Nada más he hallado, señor cura.
—¡Vaya! ¡Por el poder de nuestra santa Madre Iglesia! —exclamó sir Oliver—. ¡Esto raya en sacrilegio! ¡Qué se haga porque es voluntad del rey o del señor feudal mandarlo… bien, pase; pero que cualquier descamisado vagabundo venga a pegar papeles en la puerta del presbiterio… eso, eso es casi un sacrilegio!… Por menos han llevado a la hoguera a muchos hombres. Pero, a ver, ¿qué se nos dice aquí?… Va desapareciendo la luz por momentos… Master Richard, vos que sois joven y tenéis buena vista, ¿queréis leerme este libelo?
Dick Shelton tomó el papel y leyó en voz alta. Contenía algunos versos, toscas coplas de ciego que apenas si rimaban, escritas en burdos caracteres y con mala ortografía. Algo corregidos y mejorados, decían más o menos:
Tenía en el cinto cuatro flechas
negras por las cuatro penas que he soportado
y para los cuatro hombres malvados
que nos tiranizan y nos atropellan.
Una dio en el blanco, una ya acertó
pues al viejo Appleyard muerto lo dejó.
Otra, master Hatch, para vos, no miento
por quemar Grimstone hasta los cimientos.
A Oliver Oates otra irá a parar
que a sir Harry Shelton mandó degollar.
Y para sir Daniel la cuarta será
y todos dirán que bien hecho está.
Cada cual tendrá lo que ha merecido
una flecha negra por cada maldad
y ahora caed de rodillas, rezad
¡porque ya estáis muertos, vosotros, bandidos!
JOHN AMEND-ALL
de la Verde Floresta y sus alegres compañeros
Ítem más: tenemos más flechas y buenas cuerdas de cáñamo para otros secuaces vuestros.
—¡Malos tiempos para la caridad y el perdón cristiano! —exclamó tristemente sir Oliver—. ¡Qué malo es el mundo, y cada día empeora más! Por la cruz de Holywood os juro que tan inocente soy del mal causado a ese caballero, de palabra u obra, como el niño que espera el bautismo. Tampoco es cierto que le degollaran, pues también en eso están equivocados. Todavía viven testigos que pueden demostrarlo.
—No importa eso, señor cura —interrumpió Bennet—. No hay que hablar más del asunto.
—Nada de eso, master Bennet. Y hazme el favor de no propasarte. Yo he de hacer que resplandezca mi inocencia. No permitiré perder la vida bajo el peso de una calumnia. Pongo a todos por testigos de que nada tengo que ver en este asunto. Ni siquiera estaba entonces en Moat House. Precisamente me habían mandado a un recado antes de las nueve de la noche…
—Sir Oliver —interrumpió Bennet—, puesto que, por lo visto, no queréis acabar este sermón, acudiré a otro medio. Goffe, toca llamada. ¡A caballo!
Y mientras sonaba el toque de corneta, Bennet se acercó al sorprendido cura y le susurró al oído, acompañándose de violentos ademanes.
Dick Shelton vio cómo los ojos del cura se fijaron un instante en él con una mirada de asombro. Motivos tenía de inquietud, pues aquel Harry Shelton era su propio padre natural. Pero sus labios permanecieron mudos y su rostro impasible.
Hatch y sir Oliver discutieron durante un largo rato la situación. Decidieron reservar diez hombres, no sólo como guarnición de Moat House, sino para dar escolta al cura a través del bosque. Como Bennet habría de quedarse atrás, master Shelton tomaría el mando del refuerzo. No cabía otra elección: los demás eran hombres rudos, torpes y nada diestros para la guerra, mientras que Dick no sólo era popular sino que tenía un carácter resuelto y cierta gravedad superior a sus años. Sir Oliver le había dado una buena instrucción, y el mismo Hatch le había enseñado el manejo de las armas y los primeros principios del mando. Bennet siempre se había mostrado amable y servicial con él. Era Bennet uno de esos hombres crueles e implacables con sus enemigos, pero rudamente fiel y cariñoso con sus amigos; por eso, mientras sir Oliver entraba en la casa próxima para escribir el relato de los últimos acontecimientos a su señor, Bennet se acercó al pupilo de éste para desearle que le diera Dios muy buena suerte en su empresa.
—Debéis hacer todo el camino dando un gran rodeo, master Shelton —le advirtió Hatch—. Por lo que más queráis, dad la vuelta al puente. Llevad siempre delante, a cincuenta pasos, un hombre de confianza para que atraiga sobre sí los tiros; y marchad siempre con cuidado, a la callada, hasta que hayáis dejado atrás el bosque. Si los bribones caen sobre vos, seguid cabalgando; nada ganaréis con hacerles frente. Y continuad siempre adelante, master Shelton; no retrocedáis, si en algo apreciáis vuestra vida; acordaos de que en Tunstall no podéis esperar auxilio. Y ahora, puesto que vais a servir al rey en la guerra y yo he de quedarme aquí con evidente peligro de perder la vida, por lo que sólo los santos del cielo saben si hemos de volver a vernos en este mundo, voy a daros mis últimos consejos antes de vuestra marcha. No perdáis de vista a sir Daniel: no es hombre de fiar. No depositéis vuestra confianza en el clérigo ese: no es malo, pero no es más que un monigote o un instrumento en las manos de sir Daniel. Cuidad mucho de buscar buenos amos donde quiera que vayáis; ganad amigos poderosos. Y acordaos, aunque sólo sea durante el tiempo necesario para rezar un padrenuestro, de Bennet Hatch. Otros bribones, mucho peores que él, hay en este bajo mundo. Y ahora, ¡que Dios os dé buena suerte!
—Y que el cielo te acompañe, Bennet —contestó Dick—. Siempre fuiste un buen amigo para mí, y así lo diré en todo tiempo y ocasión.
—Otra cosa, señor —añadió Bennet con cierto embarazo—: Si ese Amend-all me ensartase con alguna flecha, bueno sería, acaso, que os desprendieseis de alguna monedilla de oro o quizá de una libra por el bien de mi alma, pues muy probable es que buena falta me haga allá en el Purgatorio.
—Tu voluntad será cumplida, Bennet —repuso Dick—. Pero ¡ánimo, hombre! Todavía hemos de volver a encontrarnos en un lugar donde más necesitado estés de cerveza que de misas.
—¡Quiéralo el cielo, master Dick! —exclamó Bennet—. Pero aquí llega sir Oliver. Si tan rápido fuera con el arco como con la pluma, bravo hombre de armas sería.
Sir Oliver entregó a Dick un pliego sellado con esta dirección: «Al muy noble y venerado caballero sir Daniel Brackley, mi dueño y señor, para serle entregado con toda urgencia».
Y Dick, colocándolo en el pecho en su casaca, dio su palabra de ejecutar la orden y partió hacia el este, con dirección a la aldea.
SIRD ANIEL Brackley y sus hombres pernoctaron aquella noche en Kettley, cómodamente alojados y protegidos por una buena guardia. Pero el caballero de Tunstall era uno de esos hombres cuya codicia es insaciable, y aun en aquel momento, a punto de meterse en una aventura que no sabía si había de favorecerle o arruinarle, ya estaba en pie a la una de la madrugada dispuesto a esquilmar a sus pobres vecinos. Solía dedicarse al tráfico de herencias en litigio; su método consistía en comprar los derechos del demandante que tuviese menos probabilidades de ganar y una vez hecho esto, valiéndose de la influencia que los lores tenían con el rey, se procuraba injustas sentencias a su favor; o, si eso era andarse con demasiados rodeos, se apoderaba del dominio en litigio por la fuerza de las armas, confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Oliver para burlar la ley y conservar lo que había arrebatado. Kettley era uno de los lugares adquiridos por él de tal modo; recientemente había caído en sus garras y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios y de la opinión pública. Precisamente para imponer respeto y contener ese descontento acababa de llevar allí sus tropas.
—Una vez me haya yo cobrado lo que pueda, seré generoso contigo y te perdonaré el resto.
—¡Ay de mí, señor! Eso no puede ser… porque no sé escribir —contestó Condall.
—¡Qué pena! —dijo el caballero—. Porque entonces la cosa no tiene remedio. Yo que hubiera querido perdonarte, aun teniendo que violentar mi conciencia… Selden —añadió llamando a éste—: Coge a este viejo bandido con cuidado, llévale junto al olmo más próximo y cuélgale con cariño del pescuezo en sitio que yo pueda verle al pasar a caballo. Ve con Dios, pues, mi buen master Condall, apreciado master Tyndall; a todo galope vas hacia el Paraíso… Que Dios te acompañe.
—No, mi muy querido señor —replicó Condall dibufando una forzada y obsequiosa sonrisa—. Si tanto es vuestro empeño, haré cuanto pueda por complaceros y, aunque torpemente, ejecutaré vuestro mandato.
—Amigo —ordenó sir Daniel—, ahora tendrás que firmar por cuarenta. ¡Vamos, pronto! Eres demasiado marrullero para no tener más que setenta chelines. Selden, cuida de que firme en debida forma y ante los testigos necesarios.
Y sir Daniel, que era el más jocoso caballero de cuantos en Inglaterra pudieran hallarse, sorbió un trago de tibia cerveza y, recostándose cómodamente en su asiento, sonrió satisfecho.
Entretanto, el muchacho que estaba tendido en el suelo comenzó a agitarse, y pronto se halló sentado contemplando a los que le rodeaban con asustada expresión.
—¡Ven acá! —exclamó sir Daniel, y en tanto que el muchacho se levantaba y se le acercaba pausadamente, se recostó de nuevo en su asiento, riendo a carcajadas—. ¡Por la santa cruz! ¡Vaya un muchacho valiente!
Al mozalbete se le encendió el rostro de ira, y sus ojos negros relampaguearon con destellos de odio. Al verle de pie, resultaba más difícil precisar su edad. La expresión de su semblante le hacía parecer mayor; pero su rostro era fino y delicado como el de un niño, y, en cuanto al cuerpo, era desusadamente esbelto y delgado y su porte algo desmañado.
—Me habéis llamado, sir Daniel —murmuró—. ¿Fue únicamente para reíros de mi lastimoso estado?
—No, muchacho, no; pero deja que me ría —contestó el caballero—. Deja que me ría, te lo ruego. Si pudieras verte a ti mismo, te aseguro que serías el primero en reírte.
—¡Bien! —exclamó el mozalbete, sonrojándose de nuevo—. De esto ya responderéis cuando respondáis de lo otro. ¡Reíros mientras podáis!
—Mira, primo —repuso sir Daniel con cierta ansiedad—, no creas que me burlo de ti; es una simple broma entre parientes y buenos amigos. Voy a proporcionarte un casamiento que te valdrá mil libras, ¿eh?, y a mimarte con exceso. Cierto es que te apresé con dureza y brusquedad, como las circunstancias lo exigían; pero de aquí en adelante te mantendré de muy buena gana y te serviré con el mayor gusto. Vas a ser la señora Shelton… Lady Shelton, ¡a fe mía!, pues el muchacho promete. Vamos, vamos, no te espantes de una risa franca; cura la melancolía. El que ríe no es un mal hombre, primo mío; los pícaros no ríen. ¡A ver, posadero! Traedme comida para master John, mi primo. Y ahora, cariño mío, siéntate y come.
—No —replicó master John—. No probaré ni un bocado de pan. Puesto que me obligáis a cometer este pecado, ayunaré por la salvación de mi alma. Y vos, buen posadero, dadme un vaso de agua clara y os quedaré muy agradecido.
—¡Bueno, ya te sacaremos bula! —exclamó el caballero—. ¡Y no faltarán buenos confesores que te absuelvan! Tranquilízate, pues, y come.
Pero el muchacho era terco: se bebió el vaso de agua y, envolviéndose de nuevo en su capa, se sentó en un rincón a meditar.
Una o dos horas después hubo gran conmoción en el pueblo, y se oyó el alboroto de las voces de los centinelas dando el alto, acompañado del ruido de armas y caballos. A poco, un escuadrón de soldados llegó hasta la puerta de la posada, y Richard Shelton, salpicado d barro, apareció en el umbral.
—Dios os guarde, sir Daniel —dijo.
—¡Cómo! ¡Dick Shelton! —exclamó el caballero, y, al oír el nombre de Dick, el otro muchacho le miró con curiosidad—. ¿Qué hace Bennet Hatch?
—Dignaos, caballero, enteraros del contenido de este pliego de sir Oliver, en el que se da cuenta detallada de todo lo sucedido —contestó Richard, presentándole la carta del clérigo—. Además, convendría que partieseis a toda prisa para Risingham, pues en el camino encontramos a un mensajero, portador de unos pliegos, que galopaba desesperadamente, y, según nos dijo, mi señor de Risingham se encuentra en situación apurada y necesita con urgencia vuestra presencia.
—¿Qué decís? ¿Qué está en situación apurada? —preguntó el caballero—. Entonces apresurémonos a sentarnos, mi buen Richard. Del modo que van hoy las cosas en este pobre reino de Inglaterra, el que más despacio cabalga es el que más seguro llega. Dicen que el retraso engendra el peligro; pero yo más bien creo que ese prurito de hacer algo es lo que pierde a los hombres; tomad nota de ello, Dick. Pero veamos primero qué clase de ganado habéis traído. ¡Selden, trae una antorcha a la puerta!
Y sir Daniel salió a la calle, donde, a la rojiza luz de la antorcha, pasó revista a las nuevas tropas que le llegaban. Como vecino y como amo era muy impopular; pero como jefe en la guerra, queríanle todos cuantos seguían su bandera. Su audacia, su reconocido valor, la solicitud con que cuidaba de que estuvieran bien atendidos sus soldados y hasta sus rudos sarcasmos eran muy del gusto de aquellos audaces aventureros que vestían cota de malla.
—¡Por la santa cruz! —exclamó—. Pero ¿qué míseros perros son éstos? Unos más encorvados que arcos, otros más flacos que lanzas. ¡Amigos míos: iréis a la vanguardia en el campo de batalla! No perderé gran cosa con vosotros. Mirad aquel viejo villano montado en el caballo moteado. ¡Un borrego montado en un cerdo tendría un aire mucho más marcial! ¡Hola, Clipsby! ¿Estás ahí, buena pieza? Eres uno de los que yo perdería de buena gana. Irás delante de todos, con una diana pintada en tu cota, para que los arqueros puedan apuntarte mejor. Tú me enseñarás el camino, pícaro.
—Os enseñaré cuantos caminos queráis, sir Daniel, excepto el que os lleve a cambiar de partido —replicó audazmente Clipsby.
Soltó sir Daniel una estrepitosa carcajada.
—¡Bien contestado, muchacho! —exclamó alborozado—. Lengua viperina tienes. Y te perdono la frase por lo graciosa. ¡Selden, cuida de que den de comer a los hombres y a los caballos!
El caballero volvió a entrar en la posada.
—Ahora, amigo Dick —dijo—, empieza a despachar eso: ahí tienes buena cerveza y buen tocino. Come, mientras yo leo la carta.