La flecha negra - Robert Louis Stevenson - E-Book

La flecha negra E-Book

Robert Louis Stevenson

0,0

Beschreibung

En la Inglaterra del siglo XV dos nobles familias se disputan el poder de la corona: los Lancaster y los de York. Era una batalla entre nobles con sus vasallos, que se declinaban por una u otra familia sin otro objetivo político que conquistar la fortuna a través de la victoria de la familia a la que defendían. Los campesinos y la gente sencilla del pueblo, ajenos a la lucha de los nobles, sufren injustamente los desmanes y atropellos de la situación. De ahí surge la banda de "La Flecha Negra", un grupo de hombres organizados para hacer justicia a su manera.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 401

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



La flecha negra
Robert Louis Stevenson
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Introducción: Juan Leita.Traducción: Jorge Beltran.
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción a la obra
PRÓLOGO
LIBRO PRIMERO
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
LIBRO SEGUNDO
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
LIBRO TERCERO
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
LIBRO CUARTO
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
LIBRO QUINTO
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Introducción a la obra
DOS ROSAS ENEMIGAS
La flecha negra se desarrolla en los primeros años de la guerra denominada «de las Dos Rosas». Como sabemos por la historia, en la segunda mitad del siglo xv estalla en Inglaterra una guerra civil. Dos familias se disputan el poder: la de Láncaster y la de York. El emblema que simboliza a ambas dinastías es una rosa, pero el color las distingue claramente: la rosa de los Láncaster es roja, mientras que la rosa de los York es blanca. En 1453, el rey de la familia de los Láncaster llamado Enrique VI pareció enloquecer. No solamente dio señales de haber perdido la memoria, sino que daba también la impresión de no reconocer ni a su propio hijo. En este estado de cosas, un primo suyo de la familia de los York se hizo coronar como rey en Westminster bajo el nombre de Eduardo IV.
Enrique VI, hombre débil y enfermizo, fue encerrado en la Torre de Londres. Al cabo de un tiempo, sin embargo, a consecuencia de unas disputas en el bando de los York, volvió al trono la rosa roja de los Láncaster personificada en la triste figura de Enrique VI. A pesar de todo, Eduardo IV no cesó en sus propósitos de adueñarse del poder.
Apoyado por su hermano Richard, el duque de Gloucester, siguió presentando batalla a fin de destronar al actual rey.
En este preciso momento histórico se inicia la acción de La flecha negra. El ambiente confuso que reinaba en Inglaterra durante este periodo dio pie a Stevenson para crear un relato lleno de sorpresas y de peripecias.
En efecto, las figuras centrales de la novela corresponden perfectamente a la situación real que se vivía en el país durante los primeros años de la guerra de las Dos Rosas. Por una parte, estaban los grandes señores que se agrupaban para combatir a favor de la rosa roja de los Láncaster o bien de la rosa blanca de los York, sin otro objeto político que conquistar la fortuna por medio de la victoria de la familia que defendían. A este grupo pertenece la figura de sir Daniel Brackley, poderoso señor sin escrúpulos que no atiende a otra cosa que a sus propios intereses. Si lucha al lado de los Láncaster, no es debido a ninguna clase de convicción, sino al simple motivo de conservar y acrecentar su poderío. Como queda claro en el relato de Stevenson, estaría dispuesto a cambiar automáticamente de partido si ello le representase un lucro o beneficio.
Por otra parte, estaban los campesinos y la gente sencilla del pueblo que veían cómo los nobles se habían enzarzado en una lucha cuyo único objetivo era la posesión del trono y las ventajas consecuentes de este hecho. Los que tomaban parte activa en los combates no era el pueblo inglés, sino los mismos nobles, sus amigos y vasallos, así como una serie de tropas mercenarias. Los campesinos solamente intentaban defenderse de los desmanes y de los atropellos perpetrados por los grandes señores, al margen de la enemistad concreta de las dos rosas. De ahí surge la banda de «la flecha negra», un grupo de hombres a lo Robin Hood que se refugia en los bosques y se apresta a hacer justicia a su manera, ya que no existe un poder capaz de imponer orden en la confusa situación de este periodo.
Naturalmente, existían también las personas honradas y leales que se veían obligadas a combatir por uno u otro partido, procurando ver la justicia o la honradez de cada casa. Este es precisamente el caso de Dick Shelton, el protagonista de la novela. Como servidor de sir Daniel Brackley, al principio lucha a favor de los Láncaster. Sin embargo, al ver los crímenes y la maldad de que es capaz aquel poderoso señor, se pasa al bando de los York y toma parte en la batalla de Shoreby, al lado del duque de Gloucester, en la que vence la rosa blanca. A pesar de todo, el protagonista es consciente de la situación ambigua en que vive el país y no sabe en conjunto de qué parte está la razón. Al término del relato, el propio Dick Shelton afirma: «Tal como está el reino de Inglaterra, si un pobre caballero no lucha en un bando, por fuerza tiene que hacerlo en otro. No puede quedarse solo, no es natural». No obstante, debe reconocer también: <Puede que haya puesto en el trono a un York, cuya causa puede ser la peor, y quizá le haya hecho un mal a Inglaterra^. Evidentemente, Stevenson está pensando aquí en los sucesos posteriores que continuaron y dieron fin a la guerra de las Dos Rosas.
En efecto, aunque la batalla de Shoreby no fue ni mucho menos tan importante como puede desprenderse de la novela, lo cierto es que una serie de triunfos por parte de los York hizo que subiera al trono Eduardo IV. Tras un largo periodo de doce años en el que reinan una paz y una tranquilidad casi perfectas en toda la nación, la figura de su hermano Richard, el duque de Gloucester, volverá a representar un momento crítico para la unidad y la calma del país.
Tal como queda correctamente descrito en la obra, Richard era un ser físicamente deforme que más tarde había de añadir a su persona un montón de lacras morales. Fue Shakespeare quien pintó un retrato monstruoso de este hombre jorobado, cruel, valeroso y brillante. Aunque muchos historiadores creen que el duque de Gloucester no fue peor que los demás príncipes contemporáneos, sus actos chocaron tanto con la opinión pública que le hicieron perder el apoyo general.
En la novela, Stevenson se hace eco de esta opinión, al tiempo que describe objetivamente las características de ese hombre que más tarde se convertiría en rey de Inglaterra bajo el nombre de Ricardo III. En Shoreby, el jorobado pelea con la misma fuerza y denuedo con que luego se batiría en su última batalla, la de Bosworth. Aquel rey usurpador que había hecho matar a sus dos sobrinos combatió valientemente contra aquellos que querían destronarlo para unir definitivamente a las dos rosas. A pesar de que logró derrotar a gran número de guerreros, pereció finalmente en la batalla, poniéndose fin a aquella guerra civil con la unión de los Láncaster y los de York en la persona de Enrique VII.
De este modo, La flecha negra adquiere la cualidad típica de las obras de Stevenson. El fondo histórico confiere al relato su inimitable carácter de veracidad, al tiempo que en su confusión y en su ambigüedad reales le da pie para crear un sinfín de peripecias, de cambios y de conflictos apasionantes.
PRÓLOGO
JOHN ARREGLALOTODO
Cierta tarde, cercano ya el fin de la primavera, se oyó repicar a hora desusada la campana de la Casa del Foso, en Tunstall. Lejos y cerca, en el bosque y en los campos que bordeaban el río, las gentes abandonaron sus quehaceres y se dirigieron apresuradamente hacia el lugar de donde procedía el sonido, y en la aldea de Tunstall un grupo de pobres campesinos se preguntaban a qué vendría la llamada.
Por aquel entonces, durante el reinado del viejo Enrique VI, la aldea de Tunstall ofrecía un aspecto muy parecido al que ofrece hoy. Alrededor de una veintena de toscas casas de roble se hallaban esparcidas a lo largo y ancho de un verde valle que nacía en las márgenes del río. Al pie, el camino cruzaba un puente y, subiendo por el otro lado, desaparecía en los lindes del bosque camino de la Casa del Foso y más allá hacia la Abadía de Holywood. A medio camino se alzaba la iglesia, rodeada de tejos. Escarpadas laderas rodeaban el valle por todos lados, en tanto que verdes olmos y robles impedían ver más allá.
Muy cerca del puente había una cruz de piedra sobre un otero, y era allí donde se había reunido el grupo (media docena de mujeres y un sujeto alto vestido con un sayo rojo) para discutir el posible significado de la llamada. Media hora antes un mensajero había cruzado el pueblo, bebiéndose una jarra de cerveza sin desmontar del caballo, pues llevaba mucha prisa; pero el hombre no sabía qué era lo que estaba pasando: solo que llevaba unas cartas selladas de sir Daniel Brackley a sir Oliver Oates, el párroco, que cuidaba de la Casa del Foso en ausencia de su señor.
Mas en aquel momento se oyeron los cascos de un caballo, y pronto, surgiendo del bosque, y haciendo retumbar el puente, apareció el joven Richard Shelton, que se hallaba bajo la tutela de sir Daniel. Él sí sabría algo acerca de lo que estaba sucediendo, así que le llamaron para pedirle explicaciones. El joven frenó su montura gustosamente. Era un muchacho que aún no había cumplido los dieciocho años, de rostro bronceado, l ojos grises, vestido con una casaca de piel de venado con cuello de terciopelo negro, capucha verde sobre la cabeza y ballesta de acero a la espalda. Al parecer, el mensajero había traído importantes noticias. Se estaba preparando una batalla y sir Daniel había mandado llamar a todos los hombres capaces de tensar un arco o empuñar una pica, ordenándoles que, sin perder un instante y bajo pena de ofenderle gravemente, se dirigieran a Kettley. Pero Dick1 no sabía por quién iban a luchar ni dónde iba a librarse la batalla. Sir Oliver no tardaría en hacer acto de presencia, y Bennet Hatch se hallaba ya aprestando sus armas, pues era él quien conduciría la partida.
1. Diminutivo de Richard. (N. del T.)
—Será la ruina de esta tierra generosa —dijo una mujer—. Si los barones andan guerreando, los campesinos tendrán que alimentarse de raíces.
—No —dijo Dick—; todos los hombres que formen la partida recibirán seis peniques diarios, doce si son arqueros.
—Puede que así sea —replicó la mujer—, si viven. Pero, ¿qué pasará si mueren, señor?
—No hay mejor forma de morir que luchando por su señor natural —dijo Dick.
—No es mi señor natural —dijo el hombre del sayo—. Yo, al igual que todos los de Brierly, seguí a los Walsingham hasta hace dos años, al llegar la Candelaria. ¡Y ahora tengo que pasarme al bando de los Brackley! Solo porque la ley lo manda. ¿Y a eso lo llamáis natural? ¿Qué me importan a mí sir Daniel y sir Oliver, que sabe más de leyes que de honradez?… Yo no tengo otro señor natural que el pobre rey Enrique VI, a quien Dios bendiga, pobre inocente incapaz de distinguir la mano derecha de la izquierda.
—Mala lengua tienes, amigo —contestó Dick—, metiendo en el mismo saco de injurias a tu buen señor y a mi señor el rey. Pero el rey Enrique, loados sean los santos, ha vuelto a su sano juicio y lo pondrá todo en orden pacíficamente. En cuanto a sir Daniel, muy valiente te muestras a sus espaldas. Pero no temas, no voy a delatarte.
—Nada malo he dicho de vos, amo Richard —dijo el campesino—. Sois un muchacho, pero al haceros hombre os encontraréis con la bolsa vacía. Nada más digo salvo ¡que los santos se apiaden de los vecinos de sir Daniel, y que la Virgen proteja a sus pupilos!
—Clipsby —dijo Richard—, mi honor me prohíbe seguir escuchándote. Sir Daniel es mi buen señor y tutor.
—Vamos, vamos, ¿queréis descifrarme un acertijo? —contestó Clipsby—. Decidme, ¿de qué lado está sir Daniel?
—No lo sé —dijo Richard, ruborizándose un poco, pues su tutor cambiaba de bando cada dos por tres, y su fortuna crecía cada vez que así lo hacía.
—¡Ay! —exclamó Clipsby—. Ni vos ni nadie. A fe mía que es de los que se acuestan siendo partidarios de los Láncaster y se levantan fieles a los York.
En aquel momento el puente volvió a retumbar bajo los cascos de un caballo y al mirar hacia allí vieron que Bennet Hatch llegaba al galope. Era un hombre de rostro atezado, pelo entrecano, mano dura y semblante torvo; iba armado con lanza y espada y llevaba un casco de acero en la cabeza y el cuerpo enfundado en un jubón de cuero. Era hombre importante en aquellos pagos, pues era la mano derecha de sir Daniel en la paz y en la guerra y en aquellos momentos servía los intereses de su amo en calidad de alguacil de la comarca.
—¡Clipsby! —gritó el recién llegado—. ¡Vete ahora mismo a la Casa del Foso! ¡Y que te sigan todos los rezagados! Bowyer te dará casco y jubón. Tenemos que ponernos en marcha antes del toque de queda. Fíjate bien: al último en llegar a la puerta del cementerio sir Daniel le dará su merecido. ¡Ándate con cuidado! Mira que sé muy bien que eres un inútil… Nance —agregó, dirigiéndose a una de las mujeres—, ¿está en casa el viejo Appleyard?
—Tenedlo por seguro —replicó la mujer—; en el campo.
Así que el grupo se dispersó y, mientras Clipsby cruzaba el puente cachazudamente, Bennet y el joven Shelton subieron juntos por el camino, atravesando la aldea y dejando atrás la iglesia.
—Ya veréis cómo ese viejo gruñón —dijo Bennet— emplea más tiempo en refunfuñar y hablar de Enrique V del que otro hombre emplearía en herrar un caballo. ¡Y todo porque estuvo en las guerras de Francia!
La casa a la que se dirigían se alzaba al final de la aldea, solitaria y rodeada de lilas; más allá de ella, por los tres lados, un prado se extendía hacia arriba, hasta los lindes del bosque.              .
Tras desmontar y echar las riendas encima de la valla, Hatch empezó a andar prado abajo, seguido de cerca por Dick, hacia el sitio donde el viejo soldado se hallaba cavando, hundido hasta las rodillas entre sus coles y de vez en cuando, entonando con voz cascada fragmentos de una canción. Iba completamente vestido de cuero; solo la capucha y la esclavina eran de frisa negra, anudadas con una cinta escarlata. Su rostro se parecía a una cáscara de nuez, tanto por el color como por las arrugas; pero sus viejos ojos grises no habían perdido ni un ápice de sus facultades. Tal vez era sordo o tal vez pensaba que un viejo arquero de Azincourt estaba por encima de semejante algarabía, pero lo cierto es que ni las agrias notas de la campana ni la proximidad de Bennet y el muchacho parecieron conmoverlo, pues siguió cavando obstinadamente, a la vez que con voz aguda y vacilante cantaba:
Y ahora, señora mía, si bien os parece,
os suplico la piedad que este miserable merece.
—Nick Appleyard —dijo Hatch—. Sir Oliver te manda sus saludos y te ordena que antes de una hora te presentes en la Casa del Foso para hacerte cargo del mando. El viejo alzó la vista.
—¡Dios os salve, señores! —dijo, haciendo una mueca—. ¿Puede saberse adónde va el amo Hatch?
—El amo Hatch va camino de Kettley —repuso Bennet—. Se avecina una batalla, al parecer, y mi señor necesita refuerzos.
—¡Vaya, vaya! —dijo Appleyard—. ¿Y con qué guarnición contaré yo?
—Pues con seis hombres excelentes y, además, sir Oliver —replicó Hatch.
—Con eso no se puede defender la plaza —dijo Appleyard—. No basta. Harían falta otros veinte u otros cuarenta más.
—¡Pues por eso venimos a verte, viejo gruñón! —dijo el otro—. ¿Qué otro hombre sería capaz de defender tal casa con semejante guarnición?
—¡Ah, ya veo! Cuando los zapatos nuevos os aprietan os acordáis de los viejos, ¿eh? —dijo Nick—. Ninguno de vosotros es capaz de montar a caballo o de manejar una lanza; en cuanto al arco y las flechas… ¡por San Miguel! Si el viejo Enrique V resucitase, ¡dejaría que le disparaseis por un cuarto de penique la tirada!
—Que no, Nick; que los hay aún capaces de disparar un arco —dijo Bennet.
—¡Que saben disparar un arco! —exclamó Appleyard—. Puede, pero ¿saben dar en el blanco? Ahí es donde hace falta tener buen ojo, y la cabeza sobre los hombros. Veamos, ¿a qué llamaríais un tiro largo de arco, Bennet Hatch?
—Pues —dijo Bennet, mirando a su alrededor—… por ejemplo, desde aquí hasta el bosque.
—Sí, sería bastante largo —dijo el viejo, mirando por encima del hombro.
Luego se protegió los ojos con la mano y se quedó mirando fijamente.
—¡Anda! —exclamó Bennet, soltando una risita entre dientes—. ¿Qué estás mirando? ¿Acaso ves a Enrique V?
El veterano siguió mirando hacia lo alto de la colina, en silencio. El sol caía de plano sobre los prados que formaban el declive; unas cuantas ovejas andaban pastando; la quietud, quebrada solo por el lejano repicar de la campana, reinaba por doquier.
—¿De qué se trata, Nick Appleyard? —preguntó Dick.
—Pues de los pájaros —respondió Appleyard.
Y en efecto, por encima de las copas de los árboles, allí donde el bosque formaba una especie de lengua que, culminando en dos magníficos olmos, penetraba en los prados, como a un tiro de ballesta de donde se hallaban los tres, revoloteaba desordenadamente una bandada de pájaros.
—¿Y qué ocurre con los pájaros? —preguntó Bennet.
—¡Ay! —exclamó Appleyard—. ¡Menudo guerrero está hecho el amo Bennet! Pues ocurre que los pájaros son los mejores centinelas, y forman la primera línea de batalla en las regiones boscosas. Mirad: si estuviéramos acampados aquí, bien pudiera haber arqueros acechándonos, esperando la oportunidad de hacernos una mala pasada, ¡y vos ni os enteraríais!
—¡Qué sandez! —exclamó Hatch—. Cerca de nosotros no hay más hombres que los de sir Daniel, en Kettley. Estás tan a salvo como en la Torre de Londres. ¡Y pretendes que me asuste por unos cuantos gorriones y pinzones!
—¡Oídle! —dijo Appleyard, haciendo una mueca—. ¡No pocos bribones darían las dos orejas por poder dispararnos una flecha! ¡Por San Miguel! ¡Si nos odian como a dos alimañas!
—Bueno, a quien odian es a sir Daniel —repuso Hatch, sosegándose un poco.
—Sí, odian a sir Daniel y a todos los que le sirven —dijo Appleyard—, y en la lista de Tos más odiados Bennet Hatch y Nicholas el arquero ocupan los primeros puestos. Supongamos que en este momento alguien nos estuviera acechando en el bosque, y que los dos siguiéramos a tiro, como, por San Jorge, lo estamos, ¿a quién elegiría?
—Apuesto que a ti —contestó Hatch.
—¡Pues yo apuesto mi capote contra un cinto de cuero que os elegiría a vos! —exclamó el viejo arquero—. Vos pegasteis fuego a Grimstone, Bennet… y eso jamás os lo perdonarán. En cuanto a mí, si Dios lo quiere no tardaré en estar en buen lugar, al amparo de todas las flechas, sí, y de las balas de cañón. Ya soy viejo y me acerco a buen paso al hogar donde me aguarda el lecho. Pero vos, Bennet, tendréis que quedaros aquí, expuesto a toda suerte de peligros; y si llegáis a mi edad sin que os hayan ahorcado, será porque el leal espíritu inglés de antaño habrá muerto.
—¡Eres el peor bribón de cuantos moran en el bosque de Tunstall! —replicó Hatch, visiblemente trastornado por aquellas amenazas—. Ve por tus armas antes de que llegue sir Oliver, y déjate de monsergas durante un rato. Si tanto le hablabas a Enrique V, seguro que sus oídos estaban más llenos que su bolsa…
En el aire zumbó una flecha como una avispa enorme y fue a clavársele al viejo Appleyard entre los dos omoplatos, atravesándolo limpiamente y derribándolo boca abajo entre las coles. Lanzando una exclamación, Hatch dio un salto y luego, doblándose sobre sí mismo, corrió a refugiarse en la casa. Dick, por su parte, se había protegido tras unos matorrales y, con la ballesta presta a disparar, vigilaba la lengua de bosque que se adentraba en el prado.
Ni una hoja se movía. Las ovejas pastaban pacientemente y los pájaros se habían posado en las ramas. Pero allí en el suelo yacía el viejo con una larga flecha clavada en la espalda; y allí estaban Hatch, resguardándose bajo el alero del tejado, y Dick, agazapado y a punto de disparar desde detrás del matorral.
—¿Veis algo? —preguntó Hatch en voz alta.
—No se mueve ni una rama —contestó Dick.
—Me da vergüenza dejarlo ahí tirado —dijo Bennet, saliendo de su refugio con pasos vacilantes y el rostro pálido—. ¡Vigilad bien el bosque, amo Shelton! ¡Por todos los santos que ha sido una flecha certera!
Bennet levantó al viejo arquero y lo recostó sobre una de sus rodillas. Aún no había muerto, su rostro se contraía y los ojos se le abrían y cerraban como una máquina, reflejándose en su mirada una horrible expresión de dolor.
—¿Me oyes, viejo Nick? —preguntó Hatch—. ¿Tienes algún último deseo que formular antes de proseguir tu camino?
—¡Arrancadme la flecha y dejadme morir! ¡Por la Santa Virgen! —exclamó jadeando Appleyard—. ¡Ya se acabó para mí la vieja Inglaterra! ¡Arrancádmela!
—Venid aquí y dadle un buen tirón a la flecha. El pobre pecador desea la muerte.
Dejando la ballesta en el suelo, y tirando de la flecha con todas sus fuerzas, Dick logró arrancarla. La sangre surgió a borbotones por la herida; el viejo arquero trató de incorporarse, invocó una vez más el nombre de Dios y luego cayó muerto. Arrodillado entre las coles, Hatch rezaba fervorosamente por la salvación de aquella alma que acababa de partir. Pero se veía claramente que su pensamiento no estaba en lo que hacía, ya que mientras rezaba tenía un ojo clavado en el punto del bosque del que saliera la flecha. Una vez hubo terminado, se puso en pie y, quitándose uno de los guanteletes de malla, se pasó la mano por el rostro, pálido y lleno de sudor.
—¡Ay! —exclamó—. La próxima vez me tocará a mí.
—¿Quién ha sido, Bennet? —preguntó Richard, que todavía tenía la flecha en la mano.
—Los santos lo sabrán —dijo Hatch—. Corren por ahí más de cuarenta cristianos a los que él y yo expulsamos de sus hogares y arrebatamos sus tierras. Él, pobre miserable, ya ha pagado su cuenta. Y tal vez yo no tarde mucho en hacer lo propio. Sir Daniel es demasiado duro.
—Extraña flecha esta —dijo el muchacho.
—¡A fe mía que lo es! —exclamó Bennet—. Negra y con plumas negras. ¡En verdad que su aspecto no me gusta nada! Según dicen, el negro es presagiode muerte. Y aquí hay algo escrito. Limpiad la sangre y leed lo que dice. ¿Qué es?
—«Para Appleyard de John Arreglalotodo» —leyó Shelton en voz alta—. ¿Qué significará esto?
—Nada bueno —repuso el alguacil, meneando la cabeza—. ¡John Arreglalotodo! ¡El nombre de algún miserable dispuesto a acabar con los que valen más que él! Mas, ¿para qué seguir presentándole un buen blanco? Cogedle por las rodillas, yo lo haré por los hombros, y le llevaremos a la casa. El pobre sir Oliver se va a llevar un buen susto. ¡Se pondrá blanco como un papel y empezará a soltar plegarias sin parar!
Entre los dos levantaron al viejo arquero y lo llevaron a la casa en la que hasta entonces había vivido solo. Lo tendieron en el suelo, por respeto al colchón, e hicieron cuanto pudieron para enderezarle las extremidades y adecentarlo un poco.
La casa de Appleyard era limpia y sencilla. Había una cama, cubierta con una colcha azul, un armario, un cofre grande, un par de taburetes, una mesa cerca de la chimenea; de las paredes colgaban las armas del viejo soldado: arcos y una coraza. Hatch comenzó a mirar a su alrededor con ojos de curiosidad.
—Nick tenía dinero —dijo—. Puede que tuviera ahorradas unas sesenta libras. ¡Ojalá diera con ellas! Cuando uno pierde a un viejo amigo, amo Richard, el mejor consuelo consiste en ser su heredero. Veamos este cofre. Apostaría cualquier cosa a que dentro hay un buen puñado de oro. Tenía buena mano para coger y guardar, el viejo arquero Appleyard… ¡Dios lo tenga en su Gloria! Casi ochenta años estuvo rondando, echando mano de esto y de aquello; pero ahora, el pobre ya está panza arriba y nada necesita. Y si sus bienes pasan a manos de un buen amigo, creo que estará más contento allá en el cielo.
—Vamos, Hatch —dijo Dick—. Ten respeto a esos ojos que ya no ven. ¿Serías capaz de robar ante el propio cadáver? ¡Resucitaría!
Hatch hizo varias veces la señal de la cruz, pero el color ya había vuelto a sus mejillas, y no iba a ser fácil disuadirle de hacer lo que se le había metido en la cabeza. Mal lo hubiese pasado el cofre de no haberse oído en aquel momento la puerta de la valla, y de no haberse abierto, al poco, la de la habitación para dar paso a un hombre alto, de porte majestuoso, ojos negros y piel rojiza. Tendría unos cincuenta años y llevaba un sobrepelliz y una sotana negra.
—Appleyard —iba diciendo el recién llegado al entrar; pero se detuvo en seco, exclamando—: ¡Ave María! ¡Que los santos nos protejan! ¿Qué juerga es esta?
—No está Appleyard para juergas, señor párroco —respondió Hatch de excelente humor—. Lo han matado ante su propia puerta y en estos momentos estará llegando ante la del purgatorio. Allí, si lo que dicen es cierto, no habrán de faltarle las bujías y el carbón.
Con paso inseguro, sir Oliver se acercó a uno de los taburetes y se sentó en él, descompuesto, con el rostro lívido.
—¡Qué sentencia! ¡Qué golpe! —dijo entre sollozos, soltando seguidamente una retahíla de plegarias.
Hatch, mientras tanto, se había quitado el casco y se hallaba fervorosamente postrado de rodillas.
—Ah, Bennet —dijo el sacerdote, más calmado—. ¿A qué será debido? ¿Qué enemigo le ha matado?
—He aquí la flecha, sir Oliver. Ved, lleva unas palabras escritas —dijo Dick.
—¡Oh! —exclamó el sacerdote—. ¡Qué horrible! ¡John Arreglalotodo! Parece cosa de herejes. Y de color negro, como un presagio. Señores, esa flecha impía no me gusta nada. Pero lo que importa es examinar el asunto. ¿Quién habrá sido? Piénsalo, Bennet. De todos los canallas que rondan por aquí, ¿quién se habrá atrevido a cometer semejante afrenta? ¿Simmel? Lo dudo mucho. ¿Los Walsingham? No, todavía no han caído en la desesperación y siguen creyendo que la ley está de su lado, en contra nuestra. ¿Y qué me dices de Simon Malmesbury? ¿Qué te parece, Bennet?
—¿Qué os parece Ellis Duckworth, señor? —preguntó Hatch a modo de respuesta.
—No, Bennet, jamás. Él no —dijo el sacerdote—. Jamás se produce rebelión alguna desde abajo… en eso concuerda la opinión de todos los cronistas juiciosos. La rebelión parte siempre de arriba y viaja hacia abajo, y cuando Juan, Pedro y Manuel la hacen suya, trata siempre de averiguar qué gran señor sale beneficiado de ello. Ahora bien, como sir Daniel se ha unido una vez más al bando de la reina, los señores partidarios de los York le tienen inquina. De ahí viene el golpe, Bennet… exactamente cómo, no lo sé todavía; pero ahí está el nervio de esta barbaridad.
—Perdonad, sir Oliver —dijo Bennet—, pero tan calientes andan los ejes en este país que llevo tiempo oliendo a chamusquina. Y lo mismo le ocurría a ese pobre pecador de Appleyard. Y, con vuestro permiso, os diré que los ánimos están tan en contra nuestra que no hace falta que los York o los Láncaster los azucen. He aquí lo que pienso: Vos, que sois alguacil, y sir Daniel, que se ciñe siempre al viento que más le favorece, habéis desposeído a muchos hombres, y golpeado y ahorcado a no pocos de ellos. No sé cómo os las arregláis, pero cuando se os piden cuentas de ello, tenéis siempre a la ley de vuestra parte, y creéis que todo queda arreglado. Mas con vuestra venia, sir Oliver, os diré que el hombre al que habéis despojado y golpeado conserva su rencor y algún día, cuando el negro diablo ande suelto, alzará su arco y os largará una flecha así de larga a las entrañas.
—No, Bennet, te equivocas. Deberías alegrarte de que te corrida, Bennet —dijo sir Oliver—. Eres un charlatán, Bennet; un condenado charlatán con la boca más ancha que las dos orejas juntas. Corrígete, Bennet, corrígete.
—Bien, como gustéis. Nada más digo —respondió Bennet.
El sacerdote se puso en pie y del escritorio, que colgaba a la altura de su cuello, cogió cera, una vela pequeña, pedernal y eslabón y precintó con las armas de sir Daniel el cofre y el armario, mientras Hatch le observaba con aire desconsolado; acto seguido, los tres, temerosamente, salieron de la casa y se dirigieron a los caballos.
—Ya deberíamos estar en marcha, sir Oliver —dijo Hatch, sujetando el estribo para que el sacerdote pudiera montar.
—Sí, pero las cosas han cambiado, Bennet —contestó el párroco—. Ya no hay ningún Appleyard, el Señor acoja su alma, que pueda tomar el mando de la guarnición. Tendré que retenerte, Bennet. Necesito a mi lado a un hombre de confianza en este día de flechas negras. «La flecha que vuela de día», dice el Evangelio; aunque no recuerdo dónde lo dice. ¡Ah, qué mal sacerdote soy; ando demasiado metido en las cosas de los hombres! Bien, partamos ya, Hatch. Nuestra partida armada ya debe de estar en la iglesia.
Así, pues, iniciaron la marcha camino abajo, con el viento a favor y levantando los faldones de la capa del sacerdote. Detrás de ellos comenzaron a alzarse las nubes, ocultando el sol que se ponía. Pasaron ante tres de las casas aisladas que formaban la aldea de Tunstall y, al doblar un recodo del camino, se encontraron ante la iglesia, alrededor de la cual se arracimaban diez o doce casas; pero, por la parte de atrás, el camposanto lindaba con los prados. En la puerta del cementerio se hallaban reunidos cerca de una veintena de hombres, algunos de ellos montados, los otros de a pie, sujetando las riendas de los caballos. Iban armados de forma harto heterogénea, y heterogéneas eran igualmente sus cabalgaduras. Unos llevaban lanzas, otros alabardas, otros arcos, y otros se hallaban montados a horcajadas sobre sus arados, sucios todavía del barro de los surcos. Todos ellos eran la escoria de los campos, pues los mejores hombres y equipos se hallaban ya en marcha acompañando a sir Daniel.
—¡No nos ha ido mal, alabada sea la cruz de Holywood! ¡Sir Daniel estará contento! —observó el sacerdote, contando la tropa para sus adentros.
—¿Quién va? ¡Alto si eres de los nuestros! —gritó Bennet.
Se vio deslizarse a un hombre entre los tejos que rodeaban la iglesia, que al oír la llamada de Hatch desistió de todo intento de disimulo y echó a correr hacia el bosque. Los hombres que se hallaban junto a la puerta, y que hasta entonces no se habían percatado de la presencia del desconocido, se despertaron y procedieron a dispersarse. Los que habían desmontado comenzaron a montar de nuevo; los demás se lanzaron en persecución del fugitivo; pero tuvieron que dar un rodeo al terreno sagrado y pronto se vio claramente que la presa iba a escapárseles. Soltando un juramento, Hatch acercó el caballo al seto con intención de hacerlo avanzar, pero el animal se negó y le derribó al suelo, y, aunque en un momento se puso en pie y sujetó de nuevo la brida, se habían perdido unos instantes preciosos y el fugitivo llevaba ya demasiada ventaja para que pudieran atraparle.
El más listo de todos había resultado ser Dick Shelton. En lugar de iniciar una vana persecución, se había quitado la ballesta de la espalda y, tras tensarla y poner una flecha en el arco, se volvió hacia Bennet y le preguntó si debía disparar.
—¡Dispara, dispara! —exclamó el sacerdote, con sanguinaria violencia.
—Cubridlo, amo Dick —dijo Bennet—. Hacedlo caer como una manzana madura.
Al fugitivo ya solo le faltaban unos cuantos brincos para ponerse a salvo, pero aquel último trecho del prado era muy empinado, por lo que el hombre avanzaba con mayor lentitud que al principio. Entre la poca luz del anochecer y los movimientos irregulares del individuo, no era cosa fácil dar en el blanco, y, al apuntar con la ballesta, Dick sintió una especie de lástima y deseó a medias fallar el tiro. La flecha salió disparada.
El hombre dio un traspiés y cayó al suelo, al tiempo que un grito de júbilo salía de las gargantas de los perseguidores. Pero estaban cantando victoria antes de tiempo. El hombre se puso en pie con tanta ligereza como había caído, se volvió hacia ellos, agitó burlonamente su gorro y en unos instantes se perdió de vista entre las márgenes del bosque.
—¡La peste se lo lleve! —exclamó Bennet—. ¡Tiene alas en los pies! ¡Cómo corre, por San Banbury! Pero le habéis tocado, amo Shelton; os ha robado la flecha. ¡Así sea eso lo mejor que robe en su vida!
—¿Qué estaría haciendo por aquí? —preguntó sir Oliver—. Mucho me temo que algo malo nos ronda. Clipsby, buen hombre, desmonta y busca bien entre los tejos.
Clipsby se marchó, pero regresó al poco con un papel en la mano.
—Este escrito estaba clavado en la puerta de la iglesia —dijo, entregándole el papel al párroco—. No encontré nada más, señor.
—¡Por la Santa Madre Iglesia! —exclamó sir Oliver—. ¡Esto es casi un sacrilegio! ¡Bien está que se haga en nombre del rey o del señor del lugar! Pero que cualquier patán clave cosas en la puerta de la iglesia… no, eso es un sacrilegio, sí, ¡y hombres ha habido que han muerto en la hoguera por —mucho menos! ¿Pero qué tenemos aquí? La luz es escasa. Amo Richard, vos sois joven y tenéis buena vista. Leedme este libelo, os lo ruego.
Dick Shelton cogió el papel y lo leyó en voz alta. Contenía algunas líneas escritas en toscos versos que raramente rimaban. La letra era burda y había numerosas faltas de ortografía. Una vez mejorada un poco esta, he aquí lo que decían:
«Tenía cuatro flechas negras en el cinto,
Cuatro por las ofensas que se me han hecho,
Cuatro por ser este el número de los malvados
Que me han oprimido en mi vida.
Una ya ha volado, deshaciendo un entuerto,
El viejo Appleyard está ya bien muerto.
Una es para Bennet Hatch,
El que incendió Grimstone, paredes y techo.
Una es para sir Oliver Oates,
El que degolló a sir Harry Shelton.
Sir Daniel, para vos será la cuarta,
la que el corazón algún día os parta.
Todos os llevaréis vuestro merecido:
Una negra flecha en vuestro negro corazón.
Arrodillaos para rezar,
Pues todos sois ya ladrones muertos.
Juan Arreglalotodo,
del verde bosque y su alegre compañía.
Ítem más: tenemos más flechas y buen cáñamo para los que os sigan».
—¡Malos tiempos para la caridad y las virtudes cristianas! —exclamó sir Oliver, lamentándose—. Señores, este es un mundo malo y cada día está peor. Juraré sobre la cruz de Holywood que soy inocente de los daños sufridos por aquel buen caballero, tanto si fueron accidentales como premeditados. Soy tan inocente como un recién nacido. Y no es cierto que lo degollasen; en esto se equivocan también, pues hay testigos que pueden demostrarlo.
—Eso no importa ahora, señor cura —dijo Bennet—. No es momento de hablar de eso.
—No, señor Bennet, no es así. Y no os salgáis del lugar que os corresponde —contestó el sacerdote—. Haré que se demuestre mi inocencia. En modo alguno permitiré que semejante injusticia ponga fin a mi pobre vida. A todos pongo por testigo de que soy inocente de tal crimen. Ni siquiera estaba en la Casa del Foso. Salí a cumplir un recado antes de las nueve…
—Sir Oliver —dijo Hatch, interrumpiéndole—, ya que no os place dar por terminado este sermón, recurriré a otros medios. Goffe, da la señal de montar.
Y mientras sonaba la trompeta, Bennet se acercó al desconcertado párroco y le susurró algo al oído con gran violencia.
Dick Shelton observó que la mirada del sacerdote se clavaba momentáneamente en él, con expresión de sobresalto. Tenía motivos para pensar, pues aquel sir Harry Shelton era su propio padre. Pero no dijo ni una palabra y su rostro permaneció impasible.
Durante un rato Hatch y sir Oliver estuvieron comentando la nueva situación en que se hallaban; decidieron reservar diez hombres no solo para que guarnecieran la Casa del Foso, sino también para que escoltaran al sacerdote al atravesar el bosque. Mientras tanto, como Bennet tenía que quedarse atrás, el mando de los refuerzos le fue entregado al joven Shelton. A decir verdad, no había otra elección; los hombres eran toscos, rudos y nada diestros en la guerra, mientras que Dick no solo era popular, sino que daba muestras de una resolución y una seriedad superiores a las que por edad le correspondían. Aunque su juventud hubiese transcurrido en aquellos agrestes parajes, sir Oliver le había instruido en las letras, y el mismo Hatch le había enseñado el manejo de las armas y los primeros principios del mando. Bennet siempre se había mostrado amable y deseoso de ayudar; era uno de esos hombres capaces de ser crueles como el que más con aquellos a los que consideran enemigos, pero que, al mismo tiempo, saben ser fieles y bondadosos con sus amigos; y en aquel momento, mientras sir Oliver se metía en una de las casas con el propósito de escribir con su exquisita caligrafía un memorándum dirigido a su señor, dándole cuenta de los últimos sucesos, Bennet se acercó a su pupilo para desearle buena suerte en la empresa.
—Debéis dar un rodeo, amo Shelton —dijo—. ¡Dad la vuelta al puente, por vuestra vida! Que un hombre se os adelante cincuenta pasos para atraer todas las flechas, y marchad sin hacer ruido hasta que el bosque quede atrás. Si los canallas caen sobre vos, huid sin deteneros, pues de nada os serviría plantarles cara. Y seguid siempre adelante, amo Shelton, no retrocedáis si en algo estimáis la vida; pensad que en Tunstall no encontraréis ayuda. Y ahora, puesto que vos partís hacia las grandes guerras por vuestro rey, y yo sigo aquí en gran peligro, y solo los santos saben si volveremos a encontrarnos aquí abajo, os daré mis últimos consejos. Vigilad siempre a sir Daniel, pues no es de fiar. No os fiéis tampoco del sacerdote; no es que sea malo, pero hace siempre la voluntad de los demás. ¡Es un juguete de sir Daniel! Dondequiera que vayáis, cuidad siempre de buscar buenos amos y buenos amigos. Y tened siempre un padrenuestro para Bennet Hatch. Peores bribones que él hay en este mundo. ¡Adiós!
—¡Que el cielo te acompañe, Bennet! —contestó Dick—. Has sido un buen amigo para mí y así lo diré siempre.
—Y oídme bien, señor —añadió Hatch, con cierto embarazo—. Si ese Arreglalotodo consiguiera meterme una flecha en el cuerpo, tal vez vos pudierais dedicar una moneda de oro o tal vez una libra para mi pobre alma, pues si no, es muy probable que lo pase mal en el purgatorio.
—Se hará como pides, Bennet —respondió Dick—. Pero, ¿a qué vienen esos lamentos? Volveremos a vernos, y en un sitio donde te hará más falta la cerveza que las misas.
—¡Así lo quieran los santos, amo Dick! —repuso el otro—. Mas ahí viene sir Oliver. Si fuese tan rápido con el arco como con la pluma, sería un bravo soldado.
Sir Oliver le entregó a Dick un paquete sellado en el que había esta inscripción:
«A mi venerable señor el caballero sir Daniel Brackley, séale entregado con toda urgencia».
Y Dick, guardándose el paquete en el seno del jubón, dio la señal de partida y emprendió la marcha hacia el oeste, atravesando el pueblo.
LIBRO PRIMERO
LOS DOS MUCHACHOS
Capítulo primero
EN LA MUESTRA DE «EL SOL», EN KETTLEY
Sir Daniel y sus hombres pasaron la noche en Kettley y sus alrededores, cómodamente alojados y bien protegidos. Pero el caballero de Tunstall no era de los que daban descanso a su codicia, e incluso en aquellos momentos, cuando se disponía a emprender una aventura que culminaría en el éxito o el fracaso definitivos, se levantó una hora después de la medianoche con el propósito de exprimir a sus vecinos. Era muy dado a traficar con herencias en litigio; solía comprar la parte del demandante con menos derechos y luego, valiéndose de la gracia que del rey obtenía por mediación de los grandes señores, conseguía que fallasen en su favor del modo más injusto; o, si esto resultaba demasiado complicado, se apoderaba por la fuerza de la propiedad en disputa, y confiaba en su influencia, y en la astucia que en materias legales mostraba sir Oliver, para retener su presa. Kettley era uno de tales lugares. No hacía mucho que había caído en sus garras, y seguía encontrándose con la oposición de los arrendatarios. Era para terminar con el descontento por lo que había conducido a sus tropas allí.
A las dos de la madrugada sir Daniel se hallaba sentado en la sala de la posada, muy cerca del fuego, pues a aquella hora hacía frío en los marjales de Kettley. A su lado tenía una jarra de cerveza con especias. Se había quitado el casco con visera y apoyaba en la mano la cabeza, calva y flaca. Iba envuelto en una gruesa capa de color sanguinolento. En el otro extremo de la estancia cerca de una docena de sus hombres montaban guardia ante la puerta o dormían sobre los bancos; y algo más cerca, tendido sobre su manto, yacía en el suelo un muchacho que por su aspecto tendría doce o trece años. El dueño de la posada «El Sol» se hallaba en pie ante el gran hombre.
—Fíjate bien en lo que te digo —decía sir Daniel—. No sigas otras órdenes que las mías y seré siempre un buen amo para ti. Necesito hombres de confianza para gobernar mis villas, y haré que Adam-a-More sea gran condestable. Cuida bien de que así sea. Si se elige a otro, de nada te servirá, sino que más bien lo lamentarás. Ya daré buena cuenta de quienes hayan rendido tributo a los Walsingham… tú entre ellos.
—Buen caballero —dijo el patrón—, juro por la cruz de Holywood que si pagué a los Walsingham fue porque me obligaron. Ah, caballero, no siento estima por los Walsingham; eran pobres como ladrones. Dadme un gran caballero como vos. Preguntad sobre mí entre los vecinos y os dirán que soy fiel a los Brackley.
—Puede que sí —repuso secamente sir Daniel—. Entonces pagarás el doble.
El posadero hizo una mueca horrible; pero aquello no era más que una racha de mala suerte que, en aquellos tiempos agitados, podía caer sobre cualquier arrendatario, así que tal vez se sintiera contento de poder hacer las paces tan fácilmente.
—Traedme a ese sujeto, Selden —dijo el caballero.
Y uno de sus esbirros se acercó con un hombre viejo y encorvado, pálido como la cera, tembloroso como si tuviera las fiebres.
—¿Tu nombre? —preguntó sir Daniel.
—Con vuestro permiso —replicó el hombre—, me llamo Condall… Condall de Shoreby, para serviros.
—Me han hablado mal de ti —contestó el caballero—. Me dicen que haces negocio de la traición, canalla; que recorres la comarca levantando falsos testimonios y que recaen sobre ti graves sospechas referentes a varias muertes. ¿Cómo osas obrar así? Pero ya te ajustaré yo las cuentas.
—Mi honorable y reverendo señor —contestó el hombre—, eso no son más que patrañas para perjudicarme, con perdón de vuestra señoría. No soy más que un pobre aldeano que a nadie ha hecho daño.
—Pues el subgobernador me dio pésimos informes de ti —dijo el caballero—. «Capturadme a ese Tyndall de Shoreby», pidió.
—Condall, mi buen señor; Condall es mi humilde nombre —dijo el desgraciado.
—Condall o Tyndal, ¿qué más da? —replicó fríamente sir Daniel—. Lo que importa es que estás aquí y que sospecho en gran manera de tu honradez. Si quieres salvar el pescuezo, escribe rápidamente un documento comprometiéndote a pagarme veinte libras.
—¡Veinte libras, mi buen señor! —exclamó Condall—. ¡Esto es una locura de verano! Mis bienes no llegan a los setenta chelines en total.
—Condall o Tyndal —repuso sir Daniel, haciendo una mueca—. Me arriesgaré a semejante pérdida. Escribe veinte y, cuando haya recuperado lo que pueda, seré bueno contigo y te perdonaré el resto.
—¡Ay, mi buen señor! No es posible. Es que no sé escribir —dijo Condall.
—¡Vaya, vaya! —contestó el caballero—. Entonces no hay remedio. Y, con todo, hubiese preferido salvarte, Tyndal, evitando así sufrimientos a mi conciencia. Selden, llévate a ese bribón al olmo más cercano y me lo cuelgas por el cuello, con mucho cuidado, allí donde yo pueda verlo mañana al partir. Adiós, mi buen señor Condall, mi buen amigo Tyndal. ¡Vais directamente al Paraíso, así que tened buen viaje!
—No, mi buen señor —replicó Condall, esbozando una sonrisa forzada—. Si tanto os empeñáis, haré cuanto pueda por complaceros, aunque sea torpemente.
—Amigo —dijo sir Daniel—, ahora serán cuarenta libras. ¡Vamos! Eres demasiado listo para ser dueño de setenta chelines solo. Selden, cuida de que lo escriba como es debido y haz que lo haga ante testigos.
Y sir Daniel, que era un caballero muy alegre, como no lo había otro en Inglaterra, bebió un trago de cerveza, se arrellanó en su asiento y sonrió.
Mientras tanto, el muchacho que yacía en el suelo empezó a moverse, y al poco se incorporó y miró a su alrededor con curiosidad.
—Ven aquí —dijo sir Daniel; y mientras el otro, obedeciéndole, se le acercaba lentamente, el caballero volvió a arrellanarse y soltó una carcajada al tiempo que decía—: ¡Por vida! ¡Qué resuelto es el muchacho!
El muchacho se puso rojo de ira y de sus negros ojos salió una mirada de odio. Ahora que estaba en pie resultaba más difícil adivinar su edad. La expresión de su rostro parecía la de una persona mayor, aunque era dulce como la de un niño, y su cuerpo era extraordinariamente esbelto, y algo torpe en el andar.
—Vos me habéis llamado, sir Daniel —dijo—. ¿Fue para reíros de mi pobre condición?
—No, muchacho, no; pero déjame reír —dijo el caballero—. Por favor, déjame reír. Si pudieras verte, te aseguro que serías el primero en reírte.
—¡Bien! —respondió el muchacho, ruborizándose de nuevo—. Ya responderéis de ello. ¡Reíros mientras podáis!
—No, mi buen primo —dijo sir Daniel, con cierta seriedad—; no creas que me burlo de ti; es solo una broma entre parientes y amigos. Voy a procurarte una boda que me valdrá mil libras, y a mimarte mucho. Claro que te rapté con cierta brusquedad, porque así lo exigían las circunstancias; pero de ahora en adelante te mantendré y serviré con gusto. Vas a ser mistress Shelton… lady Shelton, ¡seguro!, pues el chico promete. ¡Ea! No te asustes de una risa franca que cura la melancolía. No son malos los que se ríen, mi buen primo. Eh, posadero, prepara la comida para mi primo, el señor John. Siéntate, querido, y come.
—No —dijo John—. No probaré bocado. Ya que me obligáis a cometer este pecado, ayunaré en bien de mi alma. Pero a vos, posadero, os ruego que me deis un vaso de agua y os estaré muy agradecido por vuestra cortesía.
—Ya te darán bula —dijo el caballero—. ¡Y a fe mía que tendrás buenos confesores! Así que come.
Pero el muchacho, obstinado, bebió un poco de agua y, volviéndose a cubrir con el manto, fue a sentarse en un rincón alejado, sumido en profundos pensamientos.
Una o dos horas después despertaron la aldea las voces de los centinelas dando el «quién vive», acompañadas del ruido de armas y caballos; y al poco un grupo de soldados llegó ante la puerta de la posada y Richard Shelton, cubierto de salpicaduras de barro, se presentó en el umbral.
—Dios os guarde, sir Daniel —dijo.
—¡Caramba! ¡Dickie Shelton! —exclamó el caballero. Al oír mencionar el nombre de Dickie, el otro muchacho miró con curiosidad.
—¿Qué hace Bennet Hatch? —preguntó sir Daniel.