La Fortaleza - Javi Zanelli - E-Book

La Fortaleza E-Book

Javi Zanelli

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Beschreibung

Año 2038. Una crisis económica desgarra al mundo. En una sociedad donde la perfección engendra violencia, el gobierno inicia una purga, quemando papeles e identidades. Los militares se toman las calles, mientras la élite está a salvo en su cúpula de poder: la fortaleza. Los marginados reciben una marca de fuego. Arabella se ve separada de su novio, León, quien vive en una burbuja de privilegios junto a su familia. El futuro es incierto, pero todavía les queda la llama de la esperanza. Descubre una novela distópica, donde el amor desafía el orden establecido. Dos rebeldes atados por el hilo del destino.

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© La fortaleza

Sello: Soyuz

Primera edición digital: Marzo 2024

© Javi Zanelli

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: José Canales

Corrección de textos: Gabriela Balbontín

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-61-7

ISBN digital: 978-956-6183-79-2

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

Capítulo 0 - Postdata, te amo (Arabella)

24 de junio de 2038Feliz tercer aniversario, amor.

Sé que no te gustan las cosas cursis, pero también me conoces, y hay veces en que no puedo evitar imaginar mi vida como si fuera una novela romántica, o como una película americana perfecta. Pensarás que es una estupidez, que debería dejar de tener mi cabeza en las nubes, que esas cursilerías solo pasan en la ficción, pero creo que nuestro amor no tiene nada que envidiarle a esas cinematografías de colores intensos, miradas confidentes y promesas de amor de eterno, porque siento en lo más profundo de mi ser, que tú eres mi felices para siempre.

Cuando imagino mi futuro siempre estás tú a mi lado. A veces me imagino también a un perro, viviendo todos juntos en un departamento vintage remodelado, y por qué no, una pareja de niños para completar el retrato familiar. La niña se parecería a mí, y el niño a ti. Eso es lo que hemos hablado, y he llegado a la conclusión que me acomoda. No soy buena con los niños, quizás nunca lo seré, pero me tranquiliza saber que tú serías el papá perfecto y me enseñarías a darles una vida infinitamente tranquila y feliz.

Una infancia muy distinta a la que cualquiera de los dos pudo acceder.

No me malinterpretes, aunque soy soñadora, también soy realista y conozco lo oscura que puede llegar a ser la vida. Puedo reconocer qué patrones no me gustaría que repitiéramos. Venimos de mundos distintos y probablemente cada uno tenga sus reparos sobre los métodos de crianza poco ortodoxos que utilizaron nuestros padres. Pero no me quiero quedar pegada en injusticias y traumas infantiles, quiero enfocarme en lo bueno, y lo bueno es que nos encontramos. Tú eres mi razón de vivir y por la que mi alma no vagará jamás en el limbo del olvido.

Quiero envejecer junto a ti, y que tomes mi mano en los momentos felices y en los difíciles. Quiero que vivamos una vida extraordinariamente ordinaria, color de rosa y llena de escenas ridículamente dulces. Porque sé que nuestra relación es merecedora de un futuro lleno de luz.

Además, estoy segura de que, aunque se acabara el mundo, encontraríamos la forma de seguir amándonos, porque así de épico es nuestro amor.

PD: Sé que sueno intensa, pero espero que ya hayamos estado el tiempo suficiente juntos como para que no te espantes con esta carta.

Por siempre tuya,

Ari.

Capítulo 1 - La Noche de los Papeles Quemados (Arabella)

25 de junio de 2038No importa dónde, importa lo que pasó.

La sensación de sus caricias acrecentaba la electricidad en mi piel. Su mirada de dorado puro me hacía sentir un tanto intimidada y segura al mismo tiempo. Era amor, eso era seguro.

—Feliz aniversario, amor —dijo León sin despegar su vista de mí.

Me sonrojé y le puse un dedo entre sus labios como un gesto para que no hablara, que guardara silencio, que no arruinara aquel momento infinitamente perfecto en el cual las palabras sobraban. Tan solo un momento, un momento en que todo se congela. Un momento de paz, de quietud. Un momento libre de miedo. Un momento en que piensas que eres indestructible y que si esa persona está a tu lado nada malo puede pasar. Un momento que desearía durara por siempre.

León, con un movimiento brusco, alborota sus cabellos dorados y se levanta para estirar sus músculos agarrotados de tanto estar acostado en la hierba. Su acción me despierta de mi trance. Me observa con sus ojos grandes, esta vez con destello juguetón.

—Perdona, sabes lo mucho que se me duerme el brazo —dijo León escondiendo una pequeña sonrisa al ver que su movimiento había hecho que pasara de estar en la comodidad misma, a estar tirada en el húmedo césped —desventajas de ser el hombre en la relación, supongo —agregó.

—¿Desventajas de ser hombre? Intenta tener el periodo un mes y sabrás lo que es dolor —dije en tono desafiante.

—Mujeres, siempre utilizan el mismo argumento en nuestra contra —esbozó una media sonrisa mientras sacaba un cigarrillo de su cajetilla plateada.

—¿Sabes que eso te terminará matando, cierto? —pregunté.

—¿Sabes que no me importa, cierto? —contestó.

Lo miré con cara de pocos amigos. Su postura burlesca se suavizó y se excusó.

—Sabes que no lo digo en serio, Ari. No me des esa mirada —mi postura no cambió—. Arabella, no lo tomes a pecho, fue solo un comentario sarcástico. Sabes que no lo digo en serio. Estos tres años han sido los mejores de mi vida. Ven, mírame —dijo tomando mis mejillas con ambas manos para obligarme a mirarlo a los ojos—. No sé qué haría sin ti. Eres mi razón de levantarme en las mañanas. Mi razón para soñar y, aunque muriera mañana, me sentiría satisfecho, porque te conocí y sé que mi alma jamás vagará en el limbo del olvido, porque tú me recordarás.

Por más que intentara mantener mi postura dura y distante, esbocé una sonrisa nerviosa y sentí cómo la sangre subía a mis mejillas. Aún causaba ese efecto en mí. El efecto de volver a ser una niñita a la que le gustaba el chico misterioso de la fiesta.

Y así fue que en unos segundos nos olvidamos de todo. Nunca he comprendido eso. Cómo teníamos la facilidad de olvidar y dejar de lado nuestras diferencias. Era normal que situaciones así escalaran a discusiones acaloradas en relaciones de pareja. Sobre todo cuando eres joven. Pero con él todo era sencillo, y siempre tenía esta aura de calma que me absorbía y contagiaba.

—Ari, debes dejar de ser tan poco tolerante conmigo, después de todo estaré una vida junto a ti.

—Yo, ¿contigo? ¿Quién te crees? Yo viviré sola con mis diez perros —dije en tono burlón.

Si bien era para fastidiarlo, había algo de verdad en eso. Amaba a los perros y feliz imaginaba un futuro con una casa lleno de ellos.

—Por favor, Ari, tú no podrías vivir sin mí. Además tenemos planes. Ya sabes, construir una casa, viajar por el mundo, poder darnos nuestros lujos.

—Para ti es fácil decirlo. Ya tienes todo eso. Como están las cosas con el gobierno, la crisis económica y todo, dudo que podamos llegar lejos, Leo. Nuestra generación la tendrá difícil.

—Arabella, Arabella, siempre tan pesimista, mujer. Todo estará bien. Las crisis no duran para siempre.

Era fácil para él ser optimista. Veníamos de mundos diferentes. Su mundo siempre fue más brillante y sencillo que el mío.

—No es de pesimista, Leo. Es de realista. Tienes una realidad distinta a la mía y no ves lo que está ocurriendo alrededor. Ciudadanos roban para sobrevivir. Empresas embargan hasta más no poder y dejan a familias enteras en la calle. Los colegios estatales están cerrando, dejando a miles sin educación. Cada vez quitan más becas, ¿de veras crees que todo pasará así como así? —dije con ojos repletos de furia e impotencia.

—Amor, ¿podemos no hablar de política? No creo que sea el momento.

Trataba de no perder la paciencia, pero estos temas causaban una rabia en mi interior que no podía controlar ni acallar.

—León, no es política, es actualidad. Nuestra realidad —intenté decirlo en un tono más suave esta vez.

—Lo sé, pero no arruinemos este momento. Disfrutemos lo que queda del día. Solo existimos tú y yo, ¿de acuerdo? —besó tiernamente mi frente. Le sonreí, a pesar que su respuesta me dejó intranquila—. Siempre serás mi revolucionaria —agregó León con sonrisa juguetona.

Accedí a dejar el tema de lado a regañadientes y, en instantes, me dejé caer junto a él en el pasto. Conversamos y caímos en un profundo sueño, refugiándonos de la humedad del bosque, entrelazando nuestros cuerpos. Despertamos horas más tarde con extraños ruidos provenientes de la ciudad que estaba a unos pasos del pequeño oasis vegetativo en el que nos encontrábamos. Gritos, llantos y humo provenían de todas partes. Al principio pensaba que aún estaba soñando, pero a medida que íbamos despabilando reconocía características que no eran propias de un sueño ni de nada que hubiese experimentado antes. Un hedor putrefacto venía del humo y sentí náuseas de tan solo pensar qué clase de cosas emanarían ese infernal olor. León tomó mi mano y me guió hacia la ciudad. Aún en estado shock corrimos a ver qué ocurría. El miedo y la ansiedad que causaba nuestra ignorancia respecto a lo que estaba pasando nos dejaba sin respiración y, aun así, nos dirigíamos a nuestro destino sin vacilar.

Paso a paso la realidad se volvía cada vez más surrealista. Corríamos cuidando nuestras espaldas, ya que a centímetros de nuestros oídos corrían balas qué veía incrustarse en los cuerpos de mis propios vecinos. Veía cómo viejecitas forcejeaban con uniformados para que no les quitaran sus tesoros más preciados y cómo madres lloraban porque sus niños eran arrebatados de sus manos a golpes. No entendíamos qué ocurría y, quizás, si hubiéramos dado media vuelta y hubiéramos huido, las cosas habrían sido distintas. Pero ahí estábamos. Un cruce de miradas y ambos sabíamos que no había marcha atrás. Que en medio de este caos habíamos forjado nuestro propio destino con la decisión de quedarnos y no huir como cualquier persona racional hubiera hecho. León tomó mi mano con auge y lo único que pasaba por mi mente, mientras corríamos a mi departamento, era una vocecita cobarde que emanaba en mi cabeza en un susurro: “No me dejes ir”.

Mi corazón se detuvo al mismo tiempo que mis piernas al llegar a mi departamento. El escenario que presenciaba no era más alentador que el del exterior. Alguien había entrado y había dado vuelta todo. Dejé de oír los gritos y los disparos. Incluso dejé de sentir la mano de León sobre la mía. Solo pensaba en que mi destino era ahora incierto y todos mis sueños parecían vagos y superficiales al lado de lo que estaba ocurriendo. Aquel día, podría afirmar que una parte de mí murió.

—Arabella, ¡Arabella! ¡Arabella!

León intentaba despabilarme, pero, por alguna razón, no podía despegarme de mis pensamientos. Estaba totalmente disociada y no me había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor hasta que, con una maniobra ágil, León me tiró al suelo evitando que una bala se incrustara en mi cabeza. Fue la primera vez que sentí que la posibilidad de una muerte rápida fuera más alentadora que la vida.

Toda esa adrenalina logró que me situara en la realidad. La bala provenía de una M-16 característica del ejército y, en efecto, quien cargaba el arma era un uniformado que mantenía amordazada a mi madre.

—¿Qué mierda está haciendo? ¡Suéltala! —dijo León, ahogando esta última palabra en un grito de furia.

El uniformado pareció no percatarse del grito, susurró un par de palabras a través de su radio y, en cuestión de segundos, otros dos uniformados estaban en el acto. No alcancé a reaccionar de ninguna manera. Uno de ellos me tomó por la cintura y, antes que pudiera hacer algo, me despojó de la mano de León, quien, en cuestión de fracciones de segundo, comenzó a forcejear. Uno de ellos, el más alto y feo, tomó mi dedo y lo posó en una extraña maquinita. Esta misma acción se repitió simultáneamente con León.

—El chico está limpio. Póngalo en un lugar seguro —dijo el uniformado que mantenía reducido a León.

—La chica no pasó. Llévensela —declaró el uniformado que se encontraba junto a mí.

Todo se tornó violento desde ahí. León intentó librarse de las garras de los militares. Sin embargo, lo único que logró fue recibir un golpe en el rostro que lo dejó algo aturdido. Él no paraba de gritar, mi madre tampoco. Yo, al contrario, no reaccionaba de ninguna manera. Estaba paralizada. Nos llevaron al primer piso, donde León fue metido en una camioneta blindada con vidrios polarizados. Hasta el último momento mantuvimos nuestras miradas cruzadas, como sí intentáramos memorizar como lucíamos. Como si supiéramos que no nos volveríamos a ver. El auto se alejaba y solo en el momento en que nos subían a un camión hermético me di cuenta de dónde provenía el humo. Miles de papeles: pasaportes, identidades, actas de nacimiento, probablemente cuerpos también, a juzgar por el olor putrefacto, quemándose hasta las cenizas.

—¿Adónde nos llevan? ¡¿Adónde nos llevan?! Mi hijo ¿dónde está? Se lo llevaron ¡Díganme a dónde se lo llevaron! —exclamaba una señora a mi lado.

Sollozaba derrotada sobre sus rodillas. Su cara cubierta de sangre se encontró con la mía. Parecía buscar algún tipo de ayuda entre nosotros. Esperaba algún tipo de acto heroico. Pero nadie se movió. Nadie se inmutó mientras la golpeaban, aún derrotada, en el suelo. Todos estaban sumidos en sus propios miedos. No había héroes. Solo gallinas.

Aquella mujer era valerosa. Seguía forcejeando con los uniformados a pesar de sus heridas. Tenía más bolas que cualquiera de nosotros. No podía dejar de observar su rostro, cubierto de rojo carmesí, y sus ojos inyectados en ira. Llenos de fuerza. Llenos de revolución. Y entonces, ¡BANG! Una bala directa en su nuca. Su sangre me alcanzó y emití un grito ahogado intentando zafarme de ella.

—Nombre —me detuvo un caballero en la puerta de un camión.

—A-arabella Ma-artínez —titubeé aún en shock y cubierta de la pegajosa sangre de la señora.

—Desde ahora tus papeles están quemados. Jamás podrás volver al sistema ya que tu nombre no será nada para nosotros. ¿Entiendes? ¡¿Entiendes?!

Estas últimas palabras las esbozó con un matiz sombrío acompañado de una risa maliciosa, mientras sacaba un fierro hirviendo con un símbolo extraño que hundió en mi clavícula. El dolor se inyectaba en mi hueso y recorría todo mi cuerpo como electricidad pura. En un grito ahogado perdí el conocimiento y, en mi último deje de cordura, suspiré su nombre entre sollozos. “Te dije que no me dejaras ir”, repitió una vez más la vocecita cobarde en mi cabeza.

Capítulo 2 - Tom y Jerry (León)

Horas, días, semanas. ¿Qué importa? La vida es una mierda, el nuevo mundo los espera, el mañana es hoy, ¿a quién quieren engañar? Me dan asco, malditos políticos que se creen dueños del universo, y se atreven a arrebatarme a… a … Ari. Un hondo suspiro invadió mi pecho, y mi vista se volvió a nublar. Aún no podía pensar en su nombre sin que doliera, ni sin que mi pecho se volviera a apretar al punto en que respirar se hacía difícil.

Había estado buscando por días rastros de Arabella o de cualquiera de los desaparecidos, pero nada, ni una sola pista. No me permito comer, no me permito dormir, y siento que estoy destinado a ser esclavo de mi propia pena, de mi propia impotencia. Tengo el sentimiento que he sido terriblemente estafado por el gobierno, y lo peor es que nadie parece verlo. Todos parecen entusiasmados con el nuevo mundo que se está formando.

La gente me da náuseas, es cosa de verlos ahí, paseando a sus perros con sonrisas cínicas en sus rostros, saludando cortésmente al vecino mientras que en la comodidad del hogar es obvio que hablan de cuánto los desprecian, y probablemente ya estén maquinando la manera de delatarlos para lograr que les quemen sus papeles. Suena brutal, pero era algo que ya comenzaba a ser una práctica común mientras se formaban los cimientos de esta respetable nueva sociedad. Nadie parecía ver la crueldad vivida en la noche de los papeles quemados. Fácilmente volvieron a ensimismarse en sus problemas superficiales, y nadie se ha preguntado, ¿qué pasó con estas personas? “Se lo merecían”, dicen muchos. ¡Qué estupidez! Me impresiona la incapacidad de la gente de no ver más allá de sus caros zapatos italianos. Que no vean que lo que sea que hicieron o están haciendo se lo están haciendo a seres humanos. Ellos son los hijos de alguien, los hermanos de alguien, los hombres de alguien, las mujeres de... alguien.

Tragué violentamente saliva y decidí dejar de lado mis pensamientos intrusivos de una vez por todas. Era la única forma de seguir adelante sin que la vida comenzara a dar vueltas. No podía permitirme un mental breakdown en estos momentos. Tenía un lugar al que ir y debía mantener la mejor de las composturas.

Me acercaba por una avenida bastante concurrida del centro y me decidí, después de estar un rato revoloteando de un lado a otro por la misma vereda, a entrar a hablar con un ex político, quien recientemente había sido despedido bajo circunstancias sospechosas. Gracias a la selecta agenda de contactos de mi padre, logré encontrar un teléfono y una dirección. Me paré delante de un edificio de ladrillos y ventanas francesas. “Aquí es” me dije, luego de chequear la dirección de mi bolsillo. Tomé una bocanada de aire para seguir con mi trayecto. No sabía qué sacaba con hablar con ese sujeto, ni siquiera sabía si estaba conectado con la situación. Estaba solo siguiendo mi intuición diciéndome que no creyera en coincidencias, menos en el mundo político.

—Cálmate León —dije en voz alta, mientras me obligaba a mover un pie delante del otro—. Es solo una persona. Tú mismo lo has visto en las reuniones de papá con sus amigos, te has fumado puros con él.

Me percaté de que estaba hablando en un volumen más alto de lo que quería, y por unos momentos me preocupé de que alguien dudara de mi cordura. Afortunadamente, el barrio ya estaba deshabitado. Por supuesto, era un barrio de clase media. No era de extrañar que estuviera vacío.

Entré al edificio empujando unas grandes puertas color caoba. Me permití contemplar su apariencia por unos segundos, era un lindo edificio, de eso no cabía duda, pero los escombros y las ventanas rotas no favorecían para nada su estilo, que alguna vez fue elevado y pulcro, lleno de detalles característicos de principios del 1900. Seguí caminando, unas cuantas vueltas en la escalera de caracol, y ya había llegado a la dirección que tenía, un 403 oxidado marcaba la puerta que buscaba. Toqué dos veces y la puerta se abrió de par en par. El cuarto se veía como me esperaba, una planta de distribución normal, una sala de estar normal, un escritorio normal, una cocina americana normal, pero completamente destruido, y no parecía que nadie hubiese vivido allí en algún tiempo. Comencé a examinar el lugar hasta que pude sentir cómo un palo de hierro golpeó fuertemente mi sien, me volteé rápidamente y pude ver a un señor gordinflón en calzoncillos sudando de forma nerviosa al percatarse que el golpe no había sido lo suficientemente fuerte como para derribarme.

—No me haga daño se-eñor. Yo ya le dije que no sé nada, yo no sé nada, no me haga nada —balbuceó el señor Gordinflón quien, mirándolo más de cerca, pude concluir rápidamente que resultaba ser el amigo de mi padre, a quien buscaba.

—¿Señor Smith? —le dije con tono amable, casi tranquilizador.

—Tú no eres… ¿a qué vienes? ¿Por qué estás aquí? —dijo el señor Smith levantando su mirada.

—Señor, lo siento que lo moleste. Soy León el hijo de Benedetti, su amigo.

—Hijo de Benedetti ¿eh? ¿Qué lo trae por aquí? Yo no tengo ningún asunto pendiente con tu padre— su voz nerviosa cambió a un tono de voz seguro y netamente político.

—Solo venía a hacerle un par de preguntas sobre el paradero de los desaparecidos —agregué con tono vacilante. La verdad era que no sabía bien lo qué estaba haciendo ni lo que esperaba lograr con todo esto.

—¿Y qué le hace pensar que yo debería tener las respuestas que busca usted, joven León? —dijo con los ojos muy abiertos, podía percibir que ahora había pequeños rastros de miedo en su voz.

—Porque sé que algo raro ocurrió en el parlamento una semana antes del Día D. Sé que usted estuvo implicado en una situación no muy honorable, si me permite decir, señor Smith —esbocé una sonrisa de satisfacción. Quizás sí era capaz manejar la situación después de todo.

—Mocoso, qué vas a saber tú de lo que ocurre en el parlamento —soltó un carcajada burlona e incrédula.

—Puede que no lo sepa todo, pero escuché a mi papá hablar por teléfono ese día. Usted intentó reabrir un colegio municipal. Creo que aún existe algo de bondad en usted, Sr. Smith, bondad que no es bien vista en estos días. Verá, puede que con el antiguo gobierno haya pasado desapercibido, pero ¿quiere usted que el nuevo gobierno se entere? No sé si estará de acuerdo conmigo, pero imagino que hay una posibilidad bastante factible de que no se lo tomen muy bien. Después de todo, están quemando papeles por mucho menos —observé como su rostro se tornaba de todos colores, hasta finalmente sucumbir ante mis deseos.

—Está bien —dijo acomodándose en una silla junto a su escritorio, aún en calzoncillos, poniéndose unas gafas de lectura—. ¿Qué deseas saber, joven León? —agregó entrelazando sus dedos sobre la mesa y volviendo a tener una compostura política. Era como si yo fuera un periodista preguntándole sobre los detalles de su próxima campaña.

—Señor Smith, por favor dígame, ¿dónde reubicaron a los sin nombre? —intentaba mantener una postura de control, incluso imitaba el tono engreído que había escuchado tantas veces en los profesores de mi universidad.

—No lo sé —se apresuró en decir.

—¿Sabe si aún viven?

—No lo sé.

—¿Está usted tomándome por un tonto, señor? —le respondí ya alterado, aferrando mi mano al poco cabello que le quedaba.

—No lo sé, joven León, no lo sé. Yo mismo perdí a mi esposa, ¿crees que acaso no iría en su búsqueda si tuviera en mi poder semejante información? —dijo casi entre lágrimas.

—¿Cree usted que creo alguna palabra de lo que me está diciendo? —dije sacando una cuchilla de mi navaja suiza. Sabía que debía sacarla en caso que no funcionara conversar con él, pero el peso del acero en mi mano era estremecedor y casi me hizo sucumbir al miedo.

—¿Qué vas a hacer con eso, joven León? ¿Acaso piensas matarme? Un adulto inocente, un político, un hombre importante, ¿no crees que sería un poquitín imprudente? —dijo mostrando unos filosos caninos y entonando una sonrisa sarcástica.

—Ex político. Y con ni una pizca de inocente —le aclaré. La sonrisa se borró de su rostro y la cambió por una expresión vacía.

—Asesinar a un expolítico sigue siendo un crimen que hasta el viejo mundo castigaría —buscaba esperanzas en sus palabras.

—Pruébame —contesté apretando aún más el cuchillo contra su yugular.

—¡Jajajá! Tus dedos tiemblan como si fueran a caer de tus manos. Tu postura de chico rudo ni siquiera llega a tu mirada, y dudo que tu desesperación sea tan grande como para manchar tus papeles de por vida. Soy político, joven León, conozco a la gente, sobre todo a los mentirosos. Ese es mi trabajo: conocer a los maestros del engaño y aspirar a ser mejor que ellos. Permíteme decirte, joven León, que tú no eres muy bueno. No te atreverías.

El señor Smith tenía un tono altanero. A pesar de que estaba en lo cierto en casi todas sus lecturas, se equivocaba en algo: mi desesperación sí era grande, lo bastante como para teñir mis papeles y mis manos de rojo.

—Si usted lo dice —dije apretando mucho más la navaja hasta penetrar la primera capa de piel. Pude ver cómo la desesperación se apoderaba de su cuerpo.

—Espera, espera —dijo el señor Smith entre dientes, algo jadeante.

—¿Desea ahora entablar una conversación conmigo, honorable? —le hablé en tono sarcástico. Su expresión sumisa y llena de ira me dio una inmensa satisfacción que me hizo odiarme un poco a mí mismo.

—Sí, sé algo —comenzó diciendo mientras se acomodaba en su respaldo.

—Prosiga —le dije al señor Smith mientras relajaba mi postura, aunque sin abandonar mi estado de alerta.

—El mundo está loco, joven León. Le advierto que sabiendo esta información no está a salvo, y que una vez mis labios emitan el secreto y sus oídos reciban el mensaje, no hay vuelta atrás.

La advertencia parecía real. Sin embargo, sentía que ya no tenía mucho más que perder.

—Será un riesgo que tendré que correr —dije con tono calmado, mientras amarraba los regordetes brazos del señor Smith con una cuerda que llevaba en mi mochila.

—Joven León, esta gente no ha sido eliminada. La Fortaleza no quería manchar sus manos de sangre. No podían, no al menos si querían crear el mundo que predican estar formando. Por meses se habló del Día D y de cómo se convencería a la gente de quedarse en la Fortaleza. Había que dejarlos tranquilos con que no hubo genocidio ni injusticia alguna. He ahí cuando comenzó la propaganda y la clausura de proyectos e instituciones sociales.

Recordaba claramente las acciones que describía Smith, se sentía como el inicio de una crisis nunca antes vista y la culpa de la creciente inflación y desempleo recayó, al menos para la prensa, sobre la clase trabajadora.

—Y si lo que querían era que la gente creyera que fue un acto protector y justo, ¿cómo es que nadie sabe dónde están los sin nombre? —estaba desconcertado. No entendía mucho la lógica detrás del plan maestro del gobierno, y mucho menos comprendía la reacción de la gente ante el Día D.

—El cómo recae en la sociedad, joven León. Resultó ser que la propaganda se esparció rápido en los grupos sociales a los cuales debía llegar. Una vez que nos dimos cuenta que los grupos privilegiados estaban convencidos que la llegada de un nuevo mundo, utópico, sin deudores, limosna o delincuencia, estaba a la vuelta de la esquina, estaban dispuestos a pagar un precio por ello. Y si aquel pequeño precio resultaba ser vidas humanas, parecía ser razonable en relación a las ganancias, siempre y cuando, aquellas vidas no fueran las de los suyos, por supuesto. Se nos facilitó el trabajo, la misma sociedad siguió un status quo y consumió de forma casi instantánea el recuerdo de los sin nombre. Así de fácil, como si jamás hubieran existido.

—Malditas ratas —acusé con asco.

—¿Olvidas que tú eres parte de esta sociedad de ratas también? —volvió a interpelarme con su pomposo tono político.

—Jamás haría algo tan asqueroso como cambiar vidas humanas por comodidad.

—¿Estás seguro de eso? Acá te veo, bien vestido, bien bañado, bien comido. Si de verdad hubieras defendido la causa te habrías ido con ellos o habrías manchado ya tus papeles. Tal como hicieron muchos documentados que no pudieron soportar la idea de pagar su comodidad en vidas humanas. Sin embargo, acá estás —dijo mientras arqueaba una ceja.

Me quedé en silencio. Tenía razón, era una rata asquerosa por dejarla ir, por no rogar que me llevaran a mí en vez de ella, por ser un cobarde.

—Y bien, joven León…

Al parecer esperaba alguna especie de respuesta o reacción de mi parte. Me acerqué a él.

—Podré ser una rata asquerosa, pero de algo vale que esté aquí, ¿o cree usted que hablar con un idiota es placentero para mí? —estaba genuinamente enrabiado.

—Guarda tus insultos para alguien a quien le hieran. A mí, ni las balas me atraviesan, luego de mi larga travesía política.

—Pero al parecer navajas sí lo atraviesan —dije apuntando el pequeño corte en su garganta. Observé como su mirada se tornaba temerosa nuevamente. Me quede así un rato, disfrutando de su miedo, de su vulnerabilidad. Luego de unos segundos que parecieron eternos en los que ambos permanecimos en silencio agregué—: Señor Smith, temo que esta visita se está tornando tediosa para ambos, así que iré al grano —tomé mi navaja y el acero me hizo estremecer nuevamente. Busqué la yugular con mi mirada y sitúe el frío acero justo encima de ella—. ¿Dónde encuentro a los sin nombre?

—No puedo decírtelo.

—Mmmh, creo que podemos renegociar esa respuesta —dije presionando aún más mi navaja.

—No puedo decírtelo, porque no lo sé con certeza, joven León.

—Te puedo refrescar la memoria.

Me abalancé sobre su mano, con la intención de cortarle un dedo o dos. No me servía muerto, así que no sería inteligente cortarle la garganta.

—¡Detente! —exclamó el señor Smith cubierto en sudor—. Detrás de las montañas, luego de la mina abandonada y el alambre de púas, en el bosque más lejano y mortífero yacen los sin nombre. O al menos así cuentan las malas lenguas —dijo entre risas nerviosas—. Hacer vivir para dejar morir, joven León. Tal como te decía, la Fortaleza no quería manchar sus manos con sangre. Pero te sorprendería ver la facilidad con que la naturaleza mata tan rápido como un cuchillo.

—Quizá me gustaría mostrarte qué tan rápido mata un cuchillo —le mostré la cuchilla de mi navaja—. Pero preferiría no mancharme las manos con la sangre de un cerdo como tú. ¿No te dolió ver cómo la maltrataban al subirse al camión? ¿O ya olvidaste a tu esposa? —sus ojos se tornaron furiosos, inyectados en sangre—. Siento asco de cómo consumió tan rápido como a un extraño el recuerdo de su propia esposa. Apuesto a que ya dejó de pronunciar su nombre, ¿o no? —observé por última vez su mirada desconcertada, no le desaté las manos y dejé en su regazo una fotografía casi consumida por las cenizas de su esposa. Me marché sin mirar atrás ignorando los insultos y gritos del gordinflón Señor Smith.

*Ni me reconozco. Hacer vivir para dejar morir, soy una rata. La amo. Cállate y duérmete. Solo olvídalo. Mañana será un nuevo día*

Capítulo 3 - Lo último que me dijo (León)

Esta mañana había algo diferente en mí. Sentía por un lado una enorme vergüenza de pertenecer a la selecta nueva sociedad que me rodeaba y tanto criticaba, pero al mismo tiempo me sentía más despierto que nunca. Estaba listo para tomar acción, justicia por mis propias manos. Costara lo que costara.

Bajé las escaleras, me dirigí a la cocina, y observé a mi padre beber su café matutino mientras leía los encabezados de un periódico. Le sonreí y actué como de costumbre, todo rutinario, todo perfecto, todo una farsa. Mamá miraba altaneramente a la empleada que recientemente había quebrado un plato, amenazaba con disminuir su paga y hasta de quemar sus papeles, después de todo era una transitoria: una persona humilde sin deudas que hoy es utilizada y reprimida por la Fortaleza. Su vida no es mucho más alentadora que un sin nombre, y probablemente su destino sea convertirse prontamente en uno. Hay una razón por la que los llaman transitorios, cabos sueltos para el gobierno, supongo.

Mi padre deja de lado su lectura para dirigirse hacia donde estaba, me dice que no debo seguir estudiando, que él ya tiene grandes planes. No es de extrañarse que tenga planes para mí, siempre los ha tenido. Fue Arabella la que me llevó a estudiar lo que quería, pero ahora que no está, no puedo encontrar fuerzas suficientes para seguir estudiando, o hacer cualquier otra cosa si soy honesto. Es difícil nadar en contra de la corriente, más aún cuando estás solo. Ella me acompañaba y me sacaba de mi zona de confort como nadie, pero ahora que no está, no sé si alguna vez volveré a sentir esa sensación de somos tú y yo contra el mundo. Sacudí un poco la cabeza para aclarar mi mente. Debía dejar de pensar en ella en pasado, como si estuviera muerta, aún no tenía certezas de nada. Intenté aferrarme a esa incertidumbre como si fuera un mantra.

Asentí ante mi padre sin darle mucha importancia a lo que estaba diciendo. Pedí me excusara y me levanté para dirigirme a mi vieja armónica. Me senté en la banqueta de nuestro reluciente piano de cola. Nadie en mi casa tocaba, y sin embargo ahí estaba, solo otro costoso adorno en el mausoleo viviente de los Benedetti. Comencé a resoplar las celdillas de la vieja armónica de mi abuelo y me permití recordar algunos momentos memorables con amigos alrededor de una fogata, muchos de ellos ahora sin nombre, y entre ellos, el recuerdo de Arabella, riendo y cantando. Tan grácil que hasta las llamas del fogón parecían envidiar su piel oliva y ojos negros profundos. Observé la lluvia caer en mi ventana y me pregunté dónde estaría ella, si tendría abrigo, comida, o incluso si aún respirase. Sentí náuseas al imaginar su cuerpo inerte sin vida.

—León, recuerda que mañana tienes la entrevista con Matta, no lo hagas esperar. Ya me está haciendo un gran favor con darte el trabajo sabiendo que estabas saliendo con una sin nombre —dijo mi padre con tono autoritario. Al parecer no se había rendido con el tema sobre mi futuro, el tema de sus grandes planes.

—Su nombre es Arabella, papá.

—Debes cuidar tus palabras hijo. La Fortaleza no aguantará que andes nombrando a gente del pasado. Una cosa que ya no pertenece aquí, te tomarán como un mentiroso o, peor aún, un traidor. ¿Has escuchado lo que les hacen a los traidores hoy en día, Leo?

Continuó sermoneando, tomándose su tiempo. Vocalizando lentamente palabra por palabra, como si se dirigiera a un estúpido. Odiaba ese tono de superioridad, pero estaba acostumbrado. Después de todo, era así como a mi padre le gustaba hablarme.

—Una cosa papá, ¿en serio? Tres años con ella, viniendo, cenando con ustedes. Estando con nosotros para los buenos y malos momentos, y para ti luego de un mes, es una cosa. ¡Una cosa! —tenía tanta rabia que solté una carcajada incrédula. Mi padre intentó empezar a decir algo que sonaba como un regaño, pero lo detuve antes que pudiera continuar con su sermón—. Sabes papá, ahórrate tus palabras. Me voy —me levanté de golpe y dejé de escucharlo. Debía prepararme.

Hacía frío, tomé el chaquetón más grueso que encontré y me puse los botines más resistentes que tenía. El último toque era el arma que le robé a mi republicano padre. La pistola pesaba en el borde de mi pantalón y la dejé cubierta estratégicamente por el chaquetón. Antes de irme, besé a mi madre en la frente y le susurré al oído.

—Adiós mamá, aún creo en ti.

A mi padre lo observé con regocijo, para culminar en un frívolo, aunque necesario abrazo de despedida. Ellos no sabían que era un adiós, creían que era un berrinche y que volvería a casa antes del toque de queda para cenar y discutir sobre mi futuro laboral. Ellos, como de costumbre, no tenían idea de nada. Nada de nada.

Emprendí una caminata de una hora que me llevó hasta la Biblioteca Nacional. Detrás del mostrador, una señora con lentes y de aspecto serio me dio la bienvenida con una mueca de cortesía que hasta un hombre recién salido de un examen de próstata podría mejorar. Y yo, por mi parte, intenté poner mi mejor sonrisa.

—Buenos días, em… Cindy —dije luego de leer su credencial de trabajo.

—Buenos días, joven. ¿En qué lo puedo ayudar? —respondió en una voz nasal, manteniendo una postura neutra, carente de emociones.

—Estaba esperando leer unos planos. Es para un trabajo de investigación para la universidad. Soy estudiante de arquitectura, y mi tema de tesis es acerca de circulaciones en minas antiguas. ¿Podría usted señalarme dónde puedo encontrar información sobre eso? —le guiñé un ojo. Intentaba hacerme el juguetón, porque estaba nervioso. Prefería que Cindy pensara que era un patán antes que un mentiroso.

Era pésimo mintiendo, pero al menos la parte de estudiante de arquitectura era cierta. Me aferré a esa media verdad.

—¿En qué clase de minas estás interesado? —respondió sin hacer contacto visual.

—Cindy, cariño. Pensaba en alguna local, como esa que está a las afueras de la ciudad a un par de kilómetros al oeste. Ojo de Dragón, creo que se llama, ¿tienes algo de información sobre esa? —el papel de patán se me daba bien.

—No se nos tiene permitido mostrar a ningún civil los planos de esa mina. Fue clausurada por un accidente bastante grave, además, no se permite la entrada a ese lugar. Dudo que puedas hacer un trabajo allí, deberías hablar con tu institución educativa de inmediato —dijo con cara de pocos amigos y una voz más robótica que la de Stephen Hawking.

—Realmente necesito información sobre esa mina en particular. Cómo le contaba, es parte de mi tesis y ya entregué el tema. Mi profesor me reprobará sin pensarlo dos veces, si es que cambio la investigación a estas alturas —dije casi rogando.

—Ya le dije que es imposible —respondió sin siquiera arrugarse un poco.

Estaba a punto de rendirme, cuando vi a un joven con una pila de libros, que se cruzó frente a mí. Casi tropezó con mi pie, se le cayeron un par de libros, me estiré a recogerlos y lo reconocí de inmediato. Era un compañero de mi universidad. Su rostro jovial y su sonrisa de filosos caninos parecían haberme reconocido.

—¡Alex! —exclamé con alegría.

—¡León! ¿cómo estás, compadre? —dijo estrechándome en un amistoso abrazo.

—Digamos que he vivido mejores momentos.

Nadie se atrevía a comentarlo en mi casa, pero yo sabía que estaba hecho un desastre.

—Lo sé, el mundo está vuelto loco. Tuve suerte de no haber terminado con mis papeles quemados. Mis viejos salieron de deudas hace un año solamente —dijo Alex. Su rostro jovial se tornaba sombrío.

—Me alegra no ser el único que piensa que hay algo realmente macabro detrás de toda esta mierda de mundo feliz —dije esbozando una media sonrisa y cuidando mi tono de voz para que no nos escucharan.

—Concuerdo. Es totalmente retorcido. La mitad del curso desapareció luego del Día D, de no haber sabido que eras hijo del gran Benedetti te habría dado por muerto o sin nombre también. Pero, ¿por qué abandonaste a mitad de semestre? —hizo una pausa, mi estómago comenzó a dar vueltas—. No me digas que Arabella…

—Así es, Alex —respondí en un tono seco, que cortó de inmediato el aire amistoso que se había formado.

—Yo… —titubeó—. Lo siento amigo, ustedes… bueno, ella era genial. Digo, juntos como pareja también eran perfectos. De verdad lo siento —esta última frase se ahogó en un susurro cargado de culpabilidad.

—Está bien. De verdad, no te sientas así, no lo sabías. Además, gracias por nombrarla, es bueno escuchar su nombre en voz alta —dije intentando sonreír, aunque creo que resultó ser una expresión más apagada que la del hombre saliendo de un examen de próstata y la de la bibliotecaria juntas.

—Sí —asintió cabizbajo.

Hubo un silencio incómodo.

—Será mejor que me vaya.

La bibliotecaria ya empezaba a molestarse con nuestra conversación de pasillo y yo no quería causar problemas.

—Sí —coincidió.

Me di media vuelta y me dirigí a la salida arrastrando un poco los pies, el sonido de mis bototos toscos sobre el parqué de madera me hacían sentir como un fracasado.

—Hey, León —Alex me detuvo— Si hay algo que pueda hacer por ti, lo que sea, solo dímelo por favor. Quedan pocas personas que piensan como nosotros. Siento como si me fuera a volver loco.

Conocía bien ese sentimiento.

—¿Lo que sea? —sonreí, esta vez con satisfacción— Creo que si hay un temita con el que podrías ayudarme, ¿a qué partes de la biblioteca tienes acceso exactamente?

—A casi todas, diría yo —se unió a mi sonrisa. Esa era una de las cosas que me agradaban de Alex, era un gran amigo, siempre dispuesto a compartir una sonrisa contigo—. ¿Qué buscas?

—Unos planos de Ojo de Dragón —dije en un tono más alto del que me hubiera gustado.

—¡Shht! —me regañó Alex—. No se habla de esa mierda aquí, delante de todos, amigo. Por aquí —dijo señalando un largo pasillo. Lo seguí.

Alex se detuvo ante una puerta. Era antigua, algo oxidada, detrás de ella te encontrabas con unas majestuosas escaleras de caracol que conectaban con un pequeño balcón señorial donde había una montaña de planos. Algunos parecían estar desde los inicios de la ciudad. Alex se escabulló en una sección.

—¿Me puedes creer que luego del Día D estos planos fueron mandados a destruir? —sí, podía creerlo. Hizo una pausa y prosiguió—: No tenía mucho sentido para mí, porque esa mina ha estado abandonada por años. No entendía por qué de pronto una mina vieja y abandonada sería de interés para una banda de ricachones con complejos de Hitler —probablemente esperaba sacarme una sonrisa, pero estaba demasiado nervioso para reaccionar, así que continuó explicando—. Bueno, en fin. Mi papá tuvo que hacer algunas movidas arriesgadas, pero logró impedir que destruyeran el documento, sin antes hacer una copia —dijo mientras sacaba una caja fuerte.

—Supongo que tendremos que abrirla —empezaba a impacientarme.

—Mi papá me mataría si supiera que te estoy mostrando esto. Pero me he estado matando la cabeza pensando en qué tienen de especiales estos planos, qué es de tanto interés para la Fortaleza. Siento que quizás esto podría hacerte más sentido a ti que a mí —él también parecía haberle dado muchas vueltas al asunto. Había algo que no calzaba.

—Alex, si esto te va a traer muchos problemas, prefiero que te quedes fuera de esto. Puedo encontrar otra forma.

Comenzaba a preocuparme. Si esto realmente era importante, ambos estábamos peligrando en muchos sentidos.

—Amigo, el mundo está hecho una mierda estos días. Es difícil encontrar a personas como tú —sonrió un poco y agregó—: Vale la pena el riesgo, y alguien debe tomarlo.

—Eres un puto santo —me abalancé a abrazarlo.

—Lo sé, lo sé —dijo mientras me entregaba con cuidado el documento en mis manos —ahora toma esto y vete por la puerta de atrás. Nadie puede saber que son los planos de la mina. Solo, solo… cuídate ¿sí? —su expresión juguetona se transformó en una de inquietud.

—Quizás pueda patear algunas bolas narcisistas después de todo. Gracias a ti —sonreí un poco para quitarle algo de tensión a la situación.

—Realmente lo espero, Leo —imitó mi sonrisa mientras se despedía de mí con un cariñoso abrazo.

Seguí caminando en la dirección que me indicó Alex. Temía que sí dejaba de caminar, quedaría paralizado por siempre. Me dirigí sin vacilar al bosque cerca de la ciudad donde solía ver a Arabella, y sentí cómo mi corazón se detenía unos momentos al recordar ese fatídico día. Tuve que obligarme a respirar nuevamente de forma normal, pero el aire se hacía más denso cada vez que un flashback revoloteaba por mi cabeza. Me obligué a encerrar esos recuerdos y a recuperar mi compostura, sabía que no tenía mucho tiempo y que debía ser extremadamente cuidadoso con este documento. Debía estar alerta, no era el momento para ser vulnerable ni mucho menos darles espacio a mis sentimientos.

Chequeé una y otra vez si me encontraba totalmente solo. Una vez seguro de que no había moros en la costa abrí el documento. Eran unos planos normales, de una mina muy antigua, un recorrido complejo, y al parecer, no muy seguro. Estaba decidido a explorar el área, era un verdadero avance en la búsqueda de Arabella. La esperanza que sentía con este nuevo hallazgo podría acabar con mi insomnio al menos por esta noche. Me paré bruscamente y corrí a mi casa. Creía que no volvería, pero dada la complejidad del asunto debía planearlo bien. Primero debía explorar el área, luego actuar. “Paciencia”, me dije observando mis ojeras en mi reflejo del celular.

Llegué hecho un torbellino a la casa y tomé una cantidad estúpida de provisiones de la cocina por si me daba hambre, y aunque no esperaba pasar más allá de cinco horas en la mina, no podía permitirme errores. Debía estar preparado para cualquier tipo de contratiempo. Así que fui al armario de alpinismo de mi papá. Todos los productos aún permanecían con la etiqueta: mi papá no era particularmente un gran alpinista, solo aparentaba serlo. Tomé un par de cuerdas, una bengala y una linterna. No me preocupaba de ser discreto, ya que sabía que mi casa estaba vacía a esas horas de la tarde. Me apresuré a la puerta, sin antes poner la mano en mi cintura, donde aún podía sentir el peso del acero de la pistola de mi padre. “Mantén la compostura”, me dije entre dientes. “Sabes que debes usarla en caso de ser necesario”.

Capítulo 4 - Subterra (León)

La mina Ojo de Dragón se encontraba relativamente cerca de la Fortaleza, a unos treinta kilómetros al oeste. Pensé en tomar un autobús para que mis papás no sospecharan si veían que mi moto había desaparecido, pero luego recordé que ya no existían autobuses y mucho menos habría transporte con destino a un lugar de acceso restringido. Aún no me acostumbraba al nuevo orden.

No me quedaba más remedio que sacar mi vieja Harley.

El clima era frío y cortaba mi tez ligeramente bronceada. El motor rugía como nunca antes, con velocidad constante hacia el oeste. Escuchaba retumbar mi corazón en cada rincón de mi cuerpo, y en medio de este estado maniaco, ebrio de emoción, me permití recordarla: “Ella no puede estar muerta”, me repetía. Llena de vida, de sueños, me niego a pensar que su vida terminó. No al menos aquel día, no al menos de esa forma. Esta idea me impulsaba a seguir adelante, a tener esperanza, y una pequeña parte de mí, aunque no creyera en lo absoluto en tonterías de intuición o conexiones místicas, estaba segura de que me acercaba hacia donde ella estaba.

Detuve en seco el motor al llegar a lo que parecía ser el pueblo más abandonado del mundo. Podía notar que alguna vez había sido un lindo pueblo. De esos que parecen demasiado perfectos y un poco falsos, casi de utilería. Ahora no era más que un montón de escombros. La mina abandonada se encontraba solo unas cuadras más allá, y decidí caminarlas en vez de ir en la moto, para hacer el menor ruido posible en caso que alguien estuviera custodiando la zona. El viejo León me encontraría muy paranoico por ser tan cauteloso. Pero hoy entonces todo era muy Orwell, 1984, y el gran hermano nos observaba en todo momento.

A medio camino me encontré con una reja, la salté sin pensarlo mucho. “¡Auch!”, me quejé. Una parte oxidada de la reja se hundió en mi piel, y vi cómo la sangre borboteaba por mi pierna. Debía seguir adelante. No era momento para temerle al tétanos. Usé una parte de mi polera como vendaje para detener el sangrado y seguí mi camino.

Llegué hasta la entrada de la mina y entré a una cueva que olía peor que mi habitación luego de un examen final de taller. Me apoyé en una piedra y cuidadosamente tracé la que parecía ser la mejor ruta en el mapa para llegar al otro lado. Esperaba encontrar una pista que me llevara a los sin nombre, aunque aún no tenía planes sobre qué hacer si los llegaba a encontrar.

Seguí la ruta trazada paso por paso, alumbrando cada rincón de ese infernal hoyo con minerales, intentando no tropezarme ni caer en algún barranco. No me sorprendía que hubieran clausurado la mina. Se sentía como un lugar que no cumplía con las normativas mínimas de seguridad.

Estaba completamente solo, pero luego de un rato adentrándome en la oscuridad, comencé a escuchar unos pasos detrás mío. Creí estar volviéndome loco. Quizás había aspirado algún tipo de gas tóxico durante el trayecto y me encontraba bajo el efecto de algún tipo de alucinación, pero los pasos se volvieron más evidentes y se escuchaban cada vez más cerca. Apagué mi linterna y avancé cuidadosamente hasta refugiarme detrás de una pared de piedra. Comencé a oír los pasos nuevamente, cada uno más fuerte y pesado que el anterior. Luego de unos segundos pude distinguir la figura de dos uniformados en el acto. Tuve que obligarme a controlar mi respiración entrecortada por el ¿miedo? No podía decidirme si les temía o si era una rabia infinita ante su presencia.

Podía notar que ya sabían que había alguien más en la mina, me estaban buscando. En cuanto mis ojos se acostumbraron a la penumbra, pude ver una pequeña piedra al lado de mi zapato, la tomé entre mis dedos y se me ocurrió arrojarla en la posición más contraria de donde yo estaba.

—Hey, Di Leo, ¡por acá! —dijo uno ellos. El otro lo siguió y ambos desaparecieron en la oscuridad.

Al parecer la distracción había funcionado, suspiré aliviado. Creí que estaba todo bajo control, pero súbitamente sentí que unos gruesos brazos rodeaban mi cuello, impidiéndome moverme y respirar. Miré al suelo, y me di cuenta que mi pierna seguía sangrando y probablemente un rastro de sangre era lo que me había delatado.

—¿Pero qué tenemos aquí? —dijo un tercer uniformado de cuya existencia no me había percatado— ¿Tu mamá no te enseñó a no meterte donde no te incumbe? —se mofaba, parecía disfrutar de verme luchar por cada bocanada de aire.

—¡Así que pescaste un pez gordo, Will! —habló uno de los otros dos uniformados. Ambos se incorporaron al tercer uniformado, Will.

—¡Veamos cómo aletea! —agregó riéndose el otro uniformado, a quien llamaban Di Leo. Se aproximó hacia mí y me levanto por el cuello contra la muralla—. ¿Te parece buena idea andar por estos lugares? Un chico como tú no debería estar merodeando por ahí sin supervisión —su tono era irónico y pomposo.

—De haber sabido que me encontraría con ratas como tú, no habría venido —escupí directo a sus bototos militares y agregué—: Pensaba que solo se encontraban en la Fortaleza.

Emitió una risa maliciosa, se dio una vuelta y con un garrotazo izquierdo golpeó mi nariz, inmediatamente sentí como se quebraba. Siguió burlándose triunfante mientras me retorcía en el suelo, producto de una patada directo a mi estómago que esta vez ejecutó Will.

—¡Mira esto Guzmán! —señaló Di Leo en dirección a donde estaban los planos de la mina.

—Creo que tienes algo que nos pertenece —dijo el tercer militar, Guzmán, apuntando a mi bolso.

—No sé de que están hablando —intenté sonar lo más ignorante posible, pero a juzgar por sus expresiones no fui convincente.

—No es exactamente lo que nos informaron, joven Benedetti —dijo Guzmán, y mi piel se erizó al percatarme que conocían mi nombre.

—¿Cómo saben mi nombre? —dije con una voz ahogada. Aún me estaba recuperando de los golpes.

—Un pajarito por ahí nos contó un poco de tus planes. —Di Leo se pavoneó.

—¿¡Quién!? —nadie respondió—. ¡Quién! —esta vez grité.

Will comenzó a reírse como un loco.

—Te puedo decir quién no lo hizo —dijo mientras sacaba de un bolso una cabeza humana. Le reconocí enseguida.

—¡Alex! —mis ojos se llenaron de lágrimas—. Mierda. Alex, ¡no! ¡No! —los observé con rabia e impotencia. Él estaba muerto. Uno de los seres más inocentes que había conocido, había sido brutalmente asesinado en manos de los que se suponía debían proteger a su gente. Me encontré a mí mismo de rodillas observando la cabeza de Alex, antes llena de vida, y ahora con la mirada perdida. Sin rastros de su sonrisa característica que siempre se sentía tan cálida y confidente. Me encontré a mí mismo llorando, de culpa, de pena, de rabia, y una vez que pude aclarar un poco mi vista y mi garganta entre sollozos pude concluir—: Fue Smith, ¿no es así?

—Quizás no debiste jugar con un tiburón Benedetti, después de todo es político. Lo subestimaste —explicó Guzmán. Parecía casi empatizar con lo que estaba viviendo.

Mi vista se nubló de rojo, y de un momento a otro comencé a tirar golpes por todos lados. No podía quedarme sentado, no podía estar frente a los asesinos de Alex y no hacer nada. Le debía mucho más que eso. Con un manotazo, logré aturdir al primero, pero el segundo se abalanzó a reducirme, y así fue cómo me vi envuelto en una batalla en la que sabía que no podía ganar. Sabía que era hora, saqué el arma de mi padre y el peso del gatillo danzó peligrosamente en mi mano. Tenía miedo, no quería convertirme en asesino, pero tampoco veía otras posibilidades para salir vivo de esta.

—¿Qué intentas hacer con eso, chico? —dijo Di Leo en tono persuasivo, ya no reía ni se mofaba.

—No se muevan, o les juro que…

—O les juro que ¿qué? ¿Qué vas a hacer? —me detuvo Guzmán.

—Les juro que los mato aquí mismo —dije intentando cuidar que mi voz no se quebrara, a pesar de la desesperación.

Guzmán rio y dijo:

—El chico era un buen amigo —hizo una pausa—. A pesar de que él sabía que teníamos conocimiento de que habían estado juntos en la biblioteca te encubrió hasta el último momento. Ignorantes habrían dicho que ese chico era valiente. Era un buen amigo, sí. Un chico valiente, no. Se sabe que, si tienes coraje, si llegas al momento de enfrentar la muerte, la miras a la cara sin vacilar o rogar, y vaya que rogó por su vida el muchacho. Dio una buena lucha, lástima que no fuese suficiente. Debo decir que mi parte favorita fue cuando le arranqué la cabeza para no seguir escuchando sus ruegos.

—Eres una mierda, ¿lo sabías? —dije en seco, sin dejar de apuntarlos con el arma.

—Al menos soy una mierda viva —sabía qué Guzmán estaba tratando de jugar con mi mente, y estaba funcionando.

—¡Cállate! —grité.

Estaba decidido en apretar el gatillo, pero antes de poder disparar sentí lo que parecía ser una vara de metal golpeando mi nuca. Luego dolor. Luego sangre. Luego nada.

Desperté entre pitidos y un fuerte hedor a desinfectante. Abrí los ojos sintiendo un dolor punzante en mi cabeza y estómago. A juzgar por los revoloteos de gente en bata blanca concluí que me encontraba en un hospital. Mientras recuperaba la conciencia, pude ver que no estaba solo en la habitación, sino que una figura maciza se encontraba a mi lado en todo momento.

—Buenos días —dijo la silueta que comenzaba a tomar una forma más nítida con cada parpadeo.

Intenté moverme, pero el dolor me limitaba. Intenté apoyar el brazo para levantarme un poco sin hacer mayor esfuerzo con mi abdomen, pero una esposa alrededor de mi muñeca hizo que el movimiento fuera en vano.

—¿Qué mierda? —me alarmé.

No recordaba nada luego del golpe en la cabeza, ¿estaba arrestado? ¿Había alcanzado a accionar el arma?

—Debes guardar la calma, joven León, recupera tus fuerzas —me dijo el sujeto, mientras me empujaba levemente hacia atrás para que volviera a recostarme en la camilla.

No entendía bien la situación, estaba aturdido. Intenté buscar el último recuerdo que tenía antes de perder la conciencia, pero solo recordé el dolor. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? Cada momento en el que me encontraba ausente importaba. Estaba en un lío, y en uno muy grande. Intentaba llenar los vacíos una y otra vez, pero los flashbacks resultaban ser imágenes borrosas de doctores murmurando cosas a mi alrededor. Entre mi desesperación de no saber lo que ocurría, levanté la mirada para ver quién era el sujeto que yacía inmóvil a mi lado.

—¿Señor Smith? —pregunté vacilando.

—El mismo —arqueó una ceja. Parecía esperar alguna reacción en mí.