La guerra de la henna - Adiba Jaigirdar - E-Book

La guerra de la henna E-Book

Adiba Jaigirdar

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Beschreibung

uando Nishat sale del armario con sus padres, estos le dicen que las chicas musulmanas no pueden ser lesbianas. Sin embargo, Nishat no puede decirle a su corazón quién le tiene que atraer. Y le atrae mucho Flávia, una antigua compañera de clase que ha regresado a Dublín. Flávia es artista y hace unos tatuajes de henna preciosos, pero a Nishat le duele que utilice una técnica que forma parte esencial de la cultura bengalí. Así que, cuando el colegio organiza una competición escolar, Nishat decide demostrarle a Flávia que es mucho mejor que ella haciendo tatuajes de henna… «Jaigirdar combina las cuestiones del racismo y la homofobia con un argumento trepidante y lleno de personajes con matices. Imposible dejarlo». (Kirkus, reseña destacada) «Divertida y dolorosa por turnos, escrita con sólida convicción y un estilo ligero, es un debut magnífico». (The Guardian)

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Índice
Gracias
La guerra de la henna
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Fin
Agradecimientos de la autora
Notas de la traducción
Créditos

Gracias

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La guerra de la henna

(The Henna Wars)

Avisos de contenido

En este libro hay escenas de racismo, homofobia, acoso y la salida del armario de un personaje contra su voluntad.

De acuerdo con la intencionalidad de la autora, nos hemos abstenido de añadir notas a pie de página para algunos de los términos que se refieren a la cultura bengalí. Os invitamos a investigar por vuestra cuenta sobre las tradiciones y culturas de Asia Meridional.

Para las chicas de piel oscura que no son heterosexuales. Este es para vosotras.

I donate my truth to you like I’m rich The truth is love ain’t got no off switch

Os regalo mi verdad como si fuera rica. Lo cierto es que el amor no tiene botón de apagado.

Janelle Monáe, Pynk

1

Decido salir del armario en la fiesta de compromiso de la prima Sunny.

No por la prima Sunny y su futuro marido, o por el ambiente nupcial que hay en el aire. Tampoco porque todo lo relacionado con una boda bengalí sea tan heterosexual que da náuseas.

Decido hacerlo por la forma en que mi madre y mi padre miran a la prima Sunny, con una mezcla de orgullo, cariño y anhelo. No es algo que sientan específicamente por ella; en realidad es algo que sienten al pensar en el futuro. En nuestro futuro; el mío y el de Priti. Casi les veo planearlo mentalmente; hacer castillos en el aire con sueños de saris rojos y fantasías de joyas nupciales doradas y recargadas.

Nunca he creído que mis padres fueran tradicionalistas. Los consideraba unos pioneros, gente que había conseguido cosas que parecían imposibles. Habían roto una de las tradiciones más rígidas de nuestra cultura y su matrimonio es de esos que los bengalíes llaman «por amor». Nunca nos contaron la historia, pero yo siempre me imagino el momento en que se conocieron como de película. Como de una película de Bollywood, para ser más exactos. Sus ojos se encuentran en medio de una sala abarrotada, puede que en la boda de algún pariente lejano. Mi madre lleva un sari; mi padre, un sherwani. De repente, empieza a sonar una canción de fondo, algo romántico pero con ritmo.

El matrimonio «por amor» de mis padres es una de las razones por las que les va tan bien aquí, a pesar de estar tan lejos de la familia y no tener una gran red de apoyo. A pesar de no tener nada, más bien. Un día decidieron abandonar sus vidas anteriores para marcharse a Irlanda, para traernos aquí. Para ofrecernos una vida mejor, o eso decían, aunque en cierto modo siguen anclados al pasado, a Bangladés y a todas las costumbres bengalíes.

Por desgracia, una de ellas es que una boda se celebre entre una mujer y un hombre.

Pero mis padres dejaron atrás las costumbres que dictaban que el amor antes del matrimonio era inaceptable, y que el amor después del matrimonio había que ocultarlo bajo llave en el dormitorio, como si fuera un secreto vergonzoso. Así que tal vez, solo tal vez, podrían aceptar esta otra variante del amor que florece en mi pecho al ver a Deepika Padukone en una película de Bollywood, y que no aparece en absoluto cuando veo al protagonista masculino.

Así que me paso la fiesta de compromiso tratando de encontrar el momento perfecto para salir del armario y preguntándome si dicho momento existe. Intento recordar cada película, serie de televisión o libro que alguna vez haya visto o leído con protagonistas homosexuales, o con personajes secundarios homosexuales. Todas sus salidas del armario eran siempre trágicamente dolorosas. ¡Y todos eran blancos!

—¿Qué haces? —me pregunta Priti al verme escribir en el teléfono en medio de la ceremonia de compromiso.

La mirada de todo el mundo está fija en los futuros novios, así que pensé que era el mejor momento para buscar «lesbianas + finales felices» en Google sin que nadie me espiara por encima del hombro. Me guardo el teléfono en el bolso y le dirijo una mirada de lo más inocente.

—Nada, nada.

Ella entrecierra los ojos como si no me creyera, pero no insiste y vuelve a mirar a los futuros novios. Sé que Priti intentará disuadirme si le cuento lo que pienso hacer, pero también sé que no voy a cambiar de idea. No puedo seguir viviendo en una mentira. En algún momento tendré que contárselo a mis padres, y ese momento va a ser… mañana.

De un modo extraño, después de tomar la decisión me siento como si viviera en tiempo prestado, como si hoy fuera el último día que mi familia pasará unida y después fuéramos a separarnos. Cuando volvemos a casa en coche después de la fiesta, ya es más de medianoche. Las farolas proyectan un resplandor extraño en la carretera y la luna llena brilla en el horizonte. La noche está despejada, por una vez. A mi lado, Priti dormita en el asiento trasero. Mis padres conversan en voz muy baja y casi no entiendo lo que dicen.

Desearía poder embotellar ese momento tan tranquilo, ese instante en que todos estamos apacibles, juntos y separados a la vez, para conservarlo para siempre. Me pregunto si a partir del día siguiente, cuando lo cuente, las cosas seguirán siendo así.

Pero el momento pasa, llegamos a casa y salimos a trompicones del coche. Nuestras pulseras churi repiquetean, demasiado estridentes y brillantes en la silenciosa quietud de las calles.

Una vez dentro, me quito la gruesa capa de maquillaje que Priti me había puesto cuidadosamente unas horas antes. Me quito mi salwar kameez, incómodo y áspero, y me entierro en las mantas, donde vuelvo a Google para traducir la palabra «lesbiana» al bengalí.

A la mañana siguiente, Priti se va a casa de Ali, su mejor amiga, con una sonrisa en los labios. Ha prometido contarle todos los detalles sobre la fiesta de compromiso y la inminente boda, con fotos.

Aún faltan unas horas para que mi padre se vaya al restaurante, así que es el momento perfecto. Me tomo mi tiempo para preparar el té de la mañana, removiéndolo lentamente, y repaso las palabras que he practicado la noche anterior. Ahora me parecen tontas y deslucidas.

—Ammu,abbu, os quiero contar una cosa —digo finalmente, mientras intento respirar con normalidad y no consigo recordar cómo se hace.

Están sentados a la mesa de la cocina con los teléfonos en las manos; mi padre lee las noticias de Bangladés y mi madre mira Facebook: o sea, lee las noticias de las amigas y los cotilleos de los conocidos.

—¿Sí, shona?[1]—dice mi padre, sin levantar la vista del teléfono. Por lo menos no se dan cuenta de mi amnesia respiratoria.

Doy un traspiés hacia delante y estoy a punto de derramar el té, pero de algún modo consigo sentarme en la silla del extremo de la mesa.

—Ammu, abbu—digo otra vez.

Mi voz debe de sonar seria, porque por fin levantan la vista, ambos con los labios fruncidos al observar mi expresión y mis manos temblorosas. De repente desearía haber hablado con Priti y que me hubiera convencido para no hacer lo que estoy a punto de hacer. Después de todo, solo tengo dieciséis años. Todavía tengo tiempo. Nunca he tenido novia y nunca he besado a una chica, solo he fantaseado con ello mientras observaba las grietas del techo.

Pero ha llegado el momento y mis padres me observan con expectación. No hay vuelta atrás. No quiero volver atrás. Así que digo:

—Me gustan las mujeres.

Mi madre frunce el ceño.

—Pues muy bien, Nishat. Así ayudas a tu khala[2] con la boda.

—No, es que soy… —Intento recordar la palabra «lesbiana» en bengalí. Creía haberla memorizado, pero está claro que no. Ojalá me la hubiera escrito en la mano o algo. Una chuleta para salir del armario.

—¿Sabéis que la prima Sunny se casa con abir bhaiya,[3] no? —Lo vuelvo a intentar.

Mi madre y mi padre asienten con la cabeza, ambos con una expresión fascinada por el giro que ha tomado la conversación. La verdad es que no me extraña para nada.

—Pues creo que en el futuro yo no voy a querer casarme con un chico. Creo que querré casarme con una chica —digo con ligereza, como si se me acabara de ocurrir y no fuera algo en lo que llevo años pensando agónicamente.

Hay un momento en que no estoy segura de si me entienden, pero después abren mucho los ojos y veo que lo han comprendido.

Me espero algo. Cualquier cosa.

Enfado, confusión, miedo. Una mezcla de todas, quizás.

Pero mis padres se miran entre sí en lugar de a mí, y se comunican algo con la mirada que no entiendo en absoluto.

—Vale —dice mi madre después de un momento de silencio—. Lo entendemos.

—¿De verdad?

El ceño fruncido de mi madre y la frialdad de su voz no me sugieren nada parecido a la comprensión.

—Puedes marcharte.

Me levanto, aunque tengo una mala sensación. Como si fuera una trampa.

Me quemo con la taza de té al cogerla para ir arriba y miro hacia atrás varias veces mientras subo. Espero; anhelo que me llamen otra vez. Pero solo hay silencio.

—Se lo he contado —digo en cuanto Priti aparece por la puerta. Acaban de dar las nueve en punto. No le doy tiempo ni para que respire.

Ella me mira fijamente y parpadea.

—¿Qué le has contado a quién?

—A ammu y abbu. Lo mío. Lo de que soy lesbiana.

—Oh —dice ella. Y después—: Oh…

—Sí.

—¿Y qué te han dicho?

—Nada. «Vale, puedes marcharte». Y ya está.

—Un momento. ¿Se lo has dicho de verdad?

—¿Qué te acabo de decir?

—Pensaba que estabas… de broma o algo. Que era una inocentada.

—Pero si estamos en agosto.

Pone los ojos en blanco y cierra la puerta del dormitorio a sus espaldas antes de tirarse conmigo en la cama.

—¿Estás bien?

Me encojo de hombros. Me he pasado las últimas horas intentando averiguarlo. He pasado años repasando todas las posibles situaciones que podrían darse al salir del armario con mis padres, y ninguna de ellas incluía el silencio. Mis padres siempre han sido bastante comunicativos sobre lo que piensan y sienten; ¿y escogen este momento para cerrarse en banda?

—Apujan, va a ir todo bien —dice Priti mientras me abraza y me pone la barbilla en el hombro—. Seguro que solo necesitan tiempo para pensar, ¿vale?

—Sí. —Quiero creerla y casi lo consigo.

Para distraerme, Priti pone una película en Netflix y nos acurrucamos bajo el edredón. Nuestras cabezas se rozan suavemente al apoyarlas contra el cabecero. Priti enrosca sus brazos en los míos. Tenerla ahí me tranquiliza y casi se me olvida todo.

Las dos debemos de quedarnos dormidas, porque lo siguiente que recuerdo es parpadear muchas veces al abrir los ojos. A mi lado, Priti ronca con suavidad y tiene la cara presionada contra mi brazo. La aparto con cuidado. Gruñe un poco, pero no se despierta. Me siento y me froto los ojos. Según el reloj de mi teléfono, es la una de la mañana. A lo lejos, en algún lugar, oigo voces apagadas. Debe de ser lo que me ha despertado.

Salgo de la cama a rastras y abro la puerta un resquicio, dejando pasar el aire y las voces de mis padres. Hablan en voz muy baja y cuidadosa, pero lo suficientemente alto para que les entienda.

—Esto es lo que pasa cuando hay tanta libertad. No sé ni lo que significa —dice mi madre.

—Está confusa y seguramente lo habrá visto en películas o se lo habrá escuchado a sus amigas. Vamos a dejar que se aclare y seguro que acaba cambiando de idea.

—¿Y si no lo hace?

—Lo hará.

—Ya has visto cómo nos miraba. Se lo cree de verdad. Cree que… que se casará con una chica, como si eso fuera normal.

Se oye un suspiro profundo, no sé si de mi madre o mi padre. No sé lo que significa ni lo que quiero que signifique.

—Y mientras se aclara, ¿qué hacemos? —Esa vuelve a ser la voz de mi madre, que rezuma algo parecido al asco.

Estoy a punto de echarme a llorar, pero consigo aguantarme las lágrimas, no sé ni cómo.

—Pues lo de siempre —dice mi padre—. Hacemos como si no hubiera pasado nada.

Mi madre dice algo más, pero en voz más baja, y no consigo entender las palabras. Mi padre responde:

—Ya hablaremos de eso.

Y la noche vuelve a quedarse en silencio. Cierro la puerta otra vez. El corazón me va a mil por hora, pero antes de que pueda ponerme a pensar y a procesar lo que he oído, Priti me da un abrazo. Las dos nos tropezamos y nos caemos para atrás, con un ruido que nadie debería hacer a la una de la mañana después de escuchar las conversaciones de sus padres.

—Creía que estabas dormida.

—Me he despertado.

—Ya me he dado cuenta.

—Todo irá bien —me dice.

—Estoy bien —respondo.

Pero sospecho que ninguna de las dos nos lo creemos.

2

Mis padres son fieles a su decisión. A la mañana siguiente, nada ha cambiado. Es como si nunca les hubiera contado el enorme secreto que llevaba años pesándome.

—Sunny quiere saber si iréis al salón de belleza con ella mañana —nos dice mi madre a Priti y a mí cuando estamos desayunando. Son los últimos días de las vacaciones de verano, así que mi madre se despierta para hacernos desayunos bengalíes cuando tiene tiempo.

Esta mañana tenemos norom khichuri con tortilla. Me llevo una cucharada de arroz suave y amarillo a la boca, pero por una vez no tiene mucho sabor. Me he pasado el resto de la noche repasando mentalmente y sin parar las palabras de mis padres; a la luz del día, no sé cómo son capaces de ignorar lo que les he contado.

—¿Apujan? —Priti me empuja con el hombro.

—¿Eh? —Al girarme veo que me mira con una ceja levantada y me doy cuenta de que debe de haberme hecho una pregunta. Tengo delante una cucharada de khichuri sin comer. Me la meto en la boca y mastico lentamente.

—¿Quieres ir al salón? La prima Sunny se va a hacer la henna para que el color esté bien fijado en la boda.

Lo último que me apetece es pensar en esta boda, pero estamos en medio de todo el jaleo. Y todo lo que me recuerda es que mis padres creen que yo volveré a querer algo como esto. Que, de algún modo, después de todo, yo seré exactamente igual que la prima Sunny y me casaré con algún chico desi[4] como su novio.

—No. —Sacudo la cabeza—. Creo que no. Pero ve tú si quieres.

—Si tú no vas, yo tampoco.

Mi madre pone los ojos en blanco, cansada de nuestras tonterías.

—¿Pero entonces vais a ir a la boda sin henna? —pregunta con el ceño fruncido—. Sois damas de honor, ¿eh? Vais a dar mala imagen.

Eso es verdad. La prima Sunny tendrá los brazos llenitos de henna, y estoy segura de que las otras damas de honor, quienes sean, también se la pondrán. Además, ninguna de las dos hemos ido jamás a un evento de este estilo sin decorarnos las manos con henna.

Cuando éramos más pequeñas, nuestra abuela se pasaba horas dibujándonos patrones de henna hermosos y rebuscados en las palmas de las manos. Eso fue hace años, cuando vivíamos en Bangladés. O cuando íbamos de visita durante la temporada de bodas. En esa época, una sola capa de henna nos duraba para unas tres o cuatro bodas de gente a la que apenas conocíamos, pero con la que estábamos emparentadas de algún modo.

—¿Y si lo hago yo? —ofrezco, encogiéndome de hombros. Mi madre me mira entornando los ojos. No sé lo que ve, pero al rato asiente con la cabeza.

—Vale, pero que quede bonito, ¿eh? —dice—. Hay conos de henna en el desván. Yo voy a la casa de vuestros khala y khalu.

Los padres de la prima Sunny no son nuestros khala y khalu de verdad; esos títulos se reservan normalmente para la hermana de una madre y su marido. Pero, desde que se mudaron a Irlanda hace un año, mis padres y ellos son inseparables. Son los únicos parientes que tenemos aquí, aunque en realidad nuestro parentesco es muy, muy lejano.

—Deberíamos ir al salón de belleza y ya está —dice Priti cuando subimos las escaleras y nos metemos en mi cuarto. Yo saco un montón de conos de henna, un trapo y mi portátil abierto, y lo pongo todo sobre la cama.

—Siéntate.

—¿Yo primero?

—No puedo hacérmela yo primero y luego ponértela a ti. Tendré las manos manchadas.

Ella echa una mirada aprensiva a las cosas que he puesto en la cama y luego a mí.

—Sabes que no tienes mucha práctica, ¿verdad?

Lo sé. Vaya si lo sé.

Empecé a practicar con la henna el año pasado, ahora que solo vemos a mi abuela por Skype cada dos fines de semana. Es algo que me permite sentirme más unida a ella, aunque está a océanos enteros de distancia.

Mi henna no le llega a la suya ni a la suela de los zapatos, pero he mejorado mucho. En comparación con las flores torcidas y las hojas asimétricas que le dibujaba a Priti en los tobillos hace unos meses, soy prácticamente un genio.

Priti se revuelve en la cama durante un tiempo desquiciantemente largo antes de quedarse quieta y ofrecerme la palma de su mano. Le sujeto la muñeca huesuda y le pongo la mano entera en el trapo viejo que he extendido sobre la cama.

—No te muevas —ordeno mientras tomo el cono de henna.

Mis ojos pasan varias veces de la pantalla del portátil a la mano extendida de mi hermana y, por fin, empiezo a pintar. Dibujo la mitad de una flor en un lado de la mano de Priti y la verdad es que me queda bastante bien, aunque esté mal que lo diga yo. Los semicírculos de los pétalos son un poco desiguales en forma y tamaño, pero desde lejos parecen más o menos iguales.

—¿Me recuerdas otra vez nuestro parentesco con la prima Sunny? —pregunta Priti.

No es que no nos caiga bien Sunny; nos cae genial. Es como una prima guay y una amiga de la familia a la vez. La cosa es que, desde que anunció su boda, parece como si fuera nuestra hermana por la forma en que se comportan nuestra tía y nuestra madre.

Arrugo el entrecejo. Intentar ponerle henna a mi hermana mientras explico dinámicas familiares complicadas no es precisamente fácil. Pero, si no sigo hablando, Priti se aburrirá tanto que volverá a empezar a moverse. Es una de esas personas que no puede parar quieta mucho tiempo.

—Es la hija de la prima del marido de la tía de ammu—digo mientras dibujo una línea curva que va desde uno de los pétalos de la flor hasta la punta del dedo anular de Priti.

—¿Por qué son tan complicadas las relaciones bengalíes?

—Eso mismo me pregunto yo todos los días —murmuro, de una forma algo más amarga de la que me gustaría. Se me ha escapado sin querer el resentimiento que siento hacia mis padres. Después de todo, no solo son complicadas las relaciones bengalíes, ¿no? Es más bien esta cultura extraña y agobiante que nos dicta exactamente quiénes o qué tenemos que ser. Que no deja espacio para ser nada más.

—Apujan.—Antes de darme cuenta, Priti me está quitando el cono de henna de las manos. Tiene un pegote de henna en un sitio donde no pinta nada, pero yo apenas lo veo con las lágrimas que me han empañado los ojos de repente.

—Perdona —digo lastimeramente, mientras me froto los ojos y deseo que desaparezcan.

—Lo entiendo —responde ella con cariño.

No entiende nada, pero no tengo ánimo para decírselo. Cojo un pañuelo de papel de la caja que tengo en la mesita de noche y le limpio las manos con cuidado, con toquecitos cortos para quitarle solo el pegote de henna y las partes que se le han emborronado y dejarle intacto el resto del diseño.

—No hace falta que sig… —murmura.

—Pero quiero seguir.

Vuelvo a coger el cono de henna. Las dos nos sentamos en la cama. De algún modo, el proceso de aplicación de la henna me resulta relajante; también familiar, real y estable. Consigue que me olvide de todo lo demás, al menos durante unos minutos.

Aunque a Priti le sigue temblando la mano mientras trabajo, consigo terminar sin ningún otro incidente. Me alejo con una sonrisa mientras Priti observa con admiración mi obra en su mano.

—¿Sabes qué? —dice—. Has mejorado un montón.

—Ya lo sé.

Sonrío más. Priti me da con la mano que no tiene decorada.

—Eh, que no se te suba a la cabeza.

—Venga, vale. La otra mano.

Extiendo el cono de henna, a la espera de que ella me ofrezca la otra mano. Priti gruñe.

—¿Y si descansamos un momento? Tengo que estirarme.

Empieza a sacarse un millón de fotos de la mano extendida, seguramente para ponerlas en su Instagram. Eso me causa un subidón de felicidad —que mi hermana, normalmente mi segunda peor crítica, considere que mi obra es digna de Instagram—, pero no me distrae de mi cometido.

—Priti, la boda es en unos días. Como no te lo haga ahora, el color no se fijará. Ya lo sabes.

—Vale, vaaale —resopla ella—. Pero no te enfades si me muevo de vez en cuando.

Pues claro que me enfadaré; lo sabemos tanto ella como yo. Pero aun así nos ponemos con su mano derecha.

El lugar de la boda es precioso. Es la primera a la que voy fuera de Bangladés y no sabía qué esperar. Las bodas de verano en Bangladés pueden ser de dos tipos: hermosas, caras y lujosas hasta el punto que no te das ni cuenta de que estás en un país donde hace cuarenta grados fuera; o tan calurosas que la idea de ponerte de punta en blanco y maquillarte como una puerta te provoca ganas de cometer atrocidades.

Además, hay un montón de bodas. Un verano que fuimos a visitar a mi abuela tuvimos que ir a quince. La mitad de las veces ni siquiera sabíamos los nombres de los novios y mucho menos qué parentesco guardaban con nosotros.

Al entrar en el recinto me siento un poco como si entrara en uno de esos veranos bangladesíes: hay mesas grandes y redondas por todas partes, y cada una de ellas tiene un jarrón con flores rojas y blancas entrelazadas. Además, todo está lleno de lucecitas que parpadean.

—Khala Hani y khalu Raza no han reparado en gastos —me susurra Priti cuando entramos. Yo estoy de acuerdo con ella. Tiene sentido; de ninguna manera iban a escatimar para la boda de su única hija.

Solo me da tiempo a preguntarme dónde está todo el mundo durante un momento; después, una señora muy decidida que lleva un salwar kameez blanco y negro nos lleva a Priti y a mí a una sala trasera.

—¡Prima Sunny! —exclama Priti cuando estamos dentro. Porque ahí está, preciosa con su maquillaje de novia y con una lahenga roja tradicional con los bordes dorados. Yo noto un pinchazo de algo que burbujea dentro de mí, una especie de ansiedad inesperada, y me muerdo el labio para contenerla.

—¡Qué guapas estáis las dos! —dice la tía desde detrás de Sunny—. ¿A que están impresionantes?

Sunny sonríe con nerviosismo y asiente con la cabeza mientras nos mira, pero no dice nada. Parece estar nerviosa; puede que asustada. Priti me lanza una mirada, como para comprobar si yo también me he dado cuenta del nerviosismo de la prima.

—Todas las damas de honor se están reuniendo en la otra sala. —La tía Hani nos señala la puerta que hay más allá del tocador—. Creo que ya están casi listas para salir.

Priti y yo nos apresuramos hacia allá, dedicándole una sonrisa fugaz a Sunny antes de cruzar la puerta. Apenas reconozco a nadie en esta sala, aunque todas están vestidas como Priti y como yo. Tardo un momento en recuperarme del impacto de entrar en una sala donde todo el mundo viste igual y murmuro un saludo educado.

—Supongo que son amigas de la prima, ¿no? —pregunta Priti—. Y sus primas…

Yo asiento con la cabeza mientras les dirijo una mirada lo más discreta posible. En un rincón hay dos chicas blancas e irlandesas, estoy segura. El salwar kameez que la tía Hani nos envió a todas les queda algo raro.

—Las hace parecer más blancas todavía —susurra Priti, como si me leyera la mente. Yo la fulmino con la mirada: la sala es lo suficientemente pequeña como para que la oigan.

En otro rincón hay un grupo de cuatro chicas. Dos de ellas tienen los mismos rasgos que Sunny, pero las otras dos no parecen de Bangladés para nada.

—Esa chica me suena —le susurro a Priti en la voz más baja posible—. La alta del pelo riz… ¡No seas tan descarada!

Me interrumpo a mí misma porque Priti ha decidido abandonar toda sutileza y está mirando fijamente al grupo de chicas. Menos mal que están demasiado sumidas en su conversación como para prestarnos atención.

—Es muy guapa —dice Priti—. Creo que yo no la había visto nunca.

Yo sigo intentando ubicarla. ¿De clase? No, parece mayor que yo. Como mínimo tendrá la edad de Sunny. ¿A lo mejor la había visto en alguna fiesta desi? Aunque no es desi, o no lo parece.

—Sé que la he visto en alguna parte —le susurro a Priti, intentando mirar a la chica lo más sutilmente posible hasta dar con algo que me recuerde de qué la conozco—. Pero no me acuerdo de dónde…

Se nos acaba el tiempo para seguir pensando porque, un momento después, se abre la puerta de la sala y la señora de blanco y negro nos da instrucciones para entrar correctamente al recinto.

—¿Eso es todo lo que haremos como damas de honor? —susurra Priti mientras coge el ramo de flores rojas y blancas que le dan—. ¿Caminar?

—Eso parece. —Me encojo de hombros.

En Bangladés no hay damas de honor en las bodas ni nada por el estilo, aunque tampoco habríamos cumplido esa función si las hubiera habido, ya que éramos muy pequeñas y apenas conocíamos a los novios.

Le doy la mano a Priti. Ella hace una mueca y me dice:

—¿Te has puesto desodorante antes de salir de casa?

Le pego en la cabeza con el ramo, con la esperanza de que se lleve algún pinchazo con una espina de las rosas rojas. No tengo tanta suerte; me esquiva y se ríe. La señora de blanco y negro nos fulmina con la mirada desde el inicio de la cola y yo me pregunto si te pueden echar de una boda en la que eres dama de honor.

«Mejor no arriesgarse», pienso para mí, y le doy un codazo a Priti para que se comporte.

—Yo no voy a tener damas de honor en mi boda —dice Priti cuando termina la procesión nupcial y hemos cumplido nuestro importantísimo deber como damas de honor: entrar en el recinto cogidas del brazo. Ha sido un poco decepcionante, aunque quizá no debiéramos haber esperado mucho más—. Ni siquiera se nos veía la henna por culpa de este montón de flores.

—Calla, que nos vas a meter en líos otra vez —susurro yo.

Ella resopla, se deja caer en la silla y se cruza de brazos. Hemos encontrado sitio en una mesa donde no conocemos absolutamente a nadie. Echo un vistazo alrededor e intento localizar a mis padres, pero hay tanta gente deambulando que es casi imposible.

—A lo mejor tendríamos que levantarnos a buscarlos —sugiere Priti.

La verdad es que es lo último que me apetece. Por una vez me siento extrañamente feliz por estar separada de ellos y no pensar en nuestra conversación, que nos rondaría las cabezas como una nube oscura y silenciosa. Me acomodo en la silla y pongo mi bolsito con cuentas doradas en la mesa, a mi lado.

—No; ya que estamos aquí, mejor nos quedamos.

—Buena idea. Además, seguro que no volveríamos a encontrar sitio juntas. Están a punto de servir la comida.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo un sexto sentido.

Veo fugazmente a Sunny en el escenario junto a su nuevo marido. Los dos sonríen.

—¿Qué fue eso de antes? —le pregunto a Priti.

—¿El qué?

Me acerco más a ella al darme cuenta de que la señora que tenemos sentada enfrente acaba de dirigirnos una mirada interesada. La etiqueto al instante como cotilla.

—Ya sabes, cuando parecía que Sunny estaba… no sé, asustada o algo.

—Claro que estaba asustada, estaba a punto de casarse. Es un compromiso para toda la vida.

Priti habla en voz más alta de lo que me gustaría. La señora de delante ya no nos mira, pero me da la impresión de que se ha inclinado hacia nosotras y creo que intenta enterarse de lo que hablamos. Bajo la voz todavía más:

—Ya sé que la gente se asusta y por qué, pero no me lo esperaba de ella.

Priti no capta la indirecta. Se encoge de hombros y dice:

—Es normal. Solo porque ya conociera a abir… perdón, al dulabhai,[5] antes de la boda, no significa que no fuera a ponerse nerviosa.

Lo cierto era que yo esperaba exactamente eso. Se conocían desde hace mucho; desde que eran niños. Si casarte con alguien a quien conoces desde hace tanto te pone nerviosa igualmente, ¿qué esperanza nos queda al resto?

Intento que no se me note el abatimiento. Al ver a Sunny en el escenario, la encuentro contenta. Más que contenta; exuberante. Deslumbra con una belleza que no le había notado antes y que no tiene nada que ver con su atuendo rojo y dorado ni con el intrincado diseño de henna que le sube por el brazo; tampoco con el elaborado maquillaje que hace que su piel parezca el doble de pálida de lo normal, y sus labios, tan oscuros y voluminosos como los de Angelina Jolie. Es más bien una chispa de felicidad que antes estaba solo dentro de ella y ahora parece haberse abierto paso al exterior. Me pregunto si el primo Abir también se estará dando cuenta. Por la forma en que la mira, sospecho que sí.

Cuando aparto la mirada vuelvo a ver a la chica que me sonaba antes, la del pelo rizado. Está hablando con alguien a quien se parece muchísimo.

Frunzo el ceño; acabo de darme cuenta de quién es.

No la he reconocido a ella, sino a la otra chica, que también tiene el pelo rizado y la piel muy oscura. Fuimos al colegio juntas en primaria, hace unos años. En cuanto la veo, recuerdo de repente toda esa época de mi vida.

Ella gira la cabeza de golpe, como si notara que alguien la está mirando. Nuestros ojos se encuentran y, durante un instante, solo nos miramos de un extremo a otro del recinto. Casi habría podido decir que este es mi momento de película de Bollywood.

Pero soy más realista que eso, así que aparto la mirada rápidamente, antes de que el contacto visual dure demasiado tiempo como para poder explicarlo.

3

Mi parte favorita de la boda me distrae de todas mis preocupaciones. A Priti incluso la anima después de su desencanto con el papel de dama de honor. ¡La comida!

Para empezar, los camareros traen kebabs y brochetas shashlick de pollo con trozos de pimientos verdes y rojos entre las porciones de carne. Yo empiezo a acumular comida en el plato antes siquiera de que el camarero lo coloque todo sobre la mesa. La señora de enfrente me mira con miedo, como si no pensara que Priti y yo pudiéramos tener tanta hambre. Le dedico una sonrisa con la esperanza de que no sea una pariente muy cercana de la prima Sunny.

Estoy a punto de ponerme a comer cuando Priti me detiene con un toquecito en el hombro.

—No puedes comer con las manos —dice frunciendo el ceño.

—¿Por qué no?

Pero me doy cuenta de la respuesta al mirar alrededor y ver que todo el mundo ha cogido los cubiertos y los están usando educadamente para comerse el kebab. Como si fuéramos occidentales en vez de bengalíes.

—No me creo que tengamos que comer como blancos hasta en una boda bengalí —me quejo en susurros.

Priti pone los ojos en blanco pero no dice nada, seguramente con la esperanza de que me canse de quejarme pronto y me calle. Yo seguiría, pero tengo hambre y la señora de nuestra mesa ya ha acumulado tanta comida en el plato que tengo miedo de no poder repetir como no empiece a atiborrarme desde ya.

Cuando me dispongo a coger el cuchillo y el tenedor, se me resbalan sin querer con toda la prisa que tengo por llegar a la comida. Arman un pequeño escándalo al llegar al suelo. Por el rabillo del ojo, me doy cuenta de que la chica del pelo rizado me está mirando y me pongo colorada de vergüenza. ¿Se acordará de mí?

—Esto es lo que pasa cuando tragamos con las tradiciones occidentales —le susurro a Priti antes de meterme debajo de la mesa.

Recupero el cuchillo y el tenedor e intento volver a subir, pero subestimo mi altura por culpa de los tacones altos que nunca suelo llevar y me doy un coscorrón contra la mesa.

—¡La que estás liando! —dice Priti, que se lo está pasando en grande.

—Mierda, mierda, mierda —murmuro.

Aparece la cabeza de Priti bajo la mesa y me ofrece un brazo repleto de pulseras churi doradas. Me agarro a él mientras sigo murmurando «mierda, mierda, mierda» hasta que llego arriba, porque me duele la cabeza. Esto es lo último que me faltaba antes de sentarme a disfrutar de una cena deliciosa.

La señora de enfrente me lanza una mirada furibunda mientras me vuelvo a sentar y me sonrojo de nuevo al darme cuenta de que me habrá escuchado soltar improperios.

—¡Madre mía, el suelo estaba asqueroso! Ni se lo imagina.

Me mira con una cara de no querer imaginarse nada, pero yo le sonrío. Priti, a mi lado, se parte de risa. A ella también le sonrío antes de ponerme manos a la obra con el kebab. Tanto la vergüenza como el recelo de la señora habrán valido la pena si el kebab está bueno.

—¡Mmmmm! —dice Priti cuando finalmente se le pasa el ataque de risa y tiene tiempo para probar la comida.

Yo estoy demasiado ocupada amontonando kebabs en mi plato para responder.

—Sabes que luego hay un plato principal, ¿verdad? —Priti me dedica una sonrisa burlona cuando ve que me como un cuarto kebab.

—¿Pero tendrá kebabs como estos, eh? —le digo. Cuánto me alegro de haber encontrado sitio lejos de nuestros padres—. Me pregunto cuál será el plato principal. Ojalá sea biryani. Eso es fácil comerlo con cubiertos.

Priti pone los ojos en blanco. ¡Como si no estuviera pensando lo mismo!

Llevamos un montón de tiempo hablando de esta boda. El verano entero, vaya. Es la primera boda en la que tenemos una función, aunque no era eso lo que nos tenía emocionadas. Sobre todo, teníamos ganas de saber cómo sería la cocina bengalí de una boda en Irlanda.

—No pondrán los platos nupciales típicos, ¿verdad? —me preguntó Priti un día de verano en que el sol se había dignado aparecer. Estábamos tiradas en el patio trasero, yo con un libro y Priti con un auricular en una oreja y el otro colgándole del cuello.

—¿Y eso? ¿No te gusta el pollo korma con polao? —le respondí yo.

Ella frunció el ceño.

—Es que son un aburrimiento, ¿no?

Yo alcé las cejas. Cuando estábamos en la temporada de bodas de Bangladés, Priti nunca se quejó de que la comida fuera aburrida.

Lo que está claro desde el principio es que, para nosotras, lo importante de esta boda es la comida. Apenas puedo contener mi entusiasmo cuando el camarero trae el plato principal: un montón de biryani que huele como el mismísimo cielo. Priti me advierte con la mirada que no coja el plato antes de que el resto de la mesa se haya servido, tal vez porque la señora de enfrente lo está mirando con más devoción que yo. Me parece bastante injusto: la señora es adulta y puede tomar biryani cuando quiera, pero yo solo puedo cuando a mi madre le parece que la ocasión lo merece.

Priti y yo esperamos pacientemente mientras el camarero trae más y más comida: un bol de curry de cordero humeante, platos de pan naan, un bol pequeñito de mung daal y un plato de pollo tikka. Mientras la señora se sirve biryani con la cuchara, yo cojo una porción de naan para Priti y otra para mí.

—¿Esto también me lo tengo que comer con cuchillo y tenedor? —gruño entre dientes mientras parto el pan con los dedos y lleno el tenedor de curry de cordero.

Es la forma menos satisfactoria de comer que he vivido. Celebrar una boda bengalí donde se espera que los bengalíes coman de una forma muy poco propia es una auténtica crueldad. Casi echo de menos las bodas de Bangladés; allí al menos podíamos comer con las manos, aunque hiciera un calor infernal y la comida siempre fuera pollo korma y arroz polao.

Cuando se llevan nuestros platos, todos los invitados empiezan a levantarse. Los novios también han terminado de cenar y ocupan sus sitios sobre el escenario, en la parte frontal del recinto. Se sientan en un sofá con adornos de oro y plata que parece más bien un trono. Sunny parece una princesa, sentada con su vestido rojo y dorado y la dupatta cayéndole casi casualmente sobre la cabeza. Sé por experiencia que algún estilista se habrá encargado de que se mantenga en su sitio a base de agujas para darle ese aire tan casual.

En realidad, lo que más consigue que parezca una rajkumari[6] son las joyas. Lleva brazaletes dorados muy pesados en las dos muñecas decoradas con henna y una larga cadena de oro al cuello que le cae sobre el vestido, pero lo que más me gusta es la cadena de oro que le cuelga desde la nariz hasta la oreja. Parece pesada, pero a Sunny le queda bien y la lleva con mucha naturalidad.

Me toco el aro de mi propia nariz cuando la miro. Después de ponerme el salwar kameez antes, me he cambiado el pendiente que suelo llevar por un aro dorado. Me pregunto si a mí me quedaría bien una cadena, como a Sunny, y si alguna vez tendré la oportunidad de llevarla. Después de todo, solo se llevan el día de tu boda. Y tal y como están las cosas…

—¿Vienes conmigo a sacarnos una foto con ellos? —pregunta Priti, interrumpiendo mis pensamientos. Ya ha sacado su teléfono de su bolsito blanco adornado con cuentas, así que sé que no tengo alternativa. Sin embargo, en este momento me siento tan agradecida de que esté aquí, de que sea mi hermana, que no me importa.

—Venga.

Dedico a la señora de la mesa una sonrisa con la que pretendo transmitirle una disculpa, condescendencia y picardía, todo a la vez, y las dos nos alejamos de las mesas hacia la multitud de gente que espera para sacarse una foto con los recién casados.

—Qué contenta está ahora —digo.

—Pues claro —responde Priti, aunque a mí no me parece que estuviera tan claro.

Agita el teléfono y casi atiza a un tipo que lleva un sherwani marrón frente a ella. Él la esquiva y nos fulmina con la mirada mientras yo intento disculparme con una sonrisa. Priti está demasiado ocupada comprobando que no tiene nada entre los dientes como para darse cuenta.

—Tengo que ir al baño a arreglar esto. —Se señala la cara.

—Pero si está bien —digo. Quiero añadir «tu cara», pero tal vez eso sea demasiado halagador. Y «tu maquillaje» seguro que la haría resoplar, porque probablemente ella se refiera a algo concreto. Al final, no digo nada.

—Gracias, me has tranquilizado mucho. ¿Vienes?

—¿Al baño?

—No, a la luna, que tiene un pedazo de espejo perfecto para arreglarse el maquillaje y sacarse selfis. ¿No lo sabías?

—Qué graciosa. —Le pego un puñetazo en el hombro.

—Voy y vuelvo enseguida. No subas al escenario sin mí, ¿vale? —Se da la vuelta y me da un latigazo en la cara con su dupatta.

—Vale —murmuro, pero Priti ya se ha perdido entre la gente.

Me doy la vuelta para mirar el escenario. Las chicas irlandesas a las que vi antes están ahí ahora, luciendo una gran sonrisa mientras la fotógrafa las retrata. Una de ellas baja a toda prisa y casi se cae para darle su iPhone a la fotógrafa, murmurándole algo. La fotógrafa frunce el ceño, pero saca fotos con el iPhone igualmente. Me pregunto si se sentirán ofendidos cuando la gente les pide que hagan eso.

—¿Así son las bodas en tu país normalmente?

Me doy la vuelta y me encuentro con la chica morena del pelo rizado, que no se me ha ido de la cabeza en toda la noche. Si se me ha acercado así, seguro que ella también se acuerda de mí. Muestra un atisbo de sonrisa; no sé si la boda le impresiona o todo lo contrario.

—¿Perdona? —me sale sin querer, aunque podría haber dicho un millón de cosas con más encanto y que me hubieran hecho parecer menos confundida.

—No te acuerdas de mí.

Su sonrisa se vuelve burlona. En cierto modo, le pega. Le sale un hoyuelo en la mejilla derecha.

—Sí que me acuerdo.

Sueno más a la defensiva de lo que pretendo, pero es que es verdad. Me acuerdo con más claridad de la que debería.

—¿Y cómo me llamo? —pregunta levantando una ceja.

Yo me muerdo el labio. Después, fingiendo más valor del que tengo, digo:

—¿Es que tú te acuerdas de mi nombre?

—Nisha. —Ella muestra más seguridad de la que debería y llega mi turno de burlarme.

—No.

Parece desconcertada.

—No, pero a ver… —Por la expresión de su cara, está haciendo un verdadero esfuerzo para recordar—. Que sí, que te llamas así. Me acuerdo perfectamente. Eres de Bangladés. La señorita O’Donnell te pidió que hicieras una presentación sobre ello la primera semana de clase y te daba tanta vergüenza o eras tan tímida que te pusiste rojísima, y tartamudeaste un montón.

Recuerdo bien esa presentación. Fue mi primera semana en el colegio, durante mi primer mes en el país. Todo era muy nuevo aún y las palabras de la gente se confundían por culpa del acento, que no entendía bien.

—Me llamo Nishat —concedo—. No me puedo creer que te acuerdes de eso.

—Llamaste bastante la atención. —Intenta reprimir otra sonrisa; lo sé por la forma en que las comisuras de los labios se le curvan hacia arriba.

—Flávia —digo, y se le ilumina la cara al escuchar su nombre, como si no se esperase que lo recordara de verdad—. Te queda muy bien la ropa.

En cuanto se me escapa la frase, siento cómo me sube el rubor a las mejillas. Pero es verdad: el salwar kameez que lleva no se lo pondría ninguna chica desi en una boda, pero a Flávia le sienta bien gracias a su aire despreocupado. Es de color azul marino y tiene un estampado plateado de flores en el torso. Se ha puesto la dupatta alrededor del cuello, como una bufanda, y el extremo más largo le cae a un lado. El conjunto es muy bonito, aunque demasiado sencillo para una boda tan elaborada como esta.

—Gracias. —Esta vez sonríe de verdad, con hoyuelo y todo—. Me gusta tu henna. ¿Te la has hecho tú?

Me miro ambos lados de la mano derecha, decorados con hojas y flores de un tono que se ha vuelto rojo oscuro.

—Sí. Estoy intentando aprender.

—¿Es difícil?

Me encojo de hombros.

—Un poco. Ha sido solo para la boda, en realidad.

—Ah… —Su mirada se aleja de mí y sube hasta el escenario, donde la prima Sunny y su marido posan con un grupo de gente que no reconozco—. Oye, ¿subimos juntas? Es que no conozco a nadie más aquí.

A mí tampoco me conoce. La última vez que la vi fue hace años. Ha cambiado tanto que apenas la reconozco. Y tampoco es que fuéramos íntimas en primaria, aunque ahora se me ocurre que ojalá lo hubiéramos sido.

—Claro, venga —digo.

—¿Todavía no has subido?

—No, es que hay cola. —Más que cola, es un montón de gente adelantándose a los demás cuando ven la oportunidad.

—Creo que tú tienes prioridad como dama de honor. Vamos.

Me coge de la mano. Está suave, calentita y algo sudorosa al tacto porque hay mucha gente a nuestro alrededor, pero no me importa demasiado. Estoy en el séptimo cielo porque voy de la mano de una chica muy guapa. Seguro que no significa nada, pero el corazón me va a mil y solo pienso que esto es mejor que el kebab. Puede que incluso mejor que el kebab y el biryani combinados.

Apenas soy consciente de que nos abrimos paso entre la multitud y subimos al escenario. Solo me doy cuenta de que ya estamos allí cuando Flávia me suelta la mano y sonríe. Se sienta al lado del primo y yo me cuelo en el espacio que hay al lado de Sunny, muy consciente de repente de lo pequeño que es el sofá.

—Felicidades —le digo a Sunny con un apretón en la mano.

—Gracias, Nishat —responde—. ¿Dónde está Priti?

Yo miro hacia mi derecha, como esperando que Priti se materialice ahí sin más. Solo se me ocurre ahora que acabo de hacer justo lo que me pidió que no hiciera.

—Está en el baño —digo, volviendo a mirar a Sunny.

—Ah —responde ella con una sonrisa educada.

—Tenía que arreglarse la cara —digo—. El maquillaje, vaya.

Creo que no debería haber dicho nada más después de lo del baño.

—Perdonad. —La fotógrafa me está mirando exasperada. Hace un gesto con la mano para indicar que miremos al frente. Se oyen varios clics, el flash relampaguea varias veces y después nos invitan a bajarnos del escenario.

—Hasta luego —me despido de Sunny con un murmullo.