La heredera y el guardaespaldas - Ryanne Corey - E-Book

La heredera y el guardaespaldas E-Book

Ryanne Corey

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Beschreibung

Aquel trabajo era un auténtico placer. Era un gusto mirar a Julie Roper... pero lo que Billy Lucas tenía que hacer era vigilarla por encargo de su hermano, y sin que ella lo supiera. Cuando ella se escapó de casa una noche, se encontró indefensa, pero allí estaba él para ayudarla... bajo una falsa identidad. Aquella jovencita quería descubrir el lado salvaje de la vida... y quería que Billy la escoltara. ¿Quién iba a pensar que esa inocente veinteañera podía convertirse en una irresistible tentación y que un espíritu libre como Lucas podía acabar teniendo buenas intenciones? Pero, habiéndola engañado una vez, iba a ser difícil convencerla de que lo que veía en los ojos de Billy era amor verdadero.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Tonya Wood

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La heredera y el guardaespaldas, n.º 1082 - julio 2018

Título original: The Heiress & The Bodyguard

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-651-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Era un bombón de trabajo.

Billy Lucas estaba estirado en la cama, apoyado en tres cómodos almohadones de pluma y con un helado de plátano en la mano. El helado y los almohadones eran algunas de las ventajas de su trabajo. Harris Roper le había dicho:

–Pida cualquier cosa que necesite.

Billy había aprovechado la oferta. También había una linda sirvienta latina que salía corriendo de la cocina siempre que le pedía algo de comer. No hablaba inglés, pero tenía unos ojos negros preciosos y se reía cada vez que Billy le guiñaba un ojo. Billy tenía todo lo necesario para atraer la atención de las mujeres. Era un don del que había disfrutado a lo largo de su vida, pero del que nunca había abusado. Las respetaba profundamente, pero no quería comprometerse de forma duradera. La vida era demasiado interesante para establecerse en un barrio residencial. Temblaba solo de imaginarlo.

Su apartamento estaba pensado para un chófer, o así parecía. Billy no había nacido entre la gente bien de Palm Beach, sino más bien entre la de una ciudad llena de delincuencia como Oakland, California. Allí no había apartamentos para el chófer, sino rejas en las ventanas y cristales de botellas sobre los muros de bloques de cemento. El arte de sobrevivir lo había mantenido alerta, y durante sus treinta y cinco años de vida nunca había sentido el aburrimiento que se reflejaba en la cara de las gentes de Palm Beach.

Sabía lo que decía. En el techo, sobre su cama, había cinco monitores distintos. Uno le daba una vista panorámica de la mansión; otro cubría el camino hacia la casita de invitados; el tercero, el lado oeste; el cuarto, el garaje; y por último, su favorito, le daba un primer plano de la puerta de la casa de Julie Roper.

Durante dos semanas había estado observando, día y noche, las idas y venidas de Julie. En las pocas ocasiones en que salía sola, él era como una sombra invisible. Una noche, muy tarde, la siguió hasta la playa y estuvo mirando desde el muelle cómo saltaba las olas. Saltaba de verdad, como una niña que no puede dominar su energía. Era una mujer imprevisible y con mucha clase, lo cual hacía que el trabajo fuera mucho más interesante. Tenía el cabello largo hasta los hombros, de color rubio oscuro, con mechas de platino, y cuando andaba llevaba la cabeza erguida y los hombros echados hacia atrás. Billy nunca había visto a una princesa, pero imaginaba que caminarían igual que Julie Roper. Vestía con el descuido de alguien que puede permitirse la mejor ropa. Era pequeña, de huesos finos y parecía frágil, aunque Billy sospechaba que no lo era. ¿Por qué razón había elegido vivir en la casita de invitados en lugar de en la mansión palaciega? A Billy le costaba trabajo entender su personalidad. La pequeña Julie Roper era un misterio. ¡Una heredera multimillonaria saltando las olas! ¡Una mujer que prefería vivir en una casita a vivir en un palacio! Una mujer muy guapa que solo salía de vez en cuando con un joven rechoncho que parecía un sargento de la marina. Ningún beso y ningún arrumaco. Tan solo un abrazo de despedida.

Y hablando del diablo…

Billy se incorporó al verla salir de la mansión. Llevaba un vestido corto y ceñido de lentejuelas blancas que brillaban a la luz del camino que conducía a la casita de invitados. Caminaba despacio, como si no supiera adónde ir y tuviera mucho tiempo por delante. Llevaba la cabeza gacha y el pelo tapaba la expresión de su cara. No iba erguida y parecía triste e indefensa, su pequeña figura era como la de un angelito enmarcado entre setos de flores tropicales.

Algo no iba bien.

Cambio de cámara. Ella andando despacio hacia la puerta delantera, iluminada por luces activadas por sensores. Marcó un código de seguridad junto a la puerta y desapareció dentro. Las luces de la casa se fueron encendiendo.

Billy estaba sin camisa y tenía el pelo revuelto. Se sentó en el borde de la cama. Sus ojos, de un azul intenso, se fijaron en el monitor. No podía predecir lo que Julie Roper iba a hacer, pero sabía que se avecinaba algún problema. Esa intuición lo mantuvo con vida durante ocho años mientras trabajaba en la unidad de bandas callejeras de Oakland. Las cicatrices de tres heridas de bala en la espalda y la de una puñalada en el abdomen demostraban su instinto de supervivencia. La última herida le había valido una medalla y la jubilación anticipada como policía de la secreta. No le importaba. Siempre había querido montar un pequeño negocio de seguridad. Había pocas posibilidades de que le dispararan mientras cuidaba de los ricos o de los paranoicos.

Billy veía la sombra de Julie ir de un lado a otro del dormitorio. De pronto empezó a moverse deprisa. Billy se puso una camisa floreada y los zapatos, sin dejar de mirar al monitor. «¿Qué estás haciendo, hermanita?»

Le llegó la respuesta. Se abrió la puerta del garaje iluminando el camino. Billy se puso en pie y agarró la billetera mientras miraba cómo Julie sacaba su Porsche marcha atrás a gran velocidad. La señorita tenía prisa. No era una excursión de medianoche a la playa.

Billy sabía que a su coche le iba a costar alcanzar al Porsche. Agarró su teléfono móvil y salió del apartamento a toda prisa sin tiempo de obedecer la primera regla de Harris Roper: llamarlo de inmediato si ocurría algo fuera de lo corriente.

Podía parar a llamarlo, a riesgo de perderla, o seguirla y llamarlo luego, en cuanto fuera posible.

 

 

Para Julie, la noche había empezado aburrida como cualquiera. Harris había dado una de sus fiestas exclusivas, invitando a los pocos conocidos que consideraba adecuados para frecuentar a su hermana. Había puesto el listón muy alto y ninguno de sus amigos destacaba. Pero, eso sí, todos podían remontar sus orígenes hasta el Mayflower y figuraban en la lista Forbes de los quinientos más ricos. Como siempre, la fiesta había sido reducida y tranquila. Las mujeres en el sofá con las piernas cruzadas y las manos en el regazo. Los hombres, reunidos en el bar de espejos, bebiendo poco. Todos excepto Beauregard James Farquhar III, un financiero que estuvo sentado junto a Julie toda la noche. Era un antiguo amigo de la familia, un hombre que Harris respetaba por su talento en las finanzas, sus modales impecables y su gran paciencia. Parecía un profesional del tenis, bronceado, pelo rubio y cortado a la perfección, y la cara cuadrada que recordaba a Ted Kennedy. Beau acababa de regresar de una gira de cata de vinos por Europa. Había engordado desde la última vez, y se proclamaba tremendamente feliz de ver a Julie. De hecho, había estado tremendamente feliz de verla en todas las ocasiones que Julie podía recordar desde que tenía dieciocho años. Julie había conseguido mantenerlo a raya hasta unos meses atrás. Desde entonces, no la dejaba en paz y Julie sabía que no tardaría en proponerle matrimonio. Julie temía el día de cumplir veintitrés años, porque Beau había insinuado que su cumpleaños sería una gran ocasión. También le había preguntado la medida de su dedo. Desde entonces, Julie sufría de una terrible urticaria.

Aunque no eran ni las diez de la noche, Julie estaba luchando por no quedarse dormida. El pianista que su hermano había contratado era como un hipnotizador musical. Sentada junto a Beau trataba de parecer interesada en la descripción de un vino que había descubierto en Italia. Por desgracia, Beau entendía de vinos y podía pasarse horas hablando de aromas y colores. Julie había cabeceado dos veces y, alegando dolor de cabeza, se marchó.

El sueño se le disipó en cuanto llegó a la casa de invitados. Lejos de Beau, del pianista, y de la charla sobre finanzas, estaba despejada por completo y comenzó a fumar sin parar. Decidió dar una vuelta con el Porsche antes de acostarse. No se quitó el traje de noche pero cambió los zapatos de tacón por unas zapatillas de deporte. Se sentía ridícula, pero estaba más cómoda. Además, nadie iba a verla. Seguro que Harris ni se enteraría de que se había ido.

Condujo despreocupada, disfrutando del aire fresco y pensando en lo rara que resultaba la gente bien. A lo largo de su vida había alternado con las mejores familias de Palm Beach y siempre se había sentido como una extraña. Seis meses atrás, se había graduado en una universidad femenina privada y ahora el pobre Harris no sabía qué hacer con ella. El primer trabajo que tuvo, en el consejo de administración de Industrias Roper, le duró cuatro semanas. El sueldo era excelente, pero no hacía nada. Iba a trabajar con Harris, comía con Harris, y volvía a casa con Harris. Como se aburría de muerte, decidió dejarlo. El segundo trabajo lo encontró ella misma. Era compradora de una boutique muy elegante. No era una carrera, pero pensó que la mantendría ocupada hasta saber qué hacer con su vida. Pero era peor que Industrias Roper y a los cuatro días lo dejó. Harris estaba muy preocupado por su futuro. Se preocupaba mucho por todo. Sus padres habían muerto en un accidente de barco cuando él tenía veintiún años y Julie solo siete. Julie los recordaba como gente cariñosa, alegre y risueña y no entendía cómo Harris y ella habían salido así. Harris había cuidado de ella pero, con tanta responsabilidad, estaba obsesionado con su bienestar y con la administración de la fortuna familiar. Julie no se había percatado del gran desgaste que todo eso suponía para Harris, hasta que regresó de la universidad. Parecía mucho mayor de treinta y siete años, y los ojos azules con ojeras, su palidez y la caída de sus hombros delataban su cansancio. Julie intentaba que comprendiera que ya no era responsabilidad suya, pero Harris seguía preocupadísimo por su seguridad y bienestar. La mansión de los Roper tenía unas cuarenta habitaciones, pero a Julie le producían claustrofobia. Harris estaba en todas partes, siempre temeroso por ella. Julie tardó meses en convencerlo de que la dejara mudarse al pabellón de invitados. De repente, había accedido y Julie se hizo ilusiones de que algún día podría irse de allí. Entonces surgió la inminente amenaza de Beau y el mundo se le vino abajo.

Le pidió consejo a su hermano sobre cómo decirle que no a Beau y Harris reaccionó con gran vehemencia. Aunque no le alzó la voz, exigió saber hasta cuándo iba a ir por la vida como una mariposa que solo roza la superficie y sin comprometerse a nada. No iba a encontrar a nadie mejor que Beau, que había demostrado su devoción por ella. Algún día tendría que dedicarse a algo. ¿Por qué no lo hacía entonces con un hombre decente como Beau?

«¿Por qué no?», pensó Julie. Beau no era el hombre de sus sueños. Cada noche soñaba con un super–héroe misterioso y excitante. Sabía que Beau Farquhar nunca iba a maltratarla y que la quería, que era constante, amable, bonachón y persistente. Sobre todo persistente. El pobre Harris se había preocupado tanto durante tanto tiempo… Julie no tenía gran interés en casarse, ni tampoco en quedarse soltera. En realidad no tenía gran interés en nada. La muerte de sus padres había dejado una cicatriz en sus sentimientos y no quería ser vulnerable. La única constante en su mundo era Harris. Quería a su hermano de verdad y haría casi cualquier cosa por pagarle todos los sacrificios que había hecho por ella.

La cosa se resumía así: tenía pocas posibilidades de enamorarse con locura. Le parecía imposible, dado su carácter. Beau era un buen hombre que la conocía bien y no esperaba mucho de ella. Harris pensaba que harían una buena pareja. Harris merecía tener vida propia, y nunca se concentraría en su propia felicidad mientras el bienestar de Julie no estuviera asegurado.

Siguió conduciendo durante una hora. No le importaba adónde iba, solo huía. Al cabo de un rato desaparecieron las luces de la ciudad y se encontró en una carretera estrecha bordeada de gruesos cipreses. Estaba muy oscuro para ver lo que había más allá. El aire se hizo espeso y húmedo, como si estuviera llegando a un pantano. Nunca había estado en un pantano, pero no dejaba de pensar en la palabra, caimán. Tenía un miedo enorme a cualquier animal de dientes grandes. Las manos le empezaron a sudar.

Julie no tenía costumbre de comprobar si su coche tenía gasolina. En realidad todo el mantenimiento se lo hacía la gente de Harris, invisible y eficaz. Su coche siempre estaba listo. Aunque sabía que el combustible era necesario, nunca se había preocupado por él.

Hasta que el Porsche tosió y se paró. El depósito de gasolina estaba vacío.

Consiguió acercarse al borde de la carretera antes de que el coche se parara. Las ramas arañaron los cristales y el ruido la asustó. Cerró las puertas llena de pánico. Solo pensaba en caimanes, serpientes, arañas, y otras cosas viscosas. Los faros del coche no iluminaban mucho. Sabía que no era buena idea dejarlos encendidos con el motor apagado. Buscó las luces de emergencia pero no las encontró. ¿Qué habría hecho una heroína de verdad? ¡Lo más probable es que hubiera echado gasolina! Podía llamar a Harris con el teléfono móvil… si lo hubiera llevado. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

Un coche surgió de la oscuridad y se paró a su lado. No se veía bien al conductor pero le dio la impresión de que era fornido y de barba espesa. Él le dijo por señas que bajara la ventanilla. Ella se negó, aterrada. Él movió las manos como diciendo:

–¿Cómo esperas que pueda ayudarte?

Julie estaba desesperada pensando que al cabo de unos días encontrarían su cuerpo al lado de la carretera, podrido por el calor, o devorado por los caimanes. Estaría feísima para el funeral. El pobre Harris pensaría que era por su culpa, por haberla dejado vivir en la casa de invitados, y viviría sintiéndose culpable el resto de sus días. Y nunca sabría en qué estaba pensando Julie cuando condujo por un lugar tan apartado,

De pronto oyó que golpeaban la ventanilla. Dio un salto del susto y vio unos ojos que la miraban. Pertenecían a un hombre calvo, grande y peludo de unos cuarenta años. Llevaba una camiseta llena de manchas

Su pánico se acrecentó. No tenía mucha experiencia con los hombres, pero intuía que alguien en ropa interior no era la respuesta a sus plegarias.

–¿Necesita ayuda? –le gritó el hombre. Julie dijo que no sacudiendo la cabeza con energía–. ¿Puedo llevarla a algún sitio? –Julie sacudió aún más la cabeza. El hombre dejó de sonreír e intentó abrir la portezuela. Julie no podía ni gritar, pero logró apretar el claxon.

Al momento otro coche se paró detrás. Julie pensó en qué posibilidades había de encontrase a la vez con dos hombres con muy malas intenciones. ¿Acaso ese tipo de gente acechaba en la carretera esperando que una idiota como ella se quedara sin gasolina?

Todo pasó rapidísimo. El conductor del segundo coche salió dejando el motor en marcha y los faros encendidos. Le dijo algo al hombre de la camiseta, pero Julie no pudo oírlo porque seguía apretando la bocina. Hubo un forcejeo y un puñetazo y el primer hombre cayó.

El salvador se apoyó en la ventanilla y le indicó que la abriera. Tenía el pelo largo y oscuro y le tapaba las orejas. No podía ver el color de sus ojos, pero vio que brillaban como si estuviera divirtiéndose.

–¡Apague eso! –le dijo señalando al claxon y luego a sus orejas. Julie obedeció–. ¡Gracias! –le dijo cuando se paró el ruido, y le sonrió. Tenía una sonrisa poderosa, sus facciones eran muy masculinas y el brillo de sus ojos le daba un cierto aire infantil. Julie se tranquilizó lo suficiente para abrir unos centímetros la ventanilla–. Me parece que se ha metido en un buen lío –le dijo.

Julie levantó la cabeza tratando de ver dónde había caído el hombre de la camiseta.

–¿Lo ha matado? –preguntó con voz temblorosa.

–¿Y por qué iba a matarlo? –preguntó perplejo–. No la conozco de nada. No se ofenda, pero no quiero ir a la cárcel por alguien a quien no conozco.

–¿Lo dejó inconsciente? –insistió Julie.

–¿No le han dicho que es un poco dramática? Él me dijo que si sabía lo que me convenía, que me fuera. Y yo le contesté que nunca había hecho lo que me convenía. Entonces le pegué una vez. Ahora está echando una siesta en la carretera. Estará bien –hizo una pausa y añadió–, excepto por el ojo negro que tendrá luego. ¿Y usted, qué está haciendo aquí a las tantas de la madrugada? Si no le molesta que se lo pregunte…

La ventana se abrió unos centímetros más.

–Estoy aquí sentada porque mi coche se rompió.

–¿Qué quiere decir, que se rompió?

–No tiene gasolina.

–Sí, supongo que puede decirse que se rompió –le dijo sonriendo–. ¿Cómo puedo ayudarla?

–Bueno… –Julie consideró las posibilidades–, ¿por casualidad sabe dónde estoy?

Él se mordió los labios para no reírse.

–Está a un par de horas al norte de la costa –hizo una pausa–. La costa de Florida.

–Ya sé que estoy en Florida –replicó indignada–. Solo quería saber si hay alguna ciudad cerca, algún sitio donde pueda conseguir gasolina.

–Lo siento, yo también soy turista y no lo sé. Estoy explorando. Pero, si quiere, puedo llevarla hasta alguna gasolinera.

–No creo que sea una buena idea –contestó nerviosa–. Creo que podré arreglármelas.

–Como quiera –contestó indiferente, encogiéndose de hombros–. Esto no es exactamente una autopista, o sea que puede que tenga que esperar bastante. Mantenga cerradas las portezuelas, sobre todo cuando ese de ahí se despierte. No creo que esté muy contento. Hasta luego.

–¡Espere! –el grito de Julie lo detuvo. Ella bajó algo más la ventanilla–. Aceptaré su oferta, si no le molesta.

–En absoluto –introdujo los dedos por la ventanilla–. Soy Billy.

–Yo, Julie –saludó con mucha educación, estrechando los dedos con los suyos–. Encantada de conocerlo.

Billy se rio y contestó:

–Encantado de conocerla. ¿Le han dicho alguna vez que se parece a Grace Kelly? La misma voz, también. Muy cultivada.

–¿Eso es bueno?

–Si le gusta Grace Kelly, sí. A mí me encantaba –dio un paso atrás–. No quiero asustarla, pero tendrá que salir del coche.

Julie dudó un momento.

–Quizás podría quedarme aquí y esperar a que usted me traiga algo de gasolina.

Billy suspiró, echó mano de su billetera y le mostró su antiguo carnet de policía. Como policía retirado eso era ilegal, pero útil.

–No podría estar más segura, señorita. Soy un agente de la ley y he jurado proteger y servir a los ciudadanos de California. Aunque estemos en Florida, y yo esté de vacaciones, no voy a perjudicarla. ¿Podríamos abreviar esto? Los mosquitos se me están comiendo vivo.

Era la primera vez que Julie conocía a un policía de verdad. Los agentes de seguridad, bien vestidos, que Harris contrataba, eran amables, pero no eran veteranos de la calle. Su fantasía la hizo imaginar las situaciones duras y peligrosas que él debía encontrar en su trabajo. Qué emocionante.

–¿Alguna vez le dispara a la gente?

–Solo a las personas muy malas que me disparan primero –contestó adoptando una expresión muy seria.

–¿Dónde guarda la pistola?

Billy casi perdió los papeles y tardó en contestar.

–Estoy de vacaciones –balbuceó–. Además, la funda de la pistola quedaría muy mal con esta camisa. ¿Alguna otra pregunta?

–De momento no –contestó Julie con amabilidad, mientras encendía la luz interior y desactivaba el cierre de las puertas–. Le agradezco mucho su ayuda.

–Espere un instante –le dijo. Si salía en ese momento, pisaría al hombre de la camiseta. Lo arrastró por los brazos, alejándolo del Porsche–. Bien, princesa. Su carroza la espera.

«Princesa», pensó Julie, divertida. La cosa mejoraba por momentos. No podía haber encontrado un héroe más perfecto. Era representante de la ley, un policía. Se había peleado por ella. Su trato era agradable. Era guapísimo. Su nerviosismo se convirtió poco a poco en excitación.

Salió del coche, miró de reojo al de la camiseta. Parecía dormir tranquilamente.

–¿Va a presentar un informe sobre lo ocurrido? –le preguntó a Billy.

–Tan pronto como me sea posible –le contestó pensando en el pobre Harris Roper. Mientras seguía a Julie intentó llamarlo por el teléfono móvil. Pero no le quedaba batería. Tendría que esperar a un teléfono público–. Es parte de mi trabajo, princesa.