1,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,99 €
Desde su huida del mundo de la moda, Maxie Calhoon se había apartado del punto de mira de la opinión pública. Hasta que un reportero se empeñó en conseguir una exclusiva de la supermodelo y llegó hasta ella, llevando la tormenta a su pacífica granja. Pero lo peor de todo fue que a Maxie le resultó imposible resistirse a los seductores besos de aquel hombre. Connor Garret era tenaz y siempre conseguía lo que quería, así es que cuando la ex modelo le dijo que no quería una entrevista, algo se encendió dentro de él. Claro que no sabía hasta qué punto elevaría su temperatura aquella mujer, ni que acabaría deseando tenerla a su lado el resto de su vida.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 155
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Tonya Wood
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una mujer con pasado, n.º 1009 - agosto 2019
Título original: Lady With a Past
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-426-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Connor Garret era el primero en admitir que le gustaba mimarse. Era una de esas personas que adoraba la comodidad, le gustaban las tarjetas de crédito sin límite de saldo, enviar toda la ropa a la lavandería, y tener casas magníficas al lado de la costa.
Con lo único que no se llevaba bien era con el microondas, pero eso tampoco suponía un grave problema, pues su ama de llaves le preparaba puntualmente la comida en las escasas ocasiones en que no comía fuera.
La verdad era que, quitando aquel misterioso horno, no había nada que hubiera perturbado su existencia… hasta entonces.
Lo primero que lo irritaba era aquel maldito deportivo de alquiler, tan llamativo en el aeropuerto, pero tan incómodo. Su metro noventa de estatura no cabía allí dentro. La solución habría sido quitar el techo, pero había empezado a llover. Su pelo castaño dorado lucía más oscuro por obra del agua que se lo había humedecido.
También había descubierto el terrible hábito de los animales salvajes de Wyoming, que se dedicaban a cruzar la carretera sin aviso. Aquello no tenía nada que ver con Los Angeles, donde los únicos animales que frecuentaban la calle eran los conductores.
Sin embargo, el siniestro estado de ánimo de Connor tenía más que ver con una mujer que con ninguna de esas otras circunstancias. Se trataba de Glitter Baby. Connor llevaba diez días buscándola, pero ella no quería que nadie la encontrara. Y, de momento, estaba ganando la batalla.
Miró la foto que tenía en el asiento de al lado. Era una de esas fotos tomadas «a la caza», en la que se apreciaban los ojos de color violeta de aquella mujer, su pelo rubio que caía como una gloriosa cascada. Tenía la piel pálida y luminosa, que casi se confundía con el traje que llevaba. Sus labios gruesos y bien dibujados parecían haber sido esculpidos para incitar al pecado.
–¿Dónde demonios se habrá metido? –murmuró Connor–. ¿Cómo puede alguien con un rostro como este desaparecer sin dejar rastro.
Volvió a centrar su atención en la carretera, justo a tiempo para evitar chocar con otro vehículo que circulaba demasiado despacio.
Estaba harto de viajar, estaba harto de dormir en moteles. Sobre todo odiaba viajar, a través de las montañas, en pequeñas avionetas. Sabía que aquella podía ser una búsqueda infructuosa, pero se negaba a cesar en su intento por hallar a aquella mujer. No estaba dispuesto a dejarse vencer, mucho menos aún en aquellas circunstancias.
El móvil que llevaba en el bolsillo de la chaqueta sonó y él lo buscó sin apartar la vista de la carretera. Solo había una persona que conociera aquel número: su ayudante Morris Gold.
–Dime, Morris. ¿Has tenido suerte en Texas? Sí, ya sé que es un sitio muy grande… No, no quiero entrevistar a Alan Greenspan. ¿Quién quiere escuchar a alguien hablar de tipos de interés durante una hora? No, necesito algo especial. Nadie ha sido capaz de encontrar a esta mujer en dos años –hubo un corto silencio, solo interrumpido por las gotas de lluvia que golpeaban sobre el capó–. No, no estoy poniendo las cosas difíciles. ¿Cómo que estás empezando a soñar con ella? ¡No te puedes enamorar de una foto! Yo soy un experto en no enamorarme, Morris. Conozco estas cosas. Llámame si ocurre algo.
Connor dejó el teléfono sobre el asiento y suspiró. Había trabajado como periodista con mucho éxito durante seis años, siempre buscando retos como aquellos. Glitter Baby había sido la punta del iceberg del mundo de la moda durante ocho años. Había empezado a desfilar a los catorce, ya entonces con gran éxito. Hacía dos años, se había retirado sin intención de regresar, ni anuncio alguno de planes futuros. El equipo de búsqueda de Connor la habían tratado de localizar, pero parecía haberse desvanecido. Su nombre verdadero era Frances Calhoon. Había nacido en Redfern, Wyoming, donde su padre había sido granjero hasta hacía seis años, en que había fallecido. Su madre se había trasladado entonces, pero ninguno de los vecinos sabía adónde. No sabía más. Connor estaba ansioso por saber más, por conocer la misteriosa historia de la modelo desaparecida, con la que habría logrado un programa de máxima audiencia.
Tenía que encontrarla.
Connor iba siguiendo todas las pistas, comprobando todos los lugares en los que había sido vista. La última noticia era que la habían visto en un rodeo, en Wyoming. Y allí estaba él, aunque no abrigaba muchas esperanzas de encontrarla realmente. Las vacas y las supermodelos no solían encajar.
Miró de nuevo la foto. Sin duda la cámara la adoraba. No le extrañaba que hubiera alcanzado el éxito. A diferencia de otras modelos de miradas vacías, sus ojos brillaban con fuego y fantasía. Tenía una aspecto mitad desamparado, mitad de sirena, una explosiva y afrodisíaca mezcla.
Se preguntó qué se sentiría en sus brazos.
Después de una noche inquieta en un motel de Oakley, Connor se recorrió, como de costumbre, los cafés y las tiendas de la zona, mostrando una foto de Frances Calhoon, y tuvo que escuchar los mismos comentarios una y otra vez.
–Sí, claro que sé quien es. Pero no, no la he visto por aquí.
Connor llevaba siempre gafas de sol, para ocultar en lo posible su conocido rostro. Una gorra de béisbol completaba el equipo de camuflaje.
Connor era uno de esos hombres a los que desean las mujeres, con anchos hombros y vaqueros ajustados. Desde su época de universidad, en que era la estrella del fútbol, las mujeres habían demostrado apreciar su físico. Él hacía lo que podía, no negándose a sus deseos. Una lesión de rodilla puso fin a tan gloriosa carrera, y tuvo que empezar a trabajar con su padrino, Jacob Stephens, en la televisión por cable. Su padrino le aseguró que tenía imagen y gancho para poder entrevistar a celebridades.
El trabajo resultó mucho menos estresante que el de jugador de fútbol y, muchas veces, se sentía culpable de estar recibiendo semejante sueldo por algo que realizaba con tal facilidad. Las altas esferas de la televisión parecían realmente contentos con su trabajo.
La verdad era que a Connor lo sorprendía aquel éxito. Sabía que sus formas, sus maneras, no eran la norma entre los periodistas de televisión, pero funcionaban.
Las mujeres afirmaban que su éxito se debía a su pelo, sus ojos y su boca. De hecho, Morris solía referirse a él como «ojitos de caramelo». A Connor no le gustaba en exceso que se hiciera tanto énfasis en su físico. Pero era una persona fácil y alegre que no se complicaba la vida en exceso. Dos veces al mes, recibía un cheque que lo curaba de objeciones.
Cuando se sentía aburrido de lo que hacía, se decía que, seguramente, cualquier hombre que no pudiera hacer del fútbol su carrera profesional se sentiría aburrido en la vida. Acto seguido, revisaba su capital bancario y se sentía muchísimo mejor.
No obstante, la labor que tenía encomendada en aquel momento no tenía absolutamente nada de aburrida. Se había convertido en un auténtico reto.
Además, le debía aquello a Jacob Stephens, que estaba a punto de invertir en toda una red de canales y necesitaría aquello para hacer subir la audiencia. Connor tenía que hacer aquello por su padrino.
Connor llegó a un establecimiento llamado «Howdy Do Farm and Feed», donde vendían abastecimiento para ganado. Miró el letrero y estuvo a punto de pasar de largo, cuando recordó lo que le habían comentado sobre los rodeos. No era, sin embargo, una de esas tiendas en las que uno podía encontrarse a celebridades.
Al entrar, el olor a abono llenó su nariz y miró de un lado a otro. Había unos cuantos clientes que parecían sacados de un cuadro del siglo pasado, todos vestido de cuero viejo.
Connor se quitó las gafas y se aproximó al adolescente que estaba en el mostrador.
–Perdona –Connor sonrió–. Estoy buscando a alguien. ¿Has visto a esta mujer por aquí?
–Yo también la estoy buscando –murmuró el joven.–. Llevo toda mi vida buscándola. Créame, si la hubiera visto, me acordaría. Es esa modelo, ¿no? Spic Baby.
–Glitter Baby –lo corrigió Connor y le quitó la fotografía que le había tomado de entre los dedos.
–Si quiere me quedo con la foto y la pongo en el tablón de anuncios, por si alguien la ve.
–No hace falta. ¿Sabes cómo se llega a Riverside?
–Sí, por la autopista 33 –respondió el muchacho–. No tendrá otra foto como esa por ahí, ¿verdad?
–No –dijo Connor irritado por los comentarios del adolescente.
Dio la vuelta repentinamente y se chocó de frente con alguien que acababa de entrar. En la cabeza de Connor se encendió un letrero luminoso que decía: «grandes pechos y muy femenina».
–Ha sido culpa mía –se disculpó la mujer y se inclinó para agarrar su sombrero de vaquero. Llevaba vaqueros, camisa y unas botas, el uniforme de la zona. Tenía un bonito pelo castaño, que llevaba sujeto en una coleta tirante atrás. Ella sonrió. Tenía una figura realmente hermosa. Estaba claro por qué las hijas de los granjeros tenían fama de ser hermosas.
–No. Ha sido mi culpa. ¿Está bien?
Ella se rio, mientras se colocaba el sombrero de vaquero.
–Soy dura. Sobreviviré.
–Bueno, al menos he logrado captar su atención –Connor miró la fotografía–. Estoy buscando a esta mujer. ¿Recuerda haberla visto alguna vez?
–Es muy famosa, Maxie –dijo el adolescente tendero–. ¿Recuerdas esa modelo que desapareció hace dos años? Es ella.
La mujer miró la foto durante unos segundos, se rascó la nariz quemada por el sol y se encogió de hombros.
–No, nunca la había visto. Robby, necesito tres sacos de fertilizante. Ponlo en mi cuenta. Llevaré el camión a la parte de atrás para cargarlos –dijo ella y se dio media vuelta.
Él la sujetó del codo.
–¿Está segura? Me han dicho que la habían visto en un rodeo aquí.
–Todo el mundo de la ciudad va allí –respondió ella con cierto desprecio–. Yo estaba allí y no vi a nadie famoso.
La mujer se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
–Que tenga suerte. Hasta luego, Robby.
Connor sintió la tensión en los hombros. Tenía los músculos doloridos. Estaba cansado y se sentía frustrado. Estaba empezando a pensarse la opción de entrevistar a Alan Greenspan.
Salió de la tienda y se dirigió hacia el aparcamiento. Allí, vio una camioneta que salía a toda prisa. Maxie, la mujer con la que acababa de hablar, iba conduciendo a gran velocidad. Por algún motivo, querría llevar el abono a casa cuanto antes.
Pero…..
De pronto, se dio cuenta de que Maxie no había dado la vuelta para cargar el fertilizante. Se había marchado de allí como alma que llevara el diablo.
Connor miró una vez más la foto de Glitter Baby.
Maxie era de la misma estatura que ella y, aunque la modelo era rubia, eso no quería decir nada. La mujer de la foto parecía más delgada, pero Maxie tenía la misma figura.
Connor recordó, de pronto, algo que le había llamado la atención: sus ojos. No eran marrones, ni de color miel.
Tenía los ojos de color violeta. Aquella era la marca característica de Glitter Baby. Connor había estudiado cientos de fotos y vídeos de la modelo. Conocía su mirada a la perfección, con aquel carácter sutil, intenso y familiar. Él tampoco era inmune a sus encantos. Una mirada de aquellos ojos hacía que todo el mundo comenzara a girar a su alrededor.
Maxie tenía aquellos mismos ojos.
–¡Cielo santo! –susurró y una sonrisa se dibujó en su rostro.
Lo importante era no dejarse llevar por el pánico.
No lo pudo evitar. Le entró el pánico.
Frances Maxie Calhoon paseó por el porche de arriba abajo. Su perro Boo, un enorme labrador que prefería dormir a cualquier tipo de ejercicio, paseaba con ella, tratando de ofrecerle su apoyo. Boo jamás había visto a su dueña en tal estado de agitación.
Maxie no se había sentido así desde hacía dos años. Había sido extremadamente divertido haber estado al límite durante ese tiempo, pero ya había acabado.
Su pequeño rancho en mitad de ninguna parte había sido su refugio, el lugar donde había conseguido la oportunidad de vivir por segunda vez.
Dos años atrás, pesaba cincuenta kilos, fumaba sin parar y dormía solo una o dos horas al día. Debilitada y con dolores de cabeza, su agente la envió a una serie de médicos que le prescribían tranquilizantes y antidepresivos. Su entrenador personal le recomendaba limpiezas de colon, aromaterapia y parches de nicotina. Sus amigos usaban su ropa, sus píldoras y estaban siempre junto a ella en la foto adecuada y oportuna. Poco a poco, empezó a darse cuenta de que Glitter Baby no era sino un producto lucrativo para otros.
Si quería sobrevivir, tendría que hacerlo sola.
En aquel entonces tendría veintidós años.
Por entonces, su madre, ya viuda, se había trasladado a Oakley, Wyoming, donde había abierto una tienda de antigüedades. Era la mejor oportunidad y el mejor lugar al que podía huir una supermodelo, para aprender a respirar y a dormir, y a tener ilusiones otra vez.
Se retiró sin decir nada, usó sus ahorros para poder cancelar su contrato y desapareció sin dejar rastro. Nunca había vuelto la vista atrás.
Hasta aquel mismo día.
No se había dado cuenta de que aquel extraño de la tienda era un conocido presentador hasta que no había hablado con él. Pero, en el momento en que se había dado cuenta, había sabido que iba persiguiendo a Glitter Baby. Ese hombre procedía de aquel mundo que tan bien conocía ella. Si podía beneficiarse de algún tipo de publicidad, lo haría.
Maxie se dio cuenta de que el pobre Boo estaba agotado de tanto ir detrás de ella, así que se detuvo.
El pobre perro no tenía ni idea de la tormenta que estaba a punto de caer. Lo único que lo preocupaba era que se había perdido su siesta de la mañana y que su dueña se había vuelto repentinamente loca.
Maxie se sentó en el columpio del porche y acarició al perro.
–Ya está, cariño –le dijo–. Puedes dormirte y soñar con un montón de gatos a los que perseguir. Bien… así es, duérmete.
Boo era asmático, gordo y un vago incurable, pero era su único amigo verdadero. Juntos habían pasado por muchas cosas. Boo sabía escuchar, sobre todo si compartía sus espaguetis con él. Le daba lo mismo lo que hubiera sido o dejado de ser Maxie en su anterior vida.
Maxie no estaba dispuesta a perder todo lo que había ganado distanciándose de aquel mundo. Pero Connor Garret podía poner en peligro su estabilidad. Maxie no estaba segura de haberlo podido engañar con su aparente frialdad. Había algo en sus ojos, una intensidad que contrastaba con su aire juvenil de jugador de béisbol. A Maxie la desconcertaba.
De pronto, pensó en lo que ocurriría si realmente descubría que estaba allí. No quería enfrentarse a la opinión pública, a comentarios sobre su pelo o sobre cómo había engordado.
Cerró los ojos. Lo que otros pensaran sobre ella le era absolutamente indiferente. Maxie Calhoon estaba contenta consigo misma y no quería volver atrás.
Quizá, no tenía motivos para preocuparse. Posiblemente. Connor Garret no relacionaría jamás a Maxie Calhoon con Glitter Baby. Las dos mujeres no tenían nada en común.
Algún día recordaría aquel encuentro en la tienda y se reiría de su propia paranoia. ¡Sí, claro, y algún día a sus vacas les crecerían alas y volarían!
Lo que tenía que hacer era tranquilizarse.
Se metería en casa, se haría unos espaguetis y comería. Después, le quedaban muchas cosas aún por hacer. Tenía que fertilizar las plantas. ¡Pero no había recogido el abono!
Estupendo.
Para ser un hombre al que ni siquiera conocía, tenía que reconocer que se las había arreglado muy bien para estropearle el día.
¿Sería la dirección equivocada?
Connor salió del coche y se quitó las gafas de sol. Miró a la casa desde la carretera. Parecía un poco «la casa de la pradera», con las ventanas llenas de flores y unos pinos altos al frente.
Detrás de la casa se veía un establo y un terreno de pasto fresco, donde los animales comían.
Era un lugar encantador, pero para nada el tipo de sitio en el que se habría imaginado a una mujer como Glitter Baby. Connor había hecho sus averiguaciones sobre el tipo de sitios en los que vivía. Había tenido varios apartamentos, tanto en América como fuera, pero nunca los había terminado de amueblar. Normalmente, nunca estaba en el mismo sitio durante más de una semana, por lo que su casa real eran los hoteles de cinco estrellas.
Quizás aquel era el tipo de casa que una modelo elegía para esconderse del mundo.