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Una tragedia de desencuentros amorosos, La impaciencia del corazón narra la historia de un joven teniente Hofmiller que conoce a una niña paralizada. Las chispas del amor comenzarán a saltar, pero por miedo al reproche de la sociedad, el joven Hofmiller prefiere mantener la relación en secreto.¿Qué pasará con la delicada Edith, cuando conozca la razón del porqué su relación debe ser mantenida en secreto? ¿Qué sensaciones causarán en la niña saber que estar con ella causa vergüenza en el teniente Hofmiller?-
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Seitenzahl: 674
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Stefan Zweig
Saga
La impaciencia del corazón
Original title: Ungeduld des Herzens
Original language: German
Cover art: brethdesign.dk
Cover illustrator: Shutterstock
Copyright © 1939, 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726338133
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
En los albores de la Gran Guerra, el teniente Anton Hofmiller recibe una invitación para acudir al castillo del magnate húngaro Lajos von Kekesfalva, cuya hija, que sufre parálisis crónica, se enamora del joven oficial. Hofmiller, que sólo siente compasión por la joven Edith, decidirá ocultar sus verdaderos sentimientos y le hará tener esperanzas en una pronta recuperación. Llega incluso a prometerse con ella, pero no reconoce su noviazgo en público. Como un criminal en la oscuridad, Hofmiller se refugiará en la guerra, de donde regresará como un auténtico héroe. La impaciencia del corazón es sin duda uno de los mejores libros de Zweig, un sobrecogedor retrato de la insondable naturaleza humana que atrapará al lector desde la primera página.
«Al que tiene le será dado». Estas palabras del Libro de la Sabiduría las puede corroborar cualquier escritor sin miedo alguno en el sentido de que «a quien mucho ha narrado le será narrado». Nada más engañoso que la idea demasiado deferente de que en el escritor trabaja ininterrumpidamente la fantasía, de que él crea hechos e historias a partir de un acopio inagotable y sin pausa. En realidad, en vez de inventar, sólo necesita dejarse encontrar por los personajes y los acontecimientos, los cuales, siempre que haya conservado una elevada capacidad de mirar y de escuchar, lo buscan sin cesar para que los refiera; a quien a menudo ha intentado explicar destinos, muchos le cuentan el suyo.
También el suceso que voy a reproducir aquí me fue confiado casi en su totalidad y, justo es decir, de una manera completamente inesperada. La última vez que estuve en Viena, cansado después de mil gestiones, busqué al caer la noche un restaurante de arrabal que creía que había dejado de estar de moda y sería poco frecuentado. Pero, apenas entré, comprobé con irritación mi error. Justo de la primera mesa se levantó un conocido mío con todas las muestras de una alegría sincera, pero no correspondida por mí tan fogosamente, y me invitó a sentarme con él. Decir que aquel obsequioso caballero era antipático o desagradable sería faltar a la verdad; era de esa clase de personas sociables por naturaleza que coleccionan relaciones como los niños sellos y que por eso se enorgullecen de modo especial de cada ejemplar de su colección. Para este curioso y bonachón personaje —su profesión secundaria era la de archivero cualificado, y muy erudito—, todo el sentido de la vida se reducía a la modesta satisfacción de poder añadir con vanidosa naturalidad junto a cada nombre que de tarde en tarde leía en el periódico: «Un buen amigo mío» o «Ah, ayer mismo me lo encontré» o «Mi amigo A me ha dicho y mi amigo B opina», y así sucesivamente, con todo el alfabeto. Nunca dejaba de aplaudir a sus amigos en los estrenos, al día siguiente telefoneaba a los actores felicitándolos, no olvidaba un solo cumpleaños, pasaba en silencio notas de prensa desagradables y les enviaba las elogiosas expresándoles su más cordial simpatía. No era, pues, un mal hombre, sino sinceramente obsequioso, y se sentía feliz cuando se le pedía un pequeño favor o cuando añadía un nuevo objeto a su gabinete de curiosidades.
Pero no es necesario describir con más detalle al amigo «Adabei» —este término burlón y humorístico que equivale a la vez a cotilla y lapa y que suele aplicarse en Viena a esta clase de parásitos de buen talante que pululan dentro de los abigarrados grupos de esnobs—, pues todo el mundo los conoce y sabe que uno no se puede librar sin grosería de su conmovedora inocuidad. De modo que me senté resignado a su mesa y durante un cuarto de hora tuve que escuchar su verborrea, hasta que entró en el local un hombre fornido y llamativo por su rostro juvenil y rebosante de salud, con un punto de gris en las sienes que lo favorecía; su porte un tanto erguido al andar lo reveló en el acto como ex militar. Mi vecino dio un respingo para saludarlo con su típica obsequiosidad, aunque el caballero en cuestión correspondió a su ímpetu con más indiferencia que cortesía, y todavía el nuevo cliente no había acabado de pedir la bebida al presuroso camarero, cuando mi amigo Adabei ya se me acercó para susurrarme al oído: «¿Sabe quién es?». Puesto que yo conocía desde hacía tiempo su prurito de coleccionista de exhibir triunfante cada ejemplar más o menos interesante de su colección y temía prolijas explicaciones, me limité a responder con un «no» carente de interés y seguí diseccionando mi tarta Sacher. Pero esta indolencia mía incitó aún más al cazador de nombres y, tapándose la boca con la mano por precaución, me sopló con voz apagada: «Pues éste es Hofmiller, de intendencia general… Ya sabe, aquel que ganó la condecoración de María Teresa durante la guerra». Como este dato no pareció impresionarme en la medida esperada, empezó a desembuchar con el entusiasmo de manual de lecturas patrióticas diciendo que el tal capitán de caballería Hofmiller había llevado a cabo grandes hazañas en la guerra, primero en caballería, luego en aquel vuelo de reconocimiento sobre el Piave en el que derribó él solo tres aviones, y finalmente en la compañía de ametralladoras en la que ocupó y mantuvo un sector del frente durante tres días. Contó todo esto con muchos detalles (que aquí omito) y mostrando en cada momento su inmensa sorpresa por el hecho de que yo no hubiera oído hablar de aquel hombre admirable al que el emperador Carlos había distinguido con la más singular condecoración del ejército austríaco.
Involuntariamente me sentí tentado a mirar hacia la otra mesa para ver una vez en la vida y a dos metros de distancia a un héroe marcado por la historia. Pero me encontré con una mirada severa y enojada que más o menos venía a decirme: «¿le ha estado contando embustes acerca de mí ese individuo? ¡No se me quede usted mirando boquiabierto, que no hay nada que ver!». Al mismo tiempo, el caballero apartó la silla a un lado con un gesto inequívocamente desabrido y nos dio la espalda con aire decidido. Aparté los ojos un tanto avergonzado, y a partir de entonces evité por discreción rozar con la mirada siquiera el mantel de aquella mesa. No tardé en despedirme del bendito parlanchín, sin dejar de observar al salir que en el acto se trasladaba a la mesa de su héroe, probablemente para informarle sobre mí con la misma diligencia con que me había hablado antes de él.
Esto fue todo. Unas cuantas visitas a la ciudad y a buen seguro habría olvidado este encuentro fugaz si la casualidad no hubiera querido que al día siguiente me viera de nuevo en una pequeña tertulia frente al desabrido caballero que, además, con su esmoquin de noche tenía un aspecto todavía más llamativo y elegante que con su traje homespun más deportivo de la víspera. A ambos nos costó disimular una sonrisita, esa sonrisa ominosa entre dos personas que comparten un secreto bien guardado en medio de un grupo. Me reconoció exactamente igual que yo a él, y es probable que estuviéramos irritados o divertidos también de la misma manera a causa del fracasado chismoso del día anterior. Por el momento evitamos entablar conversación, cosa que hubiera resultado inútil porque a nuestro alrededor se había iniciado una animada discusión.
El objeto de la disputa se puede adivinar de antemano si menciono que tuvo lugar en el año 1938. Futuros cronistas de nuestra época comprobarán un día que en aquel año casi todas las conversaciones mantenidas en este país de nuestra asolada Europa estaban dominadas por las conjeturas sobre la probabilidad de que estallara o no una nueva guerra mundial. Inevitablemente el tema fascinaba en cualquier tertulia, y a veces uno tenía la impresión de que no eran los hombres quienes desahogaban su miedo en suposiciones y esperanzas, sino la atmósfera misma, por decirlo así, el ambiente de la época, agitado y cargado de ocultas tensiones, que deseaba descargarse en la palabra.
El anfitrión, abogado de profesión y altercador de carácter, dirigía la tertulia. Demostraba con los argumentos habituales el habitual disparate de que la nueva generación sabía lo que era la guerra y ya no se lanzaría a una nueva contienda tan improvisadamente como a la anterior. Cuando los movilizaran dispararían los fusiles hacia atrás, y sobre todo los veteranos como él no habían olvidado lo que les esperaba. En un momento en que decenas y centenares de miles de fábricas producían explosivos y gases tóxicos, me irritó la jactanciosa seguridad con que descartaba la posibilidad de una guerra de forma tan indolente como sacudía la ceniza de su cigarrillo con un ligero golpe del dedo índice. No siempre se debía creer aquello de lo que uno quería convencerse, respondí con resolución. Las autoridades y los organismos militares que dirigían el aparato bélico tampoco dormían y, mientras nosotros nos embriagábamos con utopías, habían aprovechado con creces los tiempos de paz para preparar y organizar a las masas y en cierto modo tenerlas disponibles y prontas para hacer fuego. Ya entonces, en medio de la paz, el servilismo general había adquirido proporciones increíbles gracias al perfeccionamiento de la propaganda, y a que teníamos muy claro el hecho de que, tan pronto como la radio transmitiera a todos los hogares la orden de movilización, no habría oposición alguna. El hombre era una partícula de polvo sin voluntad que no contaba para nada en aquel momento.
Naturalmente los tuve a todos contra mí, pues la experiencia nos demuestra que el instinto de autoaturdimiento del hombre prefiere librarse de los peligros conocidos en su fuero interno a base de declararlos nulos y sin valor, y esta advertencia contra un optimismo fútil a la fuerza tuvo que resultar inoportuna a la vista de la espléndida cena que ya nos esperaba en la sala contigua.
Entonces, inesperadamente, se colocó a mi lado como padrino de aquel duelo el caballero de la orden de María Teresa, precisamente el hombre en quien mi equivocado instinto había sospechado un adversario. «Sí», dijo con vehemencia, era un puro disparate pretender tomar en consideración hoy día la voluntad o la falta de voluntad del material humano, pues en la próxima guerra la ejecución de la misma se asignará a las máquinas y las personas quedarán relegadas a la condición de simples componentes. Ya en la última contienda no había encontrado a muchos en el campo de batalla que se hubieran declarado claramente a favor o en contra de la guerra. La mayoría se había visto arrastrada a ella como una nube de polvo por el viento y metida después en el gran torbellino; los individuos, sin contar con su voluntad, habían sido traqueteados de un lado para otro como garbanzos en un gran saco. En suma, quizás incluso más hombres se habían refugiado en la guerra que huido de ella.
Lo escuché asombrado, había despertado mi interés sobre todo la vehemencia con que siguió hablando. «No nos engañemos. Si en algún país hoy se hiciera propaganda a favor de una guerra exótica, por ejemplo en la Polinesia o en un rincón de África, miles y cientos de miles acudirían corriendo a la llamada sin saber muy bien por qué, quizá sólo por el deseo de huir de ellos mismos o de circunstancias desagradables. La resistencia real a una guerra difícilmente puedo estimarla en más de cero. La resistencia de un individuo frente a un organismo exige siempre mucho más valor que el simple dejarse arrastrar, es decir, valor individual, y esta especie está en vías de extinción en nuestra época de organización y mecanización crecientes. Yo he encontrado en la guerra casi exclusivamente el fenómeno del coraje de las masas, del valor de los que están en formación militar, y si alguien observa con lupa este concepto, descubrirá unos componentes muy peculiares: mucha vanidad, mucha ligereza e incluso aburrimiento, pero sobre todo mucho miedo… Sí, miedo de quedarse atrás, miedo de ser blanco de burlas, miedo de actuar solo y, sobre todo, de oponerse al entusiasmo de masa de los demás; la mayoría de los que pasaron por los más audaces en el campo de batalla, los he conocido después personalmente en la vida civil como héroes muy dudosos. Por favor, entiéndame», dijo, dirigiéndose cortésmente al anfitrión, que torcía el gesto, «no soy en absoluto una excepción».
Me gustaba cómo hablaba y deseaba acercarme a él, pero en aquel momento la anfitriona llamaba a la cena y, sentados muy lejos el uno del otro, no pudimos reanudar la conversación. No coincidimos de nuevo hasta el guardarropa cuando todo el mundo se retiró.
«Me parece», dijo sonriendo, «que nuestro común protector ya nos presentó indirectamente».
Yo le devolví la sonrisa: «Y detenidamente, además».
«Con toda seguridad exageró contándole que soy un Aquiles y más de una vez se colgó mi medalla sobre el pecho».
«Más o menos».
«Sí, está condenadamente orgulloso de ellas… como de los libros que usted escribe».
«¡Curioso individuo! Pero los hay peores… Por lo demás, ¿le importa que caminemos un trecho juntos?».
Echamos a andar. De pronto se volvió hacia mí:
«Créame, no hablo por hablar si le digo que lo que más me ha hecho sufrir durante años es esta medalla de María Teresa, demasiado llamativa para mi gusto. Quiero decir, para serle franco, que cuando la conseguí en el campo de batalla, al principio me emocionó, claro está. Al fin y al cabo uno había sido educado para soldado y había oído hablar de esta condecoración en la escuela de cadetes, una distinción que se otorga a una docena como máximo en una guerra y que, por decirlo así, cae del cielo como una estrella. Sí, para un muchacho de veintiocho años es mucho. Uno se encuentra de pronto ante la tropa, todo el mundo mira con asombro cómo de golpe algo brilla en tu pecho como un pequeño sol y el emperador, su inaccesible majestad, te estrecha la mano para felicitarte. Pero, mire usted, esta orden sólo tenía sentido y validez en nuestro mundo militar. Cuando se acabó la guerra, me pareció ridículo ir toda la vida por el mundo marcado como un héroe porque una vez actué con coraje durante veinte minutos…, probablemente no con más coraje que otros diez mil en comparación con los cuales mi única ventaja fue que se fijaran en mí y, más sorprendente todavía, la suerte de regresar vivo a casa. Ya al cabo de un año, cuando por doquier la gente se quedaba mirando el trocito de metal para luego deslizar los ojos respetuosos hacia mi rostro, me harté de ser un monumento ambulante, y el enojo que me producía esta eterna ostentación fue uno de los motivos decisivos que me indujeron a vestir de paisano tan pronto como pude después de la guerra».
Se puso a andar con más viveza.
«Uno de los motivos, digo, pero el principal era de carácter privado, y quizás a usted le resulte todavía más comprensible. El motivo principal fue que en el fondo yo mismo ponía en duda mi legitimidad o cuando menos mi heroísmo. Yo sabía mejor que los ignorantes mirones que tras esta medalla había alguien que era cualquier cosa menos un héroe e incluso un antihéroe declarado…, uno de los que corrieron a la guerra con tanta furia sólo porque querían ponerse a salvo de una situación desesperada. Éramos más desertores de nuestras responsabilidades que héroes de nuestro sentido del deber. No sé cómo lo verá usted pero a mí por lo menos la vida con aureola y nimbo me parece antinatural e insoportable. Y me sentí francamente aliviado al no tener que pasear más mi biografía de héroe colgada del uniforme. Todavía ahora me molesta que alguien desentierre mi gloria pasada y, por qué no se lo voy a confesar, ayer estuve a punto de acercarme a su mesa para increpar al pelmazo y decirle que fuera a jactarse con otro. Durante toda la velada me dio pena la mirada respetuosa que me dirigía usted, y de buena gana, para desmentir a este charlatán, le hubiera invitado a usted a escuchar por qué caminos tortuosos me convertí en héroe… Es una historia bastante extraña y, sin embargo, podría demostrarle que a menudo el valor no es sino la otra cara de una debilidad. Por lo demás…, no tendría inconveniente en contársela ahora mismo. Lo que ocurrió a un hombre hace un cuarto de siglo ya no le incumbe, pero puede que desde entonces interese a otro. ¿Tiene tiempo? ¿Y no lo aburro?».
Naturalmente tenía tiempo. Anduvimos todavía un buen rato arriba y abajo por las calles ya desiertas y también nos vimos con frecuencia los días siguientes. He cambiado muy pocas cosas de su relato, quizá digo ulanos en vez de húsares, he desplazado un poco las guarniciones en el mapa para disimularlas, y por precaución he eliminado los nombres reales. Pero no he modificado ni inventado nada de lo esencial, y no soy yo, sino el narrador, quien empieza ahora a narrar.
«Hay dos clases de piedad. Una, débil y sentimental, que en realidad sólo es impaciencia del corazón para liberarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena, es una compasión que no es exactamente compasión, sino una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la compasión desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá».
Todo empezó con un desatino, una torpeza completamente excusable, una gaffe, como dicen los franceses. Después intenté remediar mi estupidez, pero cuando se quiere reparar con demasiadas prisas la ruedecita de un reloj, se suele estropear todo el mecanismo. Incluso hoy, al cabo de los años, soy incapaz de delimitar dónde terminó mi pura impaciencia y dónde empezó mi culpa. Probablemente nunca lo sabré.
Tenía por aquel entonces veinticinco años y era teniente en activo en el regimiento X de ulanos. No puedo afirmar que hubiera sentido nunca una pasión especial o una vocación interior por la carrera militar. Pero cuando dos niñas y cuatro rapaces siempre hambrientos de una vieja familia de funcionarios austríaca se sientan a una mesa mal provista, no se les pregunta por sus inclinaciones, sino que se los mete temprano en el horno de la profesión para que no graven por demasiado tiempo el presupuesto familiar. A mi hermano Ulrich, que ya en la escuela se quemaba las pestañas con tanto estudio, lo metieron en el seminario; a mí, que tenía los huesos fuertes, me mandaron a la academia militar: desde allí el hilo de la vida se devana automáticamente, no hace falta seguir lubricándolo. El Estado se ocupa de todo. Al cabo de pocos años y gratis, de acuerdo con el modelo diseñado por el erario, de un rapazuelo pálido e imberbe se consigue un sargento de incipiente barba y se lo envía al ejército listo para el uso. Un día, el del cumpleaños del emperador, cuando yo todavía no había cumplido los dieciocho, me licenciaron y poco después asomó la primera estrella en mi uniforme; así terminó la primera etapa y a partir de entonces pudo empezar el turno de los ascensos, siguiendo su curso mecánicamente y con las debidas pausas, hasta la jubilación y la gota. Tampoco había sido deseo mío servir precisamente en caballería, tropa por desgracia muy cara, sino un capricho de mi tía Daisy, que se había casado en segundas nupcias con el hermano mayor de mi padre cuando aquél pasó del Ministerio de Hacienda a la presidencia de un banco, un puesto mucho mejor remunerado. Rica y esnob a la vez, no podía tolerar que alguno de la parentela que también se llamaba Hofmiller maculara la familia sirviendo en infantería; y como este capricho costaba cien coronas al mes, tuve que mostrar ante ella la más sumisa gratitud a cada instante. Nadie había pensado, y yo menos que nadie, si quería servir en caballería o siquiera estar en activo. Montado en la silla me sentía bien y mis pensamientos no iban más allá del cuello del caballo.
En aquel noviembre de 1913 alguna orden debió de deslizarse de un despacho a otro, pues de improviso nuestro escuadrón fue trasladado de Jaroslau a otra pequeña guarnición en la frontera húngara. Poco importa el nombre de esta pequeña ciudad, pues dos botones del mismo uniforme no pueden parecerse tanto como una guarnición de provincias austríaca a otra. En una como en otra, los mismos edificios militares: un cuartel, un picadero, una plaza de armas, un casino de oficiales, más tres hoteles, dos cafés, una confitería, una taberna y un deslucido teatro de variedades con segundas damas de belleza pasada que hacían horas extra repartiéndose cariñosamente entre oficiales y voluntarios de un año. En todas partes el servicio militar significa la misma monotonía vacía y ajetreada, horas y horas distribuidas según un reglamento rígido e invariable desde hace siglos, y tampoco el tiempo libre parece muy variado. En el comedor de oficiales, las mismas caras y las mismas conversaciones; en el café, las mismas partidas de cartas y el mismo billar. A veces me maravilla que el buen Dios se haya molestado en colocar un cielo y un paisaje diferentes alrededor de los seiscientos u ochocientos tejados de una ciudad como ésta.
Una ventaja, sin embargo, ofrecía mi nueva guarnición frente a la anterior de Galitzia: tenía una estación de tren expreso y estaba, por un lado, cerca de Viena, y, por el otro, no lejos de Budapest. Quien tenía dinero —y en caballería sirven siempre los ricos, muy especialmente los voluntarios, en parte aristócratas, en parte hijos de fabricantes— y se espabilaba a tiempo, podía coger el tren de las cinco en dirección a Viena y regresar con el nocturno a las tres y media de la madrugada. Tiempo suficiente, pues, para ir al teatro, pasear por el Ring, hacerse el caballero y de paso ir en busca de aventuras. Algunos de los más envidiados tenían incluso casa permanente o una habitación en una pensión. Por desgracia estas escapadas vivificadoras excedían mi presupuesto mensual. Mi única distracción era el café o la confitería y allí, como quiera que en las partidas de cartas se apostara demasiado fuerte para mí, me dedicaba al billar o al ajedrez, todavía más barato.
Así pues, también aquella tarde —debió de ser a mediados de mayo de 1914— estaba sentado en la confitería con un compañero casual, el farmacéutico de El Ángel de Oro y a la vez viceburgo maestre de la pequeña ciudad. Hacía rato que habíamos terminado nuestras tres habituales partidas y seguíamos hablando a ratos sólo por pereza de levantarnos —¿adónde ir en aquel aburrido rincón del mundo?—, pero la conversación se iba apagando lentamente como un cigarro consumido. Entonces, de pronto se abre la puerta y como un soplo de aire fresco entra una bonita muchacha balanceando una falda acampanada: ojos castaños y almendrados, tez oscura, vestida con exquisitez, nada provinciana, y, sobre todo, una cara nueva en aquella lastimosa monotonía.
Lamentablemente, la hermosa ninfa no nos presta la menor atención cuando nos levantamos admirados y respetuosos; elegante y altiva, con paso firme y deportivo se dirige directamente al mostrador entre las nueve mesitas de mármol para encargar en gros una docena entera de pasteles, tartas y aguardiente. Enseguida me llama la atención el modo sumiso y servil con que el pastelero se inclina ante ella: nunca he visto tan estirada la costura de la espalda de su levita. Incluso su mujer, la exuberante y recia Venus provinciana, que suele dejarse cortejar indolentemente por todos los oficiales (a menudo le deben pequeñas cantidades hasta fin de mes), se levanta de su silla junto a la caja y se deshace en almibarados cumplidos. La hermosa muchacha mordisquea negligentemente unos cuantos pralinés e intercambia cuatro palabras con la señora Grossmaier, mientras el pastelero anota el pedido; a nosotros, en cambio, que estiramos el cuello quizá con demasiada avidez, no nos toca siquiera un parpadeo. Naturalmente, la señorita no carga su hermosa mano con un solo paquetito; puede tener la seguridad de que todo le será remitido, le asegura sumisamente la señora Grossmaier. Y tampoco piensa en absoluto, como los demás mortales, en pagar en metálico en la caja. Todos lo hemos comprendido: ¡clientela extrafina y distinguida!
Una vez hecho el encargo y cuando se vuelve para marcharse, el señor Grossmaier se le adelanta de un salto para abrirle la puerta. También mi farmacéutico se levanta de la silla para presentar sus más respetuosos saludos a la dama cuando ésta pasa por delante de nuestra mesa con su balanceo. Ella le da las gracias con augusta afabilidad —¡caray, qué ojos de terciopelo, de color de miel!— y yo apenas puedo esperar a que, abrumada por tantos y dulces cumplidos, salga de la tienda para preguntar, despertada mi curiosidad, por esta belleza que de tal modo alborota el gallinero.
—Ah, ¿no la conoce? Pues es la sobrina de… —bueno, yo llamaré al caballero señor Von Kekesfalva, aunque el nombre real era otro— Kekesfalva. Conoce a los Kekesfalva, ¿verdad?
Kekesfalva: me lanza el nombre sobre la mesa como un billete de mil coronas, mirándome como si esperara, a modo de respuesta lógica, un respetuoso «¡Ah, sí, claro!». Pero yo, teniente recién trasladado, llegado a la nueva guarnición hace sólo unos meses, sin la más remota idea de la situación, no sé nada de este dios tan misterioso y pido cortésmente al farmacéutico que me dé más información, cosa que él hace con toda la satisfacción del orgullo provinciano…, por supuesto, con mucha más locuacidad y lujo de detalles que yo en mi relato.
Kekesfalva, me explica, es el hombre más rico de la comarca. Lisa y llanamente, todo le pertenece, no sólo el castillo de Kekesfalva —«seguro que lo conoce, se ve desde la plaza de armas, a la izquierda de la carretera, es el palacio amarillo con la torre achatada y el gran parque antiguo»—, sino también la gran fábrica de azúcar que está en la carretera de R. y el aserradero de Bruck y la yeguada de M. Todo esto es suyo, además de seis o siete casas en Budapest y en Viena.
—Sí, cuesta creer que haya gente tan rica entre nosotros, y éste sabe vivir como un verdadero magnate. Pasa los inviernos en su palacete de la Jacquingasse de Viena y los veranos en balnearios. Vive aquí sólo unos meses, en primavera, pero ¡Dios santo, en qué casa! Cuartetos de Viena, champán y vinos franceses, ¡lo más selecto, lo mejor de lo mejor!
Si me complace, con mucho gusto me introduciría allí, pues —gran gesto de satisfacción— es amigo del señor Von Kekesfalva, hace años tuvo con frecuencia tratos comerciales con él y sabe que recibe de buen grado a los oficiales. Una palabra suya y me invitarán.
Bueno, ¿por qué no? Uno se asfixia en el corrompido estanque de una guarnición de provincias como la nuestra. Acabas conociendo de vista a todas las mujeres en el paseo, y el sombrero de verano y de invierno de cada una de ellas, su vestido elegante y el de diario; todo es siempre lo mismo. Y conoces al perro y a la criada y a los niños de tanto verlos y fingir que no los ves mirando por encima de sus cabezas. Conoces todas las artes de la gruesa cocinera bohemia del casino y el paladar se te vuelve basto poco a poco con sólo ver el menú del restaurante, siempre el mismo. Te sabes de memoria todos los nombres, los rótulos y los anuncios de todas las calles, y conoces todas las tiendas y los escaparates de todos los establecimientos. Sabes casi con la misma exactitud que el camarero Eugen a qué hora aparecerá en el café el juez de la audiencia territorial, que se sentará en el rincón de la izquierda junto a la ventana y a las cuatro treinta en punto pedirá un café con leche, mientras que el señor notario, a su vez, llegará exactamente diez minutos después, a las cuatro cuarenta y, en cambio —bendito cambio—, pedirá té con limón a causa de su estómago delicado y contará los mismos chistes fumando su eterno Virginia. Ay, conoces todas las caras, todos los uniformes, todos los caballos, todos los cocheros y todos los mendigos de la región, y los conoces hasta la saciedad. ¿Por qué no salirse un día de la noria? Y, luego, ¡esta encantadora muchacha, estos ojos de color de avellana! De modo que digo a mi protector con fingida indiferencia (¡conviene no mostrarse demasiado ansioso ante el vanidoso boticario!) que sí, que tendré mucho gusto en conocer a la familia Kekesfalva.
Y, en efecto —¡mira por dónde el bueno del farmacéutico no había fanfarroneado!—, dos días después, hinchado de orgullo y con aire protector, me trae al café una tarjeta impresa, con mi nombre añadido de puño y letra, en la que se dice que el señor Lajos von Kekesfalva invita al teniente Anton Hofmiller a cenar el miércoles de la semana próxima a las ocho. Gracias a Dios, la gente de nuestra condición también desciende de buena familia y sabe cómo comportarse en estos casos. El mismo domingo por la mañana me enfundo mi uniforme de gala, guantes blancos y zapatos de charol, me afeito impecablemente, con una gota de colonia en el bigote, y salgo para hacer mi primera visita de cumplido. El criado —viejo, discreto, con una buena librea— toma mi tarjeta y se disculpa entre dientes diciendo que los señores lamentarán muchísimo no haber estado en casa para recibir al teniente, pero han ido a la iglesia. Mejor, pienso, las visitas de cumplido son lo más espantoso dentro y fuera del servicio. De todos modos, ya he cumplido con mi deber. El miércoles por la noche te presentas y esperemos que todo vaya bien. El asunto Kekesfalva, pienso, resuelto hasta el miércoles. Pero dos días después, el martes, encuentro con sincera alegría una tarjeta del señor Von Kekesfalva en mi cuarto. Impecable, pienso, esta gente tiene buenos modales. Dos días después me devuelve la visita, a mí, un oficial insignificante: más cortesía y respeto no podría pedir un general. Tengo un buen presentimiento y ahora espero con ansiedad la noche del miércoles.
Pero justo este día me juegan una mala pasada. En verdad debería ser supersticioso y prestar más atención a las pequeñas señales. A las siete y media del miércoles estoy dispuesto, con mi mejor uniforme, guantes nuevos, zapatos de charol, los pantalones planchados como una cuchilla de afeitar y mi ordenanza me está alisando las arrugas del abrigo y revisando si todo está en orden (siempre lo necesito para eso, pues sólo tengo un pequeño espejo de mano en mi mal iluminado cuarto), cuando golpean fuertemente la puerta: un asistente. El oficial de servicio, mi amigo, el capitán de caballería conde Steinhübel, me ruega que vaya a verlo a los aposentos de la tropa. Dos ulanos, probablemente borrachos como una cuba, se han peleado y uno de ellos ha pegado un culatazo a la cabeza del otro. Y ahora el torpe está allí tendido, ensangrentado, inconsciente y con la boca abierta. No se sabe si el cráneo sigue entero o no. El médico del regimiento se ha ido de permiso a Viena y el coronel no aparece por ninguna parte. Viéndose en un apuro, el bueno de Steinhübel, maldita sea, acude precisamente a mí para que le ayude mientras él trata de socorrer al herido, y ahora tengo que levantar acta y mandar ordenanzas a todas partes para que traigan un médico civil del café o de donde sea. Entre una cosa y otra se me han hecho las ocho menos cuarto. Veo que me será imposible salir antes de un cuarto de hora o media hora. Maldita sea, precisamente hoy tenía que surgir un imprevisto como ése. ¡Precisamente hoy, que estoy invitado! Miro la hora cada vez más impaciente; imposible llegar a tiempo, si tengo que perder más tiempo aquí aunque sean cinco minutos. Pero el servicio, así nos lo han inculcado hasta la médula, pasa por encima de cualquier obligación personal. No puedo largarme, de modo que hago lo único posible en esta condenada situación: mando a mi ordenanza con un coche de punto (cuatro coronas me cuesta la broma) a casa de los Kekesfalva, rogándoles que me disculpen en caso de que llegue tarde, pero un imprevisto en el servicio, etcétera, etcétera. Afortunadamente el barullo en el cuartel no dura demasiado, pues aparece el coronel en persona con un médico que han encontrado enseguida, y yo puedo escabullirme sin llamar la atención.
Pero la mala suerte me persigue: precisamente hoy no hay un solo coche de punto en la plaza del Ayuntamiento. Tengo que esperar a que llamen por teléfono a uno de dos caballos. Resulta inevitable, pues, que cuando llego finalmente al gran vestíbulo de los Kekesfalva la aguja larga del reloj de pared cuelgue ya verticalmente marcando las ocho y media en vez de las siete y media, y veo que los abrigos del guardarropa abultan unos encima de otros. También en el rostro un tanto turbado del sirviente observo que mi retraso es excesivo. ¡Desagradable, muy desagradable, justo en mi primera visita!
De todos modos, el criado —esta vez con guantes blancos, frac, camisa y rostro almidonados— me tranquiliza diciendo que mi ordenanza ha traído el recado hace cosa de media hora y me acompaña al salón, una estancia de cuatro ventanas, tapizada de seda roja, resplandeciente de arañas de cristal, fabulosamente elegante, jamás he visto una cosa más selecta. Pero, por desgracia y vergüenza mía, el salón está ya completamente desierto y de la sala contigua me llega con claridad el alegre tintineo de los cubiertos. ¡Enojoso, enojoso, pienso, ya están en la mesa!
En fin, hago un esfuerzo y, tan pronto como el criado abre delante de mí la puerta corredera, avanzo hasta el umbral del comedor, saludo con un fuerte golpe de tacones y una reverencia. Todos levantan la vista hacia mí, veinte o cuarenta ojos, ojos desconocidos que examinan al tardío militar, enmarcado en el dintel de la puerta con no demasiada seguridad en sí mismo. En el acto se levanta de la mesa un anciano caballero, el dueño de la casa sin duda, se quita la servilleta con un gesto brusco y viene hacia mí con la mano tendida invitándome a pasar. El señor Von Kekesfalva no es en absoluto como me lo había imaginado: un hidalgo de provincia, con bigote magiar, mofletudo, obeso y rubicundo por el buen vino. Tras sus gafas de montura dorada unos ojos un tanto cansados flotan sobre unos grises sacos lagrimales; los hombros parecen algo encorvados hacia delante; la voz es como un cuchicheo, un poco estorbada por una tosecilla: más bien se lo podría tomar por un sabio, con su rostro fino y delgado, que termina en una estrecha perilla blanca. La extraordinaria cortesía del anciano produce un efecto balsámico sobre mi inseguridad: no, no, es él quien tiene que disculparse, dice interrumpiéndome. Sabe muy bien que puede pasar de todo estando de servicio y ha sido muy amable de mi parte avisarlo expresamente; han empezado a cenar sólo porque no estaban seguros de que pudiera acudir, pero me ruega que ahora tome asiento sin más tardanza. Después me presentará uno a uno a todos los invitados. De momento —dice acompañándome hasta la mesa— sólo a su hija. Una adolescente, tierna, pálida y frágil como él mismo, levanta la vista de la conversación y dos ojos grises me examinan con timidez. Yo sólo veo fugazmente un semblante delgado y nervioso, me inclino primero ante ella y luego a derecha e izquierda al conjunto de invitados que, a todas luces, se alegran de no tener que dejar a un lado tenedor y cuchillo para aguantar la molestia de prolijas ceremonias de presentación.
Durante los primeros dos o tres minutos me siento todavía bastante incómodo. No hay nadie del regimiento allí, ningún camarada, ningún conocido, ni siquiera alguno de los notables de la ciudad, exclusivamente personas extrañas, del todo extrañas. Parecen sobre todo terratenientes de los alrededores con sus mujeres e hijas o funcionarios del Estado. ¡Pero todos civiles, el único con uniforme soy yo! Dios mío, ¿cómo puedo yo, persona torpe y tímida, entablar conversación con estas gentes desconocidas? Por fortuna me han colocado en un buen sitio: junto a mí se sienta la morena arrogante del otro día, la hermosa sobrina, que a pesar de todo parece haberse dado cuenta de mi mirada de admiración en la confitería, pues me sonríe amablemente como a un viejo conocido. Tiene unos ojos como granos de café y la verdad es que cuando sonríe se oye un chisporroteo como de granos de café que se tuestan. Tiene unas orejas encantadoras, pequeñas y transparentes bajo el espeso pelo negro: como ciclaminos rosa entre el musgo, pienso. Sus desnudos brazos son delicados y tersos; deben de tener el tacto de melocotones pelados.
Es agradable estar sentado al lado de una muchacha tan bonita, y su acento vocálico húngaro casi me enamora. Es agradable estar a la mesa en un salón tan brillantemente iluminado, sentado a una mesa puesta con tanta elegancia. Con criados de librea detrás y los platos más suculentos delante. También encuentro apetitosa, aunque algo gruesa, a mi vecina de la izquierda, que habla con un ligero acento polaco. ¿O me produce este efecto el vino, el blanco dorado primero, luego el tinto, oscuro como la sangre, y finalmente el burbujeante champán que, desde detrás, los criados con sus guantes blancos sirven con profusión de garrafas de plata y botellas abombadas? En verdad que el bueno del farmacéutico no ha mentido, la casa de los Kekesfalva es como la corte. Nunca había comido tan bien, ni en sueños me hubiera imaginado que se pudiera comer tan bien, tan lujosa y copiosamente. Platos cada vez más exquisitos y caros desfilan majestuosamente en fuentes inagotables: pescados de color azul pálido, coronados de lechuga y enmarcados en rodajas de langosta, nadando en una salsa dorada; capones cabalgando sobre albardas de arroz en capas; puddings flameando en ron de llama azul; bolas de helado, dulces y de colores, brotando unas de otras; frutas, que deben de haber dado la vuelta a medio mundo, besándose en bandejas de plata. ¡Esto no tiene fin, no tiene fin! ¡Y, para acabar, un verdadero arco iris de licores, verdes, rojos, blancos y amarillos, y cigarros gruesos como espárragos para acompañar un café exquisito!
Una casa magnífica, encantadora —¡bendito sea el farmacéutico!—, y una velada espléndida, feliz y vibrante. No sé si me siento tan relajado y libre porque a derecha e izquierda y enfrente a los demás también les brillan los ojos, y hablan en voz alta, porque han olvidado asimismo los modales distinguidos y charlan animadamente y todos a la vez, pero sea como fuere ha desaparecido todo mi apocamiento. Hablo sin la menor inhibición, galanteo a mis dos vecinas a la vez, bebo, río, miro con arrogancia y desenfado y, aunque no siempre por casualidad, rozo de vez en cuando con la mano el bello brazo desnudo de Ilona (así se llama la deliciosa sobrina), ella, también distendida, animada y relajada como todos por esta fiesta opípara, no parece tomar a mal estos pequeños deslices.
Poco a poco —¿no será a causa de la mezcla de excelente vino, el tokay húngaro, y el champán, a los que no estoy acostumbrado?— siento que me invade una ligereza que raya en la insolencia y casi en el desenfreno. Falta muy poco para flotar, sentirme arrastrado y completamente feliz, y lo que necesito sin saberlo se me revela con claridad meridiana al instante siguiente cuando, de pronto, de una tercera habitación —el criado había abierto de nuevo la puerta corredera sin que nos diéramos cuenta— llega una música amortecida, un cuarteto, precisamente la música que deseo en mi interior, música de baile, rítmica y suave a la vez, un vals, una melodía tocada por dos violines y marcada por un grave y melancólico violoncelo y, en medio, un piano que lleva el compás con un enérgico stacatto. ¡Sí, música, música es lo único que me faltaba! ¡Música y tal vez baile, un vals, dejarse llevar, volar, para sentir más beatíficamente la ligereza interior! Y en verdad que esta mansión Kekesfalva es una casa encantada, basta con soñar para que los deseos se cumplan. Cuando nos levantamos y apartamos las sillas y pasamos al salón por parejas —yo ofrezco el brazo a Ilona y noto de nuevo su piel fresca, suave y voluptuosa—, veo que todas las mesas han sido retiradas como por duendes y las sillas colocadas a lo largo de la pared. El parquet, celestial pista de vals, reluce liso, pulido y castaño, y desde la habitación contigua anima, invisible, la música.
Me vuelvo hacia Ilona. Ella ríe y comprende. Sus ojos ya han dicho «sí». Ya damos vueltas, dos, tres, cinco parejas, por el liso entarimado, mientras los más prudentes y los mayores miran o charlan. Me gusta bailar, incluso bailo bien. Nos balanceamos y damos vueltas enlazados; creo que nunca en mi vida he bailado tan bien. Al siguiente vals invito a mi otra vecina; también ella baila magníficamente y yo, inclinado sobre ella, respiro el perfume de su pelo con un ligero aturdimiento. ¡Ah, baila maravillosamente, todo es maravilloso, soy feliz como no lo he sido desde hace años! He perdido la cabeza, quisiera abrazarlos a todos y decir a cada uno de ellos algo cordial, expresarles mi gratitud, tan ligero, rebosante y felizmente joven me siento. Me muevo de uno a otro, hablo, río, bailo y, arrastrado por el torrente de mi dicha, no siento el paso del tiempo.
Entonces, de repente —por casualidad miro el reloj: las doce y media—, se me ocurre con un sobresalto que llevo casi una hora bailando, charlando y bromeando y, bruto de mí, ¡todavía no he sacado a bailar a la hija de la casa! Sólo he bailado con mis vecinas y con dos o tres otras damas, las que más me gustaban, ¡y he olvidado completamente a la hija de la casa! ¡Qué grosería, qué afrenta! ¡Debo repararla pronto, enseguida!
Pero, con gran espanto mío, no recuerdo en absoluto qué aspecto tiene la muchacha. Sólo me he inclinado ante ella un instante cuando me he sentado a la mesa; lo único que recuerdo es una cosa delicada y frágil y, luego, una mirada de curiosidad, gris y fugaz. Pero ¿dónde se ha metido? Siendo la hija de la casa, no puede haberse marchado. Impaciente, recorro la pared de izquierda a derecha examinando a todas las mujeres y muchachas: ninguna se le parece. Finalmente entro en la tercera habitación, donde toca el cuarteto escondido tras un biombo chino, y respiro aliviado, porque ahí está —seguro que es ella—, delicada, grácil, con su vestido azul pálido, sentada entre dos señoras ancianas en el rincón del boudoir, tras una mesa verde malaquita con un jarrón de flores encima. Tiene su cabecita un poco inclinada, como si escuchara sumergida en la música, y el intenso encarnado de las rosas hace aparecer todavía más pálida y traslúcida su frente bajo el espeso pelo pardo rojizo. Pero no me concedo tiempo para observaciones ociosas. Gracias a Dios que la he encontrado. Suspiro aliviado, todavía puedo reparar a tiempo mi descuido.
Me dirijo a la mesa —a su lado suena la música— y me inclino en señal de cortés invitación. Dos ojos extrañados me miran con rígida estupefacción, unos labios se quedan entreabiertos en mitad de una palabra. Pero la muchacha no hace movimiento alguno para seguirme. ¿No me ha entendido? Me inclino, pues, de nuevo y mis espuelas tintinean ligeramente cuando digo:
—¿Me concede el honor, señorita?
Lo que ocurre ahora es terrible. El busto inclinado hacia delante retrocede bruscamente como para evitar un golpe; al mismo tiempo, una oleada de sangre inunda las pálidas mejillas, los labios todavía abiertos se aprietan con fuerza y sólo los ojos me miran fijos e inmóviles con tal expresión de espanto como nunca he visto en mi vida. Acto seguido, una sacudida recorre todo su cuerpo crispado. Se incorpora, se apoya con ambas manos en la mesa de tal modo, que el jarrón de flores tintinea y cruje, al tiempo que algo cae de su sillón al suelo, madera o metal. Sigue agarrada a la mesa vacilante con ambas manos, y su cuerpo de niña sigue estremeciéndose. Sin embargo, no huye, sigue aferrada con desesperación al pesado tablero. Y los estremecimientos no paran, esos temblores que la recorren desde los puños crispados hasta los cabellos. Y de repente estalla: un sollozo, indómito, elemental como un grito ahogado.
Las dos ancianas situadas a derecha e izquierda ya se apresuran a rodear a la temblorosa joven, la cogen, la acarician, la miman, la tranquilizan y separan suavemente sus manos crispadas de la mesa, y ella se desploma de nuevo en el sillón. Pero los lloros no cesan, incluso se vuelven más vehementes, estallan cada vez más espasmódicos como una hemorragia, como un vómito, a empellones. Cuando la música de detrás del biombo (que se sobrepone con su ruido a todos los demás) cesa por un instante, los sollozos se tienen que oír hasta en la sala de baile.
Yo me he quedado pasmado, asustado. Pero… ¿qué ha pasado? Observo desconcertado cómo las dos señoras intentan calmar a la sollozante muchacha que ahora, en un súbito arrebato de pudor, ha dejado caer la cabeza sobre la mesa. Pero nuevos accesos de llanto recorren su flaco cuerpo hasta los hombros y con cada una de estas bruscas oleadas tintinean las tazas. Yo sigo ahí perplejo, helado hasta los tuétanos, estrangulado por el cuello de la guerrera como por una soga de fuego.
—Perdone —balbuceo finalmente a media voz al vacío y (puesto que las dos damas están ocupadas con la sollozante, no me dedican ni una sola mirada) regreso al salón tambaleándome. Al parecer aquí todavía nadie se ha dado cuenta de nada, las parejas siguen dando vueltas vertiginosamente y siento que tengo que apoyarme en una columna porque la habitación da vueltas a mi alrededor. ¿Qué ha pasado? ¿He hecho algún disparate? ¡Dios mío, al final resultará que he bebido demasiado y demasiado deprisa y en medio de la modorra he cometido una estupidez!
En este momento cesa la música y las parejas se separan. El jefe de distrito deja libre a Ilona con una reverencia y yo me precipito enseguida hacia ella y la arrastro, estupefacta, a un rincón casi con violencia:
—Por favor, ayúdeme. ¡Por el amor de Dios, ayúdeme, explíqueme!
Evidentemente Ilona había esperado que la llevase a la ventana para susurrarle algo divertido, pues de pronto sus ojos se endurecen: al parecer mi excitación debe de resultar digna de compasión o alarmante. Se lo cuento todo con el pulso acelerado. Y, cosa extraña, me increpa con el mismo intenso espanto en la mirada que la joven del boudoir.
—¿Se ha vuelto loco…? ¿Es que no sabe…? ¿No ha visto…?
—No —balbuceo, abrumado por este nuevo e igualmente incomprensible espanto—. ¿Si he visto qué? Yo no sé nada. Es la primera vez que vengo a esta casa.
—¿No se ha dado cuenta de que Edith… es inválida? ¿No ha visto sus pobres piernas atrofiadas? No puede dar ni dos pasos sin muletas… y usted… desconsiderado —reprime con rapidez una palabra de cólera— usted invita a la pobre a bailar… Qué atrocidad, debo ir a verla enseguida.
—No. —En mi desesperación cojo a Ilona por el brazo—. Un momento, espere un momento… Tiene que disculparme ante ella. No tenía idea de… Sólo la he visto sentada a la mesa. Sólo un instante… Le ruego que se lo explique.
Pero Ilona, la mirada encendida de cólera, ya ha liberado su brazo y corre a la otra habitación. Yo, con un nudo en la garganta y náuseas en la boca, me quedo en el umbral del salón, que es un torbellino de cantos y parloteos con la gente (de repente se me ha hecho insoportable) que está ahí charlando y riendo despreocupada, y pienso: dentro de cinco minutos todo el mundo estará enterado de mi torpeza. Cinco minutos y de todos lados se clavarán en mí miradas burlonas, reprobadoras e irónicas, y mañana circulará por toda la ciudad, masticado por cien bocas, el rumor de mi burda torpeza, depositado al amanecer a las puertas de las casas y después corregido y aumentado en las habitaciones de los criados y transmitido a los cafés y las oficinas. Mañana se sabrá en mi regimiento.
En este momento veo al padre como a través de la niebla. Con el semblante un tanto acongojado —¿lo sabe ya?— atraviesa el salón. ¿Se dirige hacia mí? ¡No, ahora no quiero encontrármelo! De pronto me sobrecoge pánico de él y de todos. Y sin saber muy bien lo que hago, me dirijo zanqueando hacia la puerta que comunica con el vestíbulo para salir de esta casa infernal.
—¿El señor teniente nos deja ya? —me pregunta el criado con sorpresa y respeto.
—Sí —contesto, y apenas ha salido la palabra de mi boca, me asusto. ¿De veras quiero irme? Y en el instante en que el sirviente descuelga el abrigo de la percha me percato de que, con mi fuga cobarde, cometo una nueva estupidez, quizás aún más imperdonable. Pero ya es demasiado tarde. Ahora no puedo devolverle el abrigo, no puedo volver al salón cuando me está abriendo la puerta de la casa con una ligera reverencia. Y así me encuentro de golpe fuera de la extraña y maldita casa, con el viento frío azotándome la cara, el corazón ardiéndome de vergüenza y el aliento entrecortado de alguien que se ahoga.
Ésta fue la desdichada torpeza con que comenzó todo. Ahora, que con la sangre sosegada y desde la distancia de muchos años recuerdo de nuevo aquel cándido episodio que dio principio a toda la tragedia, debo admitir que me vi involucrado con toda la inocencia del mundo en este malentendido; incluso el más listo y experimentado hubiera podido cometer la gaffe de sacar a bailar a una tullida. Pero en el momento del primer espanto sentí que me había portado no sólo como un perfecto imbécil, sino también como un bruto, un criminal. Fue como si hubiera azotado a una niña inocente. Sin embargo, todo esto hubiera podido arreglarse aún con presencia de espíritu. Lo eché todo a perder de modo irrevocable —fui consciente de ello cuando el primer soplo de aire frío me golpeó la frente delante de la casa— cuando huí como un ladrón sin siquiera intentar disculparme.
Imposible describir el estado en que me encontraba delante de la casa. La música cesó tras las ventanas iluminadas. Quizá sólo era que los músicos hacían un descanso, pero en mi sentimiento de culpa, hipersensible y febril, imaginé enseguida que el baile se había detenido por mi culpa, que todo el mundo se concentraba entonces en el boudoir para consolar a la sollozante joven; todos los invitados, mujeres, hombres y muchachas se acaloraban tras la puerta cerrada en unánime indignación por el desalmado que había querido sacar a bailar a una niña impedida para luego, consumada la canallada, huir como un cobarde. Y al día siguiente —el sudor me empapaba, lo sentía frío bajo la gorra— toda la ciudad sabría, comentaría y censuraría mi infamia. En mis pensamientos veía ya a mis camaradas, a Ferencz, a Mislywetz y sobre todo a Jozsi, el recondenado bromista, acercárseme chasqueando la lengua: «¡Vaya, Toni, buena la has armado! ¡Por una vez que te dejamos suelto, comprometes a todo el regimiento!». Las críticas y los escarnios durarían meses en el comedor de oficiales; las tonterías cometidas por uno de nosotros se rumian durante diez o veinte años en nuestra mesa, cada burrada se eterniza, cada broma se fosiliza. Todavía hoy, al cabo de dieciséis años, cuentan la triste historia del capitán Wolinski, de cómo llegó de Viena jactándose de haber conocido a la condesa T. en el Ring y de haber pasado aquella misma noche en su casa, y dos días después los periódicos hablaban del escándalo de la criada despedida, que se había hecho pasar engañosamente por la condesa T. en comercios y en aventuras amorosas, y además el Casanova tuvo que hacerse tratar por el médico del regimiento durante tres semanas. Todo aquel que se ha puesto una vez en ridículo ante los compañeros sigue siendo ridículo para siempre; no conoce olvido ni perdón. Y cuanto más me lo pintaba e imaginaba, tanto más me daba una fiebre de ideas absurdas. En esos momentos me parecía cien veces más fácil una ligera y rápida presión del dedo índice en el gatillo del revólver que aguantar el tormento infernal de los próximos días, esta espera impotente de si los camaradas ya se habían enterado de mi plancha y de si a mis espaldas ya se habían desatado los cuchicheos sarcásticos y las sonrisas satisfechas. Ah, yo me conocía muy bien y sabía que no tendría fuerzas para aguantarlo una vez empezaran las burlas, las ironías y los chismorreos.
Ni siquiera hoy sé cómo llegué a casa. Sólo recuerdo que mi primer gesto fue abrir el armario donde guardaba una botella de Slivovitz para las visitas y atizarme dos o tres medios vasos para agua de este aguardiente de ciruelas a fin de quitarme el sabor amargo que tenía en la garganta. Luego me eché en la cama, vestido como iba, y traté de reflexionar. Pero así como las flores de invernadero crecen más exuberantes y tropicales, también en la oscuridad surgen con más ímpetu las obsesiones. Brotan de modo caótico y fantástico en suelo pantanoso para convertirse en chirriantes lianas que nos quitan el aliento, y con la velocidad de los sueños se forman y se persiguen en el cerebro las más absurdas imágenes del miedo. ¡Ridiculizado para toda la vida, pensé, expulsado de la sociedad, escarnecido por los compañeros, comidilla de toda la ciudad! Nunca más saldré de la habitación, nunca más me atreveré a pisar la calle, por miedo a encontrarme a uno de los que conocen mi crimen (pues como un crimen consideraba yo en aquella primera noche de sobreexcitación mi simple torpeza y me veía a mí mismo como perseguido y acosado por la risotada general). Cuando al fin me dormí, debió de ser un sueño ligero y permeable durante el cual mi estado de angustia siguió actuando febrilmente; porque, cuando volví a abrir los ojos, apareció de nuevo delante de mí el airado rostro de niña, vi los labios espasmódicos, las manos agarradas convulsivamente a la mesa, oí el ruido de maderos al caer, que ahora, a posteriori, deduzco que fueron sus muletas, y me sobrecogió un miedo absurdo a que de repente se pudiera abrir la puerta y —levita negra, pechera blanca, gafas doradas— se acercara a grandes zancadas a mi cama el padre con su perilla árida y bien cuidada. Llevado por el miedo, me levanté de un salto. Y cuando entonces miré en el espejo mi rostro humedecido por el sudor de la noche y del miedo, tenía ganas de dar un puñetazo en la cara al majadero que estaba tras el pálido cristal.
Pero afortunadamente ya es de día, oigo pasos en el pasillo y carros sobre el empedrado. Y junto a una ventana iluminada por la luz del día se piensa con más claridad que hundido en esa malévola oscuridad que gusta de crear fantasmas. Quizá no es todo tan terrible a pesar de todo, me digo. Quizá nadie se diera cuenta. Ella, por supuesto…, nunca lo olvidará ni perdonará, ¡la pobre muchacha pálida, enferma e inválida! Entonces, de repente, un pensamiento útil cruza por mi cabeza como un relámpago. Me apresuro a peinarme el pelo enmarañado, me pongo el uniforme y paso por delante de mi perplejo asistente que grita tras de mí desesperado en su pobre alemán ruteno:
—¡Mi teniente, mi teniente, el café está listo!
Bajo a toda velocidad las escaleras del cuartel y paso tan veloz por delante de los ulanos a medio vestir que forman corro en el patio, que no tienen tiempo de cuadrarse. Los he dejado atrás en un santiamén y ya estoy fuera de las puertas del cuartel; corro directamente a la floristería de la plaza del Ayuntamiento, tan rápido como le es permitido a un teniente. En mi impaciencia he olvidado, claro está, que las tiendas aún no están abiertas a las cinco y media de la mañana, pero por fortuna la señora Gurtner no vende flores solamente, sino también hortalizas. Un carro de patatas está a medio descargar delante de la puerta y, cuando golpeo con fuerza en la ventana, la oigo bajar las escaleras. Invento una historia a toda prisa: ayer me olvidé por completo de que hoy era el santo de unos queridos amigos; salimos de marcha dentro de media hora y me gustaría que les mandaran flores enseguida. ¡De modo que, rápido, las más bonitas que tenga! La obesa señora, todavía en camisón y con sus zapatillas agujereadas, se dirige arrastrando los pies a la tienda, la abre y me enseña la joya de su corona, un grueso ramo de rosas de tallo largo. ¿Cuántas quiero? ¡Todas, digo, todas! ¿Simplemente atadas o mejor en una bonita cesta? Sí, sí, en una cesta. El resto de mi mesada se va en esta espléndida compra, a finales de mes tendré que escatimarme la cena y el café o pedir prestado. Pero en este momento me da igual o, mejor dicho, incluso me alegro de que mi locura me salga cara, pues en ningún momento he dejado de sentir un perverso deseo de castigarme sin piedad por cretino, de hacerme pagar amargamente mi doble estupidez.
Conforme, pues, ¿verdad? ¡Las rosas más bonitas, bien arregladitas en una cesta, que confío que la mujer mandará sin tardanza! Pero entonces la señora Gurtner corre tras de mí desesperada por la calle. Adónde y a quién hay que mandar las flores, el señor teniente no lo ha dicho. Vaya, lo he olvidado, tres veces idiota, en mi agitación. A la villa Kekesfalva, ordeno, y oportunamente recuerdo, gracias al grito de espanto de Ilona, el nombre de pila de mi pobre víctima: para la señorita Edith von Kekesfalva.
—Claro, claro, los señores Von Kekesfalva —dice la señora Gurtner orgullosa—, nuestros mejores clientes.
Y otra pregunta —yo ya estaba a punto de salir corriendo otra vez—: si no quiero añadir unas palabras. ¿Unas palabras? ¡Oh, sí! ¡El remitente! ¡El que se las regala! ¿Cómo sabría, si no, quién se las envía?
Vuelvo a entrar, pues, en la tienda, cojo una tarjeta de visita y escribo: «Rogándole que me disculpe». ¡No, imposible! Esto sería el cuarto disparate: ¿para qué recordarle mi torpeza? Pero ¿qué pongo, si no? «Con mi más sincero pesar»… No, esto tampoco, al final podría pensar que mi pesar es por ella. Mejor no escribir nada, nada en absoluto.
—Adjunte sólo la tarjeta, señora Gurtner, sólo la tarjeta.
Ahora me siento mejor. Vuelvo rápidamente al cuartel, engullo el café, hago la instrucción más o menos bien, probablemente más nervioso y distraído que de costumbre. Pero en el ejército no llama demasiado la atención que un teniente entre de servicio con modorra por la mañana. Cuántos vuelven de Viena después de una noche tan agotados que apenas pueden mantener los ojos abiertos y se duermen montados a caballo. En realidad incluso me viene al pelo tener que mandar, pasar revista y después dar un paseo a caballo, pues el servicio en cierto modo disipa las inquietudes. Aunque en realidad sigo notando entre las sienes el murmullo del desagradable recuerdo y sintiendo en la garganta algo viscoso como una esponja empapada de bilis.
Pero al mediodía, cuando me dispongo a ir al comedor de oficiales, mi asistente corre detrás de mí gritando «¡Pan teniente!». Lleva una carta en la mano, un rectángulo alargado, papel inglés, azul, levemente perfumado, con un escudo de armas finamente estampado al dorso, una carta de letra inclinada y delgada, letra de mujer. Rasgo el sobre presuroso y leo: «Muchas gracias, estimado señor teniente, por las bellas e inmerecidas flores que me han dado una gran alegría y me hacen muy feliz. Le ruego que venga a tomar el té con nosotros cualquier tarde que tenga libre. No hace falta que avise con antelación. Por desgracia estoy siempre en casa. Edith von K.»
Una caligrafía delicada. Sin querer me recuerda los delgados dedos de niña que se aferraban a la mesa, me recuerdan el pálido semblante que de repente se encendió en color púrpura, como un vaso al que se hubiera echado Burdeos. Leo de nuevo, dos, tres veces, las pocas líneas y lanzo un suspiro de alivio. Con qué tacto y habilidad alude a su defecto físico. «Por desgracia estoy siempre en casa». No se puede perdonar con más elegancia. Ni la menor nota de rencor. Se me quita un peso del corazón. Me siento como el acusado que se creía condenado a cadena perpetua, cuando el juez se levanta, se pone el birrete y anuncia: «Absuelto». Por supuesto tendré que ir a darle las gracias. Hoy es jueves…, pues el domingo le haré una visita. O no, ¡mejor el sábado!