La infección que llegó al mundo - Esteban Quiroz - E-Book

La infección que llegó al mundo E-Book

Esteban Quiroz

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Beschreibung

En la penumbra de la inocencia, donde la madurez y lo inevitable entrelazan sus sombras, se gestan muchos horrores. Las almas se ven arrastradas hacia la vorágine del destino, emprendiendo una búsqueda sentenciada a fracasar. "La infección que llegó al mundo" es un portal hacia letras insondables, aquella enfermedad que se encuentra agazapada en los rincones más oscuros de la existencia. Las fuerzas del mal se abren un espacio en nuestra imaginación, rompiendo el esquema de lo que creíamos comprender. Todos hemos firmado un pacto con la muerte, ese susurro que nos espera en los pliegues del tiempo. Ahora, solo nos queda enfrentar ese viaje a lo desconocido, a la locura y las cicatrices que nunca se cierran. Una experiencia literaria como ninguna otra, el terror en su estado más puro.

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© La infección que llegó al mundo

Sello: Nepenthe

Primera edición digital: Marzo 2024

© Esteban Quiroz Ramos

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: José Canales

Corrección de textos: Felipe Reyes

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-69-3

ISBN digital: 978-956-6183-77-8

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

- La infección que llegó al mundo -

Toda nuestra infancia, desde el momento en el que somos recibidas por el cálido seno de nuestra madre hasta el día en que comenzamos a razonar con autonomía, se nos enseña de manera simbólica —y en ocasiones concreta—, que, de alguna forma, en este extraño mundo tenemos un propósito: un fin que debemos cumplir para dar alegría a nuestros cercanos. Muchas veces solo nos contagiamos de esta alegría para agradar; pretendemos disfrutarla tanto como los demás lo están haciendo. Algunas personas estudian para comprender la mente humana y otros se centran en nuestra historia. Gente común y corriente pretende tener el criterio para gobernar a otros, mientras que también existen personas que se conforman con simplicidades banales.

Durante muchos años he pensado una y otra vez si mi madre ya tenía planeado cuál sería mi camino o si, por el contrario, me permitiría elegirlo por mí misma, perdiéndome en las infinitas posibilidades que tiene para ofrecer el mundo: misterios que se esconden en los rincones más difíciles de penetrar, así como aquellos que, al encontrarlos a simple vista, se convierten en los menos obvios de percibir. Pero, aun así, con todo lo gigantesco que parece nuestro contexto, he aprendido de forma muy poco gentil que, muchas veces, no puedes elegir. Simplemente no puedes, porque cuando conoces el curso de lo que vendrá, solo tienes una opción: observar.

Mi maltrecho afecto o lo poco que queda de él se cuestiona constantemente, así como lo hago yo. Me pregunto si de alguna forma me merezco este papel en el mundo; si fui elegida para portar un mensaje que he mantenido en secreto por años, desconociendo si lo guardé como forma de negar tan terrible visión y lo que sucedió después en nuestro mundo; o si solo lo olvidé conscientemente en un burdo intento de protesta contra las fuerzas que rigen la realidad. Estas fuerzas únicamente han actuado y actuarán, porque sus propósitos (aunque desconocidos) mantienen una tarea firme e imparable. Y aunque carente de toda culpa, ahora no tengo absolutamente nada más que hacer en el mundo. Solo me quedan estas hojas y la paciencia que me pueda tener quienquiera que lea esto, porque me encargaré de que mi familia no conozca las visiones que por años me han atormentado y que, con miedo y desesperación, recuerdo cada noche como si mi mente fuese una maquinaria que se mueve en bucle repitiendo la misma película una y otra vez.

Quiero ser clara en decir que lo que vas a leer no es más que una visión de lo que pasará y que, en la actualidad, sucede en nuestro mundo. Si en algún punto mi relato parece divagar, déjame explicarte que todo lo que soñé ha tenido su homólogo en nuestro mundo y me ha dejado huérfana. Que lo que vas a leer a continuación te sirva de advertencia y te dé una idea de lo que vendrá, y así, con esmero, puedas prepararte y tratar de hacerle frente, si tienes tiempo de hacerlo y no sucumbes a la tentación de aceptar que nuestro destino ya fue decidido hace muchos años.

He llegado a vivir diecisiete años en esta tierra y solo han pasado cuatro desde aquella terrible visión, desde mi encuentro con aquellas cosas que se encargaron de traer sufrimiento a nuestra ya sucia existencia. Recuerdo que en aquel entonces, durante una cálida tarde de otoño, habíamos vuelto de una cita con nuestro médico de cabecera. Mi madre se mostraba exhausta y, personalmente, el viaje había exprimido la poca energía que me quedaba. En la radio se escuchaban rumores de síntomas y lugares cerrados con alta concurrencia de personas, pero como toda niña, la fantasía de mi pensamiento me hacía perderme en maravillosos mundos y juegos de roles donde mi madre era la mejor coprotagonista. Mi mundo era ella.

Entrada la noche, mamá dejó en nuestro velador una lámpara antigua encendida, que de forma muy tenue iluminaba la habitación con un tono sepia, y al prepararnos para descansar, ella me rodeó con sus brazos. El hermoso ritual de protección materna iniciaba todas las noches de la misma forma, hasta que mis ojos se cerraban por el relajo que me generaba la calidez de su pecho y los latidos de su corazón que se volvían el más dulce ritmo, perfecto para iniciar esa otra vida que solemos conocer como sueños. Si una madre es dios frente a los ojos de su hija, sus brazos son el escudo más bendito y protector que puede existir contra las atrocidades que acechan en la mente de un niño. Y ahí, en el preciso instante en el que me dejé seducir por la calma y el pesar en mis párpados, sería la última vez que tendría una sensación de paz.

Es difícil saber en qué preciso momento un sueño comienza. Todos los sueños anteriores que había tenido eran vagos recuerdos, memorias que cobraban sentido por un hecho puntual. No los recordaba de principio a fin y muy pocas veces lograba tener sensaciones como el cosquilleo del tacto en la piel o las variaciones de la temperatura. Por ese mismo motivo, mi primera sensación onírica verdadera pareció tratar de advertirme que lo que iba a ocurrir era más real de lo que me hubiese gustado reconocer. Comencé a abrir mis ojos con molestia; la luz de lo que parecía ser el sol (aunque pálida y menos brillante) golpeaba mi rostro. En un intento por cubrir mis ojos con la mano, pude sentir cómo mi espalda se apoyaba en una superficie dura, muy diferente de la suavidad de nuestro colchón. Aunque extrañada y aletargada, lentamente apoyé mis manos en el suelo y levanté la cabeza solo para quedar perpleja por el desolador escenario.

Me encontraba en una ciudad como ninguna otra. Por su altitud, los edificios parecían desafiar con petulancia las barreras del cielo, pero mi sorpresa no se detuvo en ese detalle. Con desconcierto, miré a mis alrededores y solo pude observar absoluta soledad. Automóviles y calles derruidos por el paso del tiempo, muros erosionados por el desgaste del viento, calles llenas de un polvo anaranjado. Lo más curioso del paisaje era su silencio. Recordé fugazmente un momento de angustia familiar varios años antes de este sueño, cuando mi madre me dijo con seriedad: “hija mía, teme al silencio que puede escucharse…”. Esas palabras eran la descripción perfecta de la quietud de este lugar.

Con temor y sosteniendo con fuerza el sobrante de mi bata de dormir, comencé a caminar sin rumbo entre las solitarias calles de la bizarra ciudad. Cada paso que daba poco a poco me generaba angustia y el atemorizante delirio de lo desconocido. El tormento que experimentaba por el conjunto de sensaciones no hacía más fáciles las cosas. Como cualquier pequeña acostumbrada a la protección de sus mayores, sentía en todo momento que algo con una intención fuerte, a la par del peligro, advertía del sonido de mis pasos a lo que fuese que se encontraba oculto en el interior de las estructuras abandonadas. Mientras más me alejaba de mi punto de inicio, más desprotegida me sentía. Todo sueño es capaz de transportar a su dueño a diferentes lugares con tan solo girar la mirada, pero esta ciudad me obligaba a caminar por sus calles siendo consciente de cada paso dado hacia el frente y de la energía que gastaba con ellos.

En tiempo terrenal, deduzco que me mantuve caminando aproximadamente por unos quince o veinte minutos, ya distanciada de aquellos edificios absurdamente altos. Ahora me encontraba en lo que parecía ser una red de tránsito: calles principales que colindaban con diferentes tipos de casas. Todo el lugar se encontraba sumido en esta especie de arena anaranjada, que revelaba que ningún ser vivo había visitado el sitio por una inmensa cantidad de tiempo, quizás décadas o incluso cientos de años. Me di cuenta también de que los rayos del sol eran opacados por nubes grisáceas que se extendían hasta donde la vista se perdía. Nada de lo apreciado era conocido, nada era lógico; ni saludos a la distancia, ni susurros en la cercanía. Paulatinamente fui asumiendo que me encontraba en completa soledad en un lugar que parecía muerto, pero inundado de una sensación inquietante. Mientras sentía cómo la desesperación iba cada vez dominándome más, seguí caminando. Las emociones controlaban mis actos. No es fácil para una niña sentirse completamente vulnerable y, aunque quería con todo mi corazón llorar y rogar hacia el cielo que mi madre me despertara, dentro de mí sabía que esta ciudad podía ser absolutamente todo, menos un simple sueño. Me sentía impulsada por una fuerza etérea a continuar el paso aun cuando las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos por el desconsuelo; en un intento por mantener la calma me cubrí la boca y continué mi camino, atormentada por una creciente paranoia que a cada paso se volvía más real: si algo se encontraba en este lugar, tenía que evitar que conociera mi existencia.

Aunque cansada, no detuve mi marcha en ningún momento. Recuerdo que los troncos torcidos de los árboles muertos parecían las manos de extrañas criaturas, aberrantes seres enterrados en la profundidad de la tierra, y si bien todo edificio parecía carente de vida, mi desconfianza me hacía alejarme instintivamente de ellos. Mi mente, tan frágil como lo podía ser la de una niña acostumbrada a la seguridad de su madre, no podía concebir los motivos que impulsaron al completo abandono y posterior deterioro de la ciudad, que pese a encontrarse abatida por el paso del tiempo, parecía haber sido próspera en algún punto de su historia.

Desconozco cuántos minutos y horas pasaron desde que me alejé del centro de la ciudad, pero mis pies, ya magullados por la incesante marcha, se hincharon, y aunque el desolador paisaje tenía un lúgubre encanto a mis ojos, el cansancio comenzó a demostrar sus estragos en mi cuerpo. Mi boca, tan seca como agrietada, solo me permitía jadear con dificultad; mis ojos cansados por el llanto querían cerrarse para recuperar fuerzas, pero mi cabeza tenía una razón para mantenerme despierta, una simple y concreta tarea: debía de alguna forma encontrar algo. Es curioso. Hasta ese punto de mi travesía, muy lejos de donde comencé, quizás por instinto o por sensatez, no había caído en cuenta de que buscaba algo, pero el peso de la fatiga en una niña es como el peso del agua en el océano en sus abismos. Tarde o temprano terminarás cediendo y siendo aplastada. Sin embargo, tras caminar con dificultad unos metros más por los callejones, me percaté de dos inusuales detalles. El primero, las casas se encontraban extrañamente aglutinadas entre sí, casi como si sus cimientos aterrados por los sucesos que llevaron al declive de la ciudad tratasen de aferrarse al pilar más sólido que tuvieran en su cercanía en un intento por no ceder al paso del tiempo, mientras que el segundo fue el que más impacto provocó en mi mente y en él vislumbré esperanza. No sé decir si el no reconocer el espacio donde estaba fue producto del cansancio, pero al levantar la mirada, me di cuenta de que me encontraba en el barrio donde se hallaba nuestro hogar. Mi familia completa tiene la fortuna de vivir muy cerca de sus integrantes: para llegar a mi casa necesariamente debía pasar por la de mis abuelos y mis tíos. Y, aunque todo el lugar mantenía la misma decadencia que el resto de la ciudad, mi corazón decidió ceder a la fantasía de la seguridad. Con prisa, busqué acercarme.

Mientras me abría paso por la calle con una extraña sensación de melancolía, admiraba el camino donde toda mi infancia fantaseé con increíbles aventuras. Sentí y viví la dicha de la amistad con los hijos de nuestros vecinos, pero ahora se encontraba en un silencio digno de cualquier sepulcro abandonado. La emoción al recorrer el concreto de lo que antaño fuese mi mejor escenario para jugar era como caminar sobre la espalda de un muerto conocido, inerte, inquietantemente familiar e ineludiblemente triste. Varios metros desde la entrada del vecindario, vi la esquina donde se hallaba la casa de mis abuelos. Con prisa me acerqué, pero pronto el pequeño calor que impulsaba mis pasos fue congelado por la certeza de la obviedad. Allí, donde esperaba hallar un refugio, solo se presentaba ante mí el cascarón vacío de la estructura, tan degradado como el resto de las edificaciones, como si Dios no vislumbrase nada en este lugar. Al ser un espacio más familiar y con una esperanza casi muerta, pero lo suficientemente férrea para mantenerme con algo de calma, me armé de valor y, con cautela, crucé el pórtico hasta llegar a la puerta principal, que ya ni siquiera se sostenía de sus bisagras. El marco vacío hacia el interior parecía el hocico de una criatura al acecho de su siguiente víctima. Cuando por fin me animé a asomar mi cabeza (lo suficiente como para dar un vistazo fugaz al interior del inmueble), la incredulidad comenzó a llenar mi cabeza con las más desconcertantes fantasías. La estructura de la casa era la correcta, pero su interior estaba tan vacío como el exterior de las calles. No había nada: ni cuadros, ni muebles, ni siquiera baldosas o azulejos en el piso, solo concreto frío y silencio.

Con mucho cuidado exploré de a poco los dos pasillos y tres de las cuatro habitaciones del lugar, pero ninguna de ellas tenía algo que me diera la certeza de encontrar a alguno de mis parientes. Solo eran espacios huecos con una siniestra sensación de familiaridad.

Una experiencia explícita interrumpió mi búsqueda. Hasta entonces, todo lo que había sentido en mi trayecto fue el concreto bajo mis pies, las lágrimas bajando por mis mejillas secas por el viento y aquella necesidad instintiva de mantenerme en constante movimiento. Pero dentro de este edificio había algo más. Experimenté una sensación nueva. De forma instintiva llevé las manos hacia mi nariz y boca cuando desde algún punto del lugar emergió un nauseabundo hedor, similar a la carne en descomposición, que me incapacitó por unos breves momentos. Si bien la podredumbre era abrumadora, con cuidado busqué acercarme al punto de donde venía tan terrible olor que no se había presentado al ingresar al domicilio. La única habitación en la que no había hurgado, desde donde la pestilencia se intensificaba con creces, era el cuarto donde dormían mis abuelos. Con extrañeza me acerqué hasta el marco de su puerta; nuevamente, quietud y soledad. No obstante, por algún motivo el hedor se hacía más fuerte. Con los ojos llorosos por el asco y el miedo a estar mucho tiempo en el mismo lugar, decidí salir corriendo hacia la calle, donde el aire seco del ambiente me recibió, interrumpiendo el nauseabundo olor de la estructura que ahora parecía desaparecer tras lograr expulsarme.

En este punto la desesperación y el desconsuelo comenzaron a subir por mi espalda y nuevamente las lágrimas brotaron de mis ojos. No entendía qué estaba pasando, no sabía cómo había llegado hasta este lugar, no comprendía cómo una ciudad completamente desconocida de repente colindaba con el lugar que me vio crecer. Lo más importante de todo era que tenía la certeza de que no era un sueño: las sensaciones, el caminar por largas horas sin rumbo, el cansancio, el sufrimiento y mi mente diciéndome a gritos que no dejara de moverme… No puedo evitar derramar lágrimas con la siguiente frase que voy a escribir, que refleja lo que deseaba con todas mis fuerzas en ese punto: solo quería volver a mi hogar.

Nuestra casa estaba por la calle que continuaba a la esquina de la morada de mis abuelos. Se debía caminar en dirección a la gran cordillera y al llegar al final del callejón, continuar por unos metros hacia la derecha. En la primera esquina, al girar la izquierda, mi hogar estaría allí. Era un espectáculo hermoso. Muchas veces al llegar de las compras o de los viajes, cuando debíamos doblar hacia la izquierda en esa esquina con mi madre, observábamos maravilladas la cordillera que era visible desde cualquier punto de nuestra ciudad. Era algo hipnotizante y extrañamente único de admirar. Este recuerdo me hizo estremecer y caer en cuenta de aquella sensación que escribí hace unos párrafos atrás. El recuerdo que me impulsaba, esta incansable búsqueda, tenía un propósito y era encontrar a mi mamá. Este pensamiento me dio el ímpetu suficiente para ponerme por última vez de pie y, mirando hacia la cordillera cubierta por las nubes grisáceas, casi como si el paisaje tratase de advertir sobre un macabro suceso a punto de acontecer. Sin nada que perder, inicié mi último camino.