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El señor Trelawney, hidalgo de mi pueblo, el doctor Livesey y varios otros amigos míos, me han pedido que describiese detalladamente todo lo que nos ocurrió en la Isla del Tesoro, desde el principio al fin, omitiendo solamente la situación geográfica de la isla, por cuanto aún hemos dejado en ella parte del botín rescatado. Empiezo, pues, mi relato en el año 17… y me remonto a la época, ya lejana, en que mi padre era el propietario de la hostería del «Almirante Benbow», en la que se hospedó un viejo lobo de mar, cuyo rostro curtido por la intemperie se hallaba surcado por la siniestra cicatriz que en él dejara un terrible sablazo.
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El señor Trelawney, hidalgo de mi pueblo, el doctor Livesey y varios otros amigos míos, me han pedido que describiese detalladamente todo lo que nos ocurrió en la Isla del Tesoro, desde el principio al fin, omitiendo solamente la situación geográfica de la isla, por cuanto aún hemos dejado en ella parte del botín rescatado. Empiezo, pues, mi relato en el año 17… y me remonto a la época, ya lejana, en que mi padre era el propietario de la hostería del «Almirante Benbow», en la que se hospedó un viejo lobo de mar, cuyo rostro curtido por la intemperie se hallaba surcado por la siniestra cicatriz que en él dejara un terrible sablazo.
Robert Louis Stevenson
(Ilustrado)
Título original: Treasure Island
Robert Louis Stevenson, 1883
E L V I E J O B U C A N E R O
I
El señor Trelawney, hidalgo de mi pueblo, el doctor Livesey y varios otros amigos míos, me han pedido que describiese detalladamente todo lo que nos ocurrió en la Isla del Tesoro, desde el principio al fin, omitiendo solamente la situación geográfica de la isla, por cuanto aún hemos dejado en ella parte del botín rescatado. Empiezo, pues, mi relato en el año 17… y me remonto a la época, ya lejana, en que mi padre era el propietario de la hostería del «Almirante Benbow», en la que se hospedó un viejo lobo de mar, cuyo rostro curtido por la intemperie se hallaba surcado por la siniestra cicatriz que en él dejara un terrible sablazo.
Persiste en mi mente con toda nitidez —como si fuese ayer— el recuerdo de la llegada de aquel hombre, que se presentó en nuestra hostería renqueando y seguido de un mozo que llevaba una carretilla con un pesado cofre de marinero. Era alto, ancho de hombros, fornido y muy moreno. La embreada coleta le caía sobre la espalda, rozando una vieja casaca sucia y verdosa, llena de manchas. Tenía las manos agrietadas, surcadas de cicatrices imborrables; las uñas, rotas y sucias.
Silbando entre dientes anduvo un rato escudriñando la ensenada cercana; y de pronto, volviéndose de espaldas al mar, mientras regresaba a la hostería, entonó aquella extraña y antiquísima canción que tantas veces le oiría cantar después, en sus interminables horas de soledad y de ocio:
«Quince hombres sobre el cofre del muerto…
¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!».
Al llegar a la posada golpeó la puerta con un bastón semejante a un espeque artillero; y al presentarse mi padre, le pidió con dureza una copa de ron. Se la bebió muy despacio, como un catador experto, paladeando los sorbos y espaciándolos largamente, mientras seguía examinando la áspera silueta del acantilado y la mohosa enseña suspendida a la puerta de nuestra posada.
—El atracadero es magnífico —dijo, por fin, con socarronería—, y esta posada no podía hallarse en ningún sitio mejor. ¿Hay mucha clientela, patrón?
Mi pobre padre contestó negativamente, con voz melancólica. El lugar era solitario, la comarca desierta, la costa abrupta, casi inabordable…
—Éste es, precisamente —replicó el viejo—, el fondeadero que a mí me conviene.
Y dirigiéndose al mozo de la carretilla, gritó con voz ronca:
—¡Eh, muchacho! ¡Sube el cofre, enseguida!
Luego, volviéndose lentamente hacia mi padre:
—Permaneceré aquí algún tiempo —continuó—. No soy hombre difícil: huevos con tocino, ron, y ese promontorio para entretenerme viendo pasar los navíos; esto basta… ¿Mi nombre? Llamadme como queráis; llamadme capitán, por ejemplo. Esto bastará también… Sí, sí; ya veo vuestras señas, ya entiendo. ¡Tomad! —y diciendo esto, arrojó en el mostrador tres o cuatro monedas de oro—. Cuando hagan falta otras, ya me avisaréis.
Y nos dejó plantados, yéndose en pos del cofre, hosco y altivo como un verdadero capitán de fragata.
Mi padre y yo nos miramos sin decir palabra.
En realidad, a pesar de su aspecto miserable y el grosero lenguaje que empleaba, el desconocido no parecía un simple marinero, sino más bien un capitán o piloto, acostumbrado al mando y a una estricta obediencia. El mozo de la carretilla nos dijo en voz baja, al salir, que el viejo lobo había llegado aquella misma mañana, en la diligencia, a la aldea vecina, informándose enseguida de las hosterías establecidas a lo largo de toda la costa. Sin duda, había oído hablar bien de la nuestra, y su gran aislamiento hizo que la prefiriese a las demás. Esto es todo lo que pudimos averiguar acerca de nuestro extraño huésped.
Por lo general se mostraba taciturno. Se pasaba todo el día vagando por la ensenada o por la cresta de los acantilados, llevando debajo del brazo un viejo y verdoso catalejo de bronce; al atardecer se encerraba en el mesón, y allí permanecía sentado, al calor de la lumbre, bebiendo grandes vasos de agua cargada fuertemente de ron. Casi nunca contestaba a las pocas preguntas que se le dirigían; pero, de improviso, nos miraba hoscamente, echando tales resoplidos que sus narices resonaban como un cuerno marino. Todos, la gente que solía frecuentar el mesón y nosotros mismos, nos acostumbramos pronto a dejarle en paz.
Cada tarde, invariablemente, al volver de su largo paseo, preguntaba si habíamos visto pasar algún marinero por el camino de la costa. Al principio creímos que echaba de menos la compañía de sus semejantes y deseaba trabar amistad con alguno de ellos; pero después nos convencimos de que, por el contrario, procuraba evitarlos. Cuando algún marinero venía a hospedarse al «Almirante Benbow» (como a veces ocurría con los que se dirigían a Bristol por el camino de la costa), antes de que el desconocido entrase en la sala nuestro huésped le examinaba atentamente, a través del visillo que cubría el cristal de la puerta.
Y, ya de antemano, era seguro que, mientras el viajero permaneciese en el mesón, el viejo lobo no despegaría los labios por nada del mundo.
Sin embargo, yo no veía nada extraño en ello, y en cierto modo era partícipe de sus sobresaltos, pues, una tarde, me llamó aparte y me prometió que el día primero de cada mes me daría cuatro peniques de plata si me comprometía «a espiar la llegada de un marinero con una sola pierna» y a prevenirle en cuanto apareciese. Al llegar el primero de mes y reclamarle yo lo pactado, muchas veces el viejo se limitó a dar con sus narices un largo resoplido y a clavarme fijamente sus ojos; pero siempre, antes de que terminase la semana, acababa por mudar de actitud y entregarme el dinero prometido, insistiendo en sus órdenes de «que le avisase si veía al marinero de una sola pierna».
Ciertamente, el raro personaje perturbaba mis sueños. En las noches de tempestad, cuando el viento bramaba en torno de la casa y las olas rugían en la angosta ensenada, estrellándose contra el acantilado, se me aparecía bajo mil formas diversas, todas ellas diabólicas. Unas veces su pierna cortada lo estaba a la altura de la rodilla, y otras en la cadera, como arrancada de cuajo; y en algunas ocasiones aquel ser monstruoso parecía haber tenido siempre una sola pierna, que le pendía del centro del tronco, como si fuese una cola. Mis peores pesadillas consistían en verle saltar y correr tras de mí, salvando zanjas y vallas. Y, en definitiva, esas terribles alucinaciones me hacían pagar muy caro mis cuatro peniques mensuales.
Sin embargo, a pesar de vivir aterrado por la idea del marinero con una sola pierna, el propio capitán me infundía mucho menos miedo que a los demás clientes del mesón. Algunas noches se excedía en la bebida, y entonces se ponía a cantar siniestras y bárbaras canciones de mar, sin preocuparse de nadie. Otras veces ordenaba servir bebida a todos los circunstantes, y los obligaba a escuchar sus largas historias, o a corear sus ásperos estribillos. A menudo, la casa entera retumbaba con el consabido «¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!». Todos le acompañaban, aterrorizados, esforzándose en evitar las censuras del viejo, porque en tales casos era un camarada descontentadizo y tiránico. Daba formidables palmadas sobre la mesa, para imponer silencio; se enfurecía si le preguntaban algo, e incluso, a veces, porque no lo hacían, creyendo adivinar en ello una falta de atención en su auditorio. Y no consentía que nadie abandonase la hostería antes de que él, ebrio como una cuba y tambaleándose, hubiese ido a acostarse.
Asustaba a la gente con sus horribles relatos, que no hablaban más que de ahorcamientos y combates, de tempestades en alta mar o en la isla de las Tortugas, y de salvajes hazañas en lejanas tierras del continente español. A juzgar por sus palabras, se había pasado la vida entera en medio de los peores bandidos que el diablo soltara por los mares del mundo. Y la manera de narrar esos sucesos escandalizaba casi tanto a los ingenuos campesinos como las mismas barbaridades que contaba. Mi padre decía continuamente que el mesón estaba perdido y que la gente lo abandonaría muy pronto, cansada de verse aterrorizada y abatida en él, para luego ir a acostarse temblando de horror y de miedo. Sin embargo, yo creo que, por el contrario, la presencia del viejo nos favorecía. Es cierto que los aldeanos le tenían miedo cuando estaban en su presencia; pero luego, al recordarlo, casi llegaban a amarle, porque aquel hombre estimulaba de una manera insólita la apacible existencia rural. Hasta hubo un grupo de jóvenes lugareños que decían admirarle, y le llamaban «verdadero lobo de mar», «gran tronera empedernido», y otras cosas por el estilo, convencidos de que era uno de esos hombres sobre los cuales descansa el formidable poderío naval de Inglaterra.
Lo cierto era, en todo caso, que nos llevaba directamente a la ruina, pues persistía en quedarse: transcurrían las semanas, pasaban los meses, y el dinero del viejo se había agotado ya hacía tiempo, sin que mi padre tuviese jamás el valor suficiente para reclamarle la deuda. Si por casualidad se le escapaba la menor alusión, el capitán resoplaba de inmediato con tal fuerza que parecía rugir; y mi pobre padre, asustado, abandonaba la habitación. Varias veces, después de una de esas demostraciones casi mudas, pero tan elocuentes, le vi retorcerse las manos de desesperación; y estoy seguro de que las angustias y el temor en que vivía de continuo apresuraron grandemente su desgraciado y prematuro fin.
Mientras vivió entre nosotros, el capitán no cambió jamás de vestido, a no ser las medias, pues una vez compró algunos pares a un mercader ambulante. Se le rompió una de las puntas de su mugriento sombrero y, en adelante, lo dejó colgado, a pesar de lo incómodo que resultaba en los días de viento. Todavía recuerdo el aspecto de su vieja casaca verdosa, que él mismo remendaba, encerrado en su cuarto, y que, mucho antes ya del final, era un puro cosido de andrajos. Nunca escribía cartas; no hablaba con nadie más que con los clientes del mesón, y con éstos sólo cuando estaba borracho. Nadie había osado abrir jamás su gran cofre marinero.
Una sola vez le pusieron a raya; y ello ocurrió en sus últimos tiempos, cuando mi pobre padre andaba ya gravemente atacado por la enfermedad que debía llevarle al fin. El doctor Livesey, que había venido al atardecer para visitar al enfermo, pidió a mi madre que le sirviera de cenar, y luego penetró en la sala de la posada, a fumar una pipa, mientras esperaba que le trajesen su caballo del villorrio cercano, pues en el «Almirante Benbow» no teníamos establo. Yo le seguí los pasos; y al punto noté —lo recuerdo todavía— el contraste que formaba el doctor, con sus cabellos empolvados, blancos como la nieve, sus ojos negros y brillantes y su agradable apostura, en medio de los campesinos groseros y, sobre todo, de aquel corsario embrutecido ante su vaso de ron y con los codos apoyados en la mesa. De pronto, éste se puso a cantar la sempiterna canción:
«Quince hombres sobre el cofre del muerto…
¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!
El diablo y el ron se encargaron del resto…
¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!».
Al principio, yo había supuesto que «el cofre del muerto» era el enorme baúl que el pirata tenía en su cuarto; y su imagen anduvo mezclada, en mis pesadillas, con la del «marinero de una sola pierna». Pero luego, con el tiempo, habíamos acabado por no prestar ya ninguna atención al absurdo estribillo. Sin embargo, aquella noche debió de ser algo nuevo para el doctor Livesey, y enseguida observé que le producía un efecto muy poco agradable, porque alzó airadamente los ojos, un instante nada más, y continuó dialogando con Taylor, el viejo jardinero, sobre un remedio contra el reumatismo. Mientras tanto, el capitán iba animándose con su propia música; y así terminó por dar una recia palmada encima de la mesa, signo inequívoco —bien lo sabíamos— de que exigía silencio. Enseguida todas las voces callaron, menos la del doctor Livesey, quien siguió hablando como antes, con su voz clara y agradable, dando a su pipa, entre palabra y palabra, una rápida calada. El capitán se fijó en él por un instante, dio otra fuerte palmada, le miró de arriba abajo y, por fin, lanzó este grito, envuelto en un soez juramento:
—Silencio ahí, en el entrepuente.
—¿Me habláis a mí, caballero? —preguntó el doctor.
El viejo corsario le respondió afirmativamente con otro juramento. Por su parte, el médico conservó toda su calma y se limitó a decir:
—Sólo os diré una cosa: si seguís bebiendo de esa forma, muy pronto el mundo se habrá librado de otro bribón.
El beodo, furioso, se levantó de un salto, sacó su cuchillo marinero, lo abrió y, teniéndolo en equilibrio sobre la palma de la mano, amenazó con clavar al doctor en la pared.
El médico no se asustó, sino que, hablando por encima del hombro y siempre en el mismo tono, lo bastante alto para poder ser oído en toda la sala, dijo con perfecta serenidad:
—Será mejor que guardéis eso en el bolsillo inmediatamente, si no queréis que os haga ahorcar.
Por un momento, los dos hombres se midieron con la mirada. Pero enseguida el capitán volvió a cerrar la hoja, se guardó el cuchillo en el bolsillo y regresó a su sitio, como un perro castigado.
—Y ahora, caballero —prosiguió el doctor—, será conveniente que andéis con cuidado, pues sabiendo que en la comarca se encuentra un sujeto de vuestra calaña, os vigilaré de día y de noche, porque además de médico soy juez, y la menor queja que reciba de vos, aunque sólo sea por una grosería como la de esta noche, será suficiente para que os quite las ganas de tener caprichos. ¡Y con esto, basta!
Poco después llegó a la puerta de la hostería el caballo del doctor Livesey, y éste se alejó en la noche. En cuanto al capitán, quedó tranquilo durante varios días.
II
No había pasado mucho tiempo cuando ocurrió el primero de los misteriosos sucesos que nos permitieron librarnos finalmente del pirata, aunque no de sus preocupaciones, como se verá luego. El invierno era áspero y frío, con largas y fuertes heladas y violentas tempestades; y desde el principio ya pareció indudable que mi pobre padre tendría muy pocas probabilidades de llegar hasta la primavera. Cada día iba perdiendo más fuerza; mi madre y yo llevábamos todo el peso de la hostería, y estábamos demasiado atareados para preocuparnos de nuestro desagradable huésped.
Una mañana de enero, muy temprano y que hacía un frío glacial, la pequeña ensenada apareció completamente blanca, cubierta de escarcha. Las olas chapoteaban suavemente al quebrarse sobre las piedras de la playa, y el sol, todavía muy bajo, solamente iluminaba la cresta de las colinas y lucía a lo lejos, en la inmensidad del mar. Madrugando más que de costumbre, el capitán se dirigió a la playa, con el cuchillo asomando entre los largos faldones del casacón, con catalejo de bronce debajo del brazo y el sombrero echado hacia atrás. Aún me parece estar viendo flotar su hálito como una leve humareda a manera de estela, y oír el último ruido que dejó tras de sí, al doblar un peñasco: un inmenso resoplido de indignación, como si todavía estuviera pensando en el doctor Livesey.
Mi madre se encontraba en el piso de arriba atendiendo a mi padre, y yo estaba poniendo la mesa para el desayuno del capitán, que no tardaría en regresar, cuando se abrió la puerta de la calle y apareció un desconocido. Era un sujeto pálido, casi lívido; le faltaban dos dedos de la mano izquierda y, aunque llevaba un enorme cuchillo, no tenía aspecto de pendenciero. Yo estaba constantemente al acecho de los hombres de mar, tanto si tenían una como dos piernas, y recuerdo que la presencia de aquel individuo me sobresaltó. Aunque no vestía como los marineros, lo cierto era que en su aspecto vagaba un cierto relente marino.
Le pregunté qué deseaba; me respondió que le trajese un vaso de ron; y ya me disponía a salir de la sala para ir a buscarlo, cuando el desconocido se sentó a una mesa y me hizo señas de que me acercara a él. Me quedé inmóvil, con la servilleta en la mano.
—Ven acá, muchacho.
Avancé un solo paso.
—¿Es ésta la mesa de mi compañero Billy? —inquirió guiñando levemente un ojo.
Le contesté que no conocía a su compañero Billy, y que la mesa era la de un huésped, a quien llamábamos capitán.
—Lo mismo da —respondió—. A mi amigo Billy se le puede también llamar capitán. Tiene una cicatriz en la mejilla y unos modales muy agradables, sobre todo después de beber a su antojo. Supongamos, pues, que ese capitán tiene una cicatriz en la mejilla, y que esa mejilla es la derecha… ¿Ves? ¿No te lo decía yo? Y ahora, dime: ¿está en casa el amigo Billy?
Contesté que se hallaba de paseo.
—¿Por dónde, muchacho? ¿Sabrías decirme hacia dónde?
Le indiqué el peñasco y agregué que, probablemente, regresaría muy pronto. Y después de responder a varias preguntas, el hombre me dijo:
—¡Bah! No le vendrá mal a mi amigo beber un trago, a la vuelta.
Al pronunciar estas palabras equívocas, la expresión de su rostro no tenía nada de risueña. Pero, al fin y al cabo, pensé que a mí eso no me importaba en absoluto. Y es que, por otra parte, tampoco sabía qué hacer: el desconocido se había plantado en el umbral de la hostería y vigilaba la costa, como un gato que acecha a un ratón.
Salí a la carretera un instante, pero él me llamó enseguida; y como, al parecer, le obedecí con menos presteza de la que deseaba, su rostro lívido se contrajo en una mueca horrible, y me reiteró la orden con un juramento que me hizo temblar. Pero, apenas estuve otra vez en el local, volvió a las andadas y, entre caricias y burlas, me sacudió la espalda, me dijo que era un buen muchacho y que le resultaba muy simpático.
—Yo tengo también un hijo —añadió— que es mi mayor orgullo; y os parecéis como dos gotas de agua. Pero lo más importante para los hijos es la disciplina, muchacho, ¡la disciplina! Si hubieses navegado con Billy, seguramente no habría tenido que llamarte dos veces. ¡Ah, eso no! Ni Billy ni los que han navegado con él tuvieron jamás esa costumbre… Pero no hay duda: ahí viene mi compañero Billy, con su catalejo debajo del brazo. ¡Bendito sea! Ven, nos ocultaremos detrás de la puerta, para dar a Billy una pequeña sorpresa. ¡Bendito sea Billy!
El desconocido me llevó a un rincón donde la puerta abierta nos ocultaba a ambos. La verdad es que yo estaba muy asustado, y mi temor aumentaba al ver que el forastero daba también innegables señales de alarma. Sacó la empuñadura de su grueso cuchillo, hizo resbalar la hoja en la vaina, y durante todo el tiempo que estuvimos acechando tragó saliva como si tuviese un nudo en la garganta.
Por fin llegó el capitán; cerró de golpe la puerta y, sin mirar a derecha ni izquierda, atravesó el local en dirección a la mesa en que estaba servido el desayuno.
—¡Billy! —le llamó entonces el desconocido, procurando, al parecer, que su voz fuese firme y recia.
Girando sobre sí mismo, como movido por un resorte, el capitán nos miró; su color moreno se había apagado y hasta su roja nariz estaba lívida. Parecía que estuviese contemplando un espectro, un diablo o, si era posible, algo peor todavía; y casi me dio pena verle, de pronto, tan agobiado y caduco.
—Vamos, Billy, ¿no me conoces? ¿No te acuerdas de tu viejo compañero, Billy?
El capitán suspiró convulsivamente:
—¡Perro Negro!
—¡Pues naturalmente! —replicó el forastero, ya con mayor aplomo—. El mismo Perro Negro, más vivo que nunca, ha venido a ver a su viejo amigo Billy, al mesón del «Almirante Benbow»… ¡Ah, mi querido Billy! ¡Lo que hemos corrido por el mundo tú y yo desde que perdí estos dos dedos! —agregó alargando su mutilada mano.
—Vamos al grano —gruñó el capitán—. Me has descubierto, aquí estoy. Y ahora dime: ¿qué quieres?
—¿No lo decía yo? —contestó Perro Negro—. Billy, tienes razón. Voy a pedir dos vasos a ese buen muchacho, a quien quiero de veras, y tú y yo nos sentaremos a charlar como viejos amigos.
Cuando les llevé el ron, ambos estaban ya sentados, uno a cada lado de la mesa. Perro Negro se hallaba cerca de la puerta y apenas se apoyaba en la silla, de manera que tenía un ojo puesto en su viejo amigo y el otro —supuse yo— en la línea de retirada.
Me ordenó que saliese y dejase abierta la puerta. («A mí no me gustan las cerraduras, muchacho», me indicó.) Los dejé a solas y me retiré a la trastienda.
A pesar de mis esfuerzos para oír lo que decían, estuve largo tiempo sin comprender ni una palabra de su confuso murmullo; pero, finalmente, elevaron las voces, y entonces pude distinguir una o dos palabras, entremezcladas con varias blasfemias, dichas por el capitán.
—¡No, no y no! ¡Y basta ya! —oí que gritaba. Y luego—: Si hay que morir ahorcado, nos ahorcarán a todos. ¡Eso es!
De repente, estalló una violenta explosión de blasfemias; sillas y mesas se derrumbaron; resonó un agrio roce de aceros; luego, un grito de dolor, y un segundo después vi a Perro Negro que huía, perseguido por el capitán, ambos empuñando sus grandes cuchillos, y el primero con el hombro izquierdo cubierto de sangre. Al llegar a la puerta los dos, el capitán tiró al fugitivo una tremenda cuchillada, que le hubiera abierto la espalda en canal si no hubiese parado el golpe nuestra recia enseña del «Almirante Benbow». Hoy todavía puede verse la muesca que dejó la hoja en la parte inferior del marco. Esta embestida puso fin al combate. Una vez en la carretera, Perro Negro, a pesar de su herida, echó a correr como alma que lleva el diablo y en un abrir y cerrar de ojos desapareció detrás de la cresta de la colina más próxima. El capitán quedó aturdido, contemplando estúpidamente la enseña; se pasó repetidas veces la mano por los ojos, y luego volvió a entrar en el mesón.
—¡Jim —gritó—, dame ron!
Y mientras pronunciaba estas palabras, se tambaleó ligeramente y tuvo que sostenerse con la mano en el muro.
—¿Estáis herido? —le pregunté.
—¡Dame ron! —repitió—. Voy a marcharme de aquí. ¡Dame ron, dame ron!
Fui a buscarlo inmediatamente; pero como estaba demasiado emocionado por lo que acababa de ocurrir, rompí un vaso, obstruí la espita, y temblaba aún como un azogado, cuando oí que algo se desplomaba pesadamente en la sala. Corrí hacia ella y me encontré con que el capitán estaba tendido en el suelo. En el mismo instante, mi madre, atraída y alarmada por los gritos y el estruendo de la lucha, se presentó a socorrerme. Entre los dos logramos levantar la cabeza del viejo corsario, que resollaba fuerte y rudamente, con los ojos cerrados y el rostro lívido y amarillento.
—¡Qué desgracia, Dios mío! —exclamó mi madre—. ¡Qué desgracia para esta pobre casa…! ¡Y con tu padre tan enfermo!
No teníamos la menor idea de lo que debía hacerse para auxiliar al capitán, y estábamos convencidos de que acababa de recibir algún golpe mortal en su lucha con el forastero. Por si acaso, tomé el vaso de ron y procuré echarle un poco en la garganta; pero tenía los dientes apretados y las mandíbulas más rígidas que si fueran de hierro. Y así estábamos cuando, con indecible alivio, vimos abrirse la puerta y aparecer al doctor Livesey, que venía a visitar a mi padre.
—¡Señor doctor! —exclamamos mi madre y yo—. ¿Qué hay que hacer? ¿Dónde está herido este hombre?
—¿Herido? —replicó el doctor—. Lo está tanto como nosotros mismos. Lo que tiene es un ataque, el mismo que yo le pronostiqué. Vamos, vamos, mujer; atended a vuestro marido y, a ser posible, no le digáis una palabra de esto. No tengo más remedio que hacer todo lo posible para salvar la vida de este bribón. Y a ello voy: Jim, tráeme enseguida una palangana.
Cuando volví con ella, el doctor había rasgado ya la manga del capitán, desnudando uno de sus recios y musculosos brazos cubierto de tatuajes que decían: «Viento en popa», «Buena suerte», «Billy Bones se ríe de todo», con letras grabadas en la piel y perfectamente legibles. Más arriba, cerca del hombro, se veía una horca con un ahorcado; y el dibujo me pareció lleno de vigor y carácter.
—Esto es profético —manifestó el doctor, tocando con la punta del dedo la imagen—. Pero ahora, maese Billy Bones (si es que en realidad os llamáis así), vamos a ver de qué color tenéis la sangre… Jim, ¿te asusta verla correr?
—No, señor doctor.
—Bueno; pues, entonces, sostén la palangana.
Fue preciso sacar al capitán mucha sangre antes de que abriera los ojos y se fijara en nosotros. Apenas reconoció al médico, frunció las cejas; pero luego, al posar la mirada en mí, pareció tranquilizarse. Sin embargo, de pronto cambió de color, y procurando incorporarse, gritó:
—¿Dónde está Perro Negro?
—¡Aquí no hay ningún perro negro! —le contestó el doctor—. Habéis bebido con exceso y os ha dado el ataque que os pronostiqué. Ahora mismo acabo de sacaros, bien a pesar mío, de la fosa donde habíais metido estúpidamente una pata. Y ahora, amigo Bones…
—No me llamo así —interrumpió.
—¡Lo mismo da! Así se llama, por lo menos, un pirata conocido mío, y os doy su nombre para abreviar… Tened presente lo que voy a deciros: un vaso de ron no logrará mataros; pero si tomáis uno, luego tomaréis otro, y después otro más, y apuesto cualquier cosa a que, si no cortáis por lo sano, os moriréis muy pronto, ¿entendido?; digo que ¡muy pronto!, y os iréis derechito al lugar que os corresponde en justicia. Vamos, haced un esfuerzo; por esta vez, voy a llevaros a la cama.
No sin trabajo, el médico y yo logramos acostarle. Su cabeza se desplomó sobre la almohada, como si fuese a perder nuevamente el sentido.
—Y ahora —le dijo el doctor—, acordaos bien de lo dicho: beber y morir, para vos será todo uno y lo mismo.
Luego me tomó del brazo y me dio a entender, con un gesto, que le acompañase a visitar a mi padre.
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