La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson - E-Book

La isla del tesoro E-Book

Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

Todo comenzó cuando el viejo capitán llegó a la posada arrastrando un gran cofre de madera. Lo metió en su habitación y jamás lo abrió. Pasaba los días en un rincón oscuro del comedor de la posada o dando largas caminatas hasta llegar al mar. Saltaba a la vista que estaba esperando a alguien. O algo... Una colección de clásicos dirigidos especialmente a niños y niñas a partir de 7 años. Mujercitas, Moby Dick, La isla del tesoro, Colmillo Blanco… Una adaptación de las historias clásicas más emocionantes, para leer y releer una y otra vez.

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Título original: L’isola del tesoro

© 2013 Edizioni EL, San Dorligo della Valle (Trieste), www.edizioniel.com

Texto: Pierdomenico Baccalario

Ilustraciones: Matteo Piana

Dirección de arte: Francesca Leoneschi

Proyecto gráfico: Andrea Cavallini / theWorldofDOT

Traducción: Cristina Bracho Carrillo

© 2019 Ediciones del Laberinto, S. L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-1330-907-1

IBIC: YBCS / BISAC: JUV007000

EDICIONES DEL LABERINTO, S. L.

www.edicioneslaberinto.es

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com <http://www.conlicencia.com/> ; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

1

En la posada Almirante Benbow

Todo comenzó cuando el viejo capitán llegó a la posada arrastrando una carretilla antigua que contenía un gran cofre de madera. Llegó a un acuerdo con mi pobre padre para alojarse en una habitación durante un tiempo indefinido, y pagó los primeros meses por adelantado. El cofre que traía con él olía a mar y a tabaco, y era pesadísimo. Pidió que lo llevaran hasta su habitación y no lo abrió nunca. El capitán era un hombretón enorme, alto, robusto y de pelo castaño. Cuando no estaba encerrado en su habitación, pasaba el rato en un rincón oscuro del comedor, encorvado y taciturno. A veces emprendía largas caminatas hasta llegar junto al mar, aspiraba fuerte el olor y volvía a su rincón en la posada.

Saltaba a la vista que estaba esperando a alguien.

O algo.

Siempre se le veía absorto en sus pensamientos, con gesto de preocupación. Al llegar el invierno, se volvió cada vez más sombrío. Un día, mientras le recogía la mesa, me agarró por la muñeca y me dijo con mirada penetrante: —Te daré una moneda de plata a la semana si haces un trabajo para mí.

—Depende del trabajo, señor —le respondí.

—Solo debes observar a los marineros que pasan por aquí y prestar atención por si ves a un hombre con una sola pierna. En tal caso, no pierdas ni un segundo y sal corriendo a avisarme. ¿Crees que podrás hacerlo, muchacho?

Acepté. Una moneda de plata era un precio más que aceptable solo por vigilar a los marineros.

Las primeras semanas estuve muy contento, pero el invierno cada vez se recrudecía más. Un día especialmente frío, mi pobre padre, que ya estaba muy enfermo por aquel entonces, murió, y toda alegría abandonó mi cuerpo. También me asustaba mucho oír al viejo capitán cantar en la oscuridad del comedor, sentado en una esquina, solo. Siempre entonaba la misma melodía lúgubre, y todavía hoy, pese a los años que han transcurrido, me provoca un escalofrío de terror.

Quince hombres tras el cofre del muerto.

¡Jo, jo, jo! Y una botella de ron.

Me hacía rememorar el misterioso cofre sellado que guardaba en su habitación, el carácter impredecible del capitán o las peleas que había protagonizado con algunos de nuestros clientes, como el doctor Livesey, el médico que se ocupaba de velar por nuestra salud y la de los huéspedes.

—¡Escúchame bien! —le advirtió el doctor—. O dejas de beber, o el corazón te acabará dando un disgusto.

Por desgracia para el capitán, nunca un consejo resultó tan certero.

Un día de heladas amargas, la puerta de la sala se abrió con un fuerte estruendo y entró un hombre pálido y demacrado que avanzaba a trompicones. Me preguntó dónde se escondía Billy Bones, y cuando fingí no comprender a quién se refería, me contestó que le habían dicho que ahora se hacía llamar «capitán». Mentí y le contesté que se había marchado.

—¡No juegues conmigo, muchacho! —El canalla me agarró por la muñeca y me la retorció.

Entonces le dije la verdad: el capitán había salido a dar uno de sus paseos hasta el mar y no tardaría en regresar. Él sonrió con una hilera de dientes podridos y se dispuso a prepararle una emboscada, ocultándose detrás de la puerta de la entrada.

En cuanto el viejo capitán entró, el otro lo empujó contra la pared, y mi cliente, reconociéndolo, exclamó con una especie de gemido: —¡Perro Negro! ¿Quién si no?

Sin más formalidades, los dos se apartaron hasta el rincón más oscuro de la posada y se pusieron a hablar en un tono tan bajo que no logré oír ni una sola palabra de su conversación. Al final se escuchó un insulto terrible, y el hombre al que el capitán había llamado Perro Negro salió corriendo y se dio a la fuga. Estaba sangrando.

El capitán lo siguió hasta el exterior de la posada y lanzó una última puñalada, que acabó recibiendo el cartel de nuestra posada. Todavía hoy se puede ver la muesca, abajo, justo en la parte inferior del marco.

Cuando todo pasó, el capitán cayó al suelo. No lo habían herido, pero como había anticipado el doctor Livesey, el corazón le había dado un primer aviso. Entre mi madre y yo lo arrastramos hasta su habitación y lo acostamos junto al gran cofre sellado.