La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson - E-Book

La isla del tesoro E-Book

Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

Un día, Jim Hawkins descubre algo que cambia su vida: el lugar donde está enterrado un tesoro. De inmediato, él y sus amigos deciden ir en su búsqueda. Lo que no imaginan es que la tripulación que los acompaña a bordo de La Hispaniola es una banda de sanguinarios piratas que quieren apoderarse del oro a cualquier precio. ¿Podrán vencerlos? ¿Regresarán a Inglaterra sanos y salvos? ¿Y qué pasará con la inmensa fortuna escondida en La isla del tesoro? Esta obra de Robert L. Stevenson adaptada por Elsa Pizzi está considerada la novela de piratas más representativa de las historias de aventuras.

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© Letra Impresa Grupo Editor, 2020

Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-1267 Whatsapp +54-911-3056-9533

[email protected] / www.letraimpresa.com.ar

Stevenson, Robert Louis

La isla del tesoro / Robert Louis Stevenson ; adaptado por Elsa Pizzi ; ilustrado por Fabián Mezquita. - 1a ed adaptada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2019.

Libro digital, EPUB - (Sonsoles ; 11)

Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4419-69-9

1. Novelas de Aventuras. I. Pizzi, Elsa, adap. II. Mezquita, Fabián, ilus. III. Título.

CDD 823

Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial. Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

LA ISLA DEL TESORO

PRIMERA PARTE / EL VIEJO PIRATA

CAPÍTULO 1. UN VIEJO MARINO

El señor Trelawney y el doctor Livesey me han pedido que escriba la historia de nuestra aventura en la isla del tesoro, sin omitir detalles, pero sin precisar la posición de la isla, ya que allí todavía quedan lingotes de plata enterrados. Por eso, tomo mi pluma en este año de 17… y vuelvo al tiempo en que mi padre era el dueño de la posada Almirante Benbow.

Un día llegó un viejo marino, meciéndose como un navío y arrastrando su baúl. Lo recuerdo como si fuera ayer: alto, macizo, con la piel bronceada. Su pelo grasoso atado en una cola caía sobre el cuello de una casaca que había sido azul. Tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas, y un sablazo cruzaba su mejilla como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la bahía frente a la posada y cantando esa antigua canción que tantas veces le oiría repetir: «Quince hombres en el cofre del muerto… ¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!».

Entró y, con un tono imperativo, le pidió a mi padre un vaso de ron que bebió despacio, sin dejar de mirar hacia los acantilados.

–Es una buena bahía –dijo– y una taberna muy bien ubicada. ¿Viene mucha gente por aquí, compañero?

–No. Por desgracia, tengo muy pocos clientes –le respondió mi padre.

–Bueno, entonces me quedo unos días –continuó–. Soy un hombre sencillo. Solo necesito ron, tocino, huevos y aquella roca de allá, para ver pasar los barcos –y arrojando tres o cuatro monedas de oro sobre el mostrador, agregó–: Toma… Avísame cuando me haya comido ese dinero. ¡Ah! Y llámenme capitán.

Y en verdad, a pesar de su ropa gastada, no parecía un simple marinero, sino alguien acostumbrado a ser obedecido o a castigar.

Durante el día vagabundeaba por los acantilados, con un catalejo bajo el brazo, y a la noche se sentaba en un rincón junto al fuego, bebiendo ron. Casi nunca respondía cuando se le hablaba, solo levantaba la cabeza y resoplaba por la nariz. Así que pronto nosotros y los clientes aprendimos a no meternos con él. Cada día, al volver de su caminata, preguntaba si había pasado por la carretera alguien con aspecto de marino. Al principio pensamos que extrañaba a los suyos, pero después nos dimos cuenta de que, por el contrario, trataba de evitarlos.

Yo era el único que sabía que le preocupaba un marino con una sola pierna, porque un día me prometió cuatro centavos de plata por mes, a cambio de estar atento a su llegada. Muchas veces, al exigirle el pago, soltaba un gruñido y me miraba con tanta rabia que me aterrorizaba. Pero después parecía pensarlo mejor y me daba mis cuatro centavos, mientras me repetía que estuviera alerta a la llegada del marino con una sola pierna.

Sin embargo, creo que yo era el que menos miedo le tenía. Las noches en que bebía más ron de lo que podía aguantar, cantaba sus salvajes canciones marineras, ajeno a quienes lo rodeábamos. A veces, pedía una ronda para todos los presentes y los obligaba a corear su «Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!». Los aterrorizados clientes se apresuraban a hacerlo, para no despertar su ira. Tampoco permitía que nadie abandonase la posada hasta que él, empapado de ron, se levantaba y, dando tumbos, se encaminaba hacia su cama.

Pero lo que más asustaba a la gente eran sus terroríficas historias en las que desfilaban ahorcados, condenados que «pasaban por la plancha» y temporales en alta mar. Y aunque mi padre aseguraba que ahuyentaría a los clientes y quedaríamos en la ruina, su presencia en parte nos benefició. Porque a los pueblerinos les fueron gustando esos relatos que rompían su tranquila vida, e incluso algunos hablaban de él con admiración, diciendo que era «un verdadero lobo de mar» y «un viejo tiburón».

A pesar de eso, hizo lo posible por arruinarnos, pues nunca nos pagó. Y cuando mi padre reunía el valor para exigirle que lo hiciera, el capitán soltaba un bufido salvaje y lo miraba con tanta furia que el pobre huía aterrado. Estoy convencido de que el miedo que sentía aceleró su prematura y desdichada muerte.

Solo el doctor Livesey se atrevió a enfrentar al capitán. Un día, fue a visitar a mi padre enfermo y, después, pasó al salón mientras esperaba que trajeran su caballo. Allí estaba el viejo marino, tirado sobre la mesa y adormecido por el ron. De pronto, abrió los ojos y empezó a cantar: «Quince hombres en el cofre del muerto. ¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron! El ron y Satanás se llevaron al resto. ¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!».

A esa altura, los clientes ya ni escuchaban la canción, así que siguieron conversando. Hasta que el viejo golpeó la mesa, señal que todos conocíamos y con la que quería imponer silencio. Todos se callaron, menos el doctor Livesey. Entonces, el capitán dio un nuevo manotazo y con un espantoso vozarrón gritó:

–¡Silencio en cubierta!

–Si me habla a mí, solo le advierto: siga bebiendo ron y muy pronto el mundo se liberará de un despreciable forajido –le dijo el médico.

Furioso, el viejo se levantó de un salto, sacó su navaja y lo amenazó con clavarlo en la pared. El doctor no se inmutó. Continuó sentado y, subiendo la voz para que todos lo escucharan, agregó:

–Si no guarda ya esa navaja, le prometo, por mi honor, que lo haré ahorcar.

Durante unos instantes los dos se retaron con la mirada, hasta que el capitán guardó su arma y volvió a sentarse, gruñendo como un perro apaleado.

–Y ahora, señor –continuó el doctor–, le aseguro que no lo perderé de vista. Además de médico, soy juez y, si llega a mis oídos la más mínima queja sobre su conducta, ordenaré que lo detengan.

Un rato después trajeron su caballo y el doctor Livesey partió. El capitán permaneció tranquilo esa noche y muchas otras más.

CAPÍTULO 2. LA APARICIÓN DE PERRO NEGRO

Poco después, ocurrió el primero de los misteriosos sucesos que acabaron por librarnos del capitán. Aquel invierno, la tierra permaneció cubierta por la nieve y azotada por furiosos vendavales. Mi madre y yo comprendimos que mi pobre padre no llegaría a la primavera. Día a día empeoraba, así que debíamos encargarnos de todo el trabajo de la posada. Eso nos mantuvo tan ocupados, que ya casi no reparábamos en nuestro desagradable huésped.

Recuerdo que fue un helado amanecer de enero. El capitán madrugó más que de costumbre y caminó hasta la playa, con su andar hamacado, su cuchillo oscilando debajo de su rota casaca azul, el catalejo bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás.

Mi madre estaba arriba, cuidando a mi padre, y yo preparaba la mesa para cuando regresara el capitán. Entonces, se abrió la puerta y entró un desconocido. Era muy pálido, le faltaban dos dedos en la mano izquierda y, aunque le colgaba un machete, no parecía agresivo. Yo, que siempre estaba pendiente de cualquier marino, me sentí desconcertado, pues el visitante no parecía hombre de mar, pero algo en él olía a tripulación.

Me pidió ron y, cuando estaba por ir a buscar la botella, me preguntó, con tono de burla:

–¿Esa mesa es para mi compadre Bill?

–No conozco a ningún Bill. Esa mesa es para un huésped a quien llamamos capitán.

–Bien –dijo–. A mi compadre Bill le gusta que lo llamen capitán. Y si tiene una cicatriz grande en la mejilla derecha y es muy fino, sobre todo cuando está borracho, ese es mi compadre Bill. ¿Así que está aquí?

–Aquí, no. Está dando uno de sus paseos.

–¿Dónde, hijo?

Señalé la playa y me obligó a decirle por dónde regresaría y cuánto tardaría. Después salió y se apostó en la entrada de la posada, acechando. Al rato, gritó:

–¡Allá viene! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compadre Bill. ¡Vamos a darle una buena sorpresa!

Entró y me ocultó junto a él, detrás de la puerta. Yo estaba muy nervioso, y mi miedo aumentaba al ver que empezaba a sacar su machete.

Por fin llegó el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin mirar atrás, se dirigió a grandes zancadas hacia su mesa.

–¡Bill! –exclamó el forastero, con una voz que pretendía ser firme y decidida.

El capitán giró sobre sus talones y se quedó mirándonos. El color desapareció de su cara y hasta su roja nariz se volvió blanca. Tenía el aspecto del que se topa con un fantasma, el diablo o incluso algo peor, si es que existe. Me impresionó verlo así, porque fue como si en un instante envejeciera cien años.

–¿No te acuerdas de mí, Bill?

–¡Perro Negro!

–¿Y quién, si no? –contestó el otro, ya más tranquilo–. El mismo Perro Negro de siempre, que vino a esta posada a saludar a su antiguo compañero Bill.

–Está bien –dijo el capitán–, al fin me encontraste. ¿Qué quieres?

–Nunca cambias, ¿eh, Bill? Ahora este jovencito nos va a traer un trago de ron y vamos a charlar como viejos camaradas –respondió Perro Negro.

Cuando regresé con el ron, estaban sentados a la mesa, uno frente al otro. Perro Negro se había ubicado cerca de la puerta y con la silla algo separada de la mesa, como para poder vigilar a su antiguo compinche y, al mismo tiempo, tener pronta la huida. Me mandó que me retirara, que abriera la puerta de la posada, y agregó:

–Y no se te ocurra espiar, hijo.

Así que los dejé solos. Durante largo rato, lo único que pude oír fueron susurros apagados. Hasta que el capitán chilló:

–¡No, no, no! ¡Si debemos terminar colgados, a la horca todos!

Y estalló en insultos horribles. Escuché ruido de golpes, la mesa y las sillas que rodaban por el suelo, choque de aceros. Un instante después, vi salir a Perro Negro y al capitán tras él, los dos con los machetes en la mano. El hombro de Perro Negro sangraba. En la puerta, el capitán le lanzó un machetazo tan tremendo que, de haberlo alcanzado, lo habría partido en dos. Pero el arma se clavó en el cartel de la posada.

Perro Negro llegó a la carretera y desapareció tras la colina en medio minuto. El capitán miró el cartel, como aturdido. Se restregó los ojos y después entró.

–¡Ron! –gritó. Se tambaleó un poco y trató de sostenerse en la pared.

–¿Está herido? –le pregunté.

–Ron… –me pidió de nuevo–. Debo huir de aquí… ¡Ron!

Y se desplomó. Mi madre bajó, alarmada por los gritos y la pelea, y entre los dos tratamos de levantarlo. El capitán tenía los ojos cerrados y una palidez de muerte. Justo en ese instante entró el doctor Livesey, que venía a visitar a mi padre.

–¡Ayúdenos, doctor! –exclamamos–. ¡Parece muerto!

–¿Muerto? –repitió el doctor–. No, este hombre solo tiene un ataque cardíaco, como ya le advertí que sucedería. Y ahora, señora Hawkins, vuelva al lado de su esposo y, si es posible, que no se entere de esto. Yo, como es mi obligación, trataré de salvar la vida de este despreciable tunante. Jim, trae una palangana, por favor.

Cuando volví, el doctor había cortado una manga de la casaca del capitán, dejando al descubierto su enorme brazo con varios tatuajes. Leímos: «Mía es la suerte», «Viento en las velas» y «Billy Bones es libre». Y en el hombro, se veía una horca con un hombre colgado.

–¡Profético! –exclamó el doctor, señalándome el dibujo–. Y ahora, señor Bones, si ese es su nombre, vamos a ver de qué color es su sangre. Sostén la palangana, Jim.

Tomó el bisturí y cortó una vena. El capitán abrió los párpados y nos miró con ojos turbios. Primero reconoció al doctor y frunció el ceño. Luego me vio y eso pareció tranquilizarlo. Pero de pronto su rostro palideció y trató de incorporarse, gritando:

–¿Dónde está Perro Negro?

–Aquí no hay ningún perro negro –contestó el doctor–. Siguió bebiendo y le dio un ataque, como se lo advertí. Y muy a pesar mío, acabo de sacarlo de la sepultura. Ahora, señor Bones…

–Yo no me llamo así –interrumpió el capitán.

–Me da igual –replicó el doctor–. Como es el nombre de un pirata del que oí hablar, lo llamo así para abreviar. De todos modos, le repito: si no deja la bebida, morirá. ¿Está claro? Ahora, lo ayudaré a ir a su cuarto.

Con gran trabajo, el doctor y yo conseguimos hacerlo subir la escalera y dejarlo en la cama. Luego salimos, para ir a ver a mi padre.

–Por ahora, no hay que temer –me dijo el doctor en cuanto cerramos la puerta–. Le extraje suficiente sangre como para que descanse tranquilo una semana. Tendrá que quedarse en cama. Pero si le da otro ataque, morirá.

CAPÍTULO 3. LA MARCA NEGRA

Al mediodía, fui a la habitación del capitán con un refresco y medicinas. Trató de incorporarse, pero su debilidad se lo impidió.

–Jim –me dijo–, siempre me porté bien contigo y te di tus cuatro centavos. ¿No te da pena verme así? Tráeme un vasito de ron, compañero…

–El doctor… –empecé a decirle.

Pero él me interrumpió con insultos contra el médico. Luego, volvió a suplicarme:

–¡Un vasito no me hará daño!

Iba excitándose cada vez más y me alarmé por mi padre, que había empeorado y necesitaba mucha tranquilidad. Así que le llevé el vaso de ron. Se lo bebió de un trago.

–¡Ah, ya me siento mejor! –suspiró–. ¿Cuánto dijo el médico que debía estar en esta condenada litera?

–Una semana, por lo menos.

–¡Rayos y truenos! –exclamó–. ¡Una semana! Eso no puede ser. Para ese entonces me habrán encontrado y entregado la Marca Negra. Ya deben andar cerca esos canallas que no supieron guardar lo suyo y quieren poner sus garras en lo que es de otro. Yo fui precavido, nunca gasté ni perdí mi dinero. Pero volveré a escapar…

Aunque trató de incorporarse, se desplomó sobre la cama y permaneció un rato en silencio.

–Jim, ¿te fijaste bien en ese marino? –dijo, después.

–¿Perro Negro?

–Sí, Perro Negro. Es un tipo de cuidado, pero los que lo enviaron son peores. Escucha: ellos quieren mi baúl. Si consiguen marcarme con la Negra, corre a avisarle a ese maldito médico y juez. Dile que venga con policías, porque aquí puede atrapar a toda la tripulación del viejo Flint, bueno… lo que queda de ella. Yo era el segundo de a bordo y soy el único que sabe dónde está lo que buscan. Flint me lo confió en Savannah, cuando estaba muriéndose. Lo mismo que ahora yo hago contigo. Pero solo hablarás si me marcan con la Negra, o si ves a Perro Negro, o a un marino con una sola pierna… sobre todo a ese.

–¿Qué es la Marca Negra, capitán?

–Es un aviso, compañero. Ya la verás, si me marcan. Pero ahora abre bien los ojos, y te juro por mi honor que iremos por partes iguales… –Su voz fue debilitándose y, cuando le di su medicina, se durmió profundamente.

No sé qué habría hecho si los acontecimientos se hubieran resuelto de otra manera. Pero sucedió que esa noche mi padre murió. El dolor que sentíamos, las visitas de los vecinos, los preparativos del funeral y, al mismo tiempo, atender todos los quehaceres de la posada me tuvieron tan ocupado, que dejaron de importarme las intrigas del capitán.

A la mañana siguiente lo vi bajar al comedor. Comió un poco y bebió más ron que de costumbre. Se lo veía muy débil y hasta perdido en su mundo. No prestaba atención a la gente e iba de una habitación a otra con mucha fatiga. Tampoco se fijaba en mí y estoy seguro de que se había olvidado de sus confidencias. Por momentos, se volvía agresivo, desenvainaba su largo cuchillo y lo ponía delante de él, sobre la mesa.

Un día después del funeral, a eso de las tres de la tarde, me asomé a la puerta y vi, entre la niebla, que alguien se acercaba por la carretera. Era un ciego, porque tanteaba el suelo con un palo, y un gran parche verde le tapaba los ojos y la nariz. Caminaba encorvado y se cubría con un enorme capote de marino y una capucha que le daba un aspecto deforme. En mi vida había visto una figura más siniestra. Cuando llegó a la posada, se detuvo y, con una voz moribunda, preguntó a la niebla:

–¿Habrá alguna alma piadosa que le diga a este pobre ciego que ha perdido sus ojos en defensa de Inglaterra, en qué lugar de su patria se encuentra?

–En la posada Almirante Benbow –le respondí.

–Oigo la voz de un joven –dijo–. ¿Quieres darme tu mano y llevarme adentro?