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Novela de acción y aventuras de piratas. El joven Jim Hawkins encuentra un mapa con la ubicación de un tesoro e inicia un viaje en barco con una tripulación de lo más diversa hacia tierras lejanas. En su viaje tendrá que combatir varios obstáculos para lograr hallar el tesoro . Al final no todo sale como él esperaba y al llegar a la isla se lleva una enorme sorpresa.
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Título: La isla del tesoro
© De esta edición: Century Carroggio
ISBN:
IBIC:
Diseño de colección y maquetación: Javier Bachs
Traducción:
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
La isla del tesoro
Robert Louis Stevenson
EL AUTOR
Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo (Escocia) el 4 de noviembre de 1850. Desde niño, sintió una gran pasión por los viajes que permiten conocer nuevos mundos y tener la sensación de haber huido al mar libre. Era natural, por tanto, que el joven Robert no se sintiera satisfecho con la forma de vida que necesariamente lleva consigo ejercer la profesión de ingeniero o de abogado. Empezó, en efecto, la primera carrera y terminó los estudios de jurisprudencia. Sin embargo, nunca llegó a desempeñar ningún cargo que estuviera relacionado con ninguna de estas especialidades.
Su poderosa imaginación lo impulsa a dar rienda suelta a sus deseos de aventuras y de visitar nuevas tierras. De este modo, como desde muy temprana edad había tenido una gran afición literaria y una extraordinaria habilidad en el campo de las letras, no encontró un medio mejor de realizar sus sueños que poniéndose a escribir.
Empezó publicando algunos ensayos. Pero fueron sus viajes a Bélgica y a Francia los que le inspiraron sus primeras obras de relatos sorprendentes y repletos de fantasía. Al nacimiento del escritor contribuyó también innegablemente su naturaleza física, débil y enfermiza. Lo que no podía llevar a cabo en la práctica debía surgir, como fruto quizá del desahogo, en las páginas de unos libros llenos de emociones y de aventuras.
A pesar de todo, a lo largo de su vida Stevenson no solo consiguió desplegar su imaginación en un considerable número de obras, sino que también logró realizar de hecho aquello que había sido siempre su máxima ilusión: recorrer mundos extraños y exóticos. En 1879, se traslada a California con una mujer que había conocido en Paris y que luego había de ser su esposa. Al año siguiente, sin embargo, su salud empieza a declinar seriamente y decide regresar a Europa, a fin de residir en varios sanatorios.
En 1887, viendo que sus dolencias se acrecientan cada vez más, inicia diversos viajes por las islas de los mares del Sur. Atraído quizá por el exotismo, así como también por la idea de encontrar unos aires más saludables que aliviaran la afección pulmonar que padecía, se estableció definitivamente en Samoa, en una población llamada Vailina.
Allí todo era nuevo y apacible, Pero en 1894 la muerte le sobrevino casi súbitamente, en forma de una hemorragia cerebral, cuando probablemente había conseguido la realización de sus ideales más acariciados. Su cuerpo fue enterrado en el monte Vaea, cerca del poblado que lo había acogido con afecto y respeto.
Stevenson, igual que otros muchos autores, únicamente fue apreciado en su justo y alto valor después de su muerte. No obstante, ya en vida, el enorme poder de su imaginación logró atraer el interés del gran público que quedaba subyugado por la rara habilidad de combinar lo real con lo extraordinario y ficticio. No solo los personajes que creaba resultaban de carne y hueso, fruto de su propia experiencia y de la precisa atención que ponía en todo lo que lo rodeaba, sino que también las aventuras nacidas de su facultad imaginativa parecían poseer la cualidad sorprendente de la realidad. Las tramas de sus obras dan la impresión de ser reales e incluso históricas y, de hecho, se basan en datos y en acontecimientos que tienen un fundamento o bien un marco concreto dentro de la historia.
Por esto, antes de empezar la lectura de las novelas más emocionantes y atractivas de Robert Louis Stevenson, será útil y orientador estudiar sus posibilidades de realidad, así como el fondo histórico que les da vida y les otorga la cualidad especial de hacer verídico lo que es ficticio. Porque, como observa acertadamente E. Cecchi, una de las características más sobresalientes de Stevenson es precisamente «la facultad de conferir a las imágenes la veracidad de un documento».
LA PIRATERIA Y SUS TESOROS
La isla del tesoro se refiere evidentemente a un hecho histórico -la piratería- que tiene unas causas bien concretas y definidas, aunque las razones puedan ser distintas en cada caso particular. El bandidaje marítimo no ha surgido siempre en las mismas condiciones, sino que obedece a diversos motivos susceptibles de ser resumidos de una forma genérica.
Sin duda alguna, las principales causas de la piratería han sido de carácter político y económico. Grandes naciones como España y Portugal, en sus mejores momentos de predominio sobre los demás países, han visto cómo sus barcos eran asaltados por buques desconocidos con el único propósito de saquearlos y de apoderarse de sus riquezas. Las naciones vecinas, incapaces de afrontar una guerra abierta, han encontrado en la piratería la forma de minar las grandes potencias y el medio eficaz de sobresalir en medio de su pobreza.
Razones geográficas han contribuido también, indudablemente, a la ocasión del bandidaje marítimo. El capitán Henri Keppel, gran cazador de piratas, resumía este aspecto de la manera siguiente: «Los transgresores del mar, igual que las arañas, abundan allí donde hay recodos y grietas, islas, ensenadas profundas, rocas hendidas y golfos tranquilos y ocultos». Los hechos corroboran esta afirmación. Basta recordar algunos puntos famosos de la piratería a lo largo de la historia. Las islas del Egeo resultaron muy útiles para los piratas antiguos, cuando los poderosos centros comerciales radicaban en Creta y en Fenicia. Las guaridas de Argel eran muy aptas en la Edad Media para quedar al acecho de las galeras genovesas que doblaban la península itálica para dirigirse hacia Oriente.
Las islas del Caribe constituyeron auténticos centinelas del paso de los tesoros del Perú por el estrecho de Panamá.
Aparte de estas causas principales, sin embargo, es evidente que existieron también en la piratería razones de tipo social e individual. La pobreza y el desempleo de muchos soldados mercenarios hicieron que éstos se lanzaran en gran número a las aventuras del mar. Innumerables rechazados y marginados de la sociedad se enrolaban como marinos en un buque mercante. Una vez en alta mar, como es precisamente el caso de La isla del tesoro, se amotinaban y pasaban a ser dueños del navío. La enseña de la marina nacional era sustituida entonces por la clásica bandera negra, con la calavera y las tibias cruzadas que anunciaban el asalto al pacifico buque de comercio.
No obstante, dentro de estas circunstancias perfectamente reales y determinables, cabe preguntar todavía hasta qué punto resulta verosímil el motivo central que mueve la historia de Jim Hawkins. ¿Es verdaderamente posible que un pirata escondiera un tesoro en una isla?
Desde luego, si se tienen en cuenta las costumbres y la manera de ser de la piratería, deberíamos decir que el tema central de la novela de Stevenson es poco menos que ilusorio. El pirata era un hombre que diariamente se enfrentaba a la muerte y que, por tanto, no pensaba en guardar su dinero para disfrutarlo «el día de mañana». Las condiciones precarias en que vivía lo obligaban, más bien, a sacar el partido más rápido posible del botín que conseguía en el último abordaje.
Las mismas costumbres que los historiadores nos narran de la piratería nos hacen ver claramente que la intención principal de aquellos hombres tuvo que ser el lucro fugaz e inmediato de las riquezas que caían en sus manos. El juego más común al que se dedicaban en sus largos ratos de esparcimiento era el juego de la baraja, con las correspondientes apuestas que lo convertían en algo emocionante y divertido. Naturalmente, la materia apostada no era otra cosa que el botín conseguido, de forma que muchas veces el pirata pisaba tierra firme en la misma situación de pobreza con que la había abandonado.
De no ser así, la bebida y otros placeres inmediatos acababan en poco tiempo con los bienes tan rápidamente logrados.
El pirata no solo se veía enfrentado cada día a la muerte por los peligros innegables que comportaba el asalto de un buque muchas veces mejor armado que el propio, sino también por la brutalidad de las diversiones practicadas en alta mar con los amigos y compañeros. Uno de los entretenimientos más en boga era «el juego de la pistola». Se encerraban varios hombres en un camarote y uno de ellos empezaba a disparar al azar, cruzando los dos brazos armados con sendas pistolas. Naturalmente, el resultado no siempre era afortunado para todos. En más de una ocasión, alguno de los participantes salía forzosamente lesionado o malherido.
Como es evidente, la vida del pirata hace pensar que nada impulsaba a ninguna clase de economía, bien fuera por la idea del ahorro o por una simple ambición desenfrenada. Al contrario, todo inducía a creer que lo mejor era gastar en seguida los bienes para disfrutarlos cuanto antes. Unos hombres sin hogar y sin familia, expuestos constantemente a perder la vida, no pensaban en otra cosa que en vivir el presente del modo más agradable posible.
A este respecto, un historiador de la piratería observa el detalle importante de que precisamente «después de una de sus capturas, los piratas se vanagloriaban de gastar a toda prisa el producto del botín conseguido».
Por otra parte, ni en las ceremonias religiosas aquellos hombres podían considerarse tranquilos. Es famosa la historia del capitán Daniel, que mató a tiros en plena misa a uno de sus hombres «porque le había parecido que su actitud no era suficientemente devota y respetuosa con el sacrificio eucarístico que allí se celebraba».
Bajo estos presupuestos, resulta muy difícil defender que un pirata pensara en enterrar sus tesoros en una isla con el fin de recuperarlos más tarde, cuando todas sus aventuras hubieran terminado felizmente y se encontrara en situación de disfrutarlos. A pesar de todo, no cabe ninguna duda de que hay atisbos de alguna posibilidad y de que, si se tienen en cuenta otros aspectos, la idea de «una isla del tesoro» no parece tan absurda.
Supongamos que un barco pirata, perseguido por otras naves más fuertes y numerosas, se viera obligado a refugiarse en alguna isla perdida en medio del mar. Ante el peligro inminente de ser desposeídos de sus riquezas, los piratas podían pensar que lo mejor era enterrarlas cuidadosamente para intentar recuperarlas más tarde en otro viaje al mismo sitio. No es improbable, por tanto, que un capitán Flint actuara de este modo. A pesar de que las costumbres y la manera de ser de la piratería no impulsaran naturalmente a esconder sus bienes, es más que posible que alguna vez se produjera esta circunstancia a causa de un motivo urgente y apremiante.
En este sentido, el lector moderno de La isla del tesoro todavía puede encontrar como perfectamente verosímil la idea fundamental de la novela. De ahí que aún pueda gozar de su trama con la misma carga de realismo y de veracidad con que se creó. Porque como dice muy bien G. K.Chesterton, otro gran escritor inglés entusiasmado por la aventura y por lo sorprendente, desde el principio «hubo un muchacho que disfruto con La isla del tesoro y su nombre es Robert Louis Stevenson. Él experimentó realmente la sensación de haber huido al mar libre y a tierras extrañas. Quizá la tuvo más vívidamente al escribir aquella historia de lo que la experimentó más tarde, cuando realizó aquel viaje no metafóricamente, sino materialmente, y descubrió su propia isla del tesoro en los mares del Sur».
LA ISLA DEL TESORO
AL COMPRADOR INDECISO
Si los cuentos y las tonadas marineras,tempestades y aventuras, calor y frío,si goletas, islas y el destierro en el océanoy bucaneros y oro enterrado,y todos los romances de antaño contados nuevamente,exactamente como antes se contaban,pueden complacer como otrora a mí me complacierona los jóvenes más sabios de hogaño:Así sea y ¡adelante! Si no,si la estudiosa juventud ya no anhela,si sus viejos apetitos ha olvidado,Kingston o Ballantyne el bravo,o Cooper el de los bosques y las olas:¡Así sea también! ¡Y ojalá yoy todos mis piratas compartamos la sepulturadonde yacen éstos y sus creaciones!
A
S. L. O.,
de acuerdo con cuyo gusto clásico
la siguiente narración ha sido creada,
es ahora, en pago de numerosas horas deliciosas,
y con los mejores deseos,
dedicada por su afectuoso amigo
EL AUTOR
PRIMERA PARTE
EL VIEJO BUCANERO
EL VIEJO LOBO DE MAR EN EL«ALMIRANTE BENBOW»
Habiéndome pedido el caballero Trelawney, el doctor Livesey y los demás caballeros que escribiera, desde el principio hasta el fin, toda la historia de la Isla del Tesoro, sin omitir nada salvo la posición de la misma, y eso solo porque todavía queda allí algún tesoro no descubierto, tomó la pluma en el año de gracia de 17… y retrocedo al tiempo en que mi padre regentaba la posada «Almirante Benbow» y en que el viejo y atezado marinero, con la cicatriz causada por un sablazo, por primera vez se alojó bajo nuestro techo.
Le recuerdo como si hubiese sido ayer mismo. Entró en la posada con paso cansino, seguido por una carretilla de mano en la que iba su cofre de marinero. Era un hombre alto, fuerte, macizo, tostado; su embreada coleta caía sobre las hombreras de su sucia casaca azul; las manos eran rugosas y llenas de cicatrices; las uñas, negras y quebradas y el sablazo que le cruzaba una mejilla de parte a parte era de un blanco lívido y sucio. Recuerdo cómo echó una mirada a su alrededor, silbando mientras lo hacía, y luego entonó la vieja canción marinera que tan a menudo cantaría después:
Quince hombres tras el cofre del muerto,
¡oh, oh, oh y una botella de ron!
Cantaba con voz aguda y vacilante que parecía haber sido afinada y quebrada en las barras del cabrestante. Luego llamó a la puerta con un trozo de bastón que llevaba en la mano y que parecía un espeque y, al aparecer mi padre, pidió ásperamente un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, se lo bebió lentamente, como un buen catador, saboreándolo bien, sin dejar de examinar los acantilados de la caleta y la muestra de nuestro establecimiento.
—Esta caleta me viene de perilla— dijo por fin—; y lo mismo digo de esta taberna. ¿Mucha parroquia, compañero?
Mi padre le dijo que no, que los parroquianos eran escasos y que ello era una lástima.
—Bien, pues— dijo el hombre—; éste será mi amarradero. ¡Eh, tú, compañero!— añadió, gritando y dirigiéndose al hombre que empujaba la carretilla—. Acércate aquí y ayuda a subir el cofre. Me quedaré aquí una temporadita— prosiguió diciendo—. Soy hombre sencillo: ron y tocino y huevos es lo que quiero, y esa cabeza mía para ver zarpar los buques. ¿Que cómo han de llamarme? Pues pueden llamarme capitán. ¡Ah, ya veo por dónde va usted!… Tome— agregó, arrojando tres o cuatro monedas de oro en el umbral—. Ya me avisarán cuando estas se terminen— dijo con aspecto fiero y autoritario.
Y en verdad que a pesar de la pobreza de sus vestimentas, y a su tosco modo de hablar, no se parecía en nada a un simple marinero, sino más bien tenía aspecto de ser oficial o patrón acostumbrado a ser obedecido o a soltar algún que otro golpe en caso contrario. El hombre que empujaba la carretilla nos dijo que la diligencia le había dejado ante la posada del «Royal George» el día antes por la mañana; que había preguntado qué posadas había por aquella parte de la costa y, habiendo recibido buenas referencias de la nuestra, la cual, supongo yo, le había sido descrita como solitaria, la había elegido entre todas para fijar en ella su residencia. Y eso fue todo lo que pudimos averiguar de nuestro huésped.
Era hombre de pocas palabras. Se pasaba el día entero merodeando por la caleta o subiendo a los acantilados con un catalejo de latón; por la noche se sentaba cerca del fuego en la sala de estar, y bebía una fuerte mezcla de ron y agua. Casi nunca contestaba cuando le hablaban, limitándose a alzar la vista bruscamente y a resoplar por la nariz haciendo un ruido que recordaba al de una sirena; y nosotros, así como las demás personas que frecuentaban nuestra casa, no tardamos en aprender que lo mejor era dejarle en paz. Cada día, al regresar de su paseo, preguntaba si por el camino había pasado algún marinero. Al principio creímos que lo que le impulsaba a preguntarlo era el deseo de gozar de la compañía de gentes de su propia condición; pero a la larga nos dimos cuenta de que lo que quería era evitar a tales personas. Cuando algún marinero se hospedaba en el «Almirante Benbow» (cosa que de vez en cuando hacían algunos que iban de paso para Bristol, siguiendo el camino de la costa), él le espiaba desde detrás de las cortinas de la puerta antes de entrar en la estancia; e, invariablemente, permanecía mudo como un muerto cuando alguno de tales marineros se hallaba presente. Para mí, al menos, en su conducta no había ningún secreto, pues, en cierto modo, yo compartía su inquietud. Un día me había llamado aparte para prometerme una moneda de plata el primer día de cada mes si mantenía los ojos bien abiertos, por si se presentaba algún marinero con una pata de palo, en cuyo caso debía avisarle a él sin perder un segundo. A menudo, al llegar el primer día del mes y acudir yo en busca de mi sueldo, por toda respuesta recibía uno de sus resoplidos, acompañado por una mirada despreciativa; mas, antes de que hubiese transcurrido una semana, a buen seguro se lo pensaba mejor y me traía mi moneda de cuatro peniques, repitiéndome sus órdenes de vigilar si venía «el marinero de la pata de palo».
No hace falta que os diga de qué modo ese personaje me perseguía en mis sueños. En las noches de tormenta, cuando el viento sacudía la casa por sus cuatro lados, y el mar rugía en la caleta, estrellándose contra los acantilados, le veía de mil formas distintas y con un millar de expresiones diabólicas. Ora la pierna estaba cortada a la altura de la rodilla; ora por la cadera; a veces era una criatura monstruosa que nunca había tenido más de una pierna, y esta en la mitad del cuerpo. Verle saltar y correr, persiguiéndome a campo traviesa, saltando setos y zanjas, era la peor de las pesadillas. Y, bien mirado, con todas estas fantasías abominables, me ganaba mi moneda mensual de cuatro peniques.
Pero, si bien me causaba gran pavor la idea del navegante de la pata de palo, lo cierto es que, en lo que al propio capitán se refería, a mí me infundía mucho menos miedo que al resto de las personas que le conocían. Había noches en que tomaba mucho más ron con agua del que su cabeza era capaz de soportar; y entonces, algunas veces, se sentaba en un rincón y entonaba sus viejas canciones marineras, picarescas y salvajes, sin hacer caso de nadie; pero otras veces pedía una ronda para todos y obligaba a los temblorosos presentes a escuchar sus historias o a corear sus canciones. A menudo he oído estremecerse toda la casa con el «¡oh, oh, oh, y asna botella de ron!» al unir todos los parroquianos sus voces para salvar el pellejo, temerosos por su vida y para no hacerse notar, tratando cada uno de cantar más fuerte que el vecino. Pues hay que decir que, cuando le daba uno de esos arrebatos, el capitán era uno de los peores déspotas que jamás se han visto; descargaba fuertes golpes sobre la mesa, con la palma de la mano, para imponer silencio; montaba en cólera cuando le hacían alguna pregunta, o a veces porque no le hacían ninguna, lo cual, a su entender, era señal de que los demás no prestaban atención a lo que les decía. Ni tampoco permitía que nadie abandonase la posada hasta que él, a fuerza de beber, se sentía soñoliento y se dirigía tambaleándose a la cama.
Sus historias eran lo que más aterraba a la gente. Historias de las más horribles eran las suyas; acerca de ahorcamientos; del castigo consistente en hacer que el condenado camine sobre un tablón atravesado sobre la borda, hasta caer al mar; de tempestades en alta mar y en el estrecho de la Tortuga; de hechos descabellados y lugares salvajes en las costas de Venezuela y Colombia. A juzgar por lo que decía, debía de haberse pasado la vida entre los hombres más malvados a quienes haya permitido Dios surcar los mares; y el lenguaje que empleaba para contar sus historias escandalizaba a nuestras sencillas gentes campesinas casi tanto como los crímenes que narraba. Mi padre iba siempre diciendo que aquello acabaría por causar la ruina de la posada, pues la gente no tardaría en dejar de acudir a ella para verse tiranizados y vejados y luego, estremeciéndose de terror, regresar a dormir a sus casas; pero yo creo que, en realidad, su presencia nos favorecía. De momento la gente se asustaba, pero después, ya en sus casas, se alegraban de haber estado presentes, ya que todo aquello era una excelente fuente de emociones en sus plácidas vidas de campesinos, y había incluso un grupo de jóvenes que decían admirarle, llamándole «verdadero lobo de mar», y cosas parecidas, y diciendo que eran los hombres como él los que habían hecho que Inglaterra fuese temida en los mares.
En cierto modo, eso es cierto, estuvo a punto de arruinarnos, pues permaneció hospedado en nuestra casa una semana tras otra, y después un mes y otro mes y otro más, de tal manera que hacía ya mucho tiempo que el dinero del hospedaje se había agotado y mi padre todavía no había sido capaz de hacer de tripas corazón e insistir en que nos pagase más. Si alguna vez mencionaba el asunto, el capitán resoplaba tan fuerte que, más que un resoplido, aquello era un verdadero rugido, y luego se quedaba mirando fijamente a mi pobre padre hasta que éste, cohibido, abandonaba la habitación. Le he visto retorcerse las manos después de algunas de tales negativas airadas, y estoy seguro de que la preocupación y el terror en que vivía debieron de acelerar en gran medida su prematura y desgraciada muerte.
Durante todo el tiempo que vivió con nosotros el capitán no hizo cambio alguno en su atavío, salvo algunas medias que compró a un buhonero. Un día se le cayó una de las alas del sombrero, y a partir de entonces la llevó colgando pese a que le molestaba mucho cuando soplaba viento. Me acuerdo del aspecto de su casaca, que él mismo remendaba en su habitación del piso de arriba y que terminó por ser una colección de remiendos y nada más. Jamás escribía cartas ni las recibía; ni hablaba con nadie salvo con los vecinos, y aun con éstos solo cuando estaba ebrio de ron. En cuanto al enorme cofre de marinero, ninguno de nosotros lo había visto abierto jamás.
Sólo una vez alguien se atrevió a llevarle la contraria, y eso fue hacia el final, cuando ya mi pobre padre estaba muy decaído a causa de la enfermedad que se nos lo llevó. Un día el doctor Livesey vino a media tarde para ver al paciente, cenó lo que le preparó mi madre y luego se instaló en la sala de estar para fumarse una pipa, en espera de que le trajesen el caballo desde la aldea, pues en la vieja posada no teníamos establos. Yo fui tras él y recuerdo el contraste que había entre el pulcro doctor, hombre alegre, de peluca blanca como la nieve, ojos negros y brillantes, modales agradables, y la tosca gente campesina y, sobre todo, aquel sucio y pesado espantajo de pirata que teníamos en casa y que en aquellos momentos, ya medio bebido, se hallaba sentado con los brazos sobre la mesa. De repente él, es decir, el capitán empezó a cantar su eterna canción:
Quince hombres tras el cofre del muerto,
¡oh, oh, oh, y una botella de ron!
La bebida y el diablo se llevaron al resto,
¡oh, oh, oh, y una botella de ron!
Al principio yo creía que el «cofre del muerto» no era ni más ni menos que el enorme cofre que el capitán tenía arriba en su habitación, y en mis pesadillas esa creencia se mezclaba con la idea del marinero de la pata de palo. Pero hacía ya tiempo que habíamos dejado de prestar atención a la canción, la cual, aquella noche, no era ninguna novedad para nadie salvo para el doctor Livesey, en quien, según pude observar, no producía ningún efecto agradable, ya que alzó brevemente la mirada, con expresión de enojo, antes de seguir conversando con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de una nueva cura para el reumatismo. Mientras tanto, el capitán se fue animando con su propia música, hasta que, finalmente, dio una fuerte palmada sobre la mesa que todos sabíamos que significaba:
—¡Silencio!
Las voces enmudecieron inmediatamente; es decir, todas menos la del doctor Livesey, que siguió igual que antes, hablando con voz clara y amable, y dando rápidas chupadas a su pipa entre palabra y palabra. Durante unos instantes, el capitán lo fulminó con la mirada, descargó otra palmada sobre la mesa y endureció su expresión aún más, hasta que por fin prorrumpió con un juramento y exclamó:
—¡Silencio, allí, entrepuentes!
—¿Se dirige usted a mí, señor?— preguntó el doctor; y cuando el rudo capitán, tras un nuevo juramento, le respondió que así era, agregó—: Solo tengo que decirle una cosa: que si sigue usted bebiendo ron ¡el mundo se verá pronto libre de un cochino bribón!
La furia del viejo fue terrible. Se puso en pie de un salto, abrió una navaja de muelles de las que usan los marineros y, blandiéndola en la palma de la mano, amenazó con clavar al doctor en la pared.
El doctor ni siquiera se movió. Le habló igual que antes, por encima del hombro y en el mismo tono de voz, algo fuerte, para que pudieran oírle todos cuantos estaban en la habitación, pero con una calma y una firmeza perfectas:
—Si no se guarda esa navaja en el bolsillo ahora mismo, le prometo por mi honor que le ahorcarán la próxima vez que se reúna el tribunal del condado.
Acto seguido se entabló una batalla de miradas entre los dos hombres: mas el capitán no tardó en ceder, guardó su arma y volvió a sentarse gruñendo como un perro apaleado.
—Y ahora, señor— prosiguió el doctor—, como ahora sé que en mi distrito hay un tipo de tal catadura, puede contar con que lo tendré vigilado día y noche. No soy solamente médico, sino que también soy magistrado; y como llegue a mis oídos la menor queja contra usted, aunque sea solamente por un rasgo de grosería como el de esta noche, tomaré medidas para que lo busquen y lo expulsen de estos pagos. Con eso está dicho todo.
Poco después llegó el caballo del doctor, y éste se marchó; pero aquella velada el capitán, al igual que en muchas veladas sucesivas, no volvió a dar guerra.
PERRO NEGRO APARECE Y DESAPARECE
No había transcurrido mucho tiempo desde aquello cuando se produjo el primero de los misteriosos acontecimientos que por fin nos libraron del capitán, aunque no, como veréis, de sus asuntos. Era un invierno crudo y frío, con largas y fuertes heladas y tremendas galernas; y de buen principio se vio claramente que era poco probable que mi pobre padre viese la primavera. Cada día se hundía más, y mi madre y yo teníamos que pechar con todo el trabajo de la posada, por lo que estábamos más que ocupados y a duras penas prestábamos atención a nuestro desagradable huésped.
Fue una mañana de enero, muy temprano; una mañana helada, de frío cortante, en que la caleta aparecía grisácea a causa de la escarcha y las olas lamían suavemente las piedras del muelle, mientras el sol, que apenas acababa de salir, rozaba levemente las cimas de las colinas y lanzaba sus rayos hacia el mar. El capitán se había levantado más temprano que de costumbre, saliendo luego hacia la playa, con su sable de abordaje balanceándose bajo los amplios faldones de su vieja casaca azul, el catalejo de latón bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás. Recuerdo que su aliento quedaba suspendido en el aire, como si fuera humo, detrás de él, y lo último que de él oí, al dar la vuelta a una gran peña, fue un fuerte bufido de indignación, como si su mente siguiera ocupándose del doctor Livesey.
Bien; mi madre estaba arriba con papá, y yo estaba poniendo la mesa del desayuno para cuando regresara el capitán, cuando se abrió la puerta de la sala de estar y entró un hombre al que jamás le había puesto la vista encima. Era un tipo pálido y grasiento al que le faltaban dos dedos de la mano izquierda; y, aunque llevaba un sable de abordaje, no tenía aspecto de ser hombre de lucha. Yo estaba siempre ojo avizor cuando se trataba de navegantes, tuviesen una o dos piernas, y recuerdo que aquel me dejó perplejo. No tenía facha de marinero, y con todo había en su persona algo que hacía pensar en el mar.
Le pregunté qué deseaba tomar, y me dijo que ron; pero, cuando salía de la estancia en busca de la bebida, el hombre se sentó sobre una mesa y me hizo señas de que me acercase. Me detuve donde me hallaba, con la servilleta en la mano.
—Ven aquí, hijito— dijo—. Acércate más.
Di un paso hacia él.
—¿Es esa mesa de ahí para mi compañero Bill?— preguntó con una especie de expresión maligna.
Le dije que no conocía a su compañero Bill, y que aquella mesa era para una persona que se alojaba en nuestra casa y a la que llamábamos el capitán.
—Pues bien— dijo él—, así es como llamarían a mi compañero Bill. Tiene un corte en una mejilla, y es de lo más agradable, especialmente cuando ha bebido. Sí, señor, así es mi compañero Bill. Digamos, por decir algo, que vuestro capitán tiene un corte en una mejilla… y digamos, también por decir algo, que la mejilla en cuestión es la derecha. ¡Ah, bueno! Ya te lo dije. Vamos a ver, ¿está mi compañero Bill en esta casa?
Le dije que había salido a dar un paseo.
—¿En qué dirección, hijito? ¿En qué dirección se ha marchado?
Y cuando le hube señalado la peña, diciéndole que el capitán regresaría, y que no tardaría, y contestándole a unas cuantas preguntas más, él dijo:
—¡Ah, eso le va a gustar tanto como la bebida a mi compañero Bill!
La expresión de su rostro mientras pronunciaba aquellas palabras no tenía nada de agradable, y yo abrigaba mis propias razones para pensar que el desconocido andaba equivocado, aun suponiendo que hablase en serio. Pero no era asunto mío, decidí al fin, y, además, era difícil saber lo que debía hacer. El desconocido no se movía de delante de la puerta de la posada, atisbando por la esquina, igual que un gato que acecha a un ratón. Yo mismo salí una vez a la calle, pero él me ordenó inmediatamente que regresara adentro y, como no le obedecí con suficiente prontitud para su gusto, en su rostro grasiento se produjo un cambio de lo más horrible, al tiempo que me ordenaba que volviese a entrar, profiriendo un juramento que me hizo pegar un bote. En cuanto hube entrado otra vez en la casa, recobró su talante de antes, medio adulador y medio despreciativo y, dándome unas palmaditas en la espalda, me dijo que yo era un buen chico y que le había caído bien.
—Tengo un hijo que se parece a ti como una gota de agua a otra— dijo—; y es el orgullo de mi vida. Pero la mejor cualidad de los chicos es la disciplina, hijito, la disciplina. Ahora bien, si hubieras navegado con Bill, no hubiese tenido que decirte dos veces que entrases. Puedes estar seguro, hijito. A Bill no se le puede ir con ésas, y los que han navegado con él lo saben muy bien. ¡Ea, ahí viene, con su catalejo bajo el brazo! ¡Bendito sea! Tú y yo nos vamos a ir a la sala de estar, hijito, a escondernos detrás de la puerta para darle a Bill una pequeña sorpresa… ¡Bendito sea otra vez!
Y así diciendo, el desconocido entró conmigo en la sala y me situó detrás de él en un rincón, de tal guisa que ambos quedábamos ocultos tras la puerta abierta. Yo me sentía muy inquieto y alarmado, como os podréis figurar, y mis temores se acrecentaron al observar que el propio desconocido daba muestras evidentes de hallarse asustado. Desembarazó la empuñadura de su sable de abordaje, de modo que la hoja del mismo se moviera con soltura dentro de la vaina, y durante todo el rato que permanecimos aguardando estuvo tragando saliva como si tuviera lo que suele llamarse un nudo en la garganta.
Por fin entró el capitán, cerró bruscamente la puerta tras de sí y, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, atravesó la estancia en línea recta hacia el sitio donde le esperaba el desayuno.
—Bill— dijo el extraño con una voz que me pareció que trataba de aparentar valor y firmeza.
El capitán giró sobre sus talones y se nos quedó mirando; su rostro estaba completamente blanco, e incluso tenía la nariz azulada; tenía todo el aspecto del hombre que ve un fantasma, al diablo o algo peor, suponiendo que pueda haberlo; y os juro que me dio pena ver cómo en unos instantes cobraba aquella apariencia de hombre viejo y enfermo.
—Ven, Bill, que ya sabes quién soy. Seguro que reconocerás a un viejo compañero de a bordo, Bill— dijo el desconocido.
El capitán lanzó una especie de grito sofocado.
—¡Perro Negro!— exclamó.
—¿Quién si no?— contestó el otro, ya más tranquilo—. Perro Negro en persona, que ha venido a visitar a su viejo compañero Billy en la posada «Almirante Benbow». ¡Ah, Bill, Bill, cuánto tiempo hemos visto pasar los dos desde que perdí las dos pezuñas!— añadió, alzando su mano mutilada.
—Bien, oye— dijo el capitán—; me has seguido los pasos y has dado conmigo. Heme aquí, pues. Vamos, habla. ¿De qué se trata?
—Ése eres tú, Bill— contestó Perro Negro—. Así se habla, Billy. Me tomaré un vaso de ron, que me servirá ese simpático niño, al que tanto afecto le he tomado, y nos sentaremos, si te parece bien, a hablar de hombre a hombre, como corresponde a viejos compañeros de a bordo.
Cuando regresé con el ron ya se habían sentado, con la mesa del capitán de por medio. Perro Negro cerca de la puerta, un poco ladeado, como queriendo observar a su antiguo compañero con un ojo y, según me pareció, la salida de escape con el otro.
Me indicó que me marchase y dejase la puerta abierta de par en par.
—Nada de espiar por el ojo de la cerradura, hijito— me dijo.
Los dejé juntos y me retiré hacia el bar.
Aunque ciertamente hice cuanto pude por escuchar, transcurrió un largo rato sin que pudiera oír nada salvo un parloteo en tono muy bajo; pero al fin las voces subieron de tono y pude captar una o dos palabras, blasfemias más que nada, del capitán.
—¡No, no, no y no! ¡Y basta ya!— exclamó una vez, agregando luego—: Si se trata de ahorcar, hay que ahorcarlos a todos. ¡Eso es lo que digo yo!
Hubo entonces una tremenda explosión de blasfemias y otros ruidos: la silla y la mesa que se volcaban, un entrechocar de aceros, luego un grito de dolor y al instante vi a Perro Negro en plena huida, seguido por el capitán, ambos con los sables desenvainados y la sangre chorreando del hombro del primero. Justo en el momento de llegar a la puerta, el capitán lanzó un último y tremendo mandoble al fugitivo, al que sin duda alguna hubiese partido en dos de no haberse interpuesto la muestra del «Almirante Benbow». Todavía puede verse, hoy en día, la señal del sablazo en el borde inferior del marco.
Aquél fue el último mandoble de la batalla. Una vez consiguió alcanzar la calle, Perro Negro, a pesar de su herida, demostró poseer un magnífico par de piernas, pues en medio minuto desapareció detrás de la colina. Por su parte, el capitán se quedó mirando fijamente la muestra de la posada como si estuviera aturdido. Luego se pasó varias veces la mano por los ojos y finalmente dio media vuelta para entrar de nuevo en la casa.
—Dame ron, Jim— dijo, tambaleándose un poco al hablar, por lo que tuvo que apoyarse en la pared con una mano.
—¿Está usted herido?— le pregunté.
—Ron— repitió—. Debo irme de aquí. ¡Ron, ron!
Me fui corriendo a buscarlo; pero me sentía algo trastornado por lo sucedido y rompí un vaso y estropeé el grifo del barril, y mientras seguía en ello, oí el golpe fuerte de algo que caía al suelo en la sala de estar; regresé allí corriendo y vi al capitán tendido cuan largo era en el suelo. En aquel mismo instante mi madre, alarmada por los gritos y el ruido de la lucha, bajó corriendo a ayudarme. Entre los dos le levantamos la cabeza. Respiraba ruidosamente, con dificultad, pero tenía los ojos cerrados y el color de su rostro era horrible.
—¡Pobre de mí!— exclamó mi madre—. ¡Qué desgracia para esta casa! ¡Y con tu pobre padre enfermo!
Entretanto, no teníamos ninguna idea de lo que debíamos hacer para ayudar al capitán, y estábamos convencidos de que había resultado herido de muerte en la lucha con el desconocido. Cogí el ron, por supuesto, y traté de hacérselo beber; pero sus dientes estaban firmemente apretados y tenía unas mandíbulas fuertes como el hierro. Fue un gran alivio para nosotros cuando se abrió la puerta y el doctor Livesey penetró en la estancia, pues venía a visitar a mi padre.
—¡Oh, doctor!— exclamamos los dos—. ¿Qué debemos hacer? ¿Dónde le han herido?
—¿Herido? ¡Qué tontería!— respondió el doctor—. Está tan herido como ustedes o como yo. Lo que le pasa a ese hombre es que le ha dado un ataque, como ya se lo advertí. Vamos a ver, mistress Hawkins, suba en seguida a ver a su esposo y, si es posible, no le diga nada de lo ocurrido aquí. En cuanto a mí, debo hacer cuanto esté en mi mano por salvar la vida de ese hombre, aunque no valga nada. Tráeme una palangana, Jim.
Cuando regresé con la palangana, el doctor ya había rasgado la manga de la casaca del capitán, dejando al descubierto su enorme y nervudo brazo, que mostraba varios tatuajes. «¡Que haya suerte!», «Buen viento», y «¡Viva Billy Bones!» eran las inscripciones, pulcra y claramente tatuadas en el antebrazo; y más arriba, cerca del hombro, había el dibujo de un hombre ahorcado en el patíbulo; dibujo que a mí me pareció muy bien hecho.
—Profético— dijo el doctor, tocando con el dedo ese dibujo—. Y ahora, capitán Billy Bones, si así es como se llama usted, le echaremos un vistazo al color de su sangre. ¿Te da miedo la sangre, Jim?
—No, señor— contesté.
—Pues entonces— dijo él—, sujeta la palangana.
Y tomando la lanceta, le abrió una vena. Fue mucha la sangre que manó de la herida antes de que el capitán abriera los ojos y mirase vagamente a su alrededor. Primero reconoció al doctor, ya que frunció el ceño de un modo inconfundible; luego su mirada fue a caer sobre mí y en su rostro se pintó una expresión de alivio. Pero, de pronto, su color cambió y trató de levantarse mientras exclamaba:
—¿Dónde está Perro Negro?
—Aquí no hay ningún perro negro— dijo el doctor—, salvo ése que tiene tatuado usted en la espalda. Ha estado usted dándole al ron, y ha tenido un ataque, justamente como le dije. Y justo ahora, muy a pesar mío, acabo de sacarle de la tumba. Veamos, míster Bones…
—No me llamo así— le interrumpió el capitán.
—Me da igual— replicó el doctor—. Ése es el nombre de un bucanero que conozco, y, para abreviar, así le llamaré a usted. Mire, lo que he de decirle es esto: un vaso de ron no le matará, pero si se toma uno, luego se tomará otro, y otro, y apuesto mi peluca a que, si no se modera usted, morirá sin remedio. ¿Me entiende? Morirá e irá a parar al sitio que le corresponde, como dice la Biblia. Vamos, haga un esfuerzo. Por esta vez, le ayudaré a acostarse.
Entre los dos, con grandes dificultades, nos las arreglamos para llevarlo arriba y acostarlo en su lecho, donde recostó la cabeza en la almohada, como si hubiese perdido el conocimiento.
—Y ahora, óigame bien: para usted el ron es la muerte. Con esta advertencia, mi conciencia queda tranquila.
Y, tras decir esto, el doctor se fue a ver a mi padre, llevándome con él, cogido del brazo.
—Esto no es nada— dijo, en cuanto hubo cerrado la puerta—. Le he sacado suficiente sangre como para que se quede tranquilo bastante tiempo; seguramente permanecerá toda una semana donde lo hemos dejado, y eso es lo mejor para él y para vosotros. De todos modos, otro ataque y sanseacabó.
LA SEÑAL NEGRA
Sobre el mediodía entré en la habitación del capitán con algunas bebidas refrescantes y medicinas. Seguía acostado tal como le habíamos dejado, solo que se había incorporado un poco y parecía a la vez débil y excitado.
—Jim— me dijo—, eres la única persona de aquí que vale algo, y ya sabes que siempre he sido bueno contigo. Todos los meses, sin fallar uno, te he dado cuatro peniques de plata para ti. Y ahora, como puedes ver, compañero, estoy enfermo y me han abandonado todos. Y, escúchame, Jim, me traerás una copita de ron, ¿verdad, compañero?
—El doctor…— empecé a decir.
Pero él, con voz débil, se puso a maldecir al doctor de todo corazón.
—Son todos unos matasanos— dijo—. Y ése que ha estado aquí, ¿qué sabe él de los que hemos navegado? Yo he estado en sitios tan calurosos como el infierno; he visto caer a la gente como moscas a causa de la fiebre amarilla; y he visto a la bendita tierra agitarse como el mar debido a los terremotos… ¿Qué sabe el doctor de sitios semejantes…? Y viví gracias al ron, te lo digo yo. Para mí ha sido la carne y la bebida, y como una esposa, eso ha sido para mí; y si ahora no se me permite tomarme mi ron, me quedaré convertido en un cascarón inservible varado en la costa de sotavento, y mi sangre caerá sobre tu conciencia, Jim, y sobre la de ese charlatán del doctor— y durante unos instantes estuvo profiriendo una retahíla de improperios—. Mira cómo me tiemblan los dedos, Jim— prosiguió con tono implorante—. No puedo tenerlos quietos. No he probado ni gota en todo el santo día. Ese doctor es un imbécil, te lo digo yo. Si no me tomo un poquitín de ron, Jim, empezaré a tener alucinaciones; de hecho, ya las tengo. Allí, en aquel rincón, justo detrás de ti, he visto al viejo Flint, con tanta claridad como te veo a ti; y si me vuelvo loco, como soy hombre que ha llevado una vida turbulenta, armaré las de Caín. ¡Pero si ese mismo doctor tuyo dijo que un vaso no me haría ningún daño! Te daré una guinea de oro por una copita, Jim.
Cada vez estaba más excitado, lo cual me alarmó, pues mi padre estaba muy decaído aquel día y necesitaba tranquilidad; además, me sentía apoyado por las palabras del doctor, que el capitán acababa de citar, y más bien ofendido ante aquel intento de sobornarme.
—No quiero ningún dinero de usted— le dije—, salvo el que le debe a mi padre. Le traeré un vaso, pero nada más.
Cuando se lo llevé, lo cogió con ansia y se lo bebió de un trago.
—¡Ah, ah, eso está mejor, seguro!— dijo—. Y ahora, compañero, ¿dijo ese doctor cuánto tiempo tendría que pasarme en este viejo camarote?
—Una semana, cuando menos— dije.
—¡Rayos y truenos!— exclamó—. ¡Una semana! ¡No puede ser! Para entonces ya me habrán mandado la carta negra. Pero ¡si en este mismo momento los muy canallas ya se habrán olido mi posición! Sí, esos canallas incapaces de conservar lo suyo y deseosos de hacerse con lo ajeno. ¿Es ésa forma de comportarse unos marineros, digo yo? Pero yo soy un alma ahorrativa. Jamás malgasté mi dinero, ni lo perdí; y volveré a engañarles. No les tengo miedo. Soltaré trapo, compañero, y volveré a dejarles con un palmo de narices.
Mientras así hablaba, se había levantado del lecho con gran dificultad, apoyándose en mi hombro con tal fuerza que casi lancé un grito de dolor, y moviendo las piernas como si fueran pesos muertos. Sus palabras, por la viveza de lo que querían decir, contrastaban tristemente con la debilidad de la voz con que eran pronunciadas. Se calló un instante en cuanto se hubo sentado al borde de la cama.
—Ese doctor ha acabado conmigo— murmuró—. Me silban los oídos. Ayúdame a echarme otra vez.
Antes de que pudiera ayudarle, cayó de espaldas y quedó igual que antes, permaneciendo callado unos instantes.
—Jim— dijo al cabo de un rato—, ¿has visto hoy al navegante?
—¿A Perro Negro?— pregunté.