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El joven Jim Hawkins descubre un mapa que indica la ubicación de un tesoro pirata escondido en una isla remota. Acompañado por el capitán pirata John Silver y su tripulación, Jim se embarca en un viaje lleno de peligros y traiciones en busca del tesoro. Con personajes memorables y una narrativa atractiva, la obra de Stevenson sigue siendo un referente en el género de aventuras y una experiencia para aquellos que se atrevan a embarcarse en este viaje a lo desconocido.
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Seitenzahl: 292
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La isla del tesoro
Robert L. Stevenson
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2023 de la edición española traducida por Gloria Sarro
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid.
www.rialp.com
© Ilustraciones de Guillermo Altarriba
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6557-3
ISBN (edición digital): 978-84-321-6558-0
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6559-7
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
1. El viejo lobo de mar en la posada
Benbow
2. Black Dog llega y se va
3. La señal negra
4. El cofre del marino
5. El fin del ciego
6. Los papeles del capitán
7. Voy a Bristol
8. En la posada del Catalejo
9. Pólvora y arma
10. El viaje
11. Lo que oí metido dentro de un barril de manzanas
12. Plan de combate
13. Cómo fui a la isla
14. El primer golpe
15. El hombre de la isla
16. La historia, continuada por el doctor: cómo fue abandonado el buque
17. La historia, continuada por el doctor: el último viaje del bote
18. La historia, continuada por el doctor: fin del primer día de lucha
19. La historia, reanudada por Jim Hawkins en la empalizada
20. El mensaje de Silver
21. El ataque
22. El bote de Ben Gunn
23. Viento y corrientes
24. Lo que le sucedió al bote
25. Arrio la bandera
26. Israel Hands
27. Piezas de a ocho
28. En el campamento enemigo
29. La señal negra de nuevo
30. Un prisionero
31. La caza del tesoro: el indicador de Flint
32. La caza del tesoro: la voz entre los árboles
33. La caída de un cabecilla
34. Y último
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
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Notas
Soy Jim. El magistrado Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros amigos míos me pidieron que escribiera la historia entera de la Isla del Tesoro, desde el principio hasta el final, sin omitir ningún detalle. Por eso comienzo mi relato en el año 17... y me remonto a la época en que mi padre poseía la posada de Benbow y el viejo marino moreno, con el rostro cruzado por una cicatriz, se hospedó por primera vez bajo nuestro techo.
Le recuerdo como si hubiese llegado ayer a la puerta de la posada, con su cofre de marino, que se había hecho llevar tras sí en una carretilla: era un hombre alto, fuerte, pesado, moreno, con una mata de pelo que se desparramaba por las hombreras de la mugrienta casaca azul; las manos fuertes y agrietadas, con uñas negras y rotas, y la cicatriz en una mejilla, una señal sucia, de color blanquiazul. Le recuerdo cuando recorría la bahía con la mirada mientras silbaba para sí mismo; luego estallaba en esta vieja canción marinera que más tarde cantó tan a menudo:
¡Quince hombres sobre el cofre del muerto!
¡Yo, ho, ho, y una botella de ron!
La cantaba con una aguda y temblorosa voz de viejo. Entonces golpeó sobre la puerta con un trozo de bastón, y cuando salió mi padre, le pidió con grosería un vaso de ron. Lo bebió despacio, paladeándolo, sin dejar de mirar a la escollera y la puerta de la posada.
—Es una bahía deliciosa —dijo al fin— y una posada con una situación muy agradable. ¿Tiene mucha clientela?
Mi padre le dijo que no; que era una pena, pero había muy poca clientela.
—Bien; en este caso —dijo—, este es el lugar ideal para mí. ¡Eh, muchacho! —gritó al hombre que empujaba la carretilla—. Ven aquí y descárgame el cofre; me quedaré por algún tiempo. ¿Que cómo podéis llamarme? Podéis llamarme capitán. Ah, ya veo lo que esperáis. ¡Tened! —y echó solo tres o cuatro monedas de oro—. Ya me avisaréis cuando se acaben —dijo mirando con fiereza.
Era por lo general un hombre silencioso. Pasaba el día recorriendo la bahía o los acantilados y llevaba un catalejo de latón. Por las tardes se sentaba en un rincón de la sala, cerca del fuego, y bebía en abundancia ron mezclado con agua. Pocas veces contestaba a quien le hablase; tan solo dirigía rápidas y fieras miradas y resoplaba por su nariz con un ruido parecido al de un cuerno.
Tanto nosotros como los que venían a nuestra casa aprendimos a no hacerle caso. Todos los días, cuando regresaba de su paseo, preguntaba si algún marinero se había acercado a la posada. Al principio supusimos que era la falta de compañía de los de su misma clase lo que le hacía formular esta pregunta; pero al final nos percatamos de que no deseaba toparse con ellos. Cuando un marinero se paraba en la Benbow le observaba a través de la cortina de la puerta antes de entrar en la sala; y era seguro que permanecía tan silencioso como un muerto cuando algún marino se hallaba presente. Para mí, al menos, ello no constituía ningún secreto, pues yo era, en cierta manera, partícipe de sus alarmas. Una mañana me llevó aparte y me prometió darme una pieza de plata de cuatro peniques, el primer día de cada mes, si yo mantenía los ojos abiertos en espera de un marino cojo y le comunicaba su llegada tan pronto como apareciese.
En qué forma apareció en mis sueños este personaje —el marino con una sola pierna—, casi no necesito decirlo. Por lo que respecta al capitán, yo le temía mucho menos que cualquier otra persona. Allí se sentaba por las noches a beber ron y cantaba sus viejas, malas, groseras canciones del mar, haciendo caso omiso de los demás. Algunas veces me ordenaba servir vasos de ron a todos los presentes, y forzaba a toda la concurrencia a escuchar sus historias o a unirse a sus canciones. A menudo he oído retumbar la casa con su «¡Yo, ho, ho, y una botella de ron!». A su canción se unían todos los vecinos, llenos de un terror mortal, cada uno cantaba tan fuerte como podía para que se notara menos su miedo.
Sus historias eran de las que amedrentaban a la gente de peor especie. Eran historias horrorosas, de ahorcados, muertos, tormentas en el mar y hazañas salvajes. Mi padre decía que la posada se arruinaría, pues la gente pronto dejaría de ir a ella. No obstante, yo creía de modo sincero que su presencia era un bien para nosotros. La gente se asustaba al principio; pero al cabo de poco tiempo casi gustaba de su presencia, pues era un agradable acicate en la tranquila vida del pueblo.
Cierto es que, al fin y al cabo, parecía que acabaría por arruinarnos; pues pasó semana tras semana, y luego mes tras mes, sin que se fuera, de suerte que todo el dinero ya se había agotado, y mi padre no tenía nunca el valor de pedirle más.
Mientras el capitán vivió con nosotros, no hizo ningún cambio en su vestido. Jamás escribía ni recibía ninguna carta; nunca hablaba con nadie, solo cuando había bebido más ron del que le convenía. Ninguno de nosotros había visto nunca abierto el gran cofre de marino.
Solo fue desobedecido una vez, y ello estuvo a punto de ser el fin de todo. Sucedió cuando estaba muy avanzada la enfermedad que llevó a mi padre al sepulcro. El doctor Livesey fue una tarde a hora muy avanzada para visitar a mi padre; comió algo que le preparó mi madre y fue a la sala a fumar su pipa, mientras esperaba que le llevaran su caballo desde el pueblo. Le seguí adentro, y recuerdo haber observado la gran diferencia de aspecto entre el doctor, con su cabello empolvado tan blanco como la nieve, sus brillantes ojos negros y sus modales agradables, y la ruda gente del campo; y sobre todo, con aquel sucio y pesado pirata de párpados encarnados, sentado, atiborrado de ron, con los brazos extendidos sobre la mesa.
De pronto el capitán la emprendió con su canción habitual:
Quince hombres sobre el cofre del muerto.
¡Yo, ho, ho, y una botella de ron!
La bebida y el diablo han hecho el resto.
¡Yo, ho, ho, y una botella de ron!
Al principio supuse que el cofre del muerto era una gran caja que guardaba arriba, en la habitación delantera. Por aquel entonces hacía ya tiempo que habíamos dejado de dedicar atención a la canción. Aquella escena no era nueva para nadie, excepto para el doctor Livesey, a quien no parecía agradarle, pues observé que le miró durante un momento, enfadado, antes de continuar su charla con el viejo Tailor, el jardinero. El capitán le miró un rato; entonces golpeó la mesa para imponer silencio, le miró todavía con ira y al fin estalló con una repugnante palabra:
—¡Silencio, ahí, tú...!
—¿Se dirige usted a mí, señor? —dijo el doctor; y cuando el individuo le hubo dicho, con otra asquerosa palabra, que así era, replicó—: Solo una cosa tengo que decirle, señor. Esto: ¡Si sigue bebiendo ron, el mundo pronto se verá libre de un puerco y vil personaje!
La rabia del viejo individuo fue terrible. Se puso en pie de un salto, sacó un gran cuchillo, lo empuñó y miró al doctor como si fuera a clavarle en una pared.
El doctor ni siquiera se movió. Le habló, como antes, por encima del hombro y con el mismo tono de voz, más bien alto, para que pudiera oírse en toda la habitación, pero sereno y firme:
—Si no guarda al instante ese cuchillo en su bolsillo, le juro por mí honor que será ahorcado muy pronto.
Siguió una batalla de miradas entre ellos; pero el capitán pronto se rindió, guardó el arma y se sentó de nuevo gruñendo como un perro apaleado.
—Y ahora, señor —continuó el doctor—, desde el momento en que sé que se encuentra en mi distrito un sujeto de su calaña, puede estar seguro de que le tendré puesta la vista encima día y noche. No soy solo médico. También soy representante de la ley; y si oigo la más leve queja contra usted, aunque nada más sea una grosería como la de esta noche, le apresaré y le expulsaré de aquí.
Poco después de esto llevaron el caballo al doctor Livesey, que se alejó cabalgando en él. El capitán se mantuvo silencioso el resto de aquella noche y durante muchas noches que siguieron.
No había transcurrido mucho tiempo cuando se produjo el primero de los misterios que por fin nos libraron del capitán, aunque no de sus enredos, como podrá ver el lector.
Era un invierno muy frío, de largas e intensas heladas y fuertes temporales; y se veía que mi pobre padre no vería llegar la primavera. Cada día se encontraba con menos fuerzas; mi madre y yo teníamos que hacer todo el trabajo de la posada y estábamos demasiado atareados para cuidarnos gran cosa de nuestro insoportable huésped.
Una mañana de enero, un amanecer crudo y helado. La pequeña ensenada aparecía blanca de escarcha. Las olas chapoteaban al romper contra las piedras de la playa y el sol, aún muy bajo, solo iluminaba las cimas de los cerros y resplandecía a lo lejos en la inmensidad del mar. El pirata, que había madrugado más que de costumbre, se dirigió a la playa, con su cuchillo asomando entre los largos faldones de su casaca verdosa, el catalejo de latón bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás. Aún me acuerdo de que, al caminar, su aliento dejaba tras él unas nubecillas como una humareda. Y el último grito que de él oí al dar la vuelta a la roca grande fue un inmenso resoplido de indignación, como si estuviera pensando en el doctor Livesey.
Mi madre estaba arriba, con mi padre, y yo preparaba la mesa para el desayuno del capitán —que este tomaría a su vuelta, lo que no tardaría en hacer—, cuando de pronto se abrió la puerta de la calle y entró un hombre al que jamás había visto.
Su cara tenía la palidez del sebo; le faltaban dos dedos de la mano izquierda y, aunque llevaba un enorme cuchillo, no tenía traza de hombre pendenciero. Como yo estaba siempre ojo avizor en espera de navegantes, tanto si tenían una pierna como si tenían dos, recuerdo que la presencia de aquel individuo me chocó. Sin embargo, aunque no vestía como los marineros, lo cierto era que de él se desprendía cierto tufillo marino.
Le pregunté qué deseaba; me contestó que le llevase un vaso de ron.
Me disponía a salir de la sala, para ir a buscar lo solicitado, cuando el desconocido se sentó a una mesa y me hizo señas de que me acercara. Yo me detuve donde estaba, con la servilleta en la mano.
—Ven acá, chico —me dijo—. Acércate más.
Di un paso hacia él.
—Esa mesa que está ahí preparada, ¿es para mi compañero Bill? —me preguntó con una especie de sonrisita burlona.
Le contesté que no conocía a su amigo Bill y que aquella mesa era para el desayuno de nuestro huésped, a quien llamábamos el capitán.
—Lo mismo da —dijo—. No es cosa rara que a mi compañero Bill le llamen capitán. Tiene una cicatriz en una mejilla y un carácter campechano y encantador, sobre todo después de beber a su antojo. Así es mi amigo Bill. Supongamos, pues, que ese capitán tiene la cicatriz donde te he dicho y que además es la mejilla derecha... ¡Ah, muy bien! Ya te lo decía yo. Y ahora dime: ¿Se encuentra en casa mi amigo Bill?
Contesté que había ido a pasear.
—¿A dónde, hijo? ¿Sabrías decirme hacia dónde?
Le indiqué el peñasco y le dije que probablemente volvería enseguida. Cuando hube satisfecho otras preguntas, el hombre exclamó:
—¡Ay! ¡Cómo se va a alegrar mi amigo Bill!
La expresión no era del todo tranquilizadora, y yo tenía mis razones para pensar que el desconocido se equivocaba si aquello lo decía con sinceridad. Pero, al fin y al cabo, me dije, aquello no me importaba en absoluto. Por otra parte, no sabía qué hacer: el forastero continuó andando de un lado a otro, junto a la entrada de la hostería, y atisbando por la esquina como gato que acecha a un ratón.
Se me ocurrió salir a la carretera. Él me llamó enseguida; como no le obedecí con la rapidez que deseaba, se operó un terrible cambio en su pálido rostro y me ordenó que entrase, al mismo tiempo que gritaba de un modo que me hizo pegar un salto.
Tan pronto como estuve de nuevo en el local, a su lado, recobró su talante anterior y entre halagador y sarcástico, me dijo que yo era un buen chico y que le resultaba muy simpático.
—Tengo un hijo —prosiguió— que es mi mayor orgullo, y os parecéis como dos gotas de agua. Lo más importante para los chicos es la disciplina, hijito, ¡la disciplina, sí! Si tú hubieras navegado con Bill no habrías esperado para entrar a que te lo dijeran dos veces; seguro que no. No eran esas las costumbres de Bill ni las de quienes navegaban con él. Pero he aquí que llega, más fijo que el sol, mi compañero Bill, con su catalejo debajo del brazo. ¡Dios le bendiga! Ven, nos esconderemos detrás de la puerta y le daremos una sorpresa. ¡Dios le bendiga otra vez!
El desconocido me arrastró hasta un rincón de la sala, de modo que nos ocultase la hoja de la puerta. Como es de suponer yo estaba muy asustado; mi angustia e inquietud aumentaron al ver que aquel hombre también lo estaba. Tomó la empuñadura de su largo cuchillo y lo desenvainó. Todo el tiempo que estuvimos esperando tragó saliva sin cesar, como si sintiera, según suele decirse, un nudo en la garganta.
Por fin entró el capitán, que cerró la puerta de golpe tras sí y, sin mirar a parte alguna, se dirigió a la mesa en la que estaba servido el desayuno.
—¡Bill! —llamó entonces el desconocido tratando de dar a su voz, según me pareció, un tono recio y atrevido.
El capitán volvió sobre sus talones como movido por un resorte y nos miró. El color moreno había desaparecido de su cara y hasta la nariz aparecía lívida. Tenía el aspecto de quien ve a un aparecido, al diablo mismo o a alguien peor si fuera posible; casi me dio pena verlo así, en un instante, tan agobiado y caduco.
—Vamos, Bill, vamos. ¿No me conoces? ¿No te acuerdas de tu viejo compañero de tripulación?
El capitán permaneció boquiabierto.
—¡Black Dog! —exclamó al fin.
—Pues ¡naturalmente! —repuso el forastero más tranquilizado—. El mismo Black Dog en persona, que ha venido a ver a su antiguo camarada Bill a la hostería del Benbow. ¡Ah, mi querido Bill! ¡Qué tiempos aquellos, y qué cosas hemos visto los dos desde que yo perdí estos dos dedos! —añadió alargando su mano mutilada.
—Muy bien —gruñó el capitán—. Vamos al grano: me has descubierto al fin y aquí estoy. Bien; ya que es así, desembucha lo que tengas que decir. ¿De qué se trata?
—¡El mismo Bill de siempre! —exclamó Black Dog—. Tienes razón, Bill. Voy a pedir dos vasos a ese chicuelo, con quien me he encariñado mucho, y tú y yo nos sentaremos, si no te parece mal, y charlaremos como viejos amigos.
Cuando les llevé el ron, cada uno se sentaba a un lado de la mesa preparada para el desayuno del capitán. Black Dog estaba cerca de la puerta, con un ojo puesto en su antiguo compinche y —según me imaginé— otro en la huida. Después de ordenarme que me fuese y que dejase la puerta abierta de par en par, añadió:
—Hijito, no me gusta eso de que escuchen por la cerradura.
Los dejé, por tanto, solos y me retiré a la trastienda. Durante largo rato, a pesar de mis esfuerzos por enterarme de lo que decían, no pude oír otra cosa que un apagado susurro. Pero, finalmente, fueron elevando la voz y pude comprender alguna cosa, alguna que otra palabra, entremezclada con varios juramentos, casi todos del capitán.
—¡No, no y no! ¡No hay más que hablar! —gritó una y otra vez—. Si hay que morir ahorcado, pues... ¡nos ahorcarán a todos! Eso es.
De pronto estalló una explosión de juramentos y golpes. Al fondo de la sala, las sillas rodaron por el suelo con gran estrépito. Se oyó el entrechocar de los aceros y un grito de dolor. Un momento después vi huir a toda prisa a Black Dog, perseguido por el capitán. Ambos empuñaban cuchillos; al forastero le brotaba mucha sangre de una herida en el hombro izquierdo. En el preciso instante en que ambos llegaron a la puerta, el capitán descargó sobre el fugitivo una tremenda y última cuchillada, que seguramente le hubiera abierto la espalda de arriba abajo de no haber recibido y parado el golpe nuestra recia puerta de la posada Benbow. Todavía hoy puede verse la muesca que dejó el acero en la parte inferior del marco.
Aquel golpe fue el último de la contienda.
Una vez en la carretera, Black Dog, presuroso y a pesar de su herida desapareció en un abrir y cerrar de ojos tras la cima del cerro. Por su parte el capitán quedó como aturdido, contemplando estúpidamente la puerta. Después se pasó varias veces la mano por la cara y finalmente volvió a penetrar en la posada.
—¡Jim! —me gritó—. ¡Trae ron!
Mientras gritaba se tambaleaba; para sostenerse apoyó una mano en el muro.
—¿Está usted herido? —le pregunté.
—¡Ron! —repitió—. ¡Tengo que escapar de aquí! ¡Dame ron, dame ron!
Corrí a buscarlo, pero estaba tan aturdido por lo que acababa de ocurrir que rompí un vaso y obstruí la espita; y temblaba todavía como un azogado cuando se oyó el golpe de una caída en la sala. Corrí hacia ella y vi al capitán tendido en el suelo cuan largo era. En aquel instante mi madre, alarmada por los gritos y el estruendo de la lucha, acudió con presteza en mi auxilio. Entre los dos levantamos la cabeza del viejo pirata, que respiraba fuerte y ruidosamente, pero tenía los ojos cerrados y el rostro lívido y amarillento e infundía espanto.
—¡Qué desgracia, Dios mío! —exclamó mi madre—. ¡Qué mancha para esta casa! ¡Y con tu padre tan enfermo!
No teníamos la menor idea de lo que debía hacerse para auxiliar al capitán; y estábamos convencidos de que había sido herido de muerte en su pendencia con el forastero. Tomé el vaso de ron y traté de echarle un poco en la garganta; pero tenía los dientes muy apretados y las mandíbulas tan rígidas como si fuesen de hierro. En esto se abrió la puerta y vimos aparecer al doctor Livesev, que venía a visitar a mi padre.
Creímos que le enviaba la Providencia y experimentamos indecible alivio.
—Señor doctor —exclamó mi madre—, ¿qué haremos? ¿Dónde está herido este hombre?
—¿Herido? Lo está tanto como usted y como yo. Lo que tiene es un ataque, como yo le pronostiqué. Y ahora, señora Hawkins, lo que debe usted hacer es atender a su marido; y si es posible, que no se entere de nada de lo ocurrido. Por mi parte, tengo la obligación de hacer cuanto pueda para salvar la inútil vida de ese hombre, que es un bribón. Jim, tráeme en seguida una palangana.
Cuando volví con ella, el médico había cortado de arriba abajo una manga de la casaca del capitán, dejando al descubierto un brazo musculoso y recio que ostentaba varios tatuajes: «Buena suerte», «Viento en popa», «Billy Bones se ríe de todo», grabados en el antebrazo con gran claridad. Más arriba, cerca del hombro, aparecía una horca con un hombre colgado, dibujo, según me pareció, hecho con singular primor.
—Esto es profético —exclamó el doctor poniendo el dedo sobre el dibujo—. Y ahora, veamos de qué color tiene usted la sangre, señor Billy Bones, si es que en realidad se llama así. ¿Te asusta la sangre, Jim?
—No, señor —contesté.
—Bien, pues; entonces, sostén el recipiente.
Y tras decirlo tomó el bisturí y abrió una vena.
Fue necesario extraerle mucha sangre antes de que abriese los ojos y nos mirase de un modo turbio. Apenas reconoció al médico frunció las cejas; pero después, al posar la mirada en mí, pareció tranquilizarse.
Mas, de pronto, cambió de color e intentó incorporarse, gritando:
—¿Dónde está Black Dog?
El doctor no comprendió las palabras del viejo pirata porque, con lo precipitado del suceso y la excitación del momento, olvidé contarle lo ocurrido.
Por eso respondió:
—Aquí no hay ningún perro negro*, a no ser el que usted lleva dentro del pellejo. Ha bebido en exceso y le ha dado el ataque que le pronostiqué. Y en este momento acabo, contra mi voluntad, de sacarle por las orejas de la sepultura, donde ya había metido estúpidamente una pata. Conque, amigo Bones...
El viejo se estremeció, no sé si de miedo o de furor, al oír el nombre que le daba el doctor.
—No me llamo así —interrumpió.
El médico se encogió de hombros, con indiferencia.
—Me tiene sin cuidado. Pero así se llama un pirata conocido mío, y le doy este nombre para abreviar... Ahora bien, tenga en cuenta lo que voy a decirle: un vaso de ron no le matará; pero si toma uno, luego otro, y luego otro más... Apuesto la peluca a que si no lo deja de una vez para siempre se morirá muy pronto. ¿Ha comprendido? Y se irá derechito al lugar que le corresponde, como aquel hombre de la Biblia. ¡Vamos, haga un esfuerzo y le ayudaré, por esta vez, a llegar a su cama!
El capitán trató de obedecer la indicación del doctor; pero la pérdida de sangre le había debilitado mucho y ni siquiera pudo incorporarse. El médico me hizo seña para que le ayudara y entre los dos conseguimos levantarle. Fue una verdadera proeza, que aún no puedo explicarme, lograr subir la escalera cargados con él. Ya en su habitación, le dejamos echado en la cama. Con un suspiro reclinó la cabeza en la almohada y palideció de tal modo que creí que volvería a perder el conocimiento. Un miedo atroz se adueñó de mi ser al considerar la posibilidad de que muriera allí, en nuestra casa.
—Y ahora, mucho cuidado —le advirtió el médico—. Yo descargo mi conciencia: beber ron es la muerte para usted.
Me cogió de un brazo y me dio a entender con un gesto que saliéramos de la habitación, dejándole descansar.
—Esto no ha sido nada —me comunicó cuando cerró la puerta—. Le he extraído bastante sangre para que se esté quieto durante una temporada. Tendrá que quedarse ahí una semana; pero si le repite el ataque, es hombre muerto.
—Entonces, doctor ¿no se morirá? —pregunté todavía asustado por la lividez del viejo corsario.
—No, Jim —sonrió el doctor—; no te preocupes. Saldrá bien de esta; pero tú, que debes cuidarle, tienes que impedir que vuelva a probar el ron. Sería la muerte para él.
Sentí gran sensación de alivio, como si de pronto me despojaran de un peso enorme que me oprimía el corazón. No era cariño lo que sentía por el viejo, pero la idea de la muerte me resultó dolorosa en extremo; por eso las palabras del doctor devolvieron la tranquilidad a mi espíritu sobremanera acongojado.
—Y ahora, muchacho, vamos a ver a tu padre.
Asentí con la cabeza y de modo maquinal, obsesionado por la escena que había presenciado, caminé en pos del doctor hacia la habitación que ocupaba el autor de mis días.
Cerca del mediodía me detuve a la puerta de la habitación del capitán; le llevaba algunas bebidas refrescantes. Permanecía poco más o menos en la misma posición en que le había dejado, excepto que estaba un poco más incorporado, y parecía encontrarse débil y agitado.
—Jim —dijo—, eres el único que aquí vale algo, y tú sabes que siempre he sido bueno contigo. Todos los meses te he dado para ti cuatro peniques de plata. Ahora, como ves, estoy gravemente enfermo y desamparado de todos, Jim, y espero que me traerás un vasito de ron. ¿No es verdad, muchacho?
—Pero el doctor... —comencé a decir.
—Todos los médicos son unos inútiles, y este doctor un imbécil; te lo digo yo. Si no pruebo una gota de ron, Jim, me volveré loco y empezaré a tener alucinaciones. He visto a Flint ahí, en esa esquina, tan claro como te veo ahora. Te daré una libra de oro por un vaso, Jim.
—No quiero su dinero —contesté—; tan solo lo que debe a mi padre. Le traeré un vaso y basta.
Cuando se lo llevé lo agarró y bebió con avidez.
—Sí —dijo—; esto está mejor. Y ahora dime, muchacho: ¿ha dicho el doctor cuánto tiempo estaré echado aquí?
—Por lo menos una semana —repuse.
—¡Truenos! —gritó—. ¡Una semana! No puedo hacer esto, pues para entonces ellos ya me habrán mandado la señal negra. Están rondando por ahí haciendo planes contra mí. Esos idiotas no saben conservar lo que han ganado y quieren robar lo que es de otro. ¿Es esta la forma de comportarse con los marinos? Pero yo soy una persona ahorradora; nunca he derrochado mi dinero ni lo he perdido. Mas les engañaré de nuevo. No les temo.
Mientras hablaba se había incorporado en la cama con grandes dificultades, oprimiéndome el hombro con tal fuerza que casi me hizo gritar de dolor. Entonces hizo una pausa.
—Este doctor me ha abatido —murmuró—. Me zumban los oídos.
Antes de que pudiese hacer nada por ayudarle cayó hacia atrás en la misma posición que antes, y permaneció en silencio durante un rato.
—Jim —dijo finalmente—, ¿has visto ese marinero de hoy?
—¿Black Dog? —pregunté.
—¡Ah! Black Dog —dijo—, ¡ese perro! Pero son peores los que le han enviado. Si no pudiera marcharme y ellos me dieran la señal negra, recuerda esto: es mi viejo cofre de marino lo que desean. Entonces toma un caballo, corre a buscar a ese maldito doctor y dile que venga con todos sus hombres y los atrapará; cogerá en la posada Benbow a toda la antigua tripulación de Flint, hombres y chicos, todos los que quedan. Yo era el primer oficial del viejo Flint y soy el único que conoce el lugar. Me lo dio en Savannah, cuando estaba agonizando. Pero tú no se lo dirás a nadie, a menos que me den la señal negra o en el caso de que veas de nuevo a Black Dog o a un marino con una sola pierna; sobre todo a este, Jim.
—Pero ¿qué es la señal negra, capitán? —pregunté.
—Es un aviso; ya te lo diré si me lo mandan. Pero permanece alerta, Jim, y yo te prometo ir a medias contigo.
Habló un poco más, con voz cada vez más débil. Después de tomar los polvos que el doctor había enviado quedó sumido en un profundo sueño, en el que le dejé.
Mi pobre padre murió de repente aquella misma tarde, lo que dejó de lado todo lo demás. Nuestra pena, las visitas de los vecinos, el arreglo del funeral y el trabajo de la posada, que entretanto hubo de hacerse, me mantuvieron tan ocupado que apenas tuve ocasión de pensar en él, y mucho menos de temerle.
A la mañana siguiente bajó al comedor, como acostumbraba, aunque comió muy poco y creo que bebió más ron de lo normal, pues se sirvió él mismo del barril, ceñudo y resoplando por la nariz, sin que nadie se atreviera a impedírselo. La noche anterior al funeral estuvo más borracho que nunca. Era horrible oírle cantar, en aquella casa, su repugnante vieja canción de marino.
El capitán continuaba débil. Subía y bajaba las escaleras, y a veces asomaba la nariz a la puerta para aspirar un poco del aire de mar. Su carácter había empeorado aún más. Cuando bebía desenvainaba la espada y la ponía ante sí sobre la mesa, de una forma alarmante; parecía prestar menos atención a las otras personas y estar más ensimismado en sus pensamientos.
Así marcharon las cosas hasta el día siguiente al del funeral. Alrededor de las tres de una tarde cruel, fría y nebulosa, me hallaba de pie junto a la puerta, lleno de tristes pensamientos acerca de mi padre, cuando vi que alguien se acercaba con lentitud por la carretera. Era ciego, pues tanteaba el terreno con un bastón; llevaba los ojos y la nariz cubiertos, iba encorvado como si fuera bastante viejo o estuviese muy débil y vestía una enorme casaca marinera hecha de andrajos. En mi vida había visto una figura tan horrenda. Se paró a corta distancia de la posada y levantando la voz con una extraña entonación, medio cantando, medio hablando, se dirigió al aire que había frente a él:
—¿Habrá algún alma caritativa que diga a este pobre ciego, que ha perdido el precioso don de la luz de sus ojos en la defensa de su país natal, en qué parte de ese país se encuentra ahora?
—Buen hombre, se encuentra ante la posada Benbow, en la bahía Black Hill —contesté.
—Oigo una voz... —dijo—, una voz joven. ¿Querrás darme tu mano, mi amable joven, y conducirme adentro?
Extendí la mano, y aquella terrible criatura sin ojos, de palabra melosa, la agarró al momento con gran fuerza. Me asusté tanto que luché por desasirme, pero el ciego tiró de mí hasta apretarme contra él.
—Ahora, muchacho —dijo—, llévame donde está el capitán.
—Señor, no me atrevo —le dije.
—¡Oh! —dijo con sorna—. ¡Qué interesante! Llévame inmediatamente o te rompo el brazo.
Y me lo retorció de tal manera que me arrancó un grito.
—Señor —repliqué—, lo digo por su propio bien. El capitán no es el que solía ser. Se sienta con la espada desenvainada. Otro caballero...
—Vamos, ponte en marcha —gritó.
Nunca había oído una voz tan cruel, fría y horrible como la de aquel ciego. Me asustó todavía más que el dolor, y le obedecí, llevándole en derechura hacia la puerta y a la sala, donde el enfermo y viejo capitán estaba sentado, bebiendo ron en grandes cantidades. El ciego se mantuvo; siguió asiéndome con una mano de acero y apoyó en mí casi todo su peso, lo cual era más de lo que yo podía soportar.
—Condúceme hasta él y cuando estés delante grita: «Aquí está un amigo suyo, Bill». Si no lo haces, haré esto —y al decirlo me dobló el brazo de tal manera que casi me desvanecí.
Tanto me aterrorizaba el ciego que olvidé mis temores hacia el capitán; así, mientras abría la puerta de la sala, grité con voz temblorosa las palabras que me había ordenado.
El pobre capitán levantó sus ojos, nos miró y de golpe desaparecieron en él los efectos del ron. Su expresión no era tanto de terror como de mortal ansiedad. Se movió con ánimo de levantarse; pero no creo que su cuerpo albergase suficientes fuerzas.
—Vamos, Bill, quédate sentado donde estás —dijo el ciego—. Aunque no puedo ver, sí puedo oír el simple movimiento de un dedo. El negocio es el negocio. Extiende tu mano derecha y tú, chaval, coge su brazo y pon su mano cerca de la mía.
Los dos le obedecimos y vi cómo pasaba algo del hueco de la mano con que sostenía el bastón a la mano del capitán, que en el acto la cerró.
—Esto ya está —dijo el ciego; y con estas palabras me soltó de pronto, escurriéndose con gran rapidez fuera de la habitación, ¡con gran rapidez!, hacia la carretera, de la que llegó el tap-tap de su bastón al perderse en la distancia.
Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo saliéramos de nuestro asombro; pero al fin reaccionamos, casi al mismo tiempo, y solté el brazo que todavía tenía cogido. Se acercó la mano a los ojos y echó una breve ojeada a lo que contenía.
—¡A las diez! —gritó—. Seis horas. ¡Ha llegado el momento!
Se puso en pie de un salto. De pronto se llevó la mano en el cuello, se tambaleó unos instantes, y después con un ruido extraño, cayó cuan largo era de bruces al suelo.
Corrí hacia él llamando a mi madre, pero mi apresuramiento fue inútil; el capitán estaba muerto.